Profecía y Profetas
1. Noción de profecía. 2. Análisis de la profecía:
a) Esencia; b) Causa; c) Modo del conocimiento profético. 3. Posibilidad de la
profecía. 4. La profecía como argumento de credibilidad 5. Dificultades contra
las profecías.
Ya se ha expuesto en el artículo anterior (v. t) cómo se fueron anunciando las
profecías y qué profetas fueron apareciendo a lo largo de la historia de la
Revelación por medio del pueblo de Israel, tal y como lo atestiguan los Libros
Sagrados; aquí se expondrá la realidad del influjo profético, y el empleo del
argumento profético como motivo de credibilidad de la Revelación divina.
1. Noción de profecía. Resumiendo brevemente lo expuesto en el artículo anterior
(t), recordemos que la palabra profeta corresponde al término griego profétes
(de profana¡) cuyo significado técnico-etimológico es «el que habla en nombre de
otro». La versión griega de los Setenta ha usado esta palabra para traducir
tanto el término hebreo nabí, portavoz, intérprete, nuncio, como ró'eh o hózeh,
vidente, con que se designaban a los profetas de Dios (cfr. 1 Sam 9,9). Como ya
se ha visto, en la S. E. se presenta la profecía en una complejidad de
acepciones, siempre consiste en una acción sobrenatural, por la cual Dios
comunica al profeta (escogido sobrenaturalmente: Am 2, 11; Is 6,1; Ier 1,4-10;
Ez 1, 1-3) ciertas luces o conocimientos, con misión de transmitirlos a otros
hombres: «Yo suscitaré de entre tus hermanos un profeta como tú y él les
comunicará todo cuanto yo le mande» (Dt 18,18).
a) En primer lugar, se considera profecía toda palabra formulada bajo influjo de
una acción divina, como exhortaciones morales, interpretación de la Escritura,
etc. Es el carisma de la profecía del cual habla S. Pablo (1 Cor 12,10.28; Rom
12,6; Eph 4,11) y que tanto en el A. T. como en el N. T. tiene numerosas
manifestaciones (cfr. Num 11,25.27.29; 1 Par 25,1-3; Act 2,17).
b) También se designa profecía al conocimiento sobrenatural de sucesos actuales
o pasados, o misterios divinos, que no pueden ser conocidos naturalmente por la
razón natural. Así Eliseo conoció por profecía lo que su siervo Giézi había
pedido a Naamán (2 Reg 5,26).
c) En tercer lugar, se llama profecía a un conocimiento de sucesos futuros,
naturalmente imprevisibles, recibido sobrenaturalmente y comunicado a otros con
certeza infalible. Así Isaías profetiza que Jerusalén sería libre del ataque del
potente Senaquerib (2 Reg 19,20-36); el profeta Ajías anuncia a Jeroboán el
cisma de Israel (2 Reg 11,31); y se tiene las innumerables profecías mesiánicas
(Gen 49,8-12; 2 Sam 7,12-16; Is 7,14; Mich 5,1-5; Ps 2; 109 (110); etc.).
Esta tercera acepción restringe la noción de profecía al anuncio de eventos
futuros contingentes, y es el sentido que los Padres de la Iglesia y el
Magisterio han asumido en su uso habitual; de él fundamentalmente nos ocuparemos
aquí.
2. Análisis científico de la profecía (cfr. S. Tomás, Sum. Th. 2-2 g171-174; De
veritate, ql2).
a) Esencia. La profecía principalmente y en primer lugar consiste en un
conocimiento recibido de Dios; esto resulta evidente al estudiar la acción de
los profetas. Ellos hablan para manifestar los juicios de Dios, paradar a
conocer su voluntad de misericordia y de justicia. El arcaico nombre de
«vidente» (cfr. 1 Sam 9,9) con que se les designaba en el A. T. refleja su
naturaleza: ven las cosas que otros no alcanzan a ver y contemplan las cosas
envueltas en el misterio. Pero este conocimiento se recibe para la edificación
de los demás: «qui autern prophetat, ecclesiam Dei aedificat» (1 Cor 14,3); de
ahí que la profecía consiste en segundo lugar en la manifestación del
conocimiento recibido de Dios. De hecho los profetas se sentían impulsados a
comunicar las revelaciones sobrenaturales (cfr. Am 7,15; Ier 20,7-9). Son
conmovedoras las palabras de Jeremías que reflejan esta realidad: «Tú me
sedujiste, ¡oh Yahwéh! , y yo me dejé seducir» (Ier 20,7).
El conocimiento de la profecía es recibido por una luz sobrenatural: lumen
propheticum. Dios a través de una ilustración profética graba en la mente de los
profetas las verdades que quiere enseñar a los demás hombres. Prueba de ello es
el uso reiterado de las expresiones «locutus est Dominus», «factum est verbum
Domini», etcétera, que atestiguan la procedencia del conocimiento profético.
Esta luz no radica en el intelecto a modo de hábito permanente, sino que es una
passio o impresión transeúnte; el profeta no siempre tiene la facultad de
profetizar. Eliseo, que tenía un espíritu profético tan grande como el de Elías,
afirma que no había conocido la angustia de la sunamita por no haber recibido la
revelación del Señor (2 Reg 4,27). Para cada profecía la mente del profeta
requiere una nueva iluminación. San Gregorio explicaba la conveniencia del
carácter transeúnte de la profecía diciendo: «de modo que, cuando no lo poseen,
entiendan por esto que es un don de Dios cuando lo tienen» (Super Ez 1,1, hom.
1: PL 76, 793).
Siendo la luz divina el principio del conocimiento profético, éste se puede
extender a toda verdad, si bien en cada momento se refiere a aquel juicio
concreto que Dios quiere revelarle. Así Balaam advierte al rey moabita que sólo
podrá decir las palabras que Dios ponía en su boca (cfr. Num 22, 38). El
verdadero profeta conoce con certeza absoluta que Dios es quien le habla (cfr.
Ier 20, 9); es difícil precisar por qué vía causa el Señor esta certidumbre.
Hay, sin embargo, profecías en las que quien profetiza no tiene esa conciencia,
como es el caso de Caifás (cfr. lo 11, 51). En estos casos no se tiene un
verdadero carisma profético, y no se puede hablar de perfecta profecía, sino de
un cierto instinto profético (cfr. S. Tomás, Sum. Th. 2-2 g 173 a 4).
Por otra parte, recibiendo el profeta la enseñanza del mismo Dios, no puede
caber error en sus profecías. Este punto exige un estudio particular de las
profecías de futuros contingentes. Los futuros contingentes pueden ser
considerados en sí mismos o en sus causas. A veces la revelación profética da a
conocer al profeta el futuro contingente en sí mismo, y en este caso lo
anunciado sucede infaliblemente; es el caso de la profecía de Is 7,14: «Ecce
virgo concipiet». Otras veces Dios manifiesta al profeta el orden de las causas
a sus efectos, y entonces los hechos pueden suceder de modo distinto a como
están profetizados si -tras la actuación del profeta- varían esas causas; pero
en este caso no hay error, ya que el sentido de la profecía es que el
mantenimiento de las causas llevará a que se cumpla lo anunciado; así se ha de
entender la profecía de Jonás respecto a Nínive: dado que Nínive se arrepintió,
no vino el efecto anunciado por Jonás.
b) Causa de la profecía. De lo que hemos visto se deduce claramente que la
profecía en la S. E. tiene como causa a Dios. Los verdaderos profetas se
consideraban enviados por Yahwéh y acusaban a los que se querían constituir
profetas sin esa llamada (Ier 23,21; 27,15; etc.). Sin embargo, entre los
exegetas protestantes liberales, desde A. Kuenen, se ha reducido muchas veces la
inspiración profética a una mera intuición genial de hombres privilegiados. Es
cierto que el hombre, con las fuerzas de su inteligencia, es capaz de
pronosticar, a veces, con gran precisión, ciertos eventos futuros -eclipses,
desarrollo político de un país, etc-. Pero tal previsión difiere de raíz de lo
que se entiende por profecía. lista se refiere a cualquier tipo de suceso y, en
particular, a verdades que sobrepasan en absoluto las fuerzas de la razón:
Miqueas anuncia con ocho siglos de anticipación que Cristo nacería en Belén (Mich
5,2) e Isaías con igual antelación anuncia que el Mesías nacería de una madre
virgen (Is 7,14), etc. Por otra parte estas profecías se hacían con una certeza
infalible. La adivinación natural se refiere a algunos efectos alcanzables por
la experiencia humana, a menudo, sujeta a error.
De ahí que la profecía propiamente dicha no se consiga por causa natural, sino
sólo por una revelación divina. La existencia de profecías, y su cumplimiento,
p. ej., en Jesucristo (v.), el Mesías (v.) anunciado, es una prueba del origen
sobrenatural de la religión cristiana. Quienes han querido quitar el sentido
sobrenatural a la Revelación y a la fe han tenido que recurrir de múltiples
formas -negando la historicidad, autenticidad, etc- a la negación de toda
profecía o a reducirla a una mera perspicacia natural.
Dios puede servirse para comunicar las profecías del ministerio de los ángeles (cfr.
Dan 3,21-23; Gen 19,13; etcétera). Pero nunca se sirve del ministerio de los
demonios para comunicar a los hombres verdades divinas. Los demonios (v.), sin
embargo, en virtud de su ciencia superior a la humana, y con la permisión de
Dios, pueden comunicar a los hombres ciertas previsiones sobrenaturales. Tales
«profecías diabólicas» no presentan los. caracteres de una verdadera profecía:
no se extienden a los futuros contingentes, que son desconocidos por los
demonios, ni por ellos el intelecto del profeta recibe luz alguna; es la
imaginación la que viene excitada de modo sensible.
Procediendo la profecía de una inspiración divina no es necesario en el hombre
que la recibe una disposición natural, ya que Dios puede producir junto al
efecto espiritual la disposición conveniente requerida según el orden natural.
Incluso Balaam, no israelita y mago, transmitió un mensaje de parte de Yahwéh (cfr.
Num 24). Además siendo la profecía una gracia gratis data (v. GRACIA
SOBRENATURAL) que tiene por sujeto el intelecto, puede darse en un hombre que no
posea la gracia santificante, si bien se requiere una cierta rectitud de vida
que permita la elevación de la mente a la contemplación de las cosas
espirituales (cfr. Sum. Th. 2-2 8172 a4; De veritate, XII,5).
c) Modo del conocimiento profético. El conocimiento profético, que no existirá
en el cielo (1 Cor 13,8), no puede ser identificado con la visión contemplativa
de la esencia divina (v. CIELO III). Para entender el conocimiento profético
conviene tener presente el modo del conocimiento (v.) natural. En éste se ha de
distinguir entre la recepción o representación de las cosas y el juicio sobre
las mismas. Por el don de profecía -lumen propheticum- se confiere a las
facultades cognoscitivas humanas algo -inspiratio prophetica- que supera a la
facultadnatural en los dos aspectos señalados: se perfecciona el juicio por el
influjo de la luz profética y se reciben nuevas especies.
En la profecía lo más importante es el perfeccionamiento del juicio, hasta el
punto que se llama profeta sólo a quien tiene la iluminación de la inteligencia
para juzgar de las cosas que otros han visto; es el caso de Daniel, que declaró
los sueños de Nabucodonosor; mientras que se puede poseer la representación de
las cosas -ya sea por imágenes internas como Nabucodonosor (Dan 4,7-15) o
imágenes sensibles como Baltasar (Dan 5)- sin ser considerado profeta.
Dios puede ofrecer a la mente del profeta la representación de las cosas
profetizadas de varias maneras: a veces se reciben por los sentidos externos,
como Daniel, que ve la inscripción en el muro (cfr. Dan 5); otras por los
sentidos internos, jeremías ve así una olla al fuego del lado del aquilón (Ier
1,13); y a veces, infundiendo en la misma mente especies inteligibles, como
sucede en quienes reciben la ciencia infusa. Es muy frecuente que no se reciba
ninguna imagen sensible, sino sólo la palabra de Dios: «fue sobre mí la palabra
de Dios y me dijo» (Ez, passim). Como el carisma de la profecía se ordena al
bien de los demás -transmitir la Revelación de Dios- parece exigida también una
elevación sobrenatural de la voluntad y de las facultades ejecutivas de modo
análogo a como ocurre en la inspiración (V. BIBLIA III).
3. Posibilidad de la profecía. La posibilidad de la profecía no es más que un
aspecto particular de la posibilidad de la Revelación (V. REVELACIÓN II-III). La
Revelación de los misterios (v.) propiamente dichos -verdades sobrenaturales
quoad se, es decir, no alcanzables por la razón, ni siquiera después de
revelados- es posible porque no repugna a la naturaleza de Dios: Dios ha creado
al hombre, y es su Padre y Señor, puede también desvelarle su ciencia íntima,
por ser un ser personal, libre y trascendente; ni el contenido de la Revelación:
que no es contraria a la razón, ni su comunicación constituye una vejación del
hombre, antes bien enriquece su saber intelectual y sus ansias sin límites de
saber; ni a la naturaleza del hombre: su intelecto está orientado a cualquier
verdad, abierto al conocimiento del ser sin restricción. Como entre las esferas
del ser (v.) existe una relación de analogía, es posible alcanzar un reflejo de
la realidad absoluta de Dios con los conceptos analógicos ofrecidos por la
experiencia de este mundo. Además la naturaleza humana, creada por Dios,
conserva una dependencia total de su creador, y puede ser elevada por Él al
orden sobrenatural (v.); es lo que los teólogos llaman potencia obediencial.
En particular es posible el conocimiento profético de los futuros contingentes.
Si, como acabamos de señalar, la revelación de misterios propiamente dichos es
posible, con mayor razón la comunicación de verdades que son solamente
sobrenaturales quoad modum: sobrenaturales en cuanto al modo de ser
manifestadas.
Dios puede, por tanto, imprimir en el alma del profeta nuevas especies
inteligibles o nuevas imágenes, u organizar las especies ya adquiridas por el
profeta con miras a expresar los sucesos futuros y dar a su inteligencia la luz
que le permita juzgar de modo cierto e infalible sobre tal conocimiento. Y
solamente Dios puede conceder al hombre este conocimiento profético de los
futuros contingentes y de los secretos de 'tos corazones, ya que exclusivamente
El puede tener un conocimiento infalible y cierto, en virtud de su ciencia
perfecta e inmutable (v. DIOS IV, 13).
4. La profecía como argumento de credibilidad. La Constitución Dei Filius del
Conc. Vaticano I declaró dogmáticamente que Dios quiso, para ayudar nuestra fe,
que junto a los auxilios internos del Espíritu Santo hubiese unos argumentos
externos para probar el origen divino de la Revelación, entre los cuales se
encuentran principalmente los milagros y las profecías (sesión III, del 8 dic.
1869; Const. dogmática De fide catholica, del 24 abr. 1870, cap. 3 de fide:
Denz.Sch. 3009). El concepto de profecía es tomado aquí en su sentido más
estricto; el Concilio no se refiere a la manifestación de toda verdad revelada,
sino al anuncio de un evento futuro. En la primera redacción los Padres
conciliares se sirvieron no de la palabra profecía sino de la palabra vaticinio,
que significa anuncio de algo que ha de venir. Por otra parte, en lugar de
apoyarse en el texto de 2 Pet 1,19 se tomó el de Is 41,23: «Annuntiate quae
ventura sunt in futurum et sciemus quia dü estas vos» («Anunciad lo que haya de
venir en lo futuro, para que sepamos que sois dioses»). Si la Constitución
recoge después el de 2 Pet 1,19 es porque S. Pedro se apoya allí en las
profecías para demostrar la verdad de la revelación cristiana y los Padres
conciliares tenían a la vista, ante toda, las profecías mesiánicas: «habemus
firmiorenm propheticum sermonem, cui tiene facitis, attendentes quasi lucernae
lucenti in caliginoso loco» («Y tenemos por más firme la palabra profética, a la
cual hacéis bien en prestar vuestra atención, como a lámpara que brilla en lugar
tenebroso»: 2 Pet 1,19) (cfr. A. Michel, DTC 13, 713-714).
Con esto el Magisterio no hizo más que proclamar solemnemente lo que la
tradición cristiana afirma sobre la existencia de profecías y su valor como
argumento de credibilidad de la revelación cristiana: desde la Epístola del
Pseudo-Bernabé, pasando por los Padres Apologistas y los Padres Orientales y
Occidentales (cfr. S. Cipriano, Quod idola dü non sunt: PL IV,579-580; S. Juar
Crisóstomo, Quod Christus sit Deus, n° 11: PG XLVIII, 666; S. Agustín, Enarr, in
Psalmos, Ps VI, enarr. 9: PL XXXVI,666; etc.).
a) Precisiones del Magisterio sobre las características de la profecía. En la
Constitución dogmática Dei Filius las profecías son consideradas en el mismo
plano que los milagros. Se les llama conjuntamente «argumentos externos de la
revelación» y se afirma que manifiestan la omnipotencia divina y su sabiduría
infinita. Al igual que los milagros (v.), las profecías se consideran como
hechos divinos, signos evidentes, apropiados a la inteligencia de todos. Es un
hecho de orden cognoscitivo: en la mente del Concilio no se atiende tanto a la
realidad profetizada en sí misma como a la manifestación que se nos hace de
ella. Tal manifestación es siempre un hecho circunscrito a un lugar y tiempo
determinado, y cuyo cumplimiento se puede precisar históricamente. Estos hechos
son signos evidentes -signa certissima- de la Revelación, tanto como pueden
serlo los milagros. Por último, se afirma que estos hechos son signos apropiados
a la inteligencia de todos los hombres: omnium intelligentiae accomodata.
b) Existencia de algunas profecías. Diversos documentos del Magisterio recuerdan
y afirman la existencia de profecías. Así, p. ej.: En el documento de la
Pontificia Comisión Bíblica del 28 jun. 1908 respecto a la índole y autor del
libro de Isaías se afirma que los vaticinios narrados en el libro de Isaías son
verdaderamente tales, conocidos por el profeta por Revelación sobrenatural de
Dios (cfr. Denz.Sch. 3505); y que hay vaticinios tanto en este libro inspirado
como en los dichos de otros profetas, que anuncian hechos con largo plazo de
antelación (Denz.Sch. 3506). Igualmente, en el documento de la PCB del 1 mayo
1910, sobre los autores y tiempo de composición de los Salmos, se afirma que se
ha de reconocer la existencia de muchos salmos proféticos y mesiánicos, que
vaticinaron el advenimiento, el reinado, el sacerdocio, la pasión, muerte y
resurrección de Cristo, y que no preanunciaron solamente la suerte del futuro
pueblo escogido (Denz.Sch. 3528). En particular, en el decreto de la PCB del 1
jul. 1933 se precisa que con las palabras del Salmo 15,10-11 «No dejarás a mi
alma en el infierno, ni permitirás que tu santo vea la corrupción» el autor
sagrado habló de la resurrección de Nuestro Señor Jesucristo (Denz.Sch. 3750).
Además pueden recordarse las profecías mesiánicas en concreto y su cumplimiento
en Jesucristo (v. MESíAS); las profecías hechas por el mismo Cristo (v. I, 4
final); etc.
5. Dificultades levantadas contra las profecías. Son muchas y diferentes las
formas en que se ha querido probar que el hecho sobrenatural designado con el
nombre de profecía puede explicarse naturalmente, sin necesidad de intervención
de la ciencia divina y la comunicación sobrenatural de Dios al hombre. El
trabajo fundamental contra la doctrina católica fue The prophets and Prophecy in
Israel (Londres 1877) de Abraham Kuenen, obra que inspiró toda la crítica
liberal y que sedujo a algunos teólogos y exegetas católicos. Reflejos de las
hipótesis y prejuicios naturalísticos y racionalistas se encuentran después
entre los que han querido hacer equivalencias entre la Revelación y los mitos
paganos (v. MITO Y MITOLOGÍA I). En lo profundo de todas estas actitudes se
encuentra la negación de la posibilidad de un orden sobrenatural (v.), y por
consiguiente de la existencia de una Revelación (v.) sobrenatural: a priori que
lleva a explicaciones contradictorias e insuficientes de los datos mismos de la
historia y de los libros sagrados, los cuales por su carácter sobrenatural no
son accesibles sin la fe, ni inteligibles satisfactoriamente por la sola razón.
Nos referiremos a algunas de estas posturas que siguen teniendo cierta
actualidad.
a) Algunos autores se esforzaron en querer demostrar, acudiendo a la historia de
las religiones comparadas, que los hebreos no habían hecho más que copiar esta
institución de un fenómeno «profético» común a todas las religiones antiguas (v.
ni). Esta postura desconocía, por principio, el carácter sobrenatural de la
religión de Israel, y el origen divino de las instituciones del pueblo
israelita, en particular la institución del profetismo como lo atestigua Dt
18,15-18. Por otra parte, las opiniones de los sustentadores de esta postura
difieren y a veces se oponen entre sí: C. H. Cornill y T. H. Creyne sostenían el
origen árabe; A. Kuenen afirmaba el origen cananeo; H. O. Lange supuso el origen
egipcio; Hólscher y Kittel el origen en Asia Menor. Paulatinamente y desde un
punto de vista científico quedaron desacreditadas tales teorías, fruto de
simples conjeturas enraizadas en una mentalidad racionalista.
b) Se ha invocado también la existencia de unas pretendidas «escuelas de
profetas» como argumento favorable a las tesis naturalistas y evolucionistas.
Tales escuelas serían las instituciones más antiguas, que habrían preparado al
ejercicio de las funciones proféticas y se habrían encontrado en el origen del
monoteísmo hebreo. Así, estas escuelas constituirían una prueba de que el
profetismo no era más que un entusiasmo religioso cuyo contagio era
irresistible. Ante esta postura basta tener presente que (1 Sam 10,5) los
llamados grupos proféticos -«hijos de profetas»- en Israel surgieron en época
bastante posterior a la institución del profetismo (Dt 18,18). Moisés ya es
llamado profeta y el mayor de todos: «Ya no ha vuelto a surgir en Israel ningún
profeta semejante a Moisés, que conociera a Yahwéh, cara a cara» (Dt 34, 10),
Por otra parte, ninguno de los grandes profetas escritores perteneció a esas
sociedades proféticas (cfr. Am 7,14). Los integrantes de estas «sociedades de
profetas» no eran propiamente profetas, ya que no eran escogidos expresamente
por Dios, sino que se asociaban voluntariamente para promover la vida religiosa
alrededor de un profeta carismático, a veces sólo con ánimo de lucro. No consta
que hayan formulado ningún vaticinio, sino que para ellos la palabra profetizar
significaba sólo alabar a Dios con manifestaciones externas (v. t. I, 2a; III).
c) Se ha querido igualmente negar el carácter sobrenatural de la profecía, y de
ahí desacreditar la tesis católica de su posibilidad y su realidad, reduciendo
los profetas a hombres excepcionales, suscitados por el curso normal de los
eventos, sin una llamada especial de Dios, como lo pudieron ser Confucio (v.),
Buda (v.), Zoroastro (v.), etc. Ésta fue la tesis de A. Kuenen, y, en general,
de los racionalistas. Estos autores conservan las expresiones de revelación,
milagro, sobrenatural, pero vaciándolas de su sentido tradicional en la Iglesia
y llenándolas de hipótesis naturalistas. Así, dirán que las profecías no son más
que las previsiones de algunos hombres geniales, las esperanzas religiosas de
algunas santas almas, aspiraciones de un futuro ideal y, en resumen, puras
conjeturas cuya realización probaría solamente la perspicacia de su autor.
Las tesis racionalistas se movían por tres vías: la impostura, según ella los
profetas declaran tener una misión divina, sobrenatural, sin haberla recibido y
sin creer en ella; la ilusión, según la cual los profetas creen en una misión
sobrenatural, pero ésta es una creencia ilusoria y ellos unos alucinados; y la
psicológica, que es la más capciosa y ha tenido larga influencia en algunos
pensadores católicos: los profetas habrían visto su misión como un deber
impuesto por las circunstancias, un papel que ellos se sienten llamados a jugar
conforme a los deseos de Dios, que les permite llamarse enviados suyos, no en un
sentido estricto y por un mensaje directo, sino en un sentido amplio de misión
providencial. Según estos últimos, la revelación divina atestiguada por las
palabras «Dios dice», «Dios me envía», «Dios habla», significa únicamente una
convicción íntima del profeta y no una revelación especial. Esta explicación
psicológica ha sido completada apelando a la teoría del subconsciente. Y es
desde todo punto de vista inaceptable.
Si examinamos los escritos proféticos, vemos que los profetas perciben
perfectamente que la palabra de Yahwéh no viene de sus propios pensamientos ni
de su corazón; saben que provienen de una comunicación divina. Ellos mismos
distinguen entre verdaderos y falsos profetas (Gen 28,9; 1 Reg 22,28; Is
41,22-29), y reprochan a los falsos profetas hacer pasar como palabra divina sus
propias palabras (cfr. Ez 13,3-7; 22,28; Ier 22,16-22; 28, 15-17; etc.). Otras
veces, los profetas reciben la misión no sin poner trabas a la voluntad de Dios
(Ex 4,13; Am 7,15; Ier 1,6; Baruc se lamenta de tener que ser el que habla en
nombre de Dios: Ier 45,3). No se consideran con una función especial en virtud
de las circunstancias, sino por mandato de Dios; sus reacciones y sus actos
excluyen tanto la alucinación como la impostura. El documento de la Pontificia
Comisión Bíblica del 28 jun. 1908 rechaza que se pueda decir que los vaticinios
que aparecen de modo frecuentes en la S. E. no fueran conocidos por revelación
sobrenatural sino precedidos por simples conjeturas, deduciéndolas de las que ya
habían sucedido, por feliz sagacidad y natural agudeza de ingenio (cfr. Denz.Sch.
3505).
d) Otro intento de desacreditar las profecías ha sido considerarlas como
vaticinia post eventum. Ésta es una teoría muy burda, basada también en la
negación a priori de todo posible carácter revelado y sobrenatural de la
religión del A. T. y del N. T. Se apela, como punto de apoyo, a la crítica
interna, sin respetar sus límites: «es evidente que cuando se trata de una
cuestión histórica, como es el origen y conservación de una obra cualquiera, los
testimonios históricos tienen más valor que todos los demás y deben ser buscados
y examinados con el máximo interés: las razones internas, por el contrario, la
mayoría de las veces no merecen la pena de ser invocadas sino, a lo más, como
confirmación» (León XIII, enc. Providentissimus Deus, 18 nov. 1893, en
Documentos Bíblicos, ed. BAC, n° 115). De este modo, con sólo unas hipótesis de
crítica interna, se considera como no auténtico o apócrifo textos retenidos
siempre como auténticos. Por otra parte, el modo de plantear tales hipótesis
exige atribuir a los profetas actitudes e intenciones que repugnan al carácter
manifiesto de sinceridad de los hagiógrafos. El Magisterio rechazó que los
vaticinios del libro de Isaías -y los frecuentes en la Escritura- no fueran
verdaderos vaticinios (cfr. Denz.Sch. 3505).
e) Algunos han rechazado la autenticidad de algunas profecías basándose en que
los profetas deberían hablar siempre no para oyentes futuros, sino para los
presentes y coetáneos, ya que -dicen- no se ve en otro caso la utilidad de tales
vaticinios, siendo norma general de los profetas tomar como punto de arranque
las circunstancias históricas en que viven (v. i, 3c). Estas posturas parten de
una falsa actitud: poner límites a Dios según juicios de aparente conveniencia
de la razón humana. Formulan en consecuencia hipótesis sobre lo que son los
profetas, que no respetan el tenor del texto y de los datos, y, por tanto, no
los explican. Olvidan que los designios de Dios son inescrutables, y más que
limitarlos hay que tratar de comprenderlos. La PCB rechazó una postura semejante
en el año 1908 desautorizando a quienes, basados en esos principios, atribuían
la segunda parte del libro de Isaías a un profeta desconocido que vivió entre
lns desterrados (cfr. Denz.Sch. 3505).
f) Por último aludiremos a aquellos que niegan -al menos prácticamente- la
realidad de profecías concretas, aceptándolas solamente en su conjunto, es
decir, admiten que el A. T. tomado en su conjunto prevé y anuncia el N. T., pero
no que tal o cual profecía en particular haya vaticinado un suceso concreto. Es
cierto que hay una íntima conexión entre el A. T. y el N. T., que ya S. Agustín
la expresaba en su célebre frase: «Novo in Vetere latet et Vetere in Novo patet»
(el Nuevo Testamento está latente en el Antiguo, y el Antiguo se hace patente en
el Nuevo), pero esto no puede llevar a desvalorizar la existencia de profecías
específicas sobre hechos determinados. De hecho, sin negar la autenticidad
e.historicidad de los libros sagrados no es posible desconocer que son múltiples
las profecías sobre eventos particulares. La Tradición de la Iglesia siempre ha
sostenido la existencia de profecías particulares. Por otra parte la citada
Const. Dei Filius del Vaticano I se refiere a profecías particulares, ya que son
las acomodadas a toda inteligencia (cfr. supra, 4b).
Podemos sintetizar esta exposición afirmando que la doctrina de la Iglesia
católica sostiene la existencia real de profecías, evidentes en la historia, que
vaticinan anticipadamente futuros contingentes, hechos históricos, merced a una
revelación divina, y que estas profecías son verdaderos argumentos de
credibilidad para la fe católica.
V. t.: REVELACIÓN III; FE III, B; BIBLIA III.
MIGUEL ÁNGEL TÁBET.
BIBL.: SANTO TOMÁS, Suma Teológica, 2-2, 8171-174; íD, De veritate, q12; A. MICHEL, Prophéte, en DTC 13, col. 708-737; 1. R. TOURNAY, Come utilizzare l'argomento profetico, en Enciclopedia Apologetica della Religione cattolica, Roma-Milán 1953, 297-303; R. GARRIGDU-LAGRANGE, De Revelatione, 5 ed. Roma 1950, lib. I, cap. XVI y XX, y lib. II, cap. XI-XII (t. 2); A. LANG, Teología fundamental, I, Madrid 1966, 89-103 y 287-295; F. SPADAFORA, Profeta, Profetismo, en Diccionario Bíblico, Barcelona 1968, 489-496; M. GARCÍA CORDERO, Profecía, Profeta, en Enc. Bibl. Barcelona 1965; M. NICOLAU, I. SALAVERRI, Sacrae Theologiae Summa, I: Theologia Fundamentalis, Madrid 1958, 177-186 y 397-433; DORSCH, Theologia fundamentales, I, 429-457; y la bibl. indicada en I.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991