Primado de San Pedro
 

A. Declaraciones de la Iglesia. B. Doctrinas erróneas: 1. Los cristianos orientales separados; 2. En el Occidente Medieval; 3. Las confesiones protestantes. C. La promesa del primado a San Pedro en Mt 16,18-19: 1. Autenticidad literaria; 2. Autenticidad histórica; 3. Interpretación. D. La colación del primado a Pedro: 1. En San Lucas; 2. En San Juan. E. El primado de Pedro en el resto del Nuevo Testamento.

Definición. El p. indica una cierta preeminencia de la persona que lo ostenta sobre los demás. a) El p. de honor, por el que una persona es la primera entre sus iguales (primus inter pares), lleva consigo preferencia honorífica, como el derecho de presidir las reuniones, de hablar en primer lugar, etc. Gozan de este p., p. ej., el Decano del Colegio Cardenalicio, el Primado y el Presidente de una Conferencia episcopal (v.) en su. nación, el arzobispo en su archidiócesis. Los ortodoxos orientales reconocen este p. a S. Pedro y a sus sucesores en la sede de Roma: «el primero entre los Patriarcas». b) El p. de dirección implica además el derecho de dirigir las sesiones, el orden de las cosas a tratar, de las deliberaciones, etc. Así el presidente del senado, o los delegados pontificios en las sesiones conciliares. La mayor parte de los anglicanos de la llamada Alta Iglesia reconocen a S. Pedro y al Papa estas dos especies de p. c) El p. de jurisdicción, del que aquí se trata, implica además la potestad suprema de regir a los demás como súbditos. En toda sociedad (v.) perfecta hay una autoridad (v.) suprema que pertenece a una persona por derecho de sucesión (monarquía), o a varias por igual (oligarquía), o que es conferida por votación popular a una o a varias personas para un periodo de tiempo (democracia), con la triple potestad de dar leyes (legislativa), interpretarlas (judicial) y obligar a cumplirlar (coercitiva). Éste es el p. que la Iglesia Católica reconoce a S. Pedro y a sus sucesores los Romanos Pontífices. Pero como la Iglesia es una sociedad de institución divina, la naturaleza de ese p. y el modo de ejercerlo dignamente están condicionados por la voluntad de Cristo, su divino Fundador. No es, pues, una monarquía absoluta en el sentido profano, puesto que la organización esencial de la Iglesia (jerarquía episcopal, sacramentos, doctrina) no depende en absoluto de su voluntad, sino de la de Cristo;ni puede ejercer dignamente ese p. si no es fiel a la norma suprema de Cristo: «El que entre vosotros quiera ser el primero, sea vuestro siervo» (Mt 20,26-27; Me 9, 34; 10,43-44).

A. Declaraciones de la Iglesia. La declaración más importante es la del Conc. Vaticano I (v.), que definió solemnemente el dogma del p. universal de jurisdicción de S. Pedro en la Constitución dogmática I sobre la Iglesia (cap. I; sesión IV, 18 jul. 1870), concluyendo con el siguiente canon: «Si alguno dijere que el bienaventurado apóstol Pedro no fue constituido por Cristo Señor príncipe de todos los Apóstoles y cabeza visible de toda la Iglesia; o que solamente recibió del mismo Señor nuestro Jesucristo el primado de honor, y no directa e inmediatamente el primado de jurisdicción propia y verdadera: sea anatema» (Denz.Sch. 3055). Es, pues, un p. de jurisdicción propia y verdadera, con la triple potestad antes mencionada; y le fue conferido por Cristo directa e inmediatamente, no mediante los Apóstoles o mediante la Iglesia. El Concilio descarta así toda sombra de conciliarismo (v.) y de regalismo (v.). Este p. de S. Pedro ha sido reiterado por el Vaticano II: Const. dogm. Lumen gentium sobre la Iglesia (n° 8, 18 y 22), Decreto sobre las Iglesias Orientales Católicas (n° 3), Decreto sobre el Ecumenismo (n° 2); y es el fundamento de todas las declaraciones y definiciones sobre el p. del R. P. (v. II, D). Por eso, la mayor parte de los que niegan el p. del Papa niegan también el p. de S. Pedro.

B. Doctrinas erróneas. Si se exceptúan algunos grupos y pocos teólogos, puede afirmarse que el p. de S. Pedro, y, por tanto, el p. del R. P., son uno de los puntos fundamentales que separa de la Iglesia Católica a todas las demás confesiones cristianas. Daremos aquí una breve reseña histórico-doctrinal.
1. Los cristianos orientales separados:
a) Nestorianos y monofisitas. Ambos grupos proceden de las dos grandes herejías cristológicas del s. v. Los nestorianos admiten el p. de S. Pedro en su liturgia, en sus símbolos y en su teología; teóricamente admiten también el p. del R. P. al aceptar los cánones niceno-arábicos (can. 44), pero en la práctica prescinden de él (V. NESTORIO Y NESTORIANISMO). Los monofisitas, con unos 14 millones de fieles en Etiopía, Egipto, Siria, Armenia y Malabar, a pesar de los monumentos históricos, litúrgicos y canóninos en favor del p. de S. Pedro y del R. P., en la práctica los rechazan de plano, especialmente los coptos, que son el grupo más numeroso (v. MONOFISITISMO).
b) Los ortodoxos cismáticos. Aclarada ya por los estudios de V. Grumel, F. Dvornik y otros la fidelidad final del patriarca Focio (v.) al p. de S. Pedro y del R. P., el origen verdadero del cisma (v.) oriental se remonta al s. XI (a. 1054) por obra del patriarca de Constantinopla Miguel Cerulario (v.; m. 1058), que comenzó negando la infalibilidad (v.) del R. P. A partir del s. XIV, la negación del p. de S. Pedro será el argumento principal para fundar la negación del p. del R. R., a pesar de los monumentos litúrgicos que prueban lo contrario. Si bien algunos teólogos ortodoxos admiten el p. personal de S. Pedro sin sucesión posible, la doctrina más común atribuye la dirección suprema de la Iglesia al Colegio Apostólico y a sus sucesores, los Obispos, reunidos en Colegio o Concilio plenario. La potestad que Cristo prometió a Pedro (Mt 16,18-19), se la habría otorgado, según ellos, a todos los Apóstoles por igual (Mt 18,18). Y el triple mandato que dio a Pedro de apacentar toda su grey (lo 21,15 ss.) significaría únicamente la devolución del apostolado perdido por la triple negación. Además, a partir del s. XIX y dirigidos por A. S. Komiakov (v.; m. 1860), varios teólogos grecoeslavós han llegado a negar la necesidad de la jerarquía (v.) como elemento esencial de la Iglesia, sin duda bajo el influjo del idealismo y del misticismo filosófico. La Sobornost o comunión eclesiástica (v. IGLESIA II, 6), como nota católica de la Iglesia, según ellos consistiría únicamente en la unión de todos los cristianos por el amor y en la comunión de todos los bienes espirituales sin distinción alguna (V. ORIENTALES SEPARADAS, IGLESIAS; ORTODOXA, IGLESIA; cfr. bibl. 3).
2. En el Occidente Medieval. Antes de la gran escisión protestante hubo también en el Occidente europeo algunos autores y grupos religiosos que negaron el p. de S. Pedro y del R. P. Además de los fautores del conciliarismo (v.) y del galicanismo (v.) bajo sus diversas formas, la Iglesia condenó a Guillermo del Santo Amor (Denz. Sch. 840), a los llamados «Fraticelli» (Denz.Sch. 910911), a Marsilio de Padua (v.) y Juan de Janduno, los cuales afirmaban expresamente «que el bienaventurado apóstol Pedro no tuvo más autoridad que los demás Apóstoles, ni fue su cabeza. Y que Cristo no puso a nadie como cabeza de la Iglesia, ni como vicario suyo» (Denz. Sch. 942). Además de los valdenses (v.), tuvieron grande resonancia las doctrinas de Juan Huss (v.) y Juan Wiclef (v.), condenadas por el Conc. de Constanza y por Martín V (a. 1415 ss.; Denz. Sch. 1187, 1207 ss., 1263). A esto se añaden las tendencias regalistas de Guillermo de Ockham (v.) y de otros nominalistas (v.), que tanto influjo tuvieron en la formación de Lutero (v.), y, por tanto, en la gran escisión protestante.
3. Las confesiones protestantes.
a) Los primeros protestantes y sus seguidores. Los autores de la «Reforma» (v.) protestante del s. XVI, fieles a su principio de la sola Scriptura (V. LIBRE EXAMEN) como depósito y norma única y exclusiva de la Revelación, fundan la negación del p. del R. P. en una interpretación deformada de los textos bíblicos referentes al p. de S. Pedro. Ciñéndose casi exclusivamente a la metáfora de la roca o fundamento del texto de S. Mateo: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia» (Mt 16,18), Lutero (v.), Calvino (v.), Zwinglio (v.) Melanchton (v.) y muchos de sus seguidores hasta nuestros días defienden que esa piedra no es Pedro, sino el mismo Cristo, o la fe en Cristo profesada por Pedro en nombre de toda la Iglesia. Dice Lutero: «Este texto de Mateo habla únicamente de los hombres píos edificados en el Espíritu Santo; esa Piedra es solamente Cristo, y esa Iglesia es toda la Iglesia católica y santa, en la que el mismo Pedro, como uno más de sus miembros, es edificado sobre la misma Piedra en la que todos los cristianos devienen iguales» (Responsum ad librum Ambrosii Catharini, ed. Weimar, t. 7, 719; Wider das Papsttum vom Teufel gestiftet, t. 54, 248; t. 2, 189 ss.; cfr. K. Algermissen, o. c. en bibl., 791 ss.). Entre los teólogos protestantes modernos que siguen esta doctrina clásica protestante, están Th. Zahn, R. Sohm (v.), Strack-Billerbeck, G. Glóge, R. Seeberg, F. Kattenbusch, H. D. Wendland, J. Jeremias, K. L. Schmidt, O. Linton, R. Otto (v.), W. Michaelis, E. Stauffer, A. Oepke, etc. Sin embargo, muchos teólogos protestantes de la actualidad, aun reconociendo a Lutero el haber disociado de la Iglesia Romana las palabras que Cristo dirigió a Pedro, no siguen su doctrina (cfr. F. Obrist, o. c. en bibl. 4, 125 ss.). Aquí mencionaremos únicamente a los autores o grupos más notables por su repercusión e influencia.
b) La doctrina de Cullmann. El prof. Oscar Cullmann (v.) publicó una obra sobre S. Pedro que tuvo granrepercusión incluso entre católicos: Saint Pierre, Disciple-Apótre-Martyr, Neuchátel-París 1952. La segunda edición (Petrus, Zürich 1961) mantiene sustancialmente la misma doctrina que la anterior (p. 11); aquí citaremos las páginas de la primera ed. francesa. Como él defiende con insistencia la autenticidad histórica y literaria de Mt 16,18-19 (p. 167-182), y propugna que la piedra, o mejor la roca, es el mismo Pedro y no Cristo (p. 186-191, etcétera), hubo algunos que vieron en el p. atribuido por él a S. Pedro un acercamiento notable a la doctrina católica. La realidad es distinta, y la lógica de su pensamiento corre por caminos que van a desembocar en las tesis luteranas más fundamentales. Con un positivismo bíblico que no sabe de teología dialéctica (v.), expone en un gran número de obras su concepto de historia de salvación que será base de todas sus tesis. Según él, Dios escogió desde toda la eternidad los sucesos que habrían de integrar esa magna historia de salvación, y que se realizarían en el tiempo de una vez para siempre, sin repetición posible, ni siquiera sacramental (concepción del tiempo o karpós bíblico). Así, la muerte de Cristo, centro de esa historia, efectúa la Redención del mundo de una vez para siempre y no admite repetición alguna, ni sacramental ni sacrificial. Del mismo modo, el tiempo de la Iglesia, sustitución visible del Cristo glorioso o Kyrios en la misión de predicar el Evangelio, tiene en el apostolado de los Doce un suceso de salvación que no se repetirá jamás y que, por lo mismo, no puede admitir sucesión. El p. temporal que atribuye a S. Pedro está en función de ese apostolado. Él es la roca de la Iglesia simplemente porque fue el primer testigo y el primer Apóstol que anunció la Resurrección del Señor y que dirigió la Iglesia-Madre de Jerusalén hasta que, liberado por el ángel de la cárcel, «marchó a otro lugar» (Act 12,17). Desde entonces, hacia el año 42, Santiago asumirá el episcopado de Jerusalén, y S. Pedro (v.) se convertirá en el gran misionero de los judío-gentiles. El tiempo de la roca se habría realizado, pues, de una vez para siempre, sin sucesión posible (p. 182-196). Sería, pues, un p. temporal muy distinto del p. de jurisdicción que la Iglesia reconoce y atribuye a S. Pedro (cfr. bibl. 4; v. t. SUCESIÓN APOSTÓLICA; SACRAMENTOS; cte.). Algunos otros teólogos protestantes, entre ellos E. Brunner (v.), se aproximan a esta interpretación (cfr. F. Obrist, o. c., 130-133).
c) La «Sammlung». Este movimiento luterano alemán de reforma católica, atento a redescubrir la herencia católica a través de los elementos aceptables de la Reforma, admite el p. de jurisdicción de S. Pedro y del R. P., si bien no están de acuerdo con su evolución histórica. La obra conjunta de sus promotores, H. Asmussen, R. Baumann, E. Fincke, G. Huhn, M. Lackmann, W. Lehmann, Katholische Reformation (2 ed. Stuttgart 1958), lo afirma expresamente (76-77). Su doctrina particular y sus vicisitudes, a veces trágicas como en el caso de R. Baumann, pueden verse en A. Turrado, o. c. en bibl. 4.
d) Los protestantes liberales. Esta serie un tanto indefinida de teólogos protestantes (v. LIBERAL, TEOLOGíA), en su mayoría profesores de facultades teológicas luteranas de Alemania, tratan de explicar la religión a partir del agnosticismo (v.) y del racionalismo (v.; v. t. INMANENCIA). Su concepción absolutamente escatológica del Reino de Dios (v.) predicado por Cristo no les permite reconocer en Él la fundación de una Iglesia como sociedad perfecta de larga duración y, por lo mismo, rechazan la autenticidad histórica (no proceden de Cristo), o la literaria (no fueron escritos por el hagiógrafo), o ambas a la vez, de todos los textos evangélicos que no se puedan armonizar con su escatologismo a ultranza (v. t. ESCATOLÓGICA, ESCUELA PROTESTANTE). Y ésta es la suerte de todos los textos referentes al p. de S. Pedro, en especial Mt 16,18 ss. Algunos niegan la autenticidad literaria, y, por tanto, también la genuinidad histórica, de este texto considerándolo como una interpolación posterior, si bien no están acordes en determinar el tiempo y el lugar de la misma; así A. Resch, J. Grill, J. Schnitzer, W. Soltau, Ch. Guignebert, A. von Harnack (v.), H. von Campenhausen, M. Goguel, G. W. Kümmel, etc. Otros niegan sólo la autenticidad histórica del texto, y afirman que Mt refleja únicamente la mentalidad de la Iglesia primitiva, según ellos fruto de la evolución e idealización, debida, en el caso de Pedro, a la exaltación de ciertos hechos sucedidos durante la vida de Cristo. R. Bultmann (v.) afirma que la función de roca-piedra expresa la conciencia de la comunidad primitiva (Urgemeinde) de que Pedro es su fundador en los sucesos pascuales; así el modernista A. Loisy (v.), y los protestantes A. Dell, J. H. A. Hart, 1. Immisch, K. G. Gütz, J. Haller, H. Conzelmann. Reviste una importancia singular el hecho de que todos estos teólogos que niegan la autenticidad de Mi 16,18 ss., en realidad lo interpretan en el sentido católico más riguroso; así lo hizo notar ya el protestante O. Linton (Das Problem der Urkirche in der neueren Forschung, Uppsala 1931, 163). Para la bibliografía de estos autores, cfr. F. Obrist, o. c., IV-VIII.
e) En cuanto a las innumerables sectas (v.), desgajadas en su mayoría de las grandes confesiones protestantes, puede decirse que todas ellas niegan el p. de S. Pedro y del R. P.; y que incluso algunas, de un matiz eminentemente «carismático», no aceptan ningún ministerio oficial en la Iglesia de Cristo (cfr. K. Algermissen, o. c., 1075-1300; P. Damboriena, o. c. en bibl. 4).

C. La promesa del primado a San Pedro: Mt 16,18-19. Este texto, que el evangelista S. Mateo une al diálogo entre Jesús y sus discípulos en los términos de Cesarea de Filipo (Mt 16,13 ss.), contiene la confesión mesiánica de Pedro y la promesa que Cristo le hizo del p. con estas palabras: «Bienaventurado tú, Simón hijo de Juan (Bar lona), porque no es la carne ni la sangre quien te ha revelado esto, sino mi Padre, que está en los cielos. Y yo te digo a ti que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré yo mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Yo te daré las llaves del reino de los cielos, y cuanto atares en la tierra será atado en los cielos, y cuanto desatares en la tierra será desatado en los cielos» (Mt 16,17-19). Las tres cuestiones fundamentales que, según hemos visto, ha suscitado este texto son la autenticidad literaria e histórica y su interpretación (cfr. A. Rincón, o. c. en bibl. 1).
1. La autenticidad literaria. Por una parte todos los argumentos externos muestran que S. Mateo es el autor del texto: Se encuentra en todos los códices y versiones más antiguos, con algunas diferencias insignificantes; y hay, además, testimonios escritos cualificados de los s. II y III que confirman su autenticidad literaria: S. Ireneo (Adversus haereses, lib. IV,18,4; 21,8), S. Justino (Dialogus cum Tryphone, 100,4), Tertuliano (De pudicitia, 21: RJ 387), S. Cipriano (De catholicae ecclesiae unitate, 4: RJ 555,573), Firmiliano (Ep. 75 ad Cyprianum: RJ 602), y Orígenes (RJ 489), de un valor especial, puesto que conocía muy bien todos los códices de las bibliotecas de Alejandría y de Cesarea de Palestina. Por otra parte, respecto a los argumentos internos:
a) Los semitismos reiterados indican el idioma aramaico en que Mt escribió su evangelio: Bar Iona, carne y sangre (hombre), Pedro-piedra (en griego Kepha-Kepha, que muestra el juego perfecto de palabras y su sentido preciso), las puertas del hades, las llaves del reino de los cielo, atar-desatar. Además, sólo Mt usa siempre la expresión «Reino de los cielos» en vez de «Reino de Dios» (v.), siguiendo la costumbre judía de no pronunciar nunca el nombre de Dios. Y sólo en su evangelio se halla la palabra ekklésía (que probablemente corresponde a la expresión hebrea Qehál Yahwéh=Pueblo de Dios): además de Mt 16,18, dos veces en Mt 18,17.
b) Psicológicamente no se concibe la interpolación en todos los códices y versiones de un texto de tanta trascendencia para la organización de la Iglesia, sin la protesta enérgica y general de todos los fieles y Obispos de las comunidades primitivas. De ahí que muchos teólogos protestantes prefieran admitir la autenticidad literaria de Mt 16,17-19 para refugiarse en la teoría de la evolución, que niega únicamente su autenticidad histórica.
2. La autenticidad histórica.
a) Argumentos negativos. El luterano K. L. Schmidt ('Erri,raía, en TWNT 111, 524 ss.) reduce a cuatro los argumentos de los que niegan que el texto de Mt refleje el verdadero pensamiento de Cristo. Aquí los mencionaremos brevemente junto con las respuestas a los mismos: a') Argumento social. Cristo no habría pensado nunca en fundar una sociedad religiosa terrenal, y por lo mismo no pudo usar la palabra ekklésia. Como se ve, este argumento no responde a la concepción del Reino de Dios (v.) predicado por Cristo, cuya temporalidad y desarrollo paulatino hasta el fin del mundo aparece con evidencia sobre todo en las parábolas (v.) evangélicas. Por otra parte, Cristo pudo muy bien emplear la expresión aramea Qehcil Yahwéh (Pueblo de Dios), recogida por Mt y vertida más tarde al griego por el término ekklésia. Ya la versión griega Setenta del A. T. traduce esa expresión aramea 71 veces por sinagogé y 35 veces por ekklésia; no era, pues, un término nuevo (cfr. ampliamente O. Cullmann, Saint Pierre, 168 ss., contra R. Bultmann). b') Argumento escatológico. Jesús habría anunciado con claridad la inminencia de la parusía (v.) o fin del mundo, y por lo mismo no podía entrar en sus planes la institución de una sociedad jerárquica terrenal. La falsedad de este argumento, básico de los protestantes liberales y del modernismo (v.), se muestra ampliamente al analizar la escatología (v.) del Reino de Dios (v.) predicado por Cristo (v. t. MUNDO III). Aunque Cristo predica un Reino escatológico, cuya plenitud tendrá lugar en el triunfo eterno junto al Padre el fin de los tiempos (cfr. Mt 24,29-31; 25,31-34), su Reino ha venido ya a este mundo (Mt 12,2128; Lc 17,20-21), tiene un aspecto externo y visible, para cuya organización, permanencia en el tiempo y desarrollo se requiere una jerarquía (v.) visible; ese Reino es la Iglesia (v.). c') Argumento psicológico. No pueden concebir que Cristo eligiese para fundamento de su Iglesia a Pedro, siempre tan voluble e inseguro. Sin embargo, el mismo Cristo dice que no se guía en la elección por motivos humanos, sino por la voluntad del Padre, cuando arguye a los hijos del Zebedeo: «Beberéis mi cáliz, pero sentarse a mi diestra o a mi siniestra no me toca a mí otorgarlo; es para aquellos para quienes está dispuesto por mi Padre» (Mt 20,23). También eligió como apóstol a Judas Iscariote, sabiendo que lo había de entregar. Y, ciertamente, las palabras duras con que apostrofa a Pedro poco después de la promesa del p. («Retírate, satanás, que me escandalizas...»: Mt 16,23) no dicen mucho en favor de la idealización de Pedro por parte de los cristianos, según pretenden esos autores. Más comprensible hubiera sido la idealización primacial en torno al discípulo amado, Juan. d') Argumento histórico. Según ellos, Pedro nunca ejerció de hecho esa función primacial en la Iglesia primitiva. Lo cual no está conforme con lo que relata S. Lucas en los 12 primeros capítulos de los Hechos: primera predicación y admisión en la Iglesia, elección de Matías, preeminencia en la dirección de la Iglesia-Madre de Jerusalén, admisión del primer gentil, Cornelio.
b) Argumentos positivos. La armonía de todo el contexto confirma su autenticidad histórica: diálogo mesiánico; la confesión de Pedro como ocasión propicia para que Cristo le manifestase su elección primacial, sugerida ya desde el principio de su apostolado por el cambio de nombre, Simón, en el misterioso de Kepha o Pedro (lo 1,42); anuncio de su pasión y muerte; incomprensión de Pedro y dureza de Jesús para con él, que ahora se deja guiar por la carne y la sangre (Mt 16,13-23). Además, los otros Apóstoles, que tantas veces habían discutido entre sí sobre el primer lugar en el Reino de Dios (Le 22,24; 9,46; Mt 18,1; 20,20-28; Me 9,33-34; 10,35-45), nunca hubieran permitido a Mt la intromisión en su evangelio de esa promesa primacial, si no hubiera provenido directamente del mismo Cristo.
c) El silencio de Marcos y Lucas en los lugares paralelos (Me 8,29; Le 9,20) es también aducido contra la autenticidad histórica del texto de Mt. En primer lugar, hay que decir que si este argumento se aplicara como principio, desaparecería la mitad de los Evangelios. El mismo Cullmann menciona el caso de las bienaventuranzas (v.), que son ocho en Mt (5,3-10), cuatro en Le (6,20-22), y que en Me no aparecen (Saint Pierre, 154); como tampoco aparece en Me y Le la promesa de la jurisdicción eclesial hecha por Cristo a todos los Apóstoles (Mt 18,18). Por otra parte, ya Eusebio de Cesarea (Hist. Eccles., 11, 14,5; 111,39,15 ss.), siguiendo el testimonio de Papías, afirma que el evangelio de Me contiene la predicación de Pedro, y que éste omitiría por humildad una promesa tan gloriosa para él. Por la misma razón se explicaría el silencio de Le, que depende en buena parte de Me. Otros autores, tanto católicos (J. M. Lagrange, M. Zerwick) como protestantes (O. Cullmann, J. Fiering), opinan que el texto no corresponde en Mt a la verdadera cronología de los hechos, y que por lo mismo debe explicarse su ausencia en Me y Le más bien que su presencia en Mt. Lo mismo afirma R. Bultmann, quien defiende sólo la autenticidad literaria, y pretende explicar el silencio de Me por el antipetrinismo de éste. Finalmente, R. Graber (o. c. en bibl. 1,16-36) explica ese silencio por razones políticas: Me y Le escribieron sus evangelios para los gentiles después de la liberación milagrosa de Pedro en Jerusalén hacia el a. 42-43, y dejan en silencio la gran dignidad de este Apóstol para evitar que las autoridades del imperio romano se ensañasen contra él; en cambio, Mt había escrito ya su evangelio en Palestina antes del comienzo de las persecuciones, y no había peligro alguno en narrar la grande promesa primacial. Son, pues, muchas las razones plausibles para explicar ese silencio.
3. La interpretación de Mt 16,18-19. Este texto contiene tres metáforas eminentemente bíblicas, que expresan el p. de S. Pedro: la del fundamento, piedra o roca de la Iglesia; la de las llaves del reino de los cielos; la de atar y desatar con validez en la tierra y en el cielo. Ante todo, no es extraño este modo metafórico de hablar de Cristo: es muy común en los idiomas semíticos, y además él usa aquí las mismas metáforas con las que laS. E. designa sus potestades mesiánicas. Nada, pues, más apropiado para transmitir esas potestades al que deseaba constituir vicario suyo en la tierra.
a) Pedro como fundamento. a') Sólo Pedro es la piedra o roca de Mt 16,18. Orígenes, S. Ambrosio y S. Agustín, en consonancia con el simbolismo y misticismo de la escuela exegética alejandrina, dieron como posible que la piedra fuera Pedro o el mismo Cristo, sin negar por eso el p. de S. Pedro confirmado por otros textos evangélicos. En cambio, Lutero, Calvino y muchos de sus seguidores excluyeron en absoluto la exégesis petrina y, ciñéndose exclusivamente a esta metáfora, negaron la promesa primacial. Sin embargo, ya la misma importancia que los Evangelios atribuyen al cambio de su nombre: «Tú eres Simón, el hijo de Juan (lona); tú serás llamado Cefas, que quiere decir Pedro» (lo 1,42; cfr. Me 3,16; Le 6,14), indica con suficiente claridad que solamente Pedro es la piedra o roca de Mt 16,18. Sólo así puede comprenderse el cambio de un nombre propio, Simón, por el sustantivo arameo de una cosa simbólica, la roca, y el juego de palabras adquiere de este modo su verdadero sentido: «Tú eres Képha y sobre este Képha edificaré yo mi Iglesia». Nótese, además, que esta palabra aramea es del género masculino, según consta por los targumín palestinenses y por los papiros (cfr. el protest. J. Ringger, Das Felsenwort, Zur Sinndeutung von Mt 16,18 vor allem im Lichte der Symbolgeschichte: «I3egegnung der Christen», Studien evangelischer und katholischer Theologen, 2 ed. Stuttgart-Frankfurt 1960, 271347; cfr. 273-279). b') Sentido bíblico de esta metáfora. Ya el hecho mismo de que un sustantivo llegase a convertirse en nombre propio (Képha, Pétros, Petrus) habría quedado sin una explicación filológica apropiada a no ser por el texto de Mt. Es, pues, un cambio de nombre de carácter bíblico, que indica una nueva función o misión recibida de Dios: como cuando Abrán fue llamado Abraham (v.) o padre de muchas gentes (Gen17,5); Jacob (v.), Israel o fuerte frente a Dios y a los hombres (ib. 32,28; 35,9-11); Cristo, «Ungido»; Jesús, «Salvador»; etc.
La función del Mesías (v.) como piedra angular del Reino futuro, anunciada por los profetas (Is 28,16; Ps 117,22), se la atribuye Cristo a sí mismo (Mt 21,42-45; Le 20,17-18), y los Apóstoles, especialmente Pedro, la recogerán complacidos (Act 4,11; 1 Pet 2,5). Por eso la expresión: «Y sobre esta piedra edificaré la casa de mi Iglesia» (oicodoméo=edificar la casa), que hace a Pedro Vicario de Cristo, no es más que un reflejo fiel de la imagen bíblica de la edificación de la casa de Dios, tantas veces aplicada al Pueblo de Dios (v.) y a la Iglesia (Núm. 12,7; Ruth 4,11; Am 9,11; Is 2,2-4, etc.; Mt 10,6; 15,24; lo 14,2; 1 Tim 3,15; 1 Pet 2,5; 1,4-5; Eph 2,19-22). La concepción moral de la metáfora piedraroca, como base pétrea sobre la que es edificada la comunidad escatológica, aparece también en los manuscritos de los esenios de Qumrám (v.; cfr. E. Vogt, Die Bundesgemeinde vom Toten Meere, «Stimmen der Zeit» 82 (1957) 28 ss.; J. Ringger, art. c., 285 ss.). El Midrasch-Tanchuma (a Núm. 23,9) dirá que Abraham es la roca sobre la cual Dios construyó el mundo (cfr. Strack-Billerbeck, Kommentar zum N. T. aus Talmud und Midrasch, 1,733); y el Pastor de Hermas refleja ampliamente ese mismo simbolismo eclesiológico de la roca (Visión III y Comparación IX). Todo ello responde con fidelidad a la cosmogonía de los hebreos, para quienes el mundo era como un monte elevado en medio del mar y cuyo centro estaba en Jerusalén; en el centro de Jerusalén se hallaba la roca sobre la cual estaba edificado el templo de Dios (cfr. F. Nótscher, Biblische Altertumskunde, Bonn 1940, 293; H. Schmidt, Der heilige Fels. Eine archüiologische und religionswissenschatfliche Studie, Tübingen 1933, 100).
Por la solidez del fundamento de la Iglesia, Pedro, «las puertas del infierno (púlai ádou) no prevalecerán contra ella». Algunos entienden por estas puertas del hades el lugar de los muertos; otros, creyendo ver un lapsus en la versión griega, opinan que se trata de los porteros del infierno (Harnack pretende ver aquí la ilusión de la Iglesia primitiva sobre la inmortalidad de Pedro). Sin embargo, la mayor parte de los exegetas opinan que se trata de las potestades del pecado y del infierno, en lucha cerrada contra las piedras vivas de la Iglesia, puesto que ya Le (16,22-23) llama hádes al lugar de tormento del rico epulón, y en otros lugares significa expresamente el lugar de la muerte y de Satanás (Heb 2,14; Apc 3,6-7; 12,10). Si, pues, Pedro ha de ser el fundamento rocoso de la Iglesia o casa de Dios, constituida de piedras vivas (1 Pet 2,5), y si de ese fundamento ha de depender la estabilidad, solidez, cohesión y unidad de toda la casa espiritual, no es extraño que toda la tradición cristiana haya visto en ese texto la promesa solemne del p. de jurisdicción sobre toda la Iglesia hecha a S. Pedro. En efecto; la autoridad suprema es la que da solidez y unidad a los miembros de la sociedad, para que todos puedan tender a la consecución del mismo fin. Esto no impide que en este caso, tratándose de una sociedad religiosa unida por la misma fe y el mismo amor, el p. mismo de jurisdicción revista un carácter eminentemente doctrinal (cfr. P. Benoit, Recensión de O. Cullmann, Petrus, «Rev. Biblique» 60 (1953) 565-579; T. Gallus, o. c. en bibl. 2; A. Rincón, o. c. en bibl. 1).
b) El poder de las llaves. La entrega de las llaves de una casa o de una ciudad ha significado siempre la entrega de la potestad total sobre las mismas. Los griegos y latinos llamaban clavígeros (kleidoújoi, clavigeri) a los sacerdotes que llevaban la dirección de los templos, y de este mismo modo expresaban los pueblos antiguos la potestad terrena y celeste de sus divinidades (cfr. J. Jeremias, en TWNT 111,743). Este mismo sentido de potestad sobre una cosa aparece en las cinco fórmulas bíblicas que contienen esta metáfora: las llaves de la ciencia, o la potestad docente de los fariseos (Mt 23,13; Le 11, 52); las llaves de la casa de David, que abren o cierran definitivamente, refiriéndose al sumo sacerdote Eliacín (Is 22,20-22), al Mesías futuro (Is 9,6-7; cfr. Le 1,32-33), o al mismo Cristo ya Redentor (Apc 3,7); la llave de David, como en el caso anterior; las llaves de la muerte y del infierno, atribuidas a Cristo, Cordero Inmaculado (Apc 1,17-18); las llaves del Reino de los cielos, prometidas a Pedro (Mt 16,19). Nótese el paralelismo perfecto entre las llaves del Reino de los cielos y la lucha de las puertas del infierno contra la Iglesia. Se trata, sin duda, de una potestad espiritual contra las fuerzas del mal o del diablo, que impiden a los hombres la entrada en dicho Reino. Si Cristo adquirió con su muerte las «llaves de la muerte y del infierno» (Apc 1,17-18), esto equivale a destruir el imperio de la muerte y del demonio, que acongojaban a la humanidad: «Pues como los hijos participan en la sangre y en la carne, de igual manera Él participó de las mismas para destruir por la muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo, y librar a aquellos que por el temor de la muerte estaban toda la vida sujetos a servidumbre» (Heb 2,14-15; cfr. Apc 12,10).
Como el ejercicio de la potestad primacial en la Iglesia, al igual que todos los demás elementos constitutivos de la misma, está ordenada a la salvación eterna de las almas, se comprende que Cristo prometiera a S. Pedro las llaves del Reino de los cielos, sin limitación alguna, es decir, la custodia de todos los medios eclesiales que conducen a esa vida. Esto es lo que quiere significar toda la iconografía cristiana al representar a S. Pedro con las llaves en su mano, cual ostiario de la puerta celestial (cfr. bibl. 2). Cullmann reduce esta potestad al poder de abrir por primera vez las puertas del cielo por la predicación (Saint Pierre, 184), comparando este texto únicamente con las llaves de la ciencia de los fariseos (Mt 23,13). Sin embargo, la promesa de las llaves del Reino de los cielos sin limitación alguna, el paralelismo con las puertas del infierno y el sentido de las demás expresiones bíblicas en que aparece esa metáfora no permiten ese exclusivismo doctrinal y temporal.
c) El poder de atar y desatar. «Atar y desatar» (hasarscherúh, déein-lúein, ligare-solvere) equivale con frecuencia en la literatura rabínica a prohibir-permitir, o a condenar-absolver (cfr. Strack-Billerbeck, o. c., 1,738-747); y en ese mismo sentido moral aparece en el N. T. En el mismo texto de Mt 1$,18, Cristo otorga a los Apóstoles la potestad de excomulgar de la Iglesia a los pertinaces con esa metáfora de atar y desatar. Jesús dice que no vino a desatar (abrogar) la ley, sino a cumplirla (Mt 5,17), y los judíos le acusaban de no cumplir (de desatar) el sábado (lo 5,18). Cullmann pretende ver en esta metáfora de Mt 16,19 simplemente la promesa de perdonar los pecados, común a todos los Apóstoles (Mt 18,18; lo 20,23), si bien Pedro la habría recibido temporalmente de un modo especial (Saint Pierre, 185). Sin embargo, la potestad de excomulgar de Mt 18,18 indica un sentido mucho más amplio.
Como se ve, las tres metáforas constituyen una unidad indisoluble y expresan los diversos aspectos de la única promesa primacial hecha a Pedro. Por eso, si los demás Apóstoles recibieron también la potestad de atar y desatar (Mt 18,18), habrán de ejercerla en comunión y bajo la alta dirección del único fundamento rocoso de la Iglesia y ostiario del reino de los cielos. Es lo que la Iglesia católica enseña sobre las potestades del Colegio Episcopal, sucesor del Colegio Apostólico (v. COLEGIALIDAD EPISCOPAL; OBISPO).

D. La colación del primado a Pedro: Le 22,31-32; lo 21, 15-17. 1. El Evangelio de San Lucas sitúa el episodio durante la última Cena: los Apóstoles discutían sobre el primer lugar en el Reino de Dios, y Jesús vuelve a insistir en la humildad del que habrá de ocuparlo y en el premio futuro de todos ellos (Le 22,24 ss.). De pronto se dirige únicamente a Pedro para anunciarle los peligros que habrán de correr y para encomendarle que confirme en la fe a todos sus hermanos: «Simón, Simón, Satanás os está buscando para cribaros como al trigo; pero yo he rogado por ti para que no desfallezca tu fe, y tú, una vez convertido (o a tu vez), confirma a tus hermanos» (Le 22,31-32). Dado el papel lamentable de Pedro, esta misión de confirmar a sus hermanos en la fe no puede limitarse en modo alguno a los sucesos de la Pasión. Hay quienes opinan que la cronología de Mt 16-18 ss. corresponde a la de este relato de Le, y el mismo Cullmann no duda en afirmar que este texto y el cambio de nombre bastarían por sí solos para probar el primado, según él temporal, que Pedro ejerció en la Iglesia-Madre de Jerusalén (Saint Pierre, 49-50). Por su paralelismo con Mt 16,18 s. (la lucha de Satanás contra la Iglesia y la misión de Pedro de conservar su solidez y unidad) se entiende también este texto en el sentido de un p. de jurisdicción, puesto que la fe abarca todo lo que Cristo nos mandó creer y observar (Mt 28,18-20). Sin embargo, parece referirse más directamente a la infalibilidad (v.) doctrinal. Y en este sentido lo aducen varios documentos de la Iglesia: Pelagio II en el a. 585 en su carta a los obispos de Istia (Denz. 246), León IX en su carta a Miguel Cerulario (a. 1053; Denz. 351), Inocencio II (a. 1140; Denz. 387), el Vaticano I (Denz. Sch. 3069) y el Vaticano 11 (Const. Lumen gentium, n° 25; Decreto sobre el Ecumenismo, n° 2).
2. En el Evangelio de San Juan se encuentra un texto fundamental (lo 21-15-17) que contiene el p. ya antes prometido a S. Pedro. Cristo se aparece por tercera vez a sus Apóstoles en Galilea junto al mar de Tiberíades, les prepara la comida y come con ellos. Todo el pasaje rezuma amor y misterio, con sabor de despedida. Después, reclama de Pedro la triple confesión de amor, rebosante de una humildad nueva, y le encomienda por tres veces el cuidado de toda su grey bajo la metáfora del pastor: «Apacienta mis corderos; apacienta mis ovejas». El p. universal de jurisdicción aparece claramente, si se atiende al sentido profano y bíblico de esta metáfora. Ya Homero llama pastores de los pueblos (poiménes laón) a los reyes Agamenón, Menelao, Aquiles y Héctor. En el A. T. Dios es designado como pastor de sus siervos y de su pueblo elegido (Gen 48,15; Salmos: 23; 73,1; 76,21; 77,52; 79,2; 94,7; Is 40,11; 49,9-10; Ier 23,3; 31,10). A veces hay un paralelismo perfecto entre pastor y príncipe o rey (Ez 34,23-24; Os 4,16; Mich 2,12; 7,14; 1 Reg 22,17; ldt 11,15; Is 44,28; 56,11; Ier 2,8; 3,15; 6,3; 10,21; Zach 10,3; 11,4-17; Ps 77,70-72; etc.). La potestad regia del Mesías futuro se anuncia bajo la metáfora del pastor (Ps 2,6-9; Mich 5,2-4), y en el N. T. Cristo aparece como pastor (Mt 2,6; 26,31; Me 14,27; lo 10,11 ss.; Apc 12,5), como pastor y obispo de nuestras almas (1 Pet 2,25), como príncipe de los pastores que vendrá a dar la corona de gloria a los buenos pastores (ib. 5,4), y como el gran pastor de las ovejas (Heb 13,20)'(V. BUEN PASTOR). Por eso, no es extraño que la Iglesia católica haya visto siempre en ese texto la transmisión hecha por Cristo a Pedro de la potestad regia sobre toda su grey sin distinción.
Los protestantes liberales niegan también la autenticidad de este texto, porque no admiten el hecho de la Resurrección (v.) de Cristo y todo lo que con ella se relaciona. R. Bultmann, fundándose en el relato siguiente en torno a la muerte de S. Pedro y al fin misterioso de S. Juan (lo 21,10 ss.), llega a opinar que aquí se realiza en la «conciencia primitiva» un traspaso de la potestad de Pedro al discípulo amado (Das Evangelium nach johannes, 13 ed. Góttingen 1953), siendo así que en ese diálogo entre Cristo y Pedro sólo se habla del género de muerte de ambos Apóstoles. En cuanto a la simple devolución del apostolado perdido por la triple negación de Pedro durante la Pasión, según opinan muchos ortodoxos orientales, se ha de notar que también los demás Apóstoles huyeron, dando pruebas de su incrdulidad y de la dureza de su corazón (Me 16,14); y, sin embargo, nunca consta que Cristo les devolviera el apostolado. Además, ya antes del suceso en cuestión Jesús se había aparecido en particular y en primer lugar a Pedro (Le 24,34; 1 Cor 15,5), lo cual indica que sus lágrimas y el perdón de Cristo habían restablecido el orden de las cosas.

E. El Primado de Pedro en el resto del Nuevo Testamento. No es necesario extenderse aquí en los demás sucesos evangélicos referentes a S. Pedro (v.), así como en los correspondientes de los Hechos de los Apóstoles y de las Cartas de S. Pablo, llenos de testimonios convergentes con el p. que aparece meridianamente en los textos fundamentales analizados. Ya se ha mencionado el significativo cambio del nombre Simón por el de Pedro (lo 1,42; Me 3,16; Lc 6,14) que se explica por Mt 16,18. Además S. Pedro aparece siempre en primer lugar en las listas de Apóstoles (v.). t:l habla en nombre de todos (Le 12,41; Mt 19,27 con Me 10,28 y Le 18,28; cfr. Me 13,3; Mt 18,21), o responde por ellos (lo 6,68; Mt 16,16 y Mc 8,29) o actúa por todos (Mt 14,28; Me 8,32 y Mt 16,22; Lc 22,8; lo 18,10 y paral.; Le 24,12 y lo 20,2-8 en que Juan espera a Pedro para que entre primero al sepulcro de Jesús). En determinadas ocasiones Jesús escoge a Pedro con Santiago y Juan, siendo Pedro generalmente el que habla o es puesto de relieve (Me 1,27; 5,37; 13,3; Le 22,8; transfiguración: Mt 17,1 y paral.; agonía en el huerto: Me 14,33 y paral.). De tal forma que lógicamente a él se dirigen los recaudadores de impuestos del templo (Mt 17,18-31), y con toda naturalidad los Evangelios para referirse a todos los Apóstoles dicen a veces «Pedro y los suyos» (Me 1,36; Le 8,45; 9,32; Me 16,7; Act 2,14.37). A él se aparece Cristo resucitado antes que a los demás Apóstoles (Le 24,34; 1 Cor 15,5). Y desde el primer momento S. Pedro desempeña en la Iglesia naciente la función directora: Promueve y dirige la elección de Matías (Act 1,15 ss.); el día de Pentecostés «se levanta en medio de los Apóstoles» y dirige la palabra a la muchedumbre (Act 2,14 ss.); él defiende la causa del Evangelio y de la Iglesia ante las autoridades judías (Act 4,8; 5,29); condena a Ananías y Safira (Act 5,1 ss.); decide la admisión de los paganos en la Iglesia (Act 10,47; 11,2 ss.; 15,7); a Pedro corresponde el puesto director en el Conc. de Jerusalén (Act 15,1 ss.; Gal 2,1-10); etc. También S. Pablo es testimonio de la autoridad y preeminencia de S. Pedro (Gal 1,18; 1 Cor 15,5). Muerto Pedro en Roma, sus sucesores en la sede romana continúan ejerciendo el p. en la Iglesia, cuya tradición fundamenta el p. del R. P. en los textos bíblicos referentes al p. de S. Pedro.

V. t.: II; IGLESIA I, 2 y II, 6; PEDRO APÓSTOL, SAN; APÓSTOLES; OBISPO DE ROMA; JERARQUÍA ECLESIÁSTICA; SUCESIÓN APOSTÓLICA.


A. TURRADO TURRADO.
 

BIBL.: Estudios clásicos y fuentes bibliográficas se indican en la Bibl. (1 y 2) del art. siguiente (H). 1) Como obras más generales indiquemos aquí: CH. JOURNET, L'Église du Verbe Incarné, 1, Friburgo 1955; ID, Primauté de Pierre dans la perspective protestante et dans la perspective catholique, París 1953; A. LANG, Teología fundamental, II: La misión de la Iglesia, Madrid 1966, 69-102; M. SCHMAUS, Teología dogmática, IV: La Iglesia, 2 ed. Madrid 1962, § 167c (especialmente p. 156-183); K. ALGERMISSEN, Iglesia católica y confesiones cristianas, Madrid 1964 (p. 72-89 y passim); P. GÁTCHER, Petrus und seine Zeit, Innsbruck 1958; R. GRABER, Petrus der fels, Fragen um den Primat, Ettal 1949; S. GAROFALO, Pietro nel Vangelo, Roma 1964; A. RINCóN, Tú eres Pedro, Pamplona 1972.
 

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991