PIO XII, PAPA


1. Los primeros años. Eugenio Pacelli n. en Roma el 2 mar. 1876. Tercer hijo de los cuatro tenidos por Filippo Pacelli y Virginia Graziosi, su padre era Abogado consistorial -uno de los oficios más altos que la Santa Sede suele confiar a seglares-, y su familia estaba unida tradicionalmente al Papado por vínculos de devoción y servicio. Su hermano, el marqués Francesco Pacelli sería, con el tiempo, el intermediario por parte de la Santa Sede en las negociaciones diplomáticas con Italia que condujeron a la solución de la «cuestión romana» (v. ESTADOS PONTIFICIOS II), a la firma de los Pactos Lateranenses y a la creación del Estado de la Ciudad del Vaticano (v.).
      En la iglesia de Santa María Vallicella comenzó Eugenio Pacelli tareas apostólicas, formando parte de un grupo juvenil dirigido por uno de los clérigos del Oratorio, Giuseppe Lais. Acabados los estudios de segunda enseñanza en el liceo estatal «Ennio Quirino Visconti», con altísima calificación, en 1894, en los meses sucesivos maduró en él la decisión de abrazar el sacerdocio y seguir los estudios eclesiásticos; sucesivamente cursó la Filosofía en la Univ. Gregoriana, y la Teología y el Derecho Canónico y Civil en el Ateneo Pontificio de San Apolinar. El 2 abr. 1899 recibió la ordenación sacerdotal. Al día siguiente, celebró su primera misa en la basílica de Santa María la Mayor, en la capilla Borghesiana, donde se conserva el antiquísimo icono de María «Salus Populi Romano», a la que el futuro Papa mantendría durante toda su vida una especial devoción.
      En 1901 fue llamado a formar parte de la Secretaría de Estado mons. Pietro Gasparri (v.). A partir de ese momento, simultanea el servicio diplomático -que había luego de llenar la mayor parte de su vida antes de su elección papal- con la docencia del Derecho Canónico y con diversas actividades pastorales. A partir de 1909, enseñó Derecho Público Eclesiástico en la Academia Pontificia, en la que se forman los sacerdotes destinados a las tareas diplomáticas en las Nunciaturas Apostólicas y en la Secretaría de Estado.
      Gobernaba la Iglesia en estos años, en que Eugenio Pacelli comenzaba su carrera eclesiástica, S. Pío X (v.). Lospeligros de las herejías del modernismo (v.), la descristianización, el apogeo del materialismo, preocupaban a Pío X muy profundamente, y contra ellos luchó con todas sus energías, con la doble arma espiritual del fomento de la vida interior y material de la actividad de sus representantes en todos los lugares del mundo. Desde la Secretaría de Estado, mons. Pacelli aprendió en la escuela del Papa santo, al que él mismo había de canonizar cincuenta años más tarde. En el servicio diplomático, bajo la suprema dirección de S. Pío X y de su Secretario de Estado el card. Merry del Val (v.), fue Pacelli designado en 1911 sustituto de la Secretaría de Estado, y en 1912 Pro Secretario; en 1914 se le nombró Secretario de la Congregación de Asuntos Eclesiásticos Extraordinarios.
      Benedicto XV (v.) nombró Secretario de Estado al card. Gasparri, bajo cuya dirección había comenzado Eugenio Pacelli su carrera, y que pronto le iba a confiar una misión de decisiva importancia: la Nunciatura en Baviera, para la que fue designado el 13 mayo 1917, cuando las circunstancias de la I Guerra mundial (v.) habían alcanzado su máximo dramatismo. En Munich, a donde llegó el nuevo Nuncio el 25 mayo -el 23 abr. había sido consagrado por el propio Papa como arzobispo titular de Sardi-, la obra de mons. Pacelli fue doble: por un lado trabajó con el mayor ahínco en favor de una paz pronta y justa; por otro desarrolló una actividad incesante en favor de las víctimas de la guerra. Parecía estarse preparando para la que luego, siendo Papa, habría de volver a hacer, en condiciones mucho más graves todavía, durante la II Guerra mundial (v.).
      Derrumbados los imperios centrales al término del conflicto bélico, el Nuncio Pacelli -que en vano trató ante el Emperador Guillermo II de Alemania de evitar tanta catástrofe- fue el único diplomático que permaneció en Munich después de la caída de la monarquía bávara y de los imperios alemán y austriaco, continuando en su representación pontificia ante la recién proclamada República. En 1919 fue nombrado Nuncio en Berlín, desempeñando este cargo desde el 22 jun. 1920. La nueva misión, en la Alemania vencida, cuya reconstrucción nacional se iniciaba, no era fácil: había que tutelar los derechos de los católicos en la nueva República federal, para lo que resultaba imprescindible una negociación diplomática con cada uno de los Estados que la integraban. Mons. Pacelli firmó un Concordato con Baviera en 1925, y posteriormente otro con Prusia. Bajo la guía del nuevo papa, Pío XI (v.), que le conservó en la Nunciatura, comenzó también la preparación de un Concordato con el Reich germánico.
      2. El cardenal Pacelli. El 16 dic. 1929, Pío XI llamó a su Nuncio en Berlín y lo nombró cardenal. El hasta entonces Secretario de Estado y ya anciano card. Gasparri, acababa de coronar con éxito la negociación de los Pactos Lateranenses, por lo que Pío XI llamó para sucederle a Eugenio Pacelli, que el 7 feb. 1930 fue nombrado Secretario de Estado.
      Las condiciones políticas alemanas se orientaron, desde la crisis de la República de Weimar, al totalitarismo de Adolfo Hitler (v.), que se convirtió en dictador absoluto del III Reich, y que pronto amenazó con la anexión de Austria. El Papa y su Secretario de Estado se afanaron por conseguir un Concordato con estos dos países. No ignoraban que pactaban con un régimen político que no ofrecía grandes garantías de respeto a lo pactado; pero precisamente por esto, la Santa Sede temía mucho por la futura condición de los católicos en Alemania, y estaba en el deber de defenderlos y protegerlos con todos los medios a su alcance. De haber alguna posibilidad de conseguirlo, era llevando al gobierno nacionalsocialista a la firma de un Pacto internacional solemne, cuya violación fuese siempre más difícil, y diese además motivos al Vaticano para reclamar contra su incumplimiento y exigir su observancia; sobre esta base, el card. Pacelli negoció y firmó un Concordato con Alemania, que juntamente con el que también firmó con Austria, constituyeron la única garantía posible en Centroeuropa para los derechos de los católicos en los años siguientes. Del acierto del Secretario de Estado de Pío XI en aquella negociación no cabe dudar: hoy, en 1973, los Concordatos firmados por él en 1933 con la Alemania de Hitler y con Austria están todavía vigentes, han sido reconocidos por las actuales Repúblicas de Alemania Occidental y Austria, y siguen constituyendo la base sobre la que se apoyan las relaciones entre estos países y la Iglesia católica.
      Como Secretario de Estado, el card. Pacelli realizó una tarea a escala mundial de verdadera magnitud: como Legado Pontificio asistió en 1934 al Congreso eucarístico internacional de Buenos Aires, y visitó también Brasil, donde se dirigió en portugués al Parlamento y al Tribunal Supremo. En 1935 fue, de nuevo como Legado papal, a Lourdes, a la gran peregrinación que conmemoró el 77 aniversario de las apariciones de la Virgen. En el otoño de 1936 visitó el Canadá y los Estados Unidos, donde se entrevistó con el Presidente Roosevelt. Volvió todavía a Francia en 1937, como Legado a latere de Pío XI para la consagración de la nueva iglesia de Lisieux dedicada a Santa Teresa del Niño Jesús (v.). Y, en 1938, fue de nuevo Cardenal Legado en un Congreso Eucarístico internacional, el de Budapest.
      Tan continuas misiones, todas ellas de naturaleza ycontenido fundamentalmente espiritual, fueron dando al card. Pacelli, junto a una inmejorable preparación diplomática y un conocimiento muy directo del mundo y de sus problemas, un contacto tan vivo con la Iglesia repartida por toda la tierra, con los católicos de países muy diversos, con la verdadera misión fundamentalmente sobrenatural de la Iglesia, que a la muerte de Pío XI, acaecida en febrero de 1939, el Secretario de Estado estaba considerado unánimemente como su más probable sucesor; nadie le aventajaba en preparación para la suprema tarea del Pontificado.
      3. Pío XII y la II Guerra mundial. El 2 mar. 1939, fecha de su 63 cumpleaños, el card. Pacelli, a la tercera votación, era elegido Papa y asumía el nombre de P. XII, que recordaba a Pío X, el Papa bajo el que mons. Pacelli aprendió a comprender toda la trascendencia de la misión espiritual y salvífica de la Iglesia en medio de un mundo materializado, y a Pío XI, el Papa que le había señalado algunas de las que habían de ser las grandes líneas de su pontificado: la atención a los movimientos del apostolado seglar, la condena del materialismo ateo y anticristiano (reprobado por Pío XI en la Enc. Divini Redemptoris contra el comunismo), el valor y la necesidad del magisterio doctrinal para orientación y formación de las almas (camino trazado por su predecesor en las grandes Enc. Quadragesimo anno, Divini illius Magistri, Casti connubii, etc.).
      Apenas elegido Papa, la primera preocupación de P. XII hubo de ser la amenaza de una nueva conflagración armada mundial, que desgraciadamente estalló pocos meses más tarde. Desde el primer momento, el nuevo Papa no perdonó esfuerzo por evitar la guerra. Una intensa actividad suya y de sus nuncios, en continuo contacto con los gobiernos de los países implicados en el futuro conflicto, intentó detener el curso de los acontecimientos, por medio de la reflexión, la negociación y toda clase de llamamientos a la paz. Una y otra vez, los enviados del Papa visitaron a ministros y gobernantes; el propio Papa convocó en Roma repetidas veces a los embajadores ante la Santa Sede, y exhortó a la concordia proponiendo las más diversas soluciones que evitarían el desastre de la guerra. Está comprobado documentalmente que, a través del Papa, Alemania e Italia conocieron de antemano cuál sería la reacción de las potencias occidentales si se invadía Polonia, y que no quisieron creerle. El 24 jul. 1939, P. XII dirigió al mundo su famoso mensaje tratando de prevenir el conflicto armado, que está considerado como uno de los grandes textos del s. XX en favor de la paz. De todas partes llegaron a Roma expresiones de reconocimiento al Papa por este llamamiento. El propio Von Ribbentrop -ministro de Asuntos Exteriores de Hitler- declaró su aprecio al documento. Pero la ceguera de los gobernantes les impidió seguir sus directrices, y la guerra estalló; todavía el 31 de agosto, mientras los cañones alemanes empezaban a disparar en Danzig, los nuncios apostólicos en Madrid, La Haya, Bruselas y Berna llevaban a cabo una última gestión de paz, y el Secretario de Estado card. Maglione convocaba al Vaticano a los representantes diplomáticos de Alemania, Italia, Polonia, Francia y Gran Bretaña para tratar de evitar la extensión del conflicto.
      A partir de este momento P. XII repite, a mucha mayor escala, lo que como Nuncio de Benedicto XV había hecho en la I Gran Guerra: una gestión ininterrumpida por la paz, por limitar la extensión y gravedad del conflicto armado, por socorrer a las víctimas de la conflagración, por tutelar la religión en los países donde la persecución se ensañaba contra ella, por defender a ultranza los derechos fundamentales de la persona humana, desconocidos y maltratados por la tiranía. La publicación de la ingente masa de documentación relativa a la guerra, comenzada en el Vaticano hace unos años, y el juicio objetivo de los historiadores responsables, ha puesto a la luz la ingente obra de P. XII por alcanzar resultados positivos en todos estos campos. A la vista de tales datos, no es posible dudar de que el Papa fue la figura mundial que más hizo por la paz y por aliviar la suerte de la humanidad entre 1939 y 1946; sin distinguir entre unos y otros, ni por su raza ni por sus creencias ni por su nacionalidad, la Iglesia católica desplegó un esfuerzo asistencial inmenso, del que millones de personas fueron beneficiarias. En ocasiones, el silencio del Papa -silencio externo, nunca cese en sus gestiones humanitarias de todo orden- evitó persecuciones y represalias mayores; cuando su palabra y su denuncia eran el único y extremo recurso, las utilizó sin reservas, a la búsqueda siempre de la justicia y de la paz. En la Navidad de 1939 comenzó P. XII la serie de sus mensajes navideños, que año tras año mantuvieron en pie la voz de la Iglesia en favor del entendimiento entre los hombres y en contra de todas las formas de opresión. El magisterio papal se adelantó a la Carta de las Naciones Unidas en señalar las bases de una justa convivencia; por encima de esos grandes textos de nuestro tiempo, P. XII defendió además, y ante todo, el valor supremo de la fe en Dios, como única explicación verdadera del sentido del dolor y del sufrimiento; de la esperanza en otra vida como razón de ser de ésta, contra todo materialismo y toda negatividad; del amor de caridad frente al odio entre hermanos y a la desconexión entre el hombre y su Creador.
      Cuando la guerra concluyó, muchos pueblos y muchos gobernantes comprendieron cuánto se habría evitado de haberse seguido las peticiones del Papa en favor de la paz. El agradecimiento público de personalidades de todo tipo, como las grandes figuras del judaísmo, o el envío por el Presidente Roosevelt de un representarte personal ante el Pontífice -misión encomendada al diplomático Myron Taylor- son pruebas de este reconocimiento a una obra de paz que destaca entre tantas obras de guerra en la década que corre al final de la primera mitad del s. XX. Muy particularmente, es de señalar a este respecto la deuda contraída con P. XII por la ciudad de Roma, a la que él prestó durante el conflicto bélico una particular atención. Fueron muchos los refugiados de todo tipo que encontraron ayuda y acogida en la Ciudad del Vaticano y en las numerosas casas religiosas de la ciudad eterna; cuando Roma fue bombardeada, el Papa acudió a los lugares de mayor peligro, y compartió con el pueblo romano sus temores e inquietudes; trabajó activamente ante las autoridades militares para salvar a la población en varios momentos difíciles; y puede decirse que contribuyó de modo decisivo a que Roma fuese ciudad abierta y se salvase de la destrucción.
      4. La persecución marxista contra la Iglesia. Concluida la guerra, una parte del mundo quedó sometida al comunismo o en su esfera de influencia, y en ella comenzó pronto una acción directamente orientada a la eliminación de toda forma de vida religiosa. De resultas de ello, tuvo la Iglesia católica que sufrir muy serias persecuciones, cuyo marco lo constituyeron fundamentalmente Rusia y los países socialistas, de una parte, y la China continental, de otra. El Papa, que en su Mensaje de Navidad de 1942 había condenado el exterminio de unos hombres por otros, y había volcado todos los recursos dela Santa Sede, a través de la Pontificia Comisión de asistencia, en favor de los presos, de los hambrientos, de los desaparecidos, de los que buscaban el regreso al hogar, hubo de pasar -apenas terminada la guerra- a defender a sus propios fieles contra la persecución que se desencadenó contra ellos. No se trataba, es evidente, de una persecución política, aunque en ocasiones se quisiera disfrazarla de tal. El comunismo había declarado su propia incompatibilidad ideológica frente a la religión, y por medio de un plan científicamente preparado trató de arrancarla de pueblos y naciones. Se expulsó a los misioneros extranjeros; se encarceló a la jerarquía local; se clausuraron escuelas e iglesias; se practicó una política educativa atea y materialista; se prohibió el culto y todas las manifestaciones de la fe. Primeramente en Rusia; luego, gradualmente, en los restantes países tras el telón de acero. En la China popular, la revolución marxista amenazó de ruina a su floreciente cristiandad. El propio P. XII había establecido en aquel país, en 1946, apenas concluida la guerra, la Jerarquía ordinaria: 20 provincias eclesiásticas, 93 diócesis, 23 prefecturas apostólicas, son cifras que resultan expresivas por sí solas del grado de desarrollo alcanzado por la Iglesia en China bajo el impulso del Papa Pacelli (v. CHINA VII). Triunfante la revolución comunista en 1949, comienza en seguida la eliminación sistemática de la Iglesia; en 1954 no quedaba ningún misionero, en 1952 se había ya expulsado al internuncio papal. Si recordamos que en 1957 crearon las autoridades comunistas una llamada «iglesia patriótica china», y que en 1960 procedieron a la instauración y consagración de una jerarquía cismática cristiana, podremos concluir valorando el método de persecución empleado contra la Iglesia, pero también estimando la fuerza de la verdadera fe, que obliga a sustituirla con apariencias que la falsean al hacerse imposible su erradicación de aquella parte del pueblo que la ha recibido y practicado.
      Si P. XII hizo cuanto estuvo en sus manos por evitar o disminuir estas persecuciones -que alcanzaron en Europa su máxima cota con el proceso del card. húngaro Mindszenty (v.)-, no pudo por otra parte dejar de condenar en el terreno doctrinal a la fuerza ideológica que las producía -y más cuando ciertas voces intentaron defender desde dentro del catolicismo o del cristianismo la compatibilidad entre la vida cristiana y los presupuestos doctrinales del marxismo-, en cuanto postula la supresión de toda espiritualidad, la vida terrena como único fin del hombre, y el materialismo dialéctico y la lucha de clases como únicos mensajes de salvación (v. COMUNISMO; MARX Y MARXISMO).
      Ya Pío XI había condenado al comunismo en 1937; P. XII insiste en las condenas tanto doctrinal como jurídica, que obedecen todas a motivos religiosos: en la alocución de 13 jun. 1943 señala que el comunismo iguala el bien con el mal y se opone a la concordia entre las clases sociales; en el mensaje de Navidad de 1947, que hace imposible la paz; en el de 1955, que la condena está motivada en la defensa de la fe, la dignidad y la libertad del hombre. En el mensaje al Katholikentag de 1957, advierte el Papa contra el espejismo de una falsa coexistencia con el materialismo ateo. Y, en el campo jurídico, el Santo Oficio, el 1 jul. 1949, prohíbe a los católicos, bajo severas penas canónicas, cualquier tipo de colaboración con el comunismo, mientras el Papa, el 7 del mismo mes y año, dirige al pueblo ruso una carta -Carissimis Russiae populis- en la que distingue entre el comunismo y los habitantes de aquel país, por cuya suerte y libertad para practicar su fe se manifiesta vivamente interesado.
      5. Los movimientos de apostolado. Al mismo tiempo que ejercía así su misión de defender a los fieles contra las amenazas físicas y espirituales que provenían del exterior de la Iglesia, P. XII cuidaba con atención de los movimientos internos que en la misma brotaban, tratando de llegar al mundo moderno con formas nuevas que habían de transmitir, sin embargo, el mismo espíritu de Cristo presente desde sus orígenes en la Iglesia.
      En algún terreno, como el misional, el impulso dado por P. XII a la Iglesia alcanzó cotas muy altas. El es el iniciador de la línea que sus sucesores han proseguido: establecimiento en muchos países de la jerarquía ordinaria y del clero indígena, fomento gigantesco de los recursos humanos y materiales destinados a las labores misionales, entrega de las diócesis al clero local, establecimiento de seminarios misioneros, llamada a la Curia Romana de prelados procedentes de todos los lugares de la tierra.
      Por otra parte, venían sucediéndose en la Iglesia una serie de movimientos de espiritualidad y apostolado que trataban de responder a las exigencias de más honda vida cristiana sentidas por sectores cada vez más amplios de fieles. De difícil encaje en las normas jurídicas establecidas hasta entonces, se debía esa dificultad a una doble causa: a la falta entre estas normas de algunas que hubiesen previsto tales nuevas formas asociativas de apostolado y de búsqueda de la santidad, y a la propia variedad de aquellos movimientos, que respondían a modelos y esquemas muy distintos, y entre los que era difícil encontrar una base común que permitiese su unificación jurídica. El estudio de tan importante tema fue acometido en la Santa Sede bajo el impulso del propio Papa, con la colaboración de destacados especialistas, algunos de ellos pertenecientes a una de estas nuevas asociaciones: el Opus Dei (v.), que, nacido en España en 1928, solicitó al propio P. XII su aprobación pontificia, motivando así la decidida atención que el Papa consagró a la cuestión. P. XII promulgó la Constitución Apostólica Provida Mater Ecclesia, del 2 feb. 1947, que abrió un nuevo camino en el Derecho de la Iglesia: el de los que se llamarían Institutos Seculares, y en el que fueron a continuación insertándose muchas de aquellas Asociaciones de fieles a las que hemos hecho referencia, de diversa naturaleza y espíritu, desde algunas muy próximas al estado religioso hasta otras de carácter genuinamente laical. Sobre la evolución de los Institutos Seculares y la naturaleza del apostolado laical, v. INSTITUTOS SECULARES Y APOSTOLADO (V. t. ASOCIACIONES V; LAICOS).
      Un tercer elemento que precisó de la atención del Papa en este sentido, fue el movimiento de los sacerdotes obreros. Nacido en Francia en 1943, se pensó que podía significar la solución para el acercamiento de la Iglesia al mundo del trabajo, y fue favorecido y animado por la jerarquía eclesiástica francesa en los años sucesivos. El Papa atendió al hecho cuidadosamente, y cuando comprendió que el movimiento se había desviado de sus objetivos, y había demostrado su incapacidad para lograrlos, intervino decididamente para cortar la experiencia. En 1953, varios representantes del episcopado francés se entrevistan en Roma con el Papa; éste ordena por medio de los Dicasterios romanos correspondientes el fin del intento de los sacerdotes obreros, y la jerarquía francesa en 1954 da por concluida esta labor. Evidentemente, a la buena voluntad originaria se habían superpuesto datos que demostraban el error de principio de que el movimiento partía: apartar al sacerdote de su verdadera misión sacerdotal, que requiere todas sus energías y todo su tiempo,y convertirle en líder de reivindicaciones políticas y sociales, quizá muy nobles pero propias del seglar católico y no del pastor de almas. P. XII, consciente de sus deberes de Pastor, no dudó en arrostrar la impopularidad de las medidas dirigidas a cerrar la desafortunada experiencia, afrontando las críticas de una prensa más atenta a motivaciones políticas que religiosas y que trató de desvirtuar el acierto de su decisión.
      6. El magisterio de Pío XII. Por encima de todos sus otros méritos, sobresale P. XII en la Historia de la Iglesia por su magisterio doctrinal. Habló y escribió continuamente, ante toda clase de personas y sobre toda clase de temas. Se ha dicho sin exageración que ninguna cuestión, grande o pequeña, de interés para el hombre escapó a su estudio y a su enseñanza. Sus alocuciones llenan varios volúmenes; son discursos cuidados, producto de un análisis detenido del tema sobre el que cada uno versa, exponiendo siempre la doctrina en materia de fe o costumbres, el Derecho natural y divino positivo, el punto de vista de la Iglesia acerca de las más variadas cuestiones. Igualmente sus mensajes, entre los que sobresalen los de Navidad, que eran escuchados y apreciados en todo el mundo. Y, sobre todo, sus numerosas Encíclicas, que contienen el pensamiento de la Iglesia en temas fundamentales de la religión y de la vida humana; el sistema de trabajo del Papa hace que tales Encíclicas, algunas preparadas durante varios años, contengan una riqueza de argumentación, un apoyo documental y una seguridad de pensamiento difíciles de alcanzar aun en los más elaborados textos doctrinales. El uso que de las mismas se ha hecho ha sido continuo, incluido el Conc. Vaticano II, que ha encontrado en ellas fuentes de primer orden para la exposición magisterial; su influencia en el pensamiento y en la vida católica contemporáneos resulta, en consecuencia, decisiva.
      Pueden citarse, entre los documentos más importantes, Mystici Corporis, Divino af flante Spiritu, Mediator Dei, Sacramentum ordinis, Humani generis, Munificentissimus Deus, Sacra virginitas, Haurietis aguas, Fidei donum, etc.
      La Mystici Corporis, del 29 jun. 1943, estudia el tema del Cuerpo (v.) Místico de Cristo, y en él la naturaleza misma de la Iglesia. Frente a movimientos espiritualistas exagerados que tratan de vaciar a la Iglesia de toda forma externa y de toda cohesión social y naturaleza jurídica, con lo que concluyen por destruir a la Iglesia tal como la fundó Cristo para perpetuar la obra redentora a través de la misión jerárquica confiada a los Apóstoles, P. XII sienta la doctrina de la unidad de la Iglesia carismática y la Iglesia jurídica en una sola realidad, la Iglesia de Jesús, visible e invisible a un tiempo; expone la constitución jerárquica de la sociedad eclesiástica; y desarrolla la doctrina de Cristo vivo en la Iglesia, que en ella gobierna, santifica y enseña. El avance dado a la Eclesiología por la Mystici Corporis perdura todavía, y está en la base de los mejores logros actuales de esta ciencia, tan decisivos para salvar a la Iglesia de los errores antijerárquicos y antijurídicos que han pretendido minarla desde dentro (v. IGLESIA).
      Comprendiendo que en la base de muchos errores sobre la Iglesia está la falta de una auténtica profundización en la S. E., la Enc. Divino af flante, del 30 sept. 1943, completaba a la anterior promoviendo el estudio de los textos sagrados, para un mejor conocimiento de Dios, único modo de evitar la ignorancia, que arrastra a tantos hombres fuera de la verdadera fe (V. BIBLIA Ix). Y, en orden a promover el culto litúrgico, manifestación exterior de la fe misma, que colectivamente tributa el hombre a Dios bajo la dirección de la jerarquía, una nueva Encíclica, la Mediator Dei (v. LITURGIA I, 2 b), del 20 nov. 1947, significó una inyección de piedad en la Iglesia, a través de los medios tradicionales de la Eucaristía, la oración, el culto de los santos y de la Virgen, en la línea del fomento entre los católicos de una auténtica piedad doctrinal.
      Entre las Encíclicas que abordan problemas teológicos a nivel de análisis científico, la Sacramentum ordinis, del 30 nov. 1947, está considerada como una de las principales aportaciones postridentinas al estudio del sacramento del orden, en que el Papa resuelve problemas doctrinales muy serios en este terreno (V. ORDEN, SACRAMENTO DEL; PRESBÍTERO).
      Quizá la más conocida de las Encíclicas de P. XII sea la Humani generis, del 12 ag. 1950 con la que se muestra en íntima conexión doctrinal con el Pontificado de S. Pío X. El tema abordado es la ciencia y el pensamiento moderno. El influjo en los pensadores católicos ha sido muy grande, de modo que puede hablarse de una notable clarificación de las grandes materias sometidas a la especulación filosófica en nuestra época, precisamente como consecuencia de la encíclica Humani generis. Cuatro son las ideas fundamentales desarrolladas en el texto. La primera es que en teología y en filosofía, como en toda investigación, es necesario buscar la verdad, y no la novedad por la novedad. De aquí la necesidad de una gran cautela al estudiar el pensamiento moderno, dominado muchas veces por un afán de novedad que le hace caer en una volubilidad que, si de momento deslumbra, a la larga ha destruido la doctrina anteriormente aceptada y fundada para sustituirla por un verdadero vacío. De ahí que, en la segunda idea, P. XII exponga el valor de la metafísica cristiana tradicional: frente al afán de prescindir de toda tradición, innovando arbitrariamente allí donde existe un pensamiento seguro y probado, el Papa señala que los principios metafísicos, elaborados a través de los siglos por la filosofía cristiana y corroborados por ilna larga experiencia, especialmente los establecidos por S. Tomás de Aquino (v.), son instrumentos de los que no puede prescindir el teólogo ni el filósofo actuales. En consecuencia, llega el Papa a su tercera idea: el amor por el pensamiento teológico tradicional, que no es fruto simplemente de la curiosidad intelectual de sus autores, sino que cuenta con la iluminación del Espíritu Santo. Pasa con ello a la cuarta idea: ninguna rama del saber humano, aun las materias biológicas, así como las técnicas, es ajena a estos principios. En toda hay que escuchar el Magisterio de la Iglesia, en cuanto que no puede haber contradicción entre la ciencia y la fe, y la libertad del estudioso ha de ir acompañada de la convicción de que Dios es también el autor de la naturaleza y sus leyes. De donde la enseñanza católica, concluye el Papa, ha de inspirarse en estos criterios, en el estudio de la S. E. bajo la guía del Magisterio (v.), y en el amor y obediencia a la Iglesia que ejerce su poder docente a través de la Jerarquía. Con estas afirmaciones desautorizó a la denominada « Nouveile Théologie» en la que revivían no pocos errores del modernismo (v.) ya condenados por S. Pío X.
      En otra línea diferente se sitúa la bula Munificentissimus Deus, del 1 nov. 1950, que define el dogma de la Asunción al Cielo de la Virgen María (v. MARíA n, 5). Con esta definición, el Papa respondía a un deseo mil veces expresado por el pueblo cristiano; previa la consulta del episcopado universal, y en el marco de las solemnidades del Año Santo, esta definición dogmática manifiesta a un tiempo un nuevo dato de la teología de la salvación y señala a la Iglesia la necesidad absoluta de la devoción a la Virgen como señal que distingue al católico y presta mayor fuerza a su espiritualidad.
      Siguiendo el modelo mariano, el valor de la virginidad es puesto de relieve en la Enc. Sacra virginitas, del 25 mar. 1952, que reafirma la doctrina tradicional de la Iglesia, frente a la invasión de sensualismo que corroe al mundo moderno como uno de sus cánceres, directamente orientado a arruinar toda estimación del sacrificio y de la vida sobrenatural, para colocar el ideal de la vida humana en el disfrute de los bienes materiales.
      Aún insiste en la vida de piedad la Enc. Haurietis aquas, del 15 mayo 1956, sobre la devoción y el culto del Corazón de Jesús. Y en cuanto a la Fidei donum, por concluir esta rápida y muy parcial visión del amplísimo magisterio de P. XII, su objeto son las misiones; publicada el 21 abr. 1957, el Papa trata con ella de despertar la conciencia cristiana ante la urgente necesidad de llevar la fe a todos los pueblos del orbe, puesto que su vocación proselitista es una de las pruebas de la veracidad de la Iglesia, llamada a ser el instrumento de salvación para toda la humanidad.
      7. Otras actividades. Vuelve a resultar imposible resumir en unas líneas todas las restantes actividades desplegadas por P. XII en servicio de la idea central que hemos podido encontrar ya en sus Encíclicas: la espiritualidad de la misión de la Iglesia, fundada para servir de medio de salvación eterna a los hombres de todos los tiempos.
      El culto de los santos, p. ej., lo fomentó insistentemente, y elevó a los altares a un gran número de santos de todos los tiempos, entre ellos no pocos de nuestra época (p. ej., S. Gema Galgani, S. Francisca Javiera Cabrin¡, S. María Goretti, S. Luis Ma Grignion de Montfort, S. Catalina Labouré, S.. Antonio Ma Claret, etc.; v. voces correspondientes), entre los que destaca S. Pío X, cuya canonización tuvo lugar el 29 mayo 1954. El Derecho canónico fue objeto de notables revisiones, tendentes a facilitar su justa aplicación con atención a las necesidades de tiempos y personas, tanto en lo que hace a la Iglesia latina como a la oriental. Facilitó la comunión frecuente modificando la disciplina del ayuno eucarístico. Estableció con múltiples países relaciones diplomáticas, que facilitasen la actuación de la jerarquía en aquellos territorios y tutelasen los derechos de los fieles, para lo que firmó concordatos muy importantes, entre ellos el de Portugal de 1940, que los especialistas han considerado como una obra maestra de técnica jurídica, el de España de 1953, el de la República Dominicana de 1954, y no pocos otros acuerdos y convenios con los poderes civiles. Y convocó a toda la cristiandad al Año Santo de 1950, que atrajo a Roma a millones de peregrinos, en una de las manifestaciones de fe colectiva más impresionantes que ha conocido la historia.
      La salud del Papa, que nunca fue mucha, pese a lo cual resistió una actividad tan notable como la que acaba de quedar reseñada, se resintió gravemente en 1954. La crisis fue superada, pero P. XII vivió en más precarias condiciones los últimos cuatro años de su vida, molestado por frecuentes recaídas. Aun así no se permitió pausa en su tarea, hasta que las fuerzas le faltaron totalmente a finales del verano de 1958, durante su permanencia estival en Castelgandolfo. El 9 oct. 1958, después de una agonía de cuatro días, el Papa murió, a sus 82 años de edad y casi veinte de pontificado, lo que significa el papado más largo del s. XX y uno entre los más prolongados de la historia. El sentir unánime de las alabanzas que se le prodigaron, mostró la grandeza que alcanza la Iglesia cuando sirve ante todo y sobre todo a los valores espirituales, para los que fue fundada por Cristo. Paulo VI ha iniciado el proceso de beatificación.
     
     

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ALBERTO DE LA HERA.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991