PIEDAD I. RELIGIONES NO CRISTIANAS


Nociones generales. La palabra p. deriva etimológicamente de la latina pietas. Dicho término, cuando no lleva ninguna determinación, tiene un significado muy amplio, ya que se entiende por p. la actitud o el sentimiento que mueve a cumplir los deberes de cada uno para con la Divinidad, los padres y familiares, patria, gobernantes, amigos, etc. Por eso, la noción concreta expresada por la palabra p. varía de acuerdo con el objeto a que se refiere. Aquí, la p. la estudiaremos primordialmente como referida a la Divinidad en el ámbito de la religiosidad no cristiana. Se trata, pues, de la actitud que los hombres han adoptado ante los dioses, junto con las repercusiones que ello ha supuesto en los distintos aspectos de la vida. Bajo este aspecto, la p. es tan antigua como el hombre.
      Las religiones antiguas, muy pobres en teología, estaban sostenidas por el espíritu religioso del pueblo, que veía la intervención o la presencia divina en todas las acciones de su vida; intervención o presencia de Dios concebida a veces de forma elemental, puramente sensible, generalmente extraordinaria o maravillosa, pero otras veces descubierta en su forma más profunda y verdadera, como Providencia (v.) divina. De una u otra forma, el hombre se ve obligado a tomar una actitud ante la Divinidad. De hecho, tan lejos como llegan las investigaciones etnológicas, encontramos al hombre preocupado por lo religioso, con la afirmación de un Ser Supremo, o la creencia en seres superiores, e interesado en servirle o servirles. De las obligaciones de p. para con la Divinidad, normalmente, se derivan los deberes de p. para con los padres, familiares, gobernantes, etc., como veremos.
      Actitud del hombre ante la Divinidad. La actitud del hombre ante la Divinidad ha sido siempre sustancialmente la misma. Sin embargo, presenta unas variantes típicas según las religiones e incluso dentro de la historia de un mismo pueblo, de acuerdo con la idea que se tiene de la Divinidad y de su grado de vitalidad.
      Aunque a veces se pueda sacar la impresión de que algunos antiguos consideraban a los dioses como a sus iguales por el modo de dirigirse a ellos, el hombre siempre ha sido consciente de que la Divinidad es superior a él, por lo que presenta una primera actitud de humildad, sumisión y reconocimiento de la excelencia divina. Pero muchas veces, sobre todo en algunos pueblos, esa admiración se ha desarrollado en una actitud de temor; el hombre se descubre a sí mismo continuamente en presencia de fuerzas misteriosas y poderosas, las cuales, por una parte, le dominan e influyen sobre él, mientras que, por otra parte, escapan a su control y penetración intelectiva, todo lo cual provoca una inquietud y temor. Esto es particularmente notorio en las religiones semitas, donde el precepto que resume la actitud que debe adoptar el hombre ante los dioses es el temor. Hammurabi dirá: «yo, que temo a los dioses»; Sennaquerib y Nabónides se proclamarán «temerosos de los dioses grandes»; Nabopolasar es «el educado en el temor de los dioses» (V. TEMOR DE DIOS).
      Pero entre los antiguos también se descubre una actitud de amor para con sus dioses, más acentuada en algunas religiones. La raíz de esto suele estar unida a la creencia de que los dioses son sus antepasados. En varias partes de Europa se han encontrado figuras de mujer, pertenecientes al paleolítico superior, que representan a la «diosa madre», de la que creía descender la familia y la tribu. En Egipto, el espléndido culto se hacía por amor filial para con los dioses locales, de los que se proclamaban sus descendientes. Las relaciones entre los hittitas y sus dioses eran tan íntimas como las que median entre el señor y su criado (v. HÉROES MITOLÓGICOS; DIFUNTOS I).
      Asimismo, se advierte fácilmente una actitud de cierto interés egoísta. Los antiguos se reconocían en estado de dependencia de los dioses, de quienes necesitaban todo. Así, los antiguos cazadores de los Alpes creían en un Ser superior y en su influjo sobre la vida diaria y sus actividades cinegéticas. Con los primeros agricultores, los fenómenos que contribuían al desarrollo de las plantas (sol, lluvia, etc.) cobrarán mayor importancia, reconociéndolos como dioses o, al menos, sabiendo que dependen de ellos. No es, pues, extraño ver a los hombres acercarse a los dioses buscando su ayuda.
      Repercusiones en la vida. Esta compleja actitud ante los dioses ha llevado a los hombres a mantener diversas clases de relaciones con ellos. Es así como la p. ha repercutido en la vida práctica de los antiguos, puesto que les imponía ciertos deberes, aunque no fuesen de orden moral, sino ritual. En efecto, el mejor modo de tener contentos a los dioses era cumplir los deberes para conellos y el respetar las relaciones existentes entre los seres del universo.
      En primer lugar, hay obligaciones directas para con los dioses, las cuales son múltiples. Así, está la oración (v.), el fenómeno más fundamental y universal de todas las religiones. Pero no basta con rezar, sino que hay que servir a los dioses. En Mesopotamia, se considera al hombre creado para rendir culto a los dioses, a fin de que éstos no tengan que ocuparse de nada; así se les llevaban alimentos y ofrendas, se vestían y adornaban sus imágenes, se les preparaban mansiones de lujo, se hacían fiestas y peregrinaciones. En este terreno destacaron los egipcios, de los que dice Heródoto que eran «en modo singularísimo devotos de los dioses más que todos los pueblos». Con frecuencia, además, se llevaban a cabo ritos propiciatorios para aplacar la ira de los dioses, o ritos de expiación para obtener el perdón de las faltas conscientes o inconscientes.
      Junto con la oración, los sacrificios (v.) son otra constante en las diversas religiones. El sacrificio suele ser expiatorio o propiciatorio, pero también puede ser simplemente de alabanza, de veneración o adoración a la Divinidad, o de acción de gracias. Todo ello constituye el culto (v.), que con las fiestas (v.), purificaciones (v.), ofrendas (v.), etc., lleva más o menos al hombre a la búsqueda de la unión con Dios, más o menos entendida, mejor o peor concebida, según la profundidad y pureza de cada religión y de la manera de vivirla (v. UNIÓN CON DIOS I).
      Pero los dioses no se contentan con su propio culto y servicio, sino que exigían respetar el orden que han establecido entre los hombres y en la misma naturaleza. Por eso, la p. mueve a preocuparse por los demás hombres, especialmente los cercanos, puesto que adoran al mismo dios y descienden de él. En la mitología romana la Piedad es una diosa que representa no sólo los lazos de amor entre los hombres y los dioses, sino también entre padres e hijos y parientes en general. Tenía un templo en el foro Olitorium, levantado, según la tradición, por haber sido sorprendida una mujer alimentando con la leche de sus pechos a su anciano padre, preso y condenado a morir de hambre. Esta tradición se encuentra también en otras ciudades, como Atenas.
      La p. influye también en la vida social y nacional, algo querido por los dioses. En Grecia, la religión nacional exige el desarrollo de ceremonias destinadas a fortalecer la unidad de los ciudadanos. Hasta repercute la p. en las relaciones con la naturaleza: al comenzar un ciclo anual, en el cambio de estaciones, al inicio de la recolección, etc., siempre hay una actividad o fiesta religiosa, ya que el hombre debe unirse al orden establecido por los dioses.
     
      V. t.: CULTO 1; ORACIÓN 1; SACRIFICIO 1; RELIGIÓN.
     
     

BIBL.: F. KÓNIG, El hombre y la religión, en Cristo y las Religiones de la tierra, 1, Madrid 1960, 16-76; O. KARRER, Das réligióse in der Menschheit, Francfort-Main 1949; E. DURKHEInt, Les Formes élémentaires de la vie religieuse, París 1912; C. BEGOUEN, De la mentalité spiritualiste des premiers hommes, Toulouse 1943.

 

GARCíA TRAPIELLO.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991