PENTECOSTÉS I. SAGRADA ESCRITURA
. Pentecostés etimológicamente significa quincuagésimo. Designa la fiesta que se
celebra cincuenta días después de la Pascua (v.). Su origen se encuentra en el
A. T., siendo allí una fiesta, al parecer, de origen agrícola. Su sentido, en el
judaísmo extrabíblico, pasó a ser la conmemoración de la Alianza del Sinaí (v.).
A partir del envío del Espíritu Santo en ese día por Cristo glorioso, la fiesta
de P. tiene para los cristianos un sentido nuevo. En ella se celebra la venida
del Espíritu Santo sobre la Iglesia cincuenta días después de la resurrección de
Cristo.
1. La fiesta de Pentecostés en el Antiguo Testamento. En el A. T. esta
fiesta recibe diversos nombres. Sólo tardíamente, y en los libros escritos en
griego, se la denomina Pentecostés (Tob 2,1; 2 Mac 12,31 ss.; Act 2,1) debido al
cómputo de tiempo con que se establecía (v. FIESTAS II, 2b).
a. La fiesta y el día de su celebración. En Ex 23,14-17, donde se enumeran
las tres fiestas principales de los judíos, aparece, tras la fiesta de los
Ázimos y con anterioridad a la fiesta de la recolección al término del año, la
fiesta de la Siega. Esta designación indica, dentro del carácter religioso de
tal fiesta, su origen agrícola: era la acción de gracias a Dios por la recogida
de la cosecha. Ese día el verdadero israelita debía presentarse ante Yahwéh con
las primicias de su trabajo, de lo que hubiese sembrado en el campo (Ex 23,16).
También se la denomina fiesta de las Semanas (Ex 34,22; Dt 16,10; Num 28,26; 2
Par 8,13), nombre derivado del hecho de celebrarse siete semanas después que la
hoz comience a cortar las espigas (Dt 16,9); así el día de la fiesta quedaría
flotante, en dependencia del ritmo de la agricultura. Sin embargo, en Ley
23,15-16 se fija el día desde el que ha de empezarse a contar: «Contaréis siete
semanas enteras a partir del día siguiente al sábado, desde el día en que
habréis llevado la gavilla de la ofrenda mecida, hasta el día siguiente al
séptimo sábado, contaréis cincuenta días...». Con todo, esta fijación reviste
varias interpretaciones, según el sentido que se le dé a «sábado». Si éste se
entiende como el día festivo -día de la Pascua-, se empezaría a contar al día
siguiente (así Filón y Flavio losefo); si se entiende como el séptimo día de la
semana, se empezaría a contar el domingo siguiente a la Pascua (así los fariseos
y una tradición samaritana). También queda la duda si se contaba a partir de la
terminación de la semana de los Ázimos (Targúm Onqelos Lev 23,11.15) o a partir
del domingo siguiente (libro de los Jubileos). Lo cierto es que el nombre de la
fiesta, tal como ha prevalecido, procedente del griego, Pentecostés (Tob 2,1; 2
Mac 12,31-32; Act 2,1), indica que la fiesta guarda relación con el cómputo de
las siete semanas o los cincuenta días después de la celebración de la Pascua,
que venía a coincidir con el inicio de la siega.
b. Evolución del sentido de la fiesta en el judaísmo. La festividad daba,
pues, un carácter religioso, al acontecimiento anual agrícola, la fiesta de la
siega del trigo (Ex 23,16), explicable en el ambiente sedentario del pueblo de
Israel en la tierra de Canaán. Las siete semanas marcan el tiempo transcurrido
entre el inicio de la siega de la cebada y el fin de la siega del trigo. Este
día se ofrecía a Yahwéh las primicias de la cosecha; de ahí que también reciba
el nombre de «día de las primicias» (Num 28,26); éstas consistían en la
presentación de los nuevos frutos: «Llevaréis de vuestra casa, para agitarlos,
dos panes hechos con dos décimas de flor de harina, y cocidos con levadura. Son
las primicias de Yahwéh» (Lev 23,17). Dado su carácter de fiesta de acción de
gracias, los panes que se ofrecían eran fermentados y no los consumía el fuego,
sino que únicamente se agitaban ante Yahwéh, junto con dos corderos de un año,
como sacrificio de comunión de todo el pueblo, y se dejaban para los sacerdotes.
Al mismo tiempo, se ofrecían también, como ofrenda de todo el pueblo, siete
corderos de un año, un novillo y dos carneros como holocausto a Yahwéh, y un
macho cabrío como sacrificio por el pecado. Era un día de descanso y alegría en
el que se convocaba reunión sagrada (Lev 23,18-21; Dt 28,26-31).
Parece ser que fue en la época del destierro y a partir de ella cuando la
fiesta de P. se relaciona con la Alianza (v.) del Sinaí (v.), adquiriendo el
carácter de commemoración de un hecho histórico pasado de la historia sagrada.
Un punto de apoyo para esta significación lo da Ex 19,1 que dice que los
israelitas llegaron al Sinaí al tercer mes -aproximadamente cincuenta días-
después de la salida de Egipto, pues ésta tuvo lugar a mitad del primer mes y
llegaron a principios del tercer mes. En la S. E., no obstante, no se encuentra
esta significación de la fiesta de P., pero sí en el libro de los fubileos (s.
II a. C.; v. APÓCRIFOS BÍBLICOS 1, 3,2), según el cual fue en esta fecha cuando
se realizaron las Alianzas con Dios, y, por tanto, en esa misma fecha cuando
había que celebrarlas. Otro indicio de esta tradición se encuentra en 2 Par
15,10-15, donde aparece la renovación de la Alianza y el juramento del pueblo de
buscar a Yahwéh, que el Targúrn identifica con la fiesta de Pentecostés. En esta
significación de P. ha podido influir también el gran parecido que en hebreo
guardan las palabras «semanas» (sabuhot) y «juramentos» (sebuhot), con lo que
puede entenderse también como la fiesta del juramento. El establecer esta
relación de P. con la Alianza se atribuye a la escuela sacerdotal.
En Qumrán (v.), la fiesta de las Semanas se celebraba en día fijo: el
quince del tercer mes, y al mismo tiempo se celebraba también la renovación de
la Alianza. Pero, por otra parte, tanto Filón como F. Josefo, testigos del
judaísmo ortodoxo, no dan a P. otra significación que la religioso-agrícola. Es
tras la destrucción del templo de Jerusalén en el a. 70, cuando la fiesta de P.
celebra la entrega de la ley por Dios a Moisés en el Sinaí. Los rabinos y
algunos escritos apócrifos judíos de ese tiempo afirman claramente que en P. fue
dada la ley.
2. La fiesta de Pentecostés en el Nuevo Testamento. Para la Iglesia la
fiesta de P. se llena de un significado distinto, pues es en ese día cuando le
es enviado el Espíritu Santo. El relato del libro de los Hechos de los Apóstoles
es, más que una narración minuciosa y detallada, un resumen significativo de lo
ocurrido y de su repercusión para la Iglesia y para todo el mundo. Con el día de
P. empieza la presencia activa del Espíritu Santo, la tercera Persona de la
Santísima Trinidad, en la vida de la Iglesia, infundiendo a ésta la fuerza de
Cristo Salvador (V. ESPÍRITU SANTO II).
a. El acontecimiento del día de Pentecostés. Ese día se hallaban reunidos,
al parecer en el Cenáculo (v.), losDoce y, sin duda, también María, la madre de
Jesús (Act 1,13-14); ésta es la interpretación más aceptada del «todos» de Act
2,1. «De repente vino del cielo un ruido como el de una ráfaga de viento
impetuoso que llenó toda la casa en que se encontraban» (Act 2,2). La primera de
las señales de la presencia del Espíritu aparece en el viento; hay cierta
identificación -incluso terminológica-, entre viento y Espíritu (ruaj, en
hebreo; pneuma, en griego) (cfr. lo 3,8), y el viento aparece en el A. T. como
una de las manifestaciones de la divinidad; a veces va investido del poder
creador de Dios (Ps 104, 30; Gen 1,2; 2,7; Ps 33,6). «Se les aparecieron unas
lenguas como de fuego que dividiéndose se posaron sobre cada uno de ellos» (Act
2,3); también el fuego es uno de los signos teofánicos en el A. T. (cfr. Gen 15,
17; Ex 3,2; etc.); la forma de lenguas guarda cierta relación con el don de
lenguas que entonces se les comunica (cfr. Is 5,24; 6,6-7). «Quedaron todos
llenos del Espíritu Santo y se pusieron a hablar en otras lenguas, según el
Espíritu les concedía expresarse» (Act 2,4); este don de lenguas parece a
primera vista similar al don de la glosolalia (v.) que aparece con frecuencia en
otros lugares (Act 10,46; 19,6; 1 Cor 12,14; cfr. Mc 16,17), pero se distinguen
en que el día de P. todos -partos, medos, elamitas, etc- entendían a los
Apóstoles cada uno en su propia lengua, mientras qué al que tenía el don de la
glosolalia nadie le entendía, pues hablaba no para los hombres sino para Dios (1
Cor 14,2). En el milagro de P. el don de lenguas pqr el que todos los pueblos
pueden oír hablar de las maravillas de Dios, además de ser una señal de la
presencia del Espíritu Santo, encierra una honda significación; con ello se hace
realidad la promesa del Señor (Act 1,8; Lc 24,47-48; Mt 28,10) de que los
Apóstoles serán sus testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria y hasta los
extremos de la tierra; y se muestra así que la Iglesia fundada por Cristo está
abierta a todos los pueblos; el entendimiento universal es a la vez el signo de
la unidad de todos los pueblos en Cristo por el Espíritu, antítesis de la
dispersión por la confusión de lenguas en Babel (Gen 11,1-9). La reacción de los
que escuchan a los Apóstoles agraciados con este don es de admiración y
sorpresa, aunque debido, sin duda, al entusiasmo y exaltación de sus palabras
algunos piensan que están ebrios (Act 2,12-13). La fuerza del Espíritu Santo que
han recibido impulsa a los Apóstoles a presentarse al pueblo y predicar,
haciéndolo S. Pedro como cabeza de los once que le acompañan (Act 2,14).
El milagro de P. ha recibido diversas explicaciones. Puede pensarse que el
Espíritu Santo comunica a los Apóstoles en aquel momento el conocimiento de
otras lenguas que las propias y por eso pueden entenderles los oyentes; con ello
les facilita la predicación del Evangelio a todas las gentes. Algunos exegetas
piensan que el milagro se produjo en el escuchar de los oyentes; los Apóstoles
habrían hablado una sola lengua, pero todos les comprendieron como si fuese en
la propia de cada uno; esta opinión, sin embargo, no está de acuerdo con la
afirmación de vers. 4 «se pusieron a hablar en otras lenguas». Representantes de
la crítica liberal opinan que se trata de una leyenda inventada por el autor a
imitación de otra existente en la literatura rabínica, según la cual, la voz de
Dios cuando promulgó la ley en el Sinaí fue oída por todas las naciones,
dividiéndose para ello en setenta lenguas, tantas como pueblos había; pero esta
leyenda es, sin duda, posterior al libro de los Hechos de los Apóstoles, y nada
tiene que ver con el relato de S. Lucas como muestran los testimonios rabínicos
aducido por Strack Billerbeek, Kommentar zum Neuen Testament, II,605-606. Según
el relato, se ha de aceptar el milagro de que en aquel momento, el Espíritu
Santo comunicado a los Apóstoles les capacita para hablar diversas lenguas y de
hecho las hablan, sin que ello suponga que este don de lenguas fuese permanente
en lo sucesivo.
b. Significación del acontecimiento de Pentecostés. En primer lugar S.
Pedro, en el discurso pronunciado el mismo día de P. (Act 2,14-36), es quien da
su verdadero significado. Pentecostés ha sido el inicio de la efusión plena del
Espíritu Santo, prometida por Dios para la plenitud de los tiempos: «Es lo que
dijo el profeta: Sucederá en los últimos días, dice Dios, que derramaré mi
espíritu sobre toda carne y profetizarán sus hijos y sus hijas... y Yo sobre mis
siervos y sobre mis siervas derramaré mi Espíritu... y todo el que invoque el
nombre del Señor se salvará» (Act 2,16-18; Ioel 3,1-5; cfr. Ez 36,27). Los
tiempos «últimos» han empezado ya con la venida, muerte y resurrección de
Cristo; señal de ello es la efusión del Espíritu que hace hablar a los Apóstoles
como verdaderos profetas, de lo cual son testigos quienes les escuchan. Esta
efusión había sido también profetizada por Juan Bautista hablando del bautismo
en Espíritu Santo que realizaría el Mesías (Mc 1,8; lo 1,26. 33); y el mismo
Jesús la había prometido para después de su resurrección y ascensión al cielo
(lo 14,26; 16,7; Act 1,5). Con la efusión del Espíritu Santo en P. culmina la
Pascua de Cristo: la Resurrección (v.) y Ascensión (v.) han sido la exaltación
de Cristo y «exaltado por la diestra de Dios, ha recibido del Padre el Espíritu
Santo y ha derramado lo que veis y oís» (Act 2,33). S. Pedro prueba primero la
resurrección de Cristo por las palabras del Ps 16,8-11, y por el testimonio de
los que han sido sus discípulos (Act 2,22-32); en Cristo se han cumplido las
promesas divinas de resurrección (Ps 118,16; 110,1), y también de donación del
Espíritu (Ez 36,27), pues Cristo, ascendido a los cielos es quien concede el don
del Espíritu Santo a los suyos (Eph 4,8; cfr. Ps 68,19), para la edificación de
su Cuerpo, la Iglesia.
P. marca el comienzo del tiempo de la Iglesia (v.), comunidad mesiánica,
anunciada por los profetas, en la que serán congregados todos los que estaban
dispersos (Ez 36,24; Is 42,1; cfr. lo 11,51-52). El milagro de las lenguas, la
variedad de los oyentes; y la promesa de Jesús en Act 1,8, muestran la
catolicidad de esta Iglesia animada por el Espíritu, para quien no existen
fronteras, pues la promesa es para judíos y gentiles (Act 2,38-39; 10,44-48). P.
supone, por tanto, la manifestación pública y el comienzo de la actividad
misional de la Iglesia, confirmado a lo largo de todo el libro de los Hechos de
los Apóstoles por la presencia del Espíritu, que comunica la fuerza para
anunciar a Jesucristo (Act 4,8.31; 5,32; 6,10; cfr. Philp 1,19) e interviene en
las principales decisiones con respecto a los gentiles (Act 8,29.40;
10,19.44-47; 11,12-16; 15,8.28; 13,21; 16,6-7; 19,1).
Los Santos Padres han descubierto en el acontecimiento de P. además otras
significaciones. Así establecen la relación entre P. cristiano y la donación de
la Ley en el Sinaí. Escribe el Papa Siricio: «Fue en el mismo día, en el de
Pentecostés, en el que se dio la Ley, y en el que el Espíritu Santo descendió
sobre los discípulos para que éstos se revistieran de autoridad y supieran
predicar la Ley evangélica» (PL X,200). Esta relación hace de la Ley del Sinaí
una figura de la predicación evangélica, lo mismo que el cordero pascual, era
figura de la pasióndel Señor. Aunque no aparece explícitamente en el relato de
Act 2 una referencia a la entrega de la Ley en el Sinaí, hay vestigios que
pueden apoyar esta interpretación de los Padres. Tales son: a) el paralelismo
entre Cristo y Moisés, ambos ocultados por la nube (Act 1,9; Ex 19,9); b) el que
cada uno de los asistentes oyese hablar a los Apóstoles en su propia lengua
-recordar la tradición rabínica de que la Ley se escuchó en setenta lenguas-; c)
el que viese lenguas de fuego, que puede guardar relación con Ex 20,18: «todo el
pueblo vio las voces», al menos tal como interpreta esta frase una tradición
midráshica conservada por Filón: «la flama se convirtió en una palabra
articulada, en un lenguaje familiar al auditorio»; d) el que los Apóstoles
proclamasen «las maravillas de Dios» que en el A. T. significan los prodigios
obrados por Dios con su pueblo a la salida de Egipto. Estos vestigios pueden
explicarse si S. Lucas conocía la tradición judaica que celebraba en la fiesta
de P. la entrega de la Ley a Moisés y la renovación de la Alianza, pero no son
suficientes para establecer una dependencia del relato de esa tradición, ni
tampoco para decir que aluda claramente al acontecimiento del Sinaí. Si los
Santos Padres descubrieron y fomentaron esta relación fue por influencia del
rabinismo que hizo de la fiesta de las Semanas la fiesta conmemorativa de la
entrega de la Ley; de igual modo en P. se da la nueva Ley para todos los
pueblos, la Ley del Espíritu (cfr. Ier 31,33).
Otra significación que la patrística encontró en P. es su carácter de
nueva creación en la Iglesia, cuya imagen fue la creación antigua en la que
también intervino el Espíritu de Dios (Gen 1,2; cfr. Is 32,15; Ez 13,7).
Igualmente se ve en P. la solemne investidura de la Iglesia para su tarea
apostólica en el mundo, de modo parecido a como fue investido Jesús en su
bautismo en el Jordán (Mt 3,16; lo 1,32).
c. Pentecostés en la Iglesia. P., como suceso histórico se determina en un
tiempo concreto de la vida de la Iglesia; pero el don del Espíritu Santo, que
entonces se le otorga, queda como algo permanente. Desde aquel día la Iglesia
recibe constantemente el Espíritu Santo que la congrega en la unidad de la fe y
de la caridad (2 Cor 3,3; Eph 4,3-4; Philp 2,1); suscita en ella los carismas
para su edificación (1 Cor 12,4-11; Act 6,6; 8,17; 19, 2-6); habita en los
creyentes llevándoles a confesar a Cristo y a alabar al Padre (1 Cor 12,3; Eph
1,17; Philp 2,1). El Espíritu Santo queda íntimamente unido a la comunidad de la
Iglesia como el principio dinámico que le ha dado origen y por el que se realiza
(v. 11, 2). Al mismo tiempo el Espíritu Santo, enviado en P. va llevando a la
Iglesia a preparar el gran día de Yahwéh al final de los tiempos (Act 2,20). Ese
día será el de la vuelta gloriosa de Jesucristo (Math 24,1 ss.), y entonces se
salvarán todos los que hayan invocado su nombre (Act 2,21; Rom 10,9-13), lo cual
nadie puede hacer sino bajo la fuerza del Espíritu Santo derramado en
Pentecostés (1 Cor 12,3).
V. t.: FIESTAS II, 2; ESPÍRITU SANTO; RESURRECCIÓN DE CRISTO; ASCENSIÓN;
IGLESIA Il, 6; INFALIBILIDAD; SANTIDAD.
BIBL.: 1. RAMOS, Significación del fenómeno del Pentecostés apostólico, «Estudios Bíblicos» 3 (1944) 469-494; F. FERNÁNDEZ, Pentecostés, en Enc. Bibl. VI,1009-1014; M. DELCOR, Pentecóte, en DB (Suppl.) VIII,858-883; U. HotzMEISTER, Questiones pentecostales, «Verbum Domini» 20 (1940) 129-138; B. N. WAMBACQ, Pentecostés, en Diccionario Bíblico, dir. F. SPADAFORA, Barcelona 1959, 463-464.
G. ARANDA PÉREZ.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991