PAZ INTERIOR


Con este vocablo se entiende, en el lenguaje corriente, tanto un estado de ánimo o disposición afectiva, como un hábito o cualidad moral. El primero se caracteriza psicológicamente por los sentimientos, más o menos persistentes, de sosiego interior, de calma y quietud, en ausencia de cualquier conflicto, ansiedad o agitación. Pueden esos sentimientos tener un origen ignoto, pero es más característico que se deriven de la satisfacción o apagamiento de un fuerte deseo, o de haber logrado un equilibrio estable de los propios afectos. Como cualidad moral, la p. i. supone los hábitos que regulan esos sentimientos, y sus contrarios, como la excitación, la angustia (v.), la inquietud y el remordimiento. Incluye, en primer término, el conocimiento y la aceptación de sí mismo: de la propia realidad actual -en sus aspectos positivos y negativos, deslucidos y brillantes-, y de los vínculos -condicionamientos, derechos y deberes legítimos- libremente contraídos en el pasado. Pero la paz también comporta una visión prometedora y segura del propio futuro. Por eso, se le oponen la actitud de descontento habitual ante la vida, así como la incertidumbre del porvenir.
      Antropología de la paz interior. La paz se presenta como una cualidad deseable en sí misma. Todos los hombres aspiran naturalmente a alcanzar y poseer una cierta tranquilidad de espíritu. «Tanto es el valor de la paz -escribía S. Agustín-, aun en las cosas terrenas y caducas, que nada se suele oír con más agrado, ni es más deseable apetecer, ni al final se puede hallar nada mejor» (De civitate Dei, 19,1 l). Se la ve no sólo como un estado apetecible por el bienestar que dimana, sino también en cuanto condición necesaria para el feliz acabamiento de determinadas tareas humanas, sobre todo de carácter espiritual: el trabajo científico y creador, el estudio y la contemplación de la verdad. La misma vida social, las relaciones interpersonales, la mutua concordia, el intercambio de conocimientos y afectos en el ámbito de una comunidad, están fuertemente condicionados por la paz de que gozan los individuos.
      La indudable excelencia de la paz ha llevado incluso a presentarla como una meta trascendental del humano vivir. Así, el objetivo supremo del budismo (v.) es el nirvana (v.), que puede caracterizarse como un estado de p. i. originado por el completo desasimiento de todo lo perecedero, mediante la completa anulación de las tendencias y deseos. También el ideal estoico (v.) ha propuesto, como meta culminante de la perfección, la ataraxia o control perfecto y dominio racional de los propios afectos, que conlleva una imperturbable y rígida paz, aun por encima de las adversidades y sufrimientos más dolorosos.
      Recientemente, el movimiento de la salud mental, que constituye una de las nuevas componentes culturales de nuestro siglo, ha vuelto a reproponer la p. i. como una condición capital del desarrollo humano. Influida por la psicología clínica -especialmente de orientación psicoanalítica-, describe la ansiedad (v. ANGUSTIA), con matices un tanto dramáticos, como el gran mal de la civilización moderna. Entre sus causas, se destacan el desmantelamiento de la institución familiar, las tensiones por los bruscos cambios sociales, la pobreza de contactoPAZ INTERIORhumano en las grandes metrópolis, y el abandono de las creencias tradicionales, es decir, de aquellas ideas matrices, de índole religiosa y filosófica, que daban al espíritu un medio cierto donde desenvolverse. Sin embargo, en el terreno de las soluciones, el logro mejor de este ecléctico movimiento ha sido el notable -y a la vez decepcionante- incremento y consumo de los remedios farmacológicos contra la ansiedad.
      Todos estos intentos, aun sin proponérselo específicamente, ponen de relieve la imposibilidad de hacer una justa valoración de cualquiera de los rasgos que contradistinguen la existencia humana, sin comprometer seriamente toda una concepción de la naturaleza del hombre y de su destino. En el tema que nos ocupa se comprende que sea así si, p. ej., se tiene en cuenta que la p. i. no es efecto inmediato de una actividad humana: algo, por así decir, como producido o adquirido directamente, del mismo modo que incorporamos unos conocimientos o despertamos ciertos deseos. La p. i. es, por el contrario, una consecuencia que sigue casi automáticamente -de un modo natural, espontáneo- a un determinado estado de cosas del espíritu. Es como lo que en física se llama un efecto colateral. Si solamente se desea mejorar el reposo físico, el buen humor, el control de las propias inclinaciones y tendencias, etc., es más o menos evidente la relación medios-fin, con un esfuerzo puramente humano, que hay que seguir para obtener tales objetivos. No sucede lo mismo con la paz auténtica, y la experiencia cotidiana y universal de lo dificultoso y fugaz de su conquista lo demuestra.
      La paz es un bien apetecible, pero también es una meta esquiva y engañosa. La combaten la impresionante diversidad de tendencias que mueven al hombre, la contraposición de convicciones e ideales, la misma insuficiencia o poquedad de las realidades inmediatas que nos circundan; pero, además, parece como si la íntima estructura del espíritu humano fuera de tal manera que, apenas alcanza un poco de sosiego, ya se siente insatisfecho, anhelando una paz todavía mejor, más acabada. Saber qué es la p. i. -y, en consecuencia, cuánto cuesta- es averiguar, además de su acción beneficiosa, los obstáculos que encuentra en la misma naturaleza humana, y sobre todo su conexión con otros aspectos más básicos del ser del hombre.
      La paz interior cristiana. Después de lo dicho, no es de maravillar que entre las enseñanzas sobrenaturales que Dios ha dispensado a los hombres a través de la Revelación se encuentre también el de la paz.
      En el A. T., preparando el camino a la doctrina de Cristo, se insiste en que la paz es un don de Dios -«Yo soy Yahwéh, el que da la paz» (Is 45,7)-, más que el fruto del esfuerzo humano (ler 6,14). Esa paz, que exteriormente aparece como la concordia entre los hombres y los pueblos, de un modo más profundo consiste en el descanso en el Señor (Dt 25,19), al que acceden quienes cumplen los mandamientos divinos (Ps 94,10-11). Por eso el Mesías, que restaurará la concordia -rota por el pecado- entre Dios y los hombres, es denominado Príncipe de la paz (Is 9,6).
      Puesto que Jesucristo quiso reconciliarnos con Dios por medio del escándalo de la cruz, era de esperar que la paz que había de proponernos tuviera un matiz muy diverso de lo que los humanos estamos acostumbrados a pensar: como algo inmune al dolor e incompatible con las contiendas. En este sentido hay que entender la fuerte declaración de Cristo: «no tenéis que pensar que yo haya venido a traer la paz a la tierra; no he venido a traer la paz, sino la guerra» (Mt 10,34). Y, sin embargo,su entrada en el mundo, su nacimiento en Belén, es acompañada por un canto de ángeles que pregona la gloria de Dios y la paz para los hombres de buena voluntad (Le 2,14). Y es que la paz de Cristo pasa a través de la pelea (Mt 11,12) y de la abnegación de la cruz (Le 9,23), porque no puede alcanzarse una auténtica y duradera quietud de espíritu si no es venciendo el pecado (1 Pet 2,11; Rom 13,14; Gal 5,16). «Cristo es nuestra paz porque ha vencido; y ha vencido porque ha luchado, en el duro combate contra la acumulada maldad de los corazones humanos» (J. Escrivá de Balaguer, o. c. en bibl. n° 73).
      El Señor es el único que puede dar la paz: «no os la doy, como la da el mundo» (lo 14,27), porque efectivamente nada ni nadie la puede quitar (lo 16,22; Rom 8,35-39), porque es sobrenatural (Philp 4,7), fruto de la sabiduría de las cosas del espíritu (Rom 8,6; Gal 6,22), donación del Espíritu Santo (Rom 14,17, Gal 5,22), y anticipo de la paz y descanso perfecto, lleno de felicidad, del cielo (Apc 7,9-17; 21,3-7).
      Los cristianos son pregoneros y sembradores de la paz (Mt 10,12; Rom 10,15; Eph 2,17; 1 Cor 7,15). Saben que no es una meta inasequible, pero que en grado perfecto sólo puede conseguirse en Dios, a través de una lucha personal. «La paz es consecuencia de la guerra, de la lucha, de esa lucha ascética, íntima, que cada cristiano debe sostener contra todo lo que, en su vida, no es de Dios» (J. Escrivá de Balaguer, ib.).
      A veces se ha presentado esa lucha cristiana, llena de paz y de alegría, como una pelea atormentada y amarga. Se olvida que los pensamientos de Dios son de paz y no de aflicción (ler 29,11), y que la tribulación y angustias alcanzan al hombre que obra el mal, mientras que la gloria, el honor y la paz son propiedad del que obra el bien (Rom 2,9-10); pues, aun las aflicciones, tan breves y tan ligeras de la vida presente, producen el eterno peso de una sublime e incomparable gloria (2 Cor 4,17). Un afán que desasosiega, que llena de inquietud, es seguro que no es completamente cristiano, que anda de por medio la soberbia. «Muchas almas que podrían gozar de una paz maravillosa, que podrían gustar de un júbilo inmenso, por orgullo y presunción se transforman en desgraciadas e infecundas» (J. Escrivá de Balaguer, o. c. en bibl. n° 18). La paz cristiana procede del abandono en Dios, de arrojar sobre El todas las preocupaciones (Ps 54,33; Mt 6, 25; 1 Pet 5,7), tomando a cambio el yugo de su mansedumbre y humildad (Mt 11,29).
      Naturaleza de la paz interior. Es difícil hallar una definición de paz más concisa y perspicaz de la conocida tranquillitas ordinis agustiniana (De civitate Dei, 19,1 l). Del mismo modo que la paz social (v. PAZ ii) exige el orden y la concordia de voluntades humanas, la p. i. sólo puede arraigar en un espíritu en el que cada cosa -ideales, recuerdos, tendencias, convicciones, sentimientos, etc tenga un lugar reconocido. Este orden sosegado no puede ser el fruto de un simple pacto que fije los límites respectivos a cada uno de los componentes de la personalidad humana. La sustancial unidad de alma y cuerpo, que constituye el hombre, no se satisface con la mera coexistencia pacífica de cada una de sus estructuras y funciones, potencias y operaciones. Dentro de ese todo, individual y único, cada parte tiene una misión positiva que desempeñar. Y lograrlo es la primera condición para la paz del espíritu.
      Por eso pueden tacharse de insuficientes todas las ideologías que trazan el camino hacia la p.¡. como una tarea de negación o de supresión de alguno de los componentes esenciales de la persona (v.) humana. Sería como intentar establecer una paz social sobre un estado de opresión y de injusticia. Ordenar no es suprimir, sino dotar a cada cosa de la justa dirección impresa en su naturaleza.
      Dentro de la naturaleza humana, sin embargo, encontramos una profunda división, y aun contraposición, entre la propensión al mal -es decir, a un bien que es sólo aparente- y la tendenciá, más radical y genuina, al verdadero bien. Ese antagonismo es el enemigo mayor de la paz del espíritu; y dispone de un óptimo caldo de cultivo en la pluralidad de inclinaciones humanas, que encuentra su correlato objetivo en la multitud de incentivos que ofrece el mundo circundante. El bien (v.), en definitiva, se nos presenta multiplicado; y esto no es más que una manifestación del hecho de que ni las cosas ni el hombre son el bien, puesto que tienen mezcla de no-bien. El bien que poseen lo han recibido; y, en el caso del hombre, el bien al que aspira lo ha de recibir. Y dado que el bien no es más que el ser, desde el punto de vista del acabamiento y de la perfección, la paz se ofrece como un descanso en el ser, en la posesión plena y definitiva de toda la bondad de que es potencialmente capaz el espíritu humano. La paz perfecta sólo puede venir del Bien perfecto, es decir, Dios, que es la misma paz, el descanso en la plenitud de su Ser eterna y perfectamente poseído (v. DIOS Iv, 6); de los bienes particulares no puede proceder más que una paz imperfecta, y de los bienes aparentes, una paz engañosa.
      Desde este punto de vista, se ve cómo la paz del espíritu no puede ser resultado de un equilibrio, sino la realización de una tarea positiva que empeña toda la vida del hombre, como es la del conseguimiento de su último fin. Aquí el orden de la justicia (v.), que da a cada apetito lo suyo, resulta insuficiente; se hace necesaria una fuerza unificadora. «La paz es indirectamente obra de la justicia, en cuanto elimina obstáculos; mas directamente es obra de la caridad, porque la causa en esencia. Y es que el amor es, como dice Dionisio, una vis unitiva» (S. Tomás, Sum. Th. 2-2 q29 a3 ad3). El amor a Dios, nuestro último fin, no sólo corrige la tendencia a bienes aparentes, falsos, sino que además unifica y satisface todas las inclinaciones humanas, proporcionándoles un único punto de referencia. De modo que viene a establecer como una especie de ecuación proporcional entre la tensión a Dios, Ser por esencia y fuente de todo bien, y la paz interior. Más fuerte es ese amor, más firme y pleno es el sosiego y la quietud del espíritu. La paz perfecta «consiste en el goce perfecto del Bien sumo, en el que todos los apetitos aquietados se unifican» (ib. a2 ad4).
     
      V. t.: LUCHA ASCÉTICA.
     
     

BIBL.: S. AGUSTÍN, De civitate Dei, 19,11; S. TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae, 2-2 q29; P. DE LANGUEN-WENDENS, La paix selon la conception chrétienne, «Rev. Thomiste» 44 (1938) 40-86; J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, 6 ed. Madrid 1973; L. 1. MOREAU, El problema de la paz según la doctrina de Santo Tomás, «Testimonio» 61 (1954) 45-53.

 

J. I. CARRASCO DE PAULA.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991