PAULO IV, PAPA


Personalidad de Paulo IV. La proclamación del anciano cardenal Juan Pedro Carafa como pontífice tuvo lugar el 23 mayo 1555. Con 79 años, este ardiente meridional conservaba un vigor físico y espiritual que sorprende a todos sus biógrafos. Desde muy joven vivió entregado al servicio del pontificado: como curial en tiempo de Alejandro VI, en calidad de legado en la corte de Enrique VIII al mismo tiempo que obispo de Chieti; arzobispo de Brindisi pocos años después, 1520 parece la fecha decisiva que le enrola en una carrera reformista que marcará indeleblemente su personalidad, complicada y paradójica, y en la que se malconjuga este reformismo nuevo con una concepción del pontificado más propia de los tiempos de Inocencio III que del siglo de las monarquías modernas. De la vieja escuela de Clemente VII, a P. le faltan las dotes de su antecesor, ni sabe prever las ventajas de una neutralidad prudente al modo de Paulo III, y por eso su enfrentamiento con España resultará ridículamente anacrónico. Su tarea reformadora persiguió un programa perfectamente trazado, pero de manera rígida, alejada de los hombres y de su coyuntura histórica al quererla realizar de forma personal y absolutista. El viejo pontífice se muestra nepotista fervoroso, en otro rasgo desconcertante; bien que su nepotismo sea de nuevo cuño y se embarcase en él no por debilidad senil sino por su miopía política y convencido de prestar con ello un servicio al pontificado. Si, al final de su gestión, ésta puede calificarse de negativa, se debe a la descompensación de esta extraña simbiosis de elementos discordantes que nos hacen ver en P. un Papa irreductible y honrado a carta cabal, pero del todo desencarnado.
      El momento histórico de la Iglesia. La circunstancia de la Cristiandad a partir de 1555 es lo suficientemente complicada como para poner a prueba la inexistente elasticidad diplomática de P., que se mueve en una directriz de oposición sistemática contra España, donde se va a registrar el relevo de Carlos I por Felipe II. Carlos Carafa, secretario de Estado y sobrino del Papa, desarrolla una actividad desbordante para que el rey francés, Enrique II, se decida a romper las Treguas de Vaucelles (1556), se declare protector de la Santa Sede y prometa ayuda militar. Pero las tropas al mando del duque de Guisa no consiguen llegar a Nápoles, desde donde su virrey -el duque de Alba- avanza inexorablemente hacia Roma, una vez que los teólogos de Lovaina y el histórico dictamen de Melchor Cano (v.) sancionan la invasión de los Estados Pontificios. La situación se agudiza cuando en el otrofrente los españoles derrotan a los franceses en la batalla de San Quintín (10 ag. 1557); el duque de Alba se halla frente a Roma con toda su máquina militar, y por un momento se cierne en la Ciudad Eterna el espectro de un nuevo sacco, evitado gracias sólo a la cordura de Alba que, al parecer, nunca pensó en otra cosa que en una exhibición de la potencia española. Poco costó, en estas circunstancias, llegar a una reconciliación fácil en virtud de la cual P. libró de todas las censuras a Felipe II y a su virrey napolitano y éstos restituyeron al Papa los dominios ocupados. El episodio, no obstante, sirvió para centrar al pontífice en la reforma interna y profunda de la Iglesia y para constatar el cinismo de Carlos Carafa, que no dudó en ponerse al servicio de Felipe II.
      No sólo había dificultades por parte de España. En Alemania, el múltiple conflicto protestantes-emperador se había querido zanjar momentáneamente con la Paz religiosa de Augsburgo (1555), en una inteligencia directa entre Carlos y los luteranos, prescindiendo del pontífice. Éste protestó, naturalmente, pero da la sensación de que su protesta estaba movida, más que por inquietud ante la difícil situación, por haberle marginado en el acuerdo. Cuando el título imperial pasó de Carlos a su hermano Fernando I (1556), de nuevo P., con sus quejas, demuestra que ideológicamente vive anclado en un mundo anticuado.
      En Polonia, la actitud de los obispos, el deseo conciliador del rey Segismundo Augusto y, sobre todo, los intereses de la alta nobleza hicieron posible un avance alarmante de la reforma protestante. En vano envió el Papa sus nuncios y teólogos (Lippomani y Salmerón, Mentuato y S. Pedro Canisio) y lanzó escritos violentos o paternales; el clima difícil llevó a las temidas concesiones regias de matrimonio de los sacerdotes, cáliz de los laicos, misa en lengua vernácula y, la más amenazadora, de un concilio nacional.
      En Inglaterra coinciden la muerte de Pole -con el que nunca simpatizó el Papa- y de María Tudor (1558). La nueva soberana, Isabel I, encubre sus intenciones en un principio por su estrategia política bien calculada; pero pronto promulgó el Acta de Supremacía y, en 1559, volvió a la liturgia anglicana. Salvo excepciones, el país admitió el nuevo status que torna la anterior restauración católica en algo episódico; sin embargo, extrañamente, P. no lanzó ninguna censura contra Isabel.
      Los calvinistas, con su buena organización, van cundiendo por Francia. Fue un fenómeno que advirtieron el Papa y Enrique II; pero el rey francés no tiene el talante de Felipe II y su reacción tardía posibilitará los sucesos trágicos que se desencadenarán más tarde (v. NOCHE DE SAN BARTOLOMÉ; HUGONOTES).
      Las reformas de Paulo IV. Este desigual comportamiento en el orden europeo contrasta con la línea recta y eficaz que persigue en su tarea reformadora. La reforma, multiforme, en efecto, se identifica con su persona y por lograrla -como confesaba él mismo a su confidente, el embajador Navaggero- «estaba dispuesto hasta perder la vida». La verdad es que P. se encontraba excepcionalmente capacitado para este arduo quehacer, y es una lástima que una etapa de su pontificado la malgastase con sus escarceos políticos. Juan Pedro Carafa ha ido madurando su anhelo reformador al amparo de las Compañías del Divino Amor, de cuyo círculo emergió también S. Cayetano de Thiene, para fundar, los dos, la congregación de los teatinos (v.), decisiva en el ambiente reformista antetridentino; después, Carafa está presente en todos los intentos reformadores de los últimos Papas:PAULO IV, PAPA - PAULO V, PAPAinstauración de la Inquisición con su estilo moderno a instancias suyas y del otro cardenal Álvarez de Toledo, Comisión de reforma de Paulo III, Consilium de emendanda Ecclesia, etc. Ya pontífice, se propuso por todos los medios realizar esta sana obsesión. El prescindir radicalmente del Concilio se explica por su carácter y por la íntima convicción de que la complicada dinámica conciliar -expuesta a influjos políticos- trabaría una reforma que si de algo se puede calificar es de impaciente.
      Como punto de partida logró un colegio cardenalicio casi sin fisuras, reforzándole en sus promociones sucesivas (20 dic. 1555 y 15 mar. 1557) con miembros no de la talla de los creados por Paulo III (a excepción quizá de Gropper, Silíceo, Ghislieri -futuro Pío V-), pero todos monocordes con el programa reformador. Con esta base integró la nutrida Comisión de reforma, con poderes similares a los del Concilio, pero más manejable por el pontífice, Valientemente, se comenzó por el problema más arriesgado: el de la Dataría y sus prácticas calificadas de simoniacas; el Papa era consciente de que atacaba algo que afectaba de manera directa a la economía pontificia, pero esto no quebró su decisión. Como una prolongación, consecuencia de este criterio, P. -salta el recuerdo de Felipe 11 en su comportamiento- querrá supervisar personalmente los nombramientos de cada obispo, con la contrapartida de amontonamiento de vacantes y expedientes que no podían ser evacuados.
      Su reforma, en otros aspectos, se irá configurando al golpe de medidas draconianas y, a veces, efectivas. Tal sucede en su actuación con los regulares. Si no supo captar la importancia de las nuevas órdenes como la de los capuchinos -que el Papa intentó reducir a la de los franciscanos- y los jesuitas -que a la muerte de S. Ignacio vieron cómo en algunos capítulos se les asimilaba a los teatinos-, la campaña contra los «giróvagos» obtuvo un éxito rotundo. Contra estos frailes, en tantas ocasiones verdaderos vagos y maleantes de Roma, lanzó censuras y organizó una verdadera policía hasta el punto de lograr su práctica desaparición. La residencia de los obispos fueotro de sus empeños importantes y en el que logró resultados asombrosos, a juzgar por la elemental estadística que dice que al comienzo de su pontificado pululaban por Roma no menos de 115 obispos y en 1559 la cifra había descendido a una escasa docena, y ésta al servicio de la administración de la Santa Sede. Contra la herejía esgrimió dos instrumentos preexistentes: el Index librorum prohibitortnn y la Inquisición romana.
      El final del pontificado. El descubrimiento del juego innoble de su gran protegido, Carlos Carafa, y de su vida tan poco acorde con este ambiente de rigor, produjeron en el ánimo del Papa integérrimo una impresión tremenda ante la que reaccionó con su energía y honradez peculiares: el nepote no volvería a tener acceso a la Santa Sede hasta después de desaparecido su tío, que falleció el 18 ag. 1559, tras su negativa a ingerir alimentos y medicinas, por no violar la abstinencia que se había impuesto.
      Su muerte desencadenó una verdadera reacción: tumultos populares, pillaje contra la familia del pontífice, cuya estatua de mármol fue derribada del Capitolio; asalto a las cárceles de la Inquisición, etc. Todo ello explica el clima represivo con que se ejecutó el programa reformador de Paulo IV, con sus claroscuros, pero que supone un verdadero paso de gigante en la historia del pontificado.
     
     

BIBL.: Fuentes: Cfr. fundamentalmente del Diarium de MASS.ARELLI, en MERKLE, Concilium Tridentinum, 11,274 ss.; Las actas de Reforma de Paulo IV en Concilium Tridentinum, ed. Górressiana, vol. XiII/1. Estudios: los trabajos clásicos de ANCEL, a principios de siglo, superados por L. PASTOR, Historia de losPapas, XIV, Barcelona 1927; G. M. MONTi, Richerche su Papa Paolo IV Carafa, Benevento 1925; I. TORRIANI, Una tragedia nel cinquecento romano. Paolo IV e i suoi nepoti, Roma 1951; J. GRISAR, Die Stellung der Pápste zum Reichstag und Religionsfrieden con Augsburg 1555, en «Stimmen der Zeit», 156 (1955) 440-462; H. JEDIN, Kirchenreform und Konzilsgedanke 1550 bis 1559, en «Historisches Jahrbuch der Gbrres-Gesellschaft», 54 (1934) 401-431; iD, Analekten zur Reformtdtigkeit der Reformpápste Julius III. und Pauls IV., en «Rómische Quartalschrift...», 42 (1934) 305-332; 43 (1935) 87-156; íD, Manual de Historia de la Iglesia, IV, Barcelona 1970; Fliche-Martin XVII, 146 ss.; G. SCHWAIGER, Paul IV., en LTK 8,200 ss.; L. SERRANO, Anotación al tema: El papa Paulo IV y España, en «Hispania», 3 (1943) 293-325; I. TELLECHEA IDíGORAS, Pole y Paulo IV, en «Archivum Historiae Pontificiae», 4 (1966) 105-154.

 

TEÓFANES EGIDO.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991