PATRIMONIO ECLESIÁSTICO


1. Preámbulo. Como todas las sociedades, la Iglesia necesita mediosPATRIMONIO IIIeconómicos para mantener su organización y realizar sus fines. El Evangelio establece el derecho del obrero apostólico a su sustento, S. Pablo hace colectas para la comunidad de Jerusalén, los Apóstoles instituyen el diaconado para administrar los bienes comunes y a partir del s. III los ecónomos aparecen en la Iglesia como institución estable. En el Conc. de Calcedonia (451) el cargo de ecónomo de la Mitra se hace preceptivo con el fin -dice Wernz- de promover una más acertada administración y a la vez para descargar al obispo de una función que puede traerle sospechas y descontento de los fieles. Las parroquias que van naciendo de la expansión de la primitiva iglesia episcopal viven al principio de la caja común, pero al multiplicarse los centros parroquiales y alejarse de la ciudad episcopal, comienzan a recibir bienes en precario (el precarium romano); luego en las cartulae donationis se dan los bienes para el sustento vitalicio del clérigo, y por fin se dan al oficio mismo parroquial.
      El ordenamiento institucionalizado de los bienes se realiza paulatinamente entre el s. vIII y el x1I. El p. primitivamente único se fragmenta en porciones diversificadas, las cuales se atribuyen a diversos fines concretos y a varias personas propietarias. El beneficio (v. BENEFICIO CANONICO) se consolida y la beneficencia y las causas pías realizadas en iglesias diversas de la episcopal contribuyen a la descentralización patrimonial, quedando, sin embargo, al obispo la obligación de vigilar la administración y la inversión correcta de los bienes.
      El Conc. de Constanza (1415) condena las teorías de Wycleff y de Huss, que niegan el derecho de la Iglesia de poseer p. propio (Denzinger, n. 590.595-616). Paulo II, en la Const. Arnbitiosae (1468), prohibe al obispo enajenar bienes eclesiásticos sin licencia de la Santa Sede, regla que a partir de entonces se urgirá reiteradamente; Pío IX en la Const. Ambitiosae (1468), prohibe al obispo enajenar el cumplimiento de esa regla en todo el mundo. Las leyes civiles sobre tráfico de bienes se observan en la Iglesia pero sólo en cuanto estén aprobadas por ella, la cual reivindica su derecho a legislar en esta materia (c. 11, X, 111, 26; c. 7, X, I, 2).
      2. Noción y especificaciones. El CIC apenas emplea la palabra p. Habla de bienes temporales de la Iglesia, de cosas sagradas (v.), de cosas eclesiásticas, de bienes (bona, en plural). El can. 1497 define los bienes eclesiásticos diciendo que son los que pertenecen a una persona moral eclesiástica, ya sean muebles o inmuebles; corporales o incorporales; en todo caso deben ser bienes «temporales» y no cosas espirituales o mixtas. La temporalidad de los bienes de que aquí se habla viene a coincidir con el carácter económico de las mismas. El carácter económico en sentido objetivo no es sino la aptitud de una realidad material apropiable para ser usada en orden a satisfacer necesidades humanas de cualquier clase; esta aptitud las hace apetecibles y las convierte en objeto de comercio. Subjetivamente, el valor económico depende de que su utilidad sea conocida y estimada como real. Tratándose de la Iglesia, hay que añadir el elemento teológico-legal consistente en que los bienes se adquieren y se poseen «para el logro de sus propios fines» (can. 1495, 1) dentro de los cuales los bienes temporales tienen en la Iglesia sentido y tutela legal, si bien hay que advertir que, dada la comercialidad de los bienes temporales, cualquiera de ellos puede ser utilizado para los fines religiosos y caritativos de la Iglesia. En resumen, la utilidad (objetiva), la utilizabilidad (subjetiva) y la finalidad canónica con la consiguiente tutela legal serán las notas esenciales de los bienes eclesiásticos.
      El citado Wernz define el p. eclesiástico diciendo que comprende todas las cosas temporales, corporales o incorporales, que existen bajo el dominio de la Iglesia y que han sido destinadas por la autoridad de la Iglesia a los, fines y usos propios de la misma. Este servicio, que puede ser mediato o inmediato, está en todo caso ordenado al culto, necesidades religiosas, iglesias y su mobiliario, sustento del clero, formación de los sacerdotes y enseñanza católica en general, fines píos cualesquiera y obras de caridad. A tales fines sirven también las llamadas cosas incorporales o derechos, los cuales no se identifican con la cosa misma material utilizable, ya que sobre la cosa pueden existir varios derechos, como propiedad y usufructo, los cuales pueden estar gravados, hipotecados, etc.
      De los bienes eclesiásticos se han hecho diversas divisiones atendiendo a los fines de Iglesia a que están destinados, o a las personas titulares de los mismos, o a sus administradores, o a otros criterios de clasificación. El CIC no recoge estas clasificaciones, las cuales carecen por otra parte de aplicación práctica e incluso en el terreno doctrinal son discutibles a causa de su carácter vago y apriorístico; así, hay quien agrupa los bienes en dos secciones, los que tienen administrador nato o señalado de la ley y aquellos cuyo administrador es de libre nombramiento; el administrador del p. parroquial es el párroco, el del beneficio el beneficiario, mientras que el can. 1521,1 nos habla de «bienes pertenecientes a alguna iglesia o lugar piadoso que ni por la ley ni por documento fundacional tienen administrador propio». Clasificaciones como ésta carecen de relieve jurídico, ya que en uno y otro caso la administración se ejercita obedeciendo a las mismas normas legales.
      El Código habla de cosas sagradas (v.), que son las que han sido dedicadas al culto por consagración o por bendición constitutiva (can. 1479, 2), tales como las iglesias, oratorios («lugares sagrados» can. 1154), cálices, copones, vestiduras sagradas («menaje sagrado» can. 1296, 1); de bienes preciosos que tienen un valor notable por razones de arte, de historia o de la materia de la que están hechos (can. 1532, 1 n" 1°). Estas especificaciones del p. tienen su reflejo en normas canónicas peculiares, lo mismo que la división en bienes muebles e inmuebles (can. 1511, 1 y 1540), corporales e incorporales (can. 1508 y 1511, 1), divisibles e indivisibles (can. 1532, 4°), fungibles o no fungibles (can. 1530, 1, 1543); también se mencionan los bienes beneficiales (tít. XXV del lib. III), bienes para causas pías (can. 1513 ss.), fundaciones pías (v. FUNDACIONES III), bienes de fábrica (can. 1182 y 1184).
      3. El problema de la unidad del patrimonio eclesiástico. Como ya queda dicho, el Código no habla de p., sino de bienes, los cuales por su naturaleza son entidades singulares; una finca, una iglesia, una servidumbre activa, etc. La caracterización legal que el CIC atribuye a los bienes eclesiásticos es su pertenencia a una persona moral eclesiástica como a sujeto de propiedad (can. 1497, 1). Esta definición es caracterizadamente canónica, ya que en los bienes del Estado hay muchas administraciones, pero un solo dueño, que es la Hacienda Pública o Fisco, y las varias administraciones no tienen generalmente personalidad diversa de la del Estado. Al contrario, el sistema canónico descentraliza los bienes y sus administraciones atribuyéndolos como a sujeto de propiedad a una gran cantidad de personas jurídicas cuya existencia se apoya en la ley misma, aparte de las que son erigidas por los obispos (can. 100, 1). Los bienes son múltiples, las personas propietarias son muchas; ¿cabe hablar de p. eclesiástico como de una entidad unitaria? a) Ante todo hay que descartar las teorías que objetivizan el p. considerándolo como una persona jurídica o una universitas iuris, pues la ley canónica no da apoyo ninguno para tales objetivizaciones o personificaciones. Lejos de eso, el p. canónico, por definición, pertenece a alguna persona moral en la Iglesia. Es cierto que hay situaciones transitorias o indeterminadas en las que el titular del p. no tiene perfiles de persona concreta; tal es el caso de la herencia yacente antes de la liquidación de la misma, o el de las asociaciones no reconocidas o no erigidas en persona, las cuales son, sin embargo, sujetos de derechos y obligaciones patrimoniales. Menos aún podríamos admitir en Derecho canónico las teorías de ciertos juristas seculares, según las cuales el p. sería una emanación esencial e inseparable de la personalidad jurídica (v.), de modo que no habría persona sin p. Cualquiera que sea el juicio que merezcan tales doctrinas en el campo secular, es claro que en Derecho canónico la persona tiene finalidades espirituales que trascienden del aspecto económico, el cual es sólo un medio para cumplir los fines propios de la persona canónica, pero nunca un elemento esencial de la misma. De hecho, la erección de una persona canónica se hace sin consideración a su patrimonio y, aunque la erección le confiere capacidad patrimonial, puede incluso, en el momento de la erección, carecer absolutamente de p., ni activo ni pasivo.
      b) Otros han buscado el polo unificador del p. en el fin que la ley canónica le asigna. Autores como Víctor de Reina han subrayado fuertemente el aspecto teológico del p. eclesiástico hasta definir los fines asignados al p. como la característica fundamental de los bienes eclesiásticos; de más relieve que el hecho de pertenecer a una persona moral en la Iglesia (El sistema beneficial, Pamplona 1965). Sin embargo, se ha observado que el fin de los bienes eclesiásticos en sí considerado no es un elemento unitario sino plural (can. 1495, 1); por otra parte, los fines de piedad, caridad y religión revisten formas muy diversas en cada época histórica, sin olvidar que los bienes eclesiásticos pueden a veces emplearse en fines fronterizos, tales como el deporte o la promoción social de las personas y de las comunidades humanas.
      c) La titularidad de los bienes eclesiásticos como centro unificador del p. presenta interesantes problemas que aquí sólo podemos mencionar. Los bienes eclesiásticos pertenecen a personas determinadas. Ahora bien, no son pocos los que consideran esta pertenencia como una solución técnico-jurídica que en sí considerada no dice qué son en realidad los bienes de la Iglesia. Es conocida la doctrina, hoy abandonada, que atribuía el dominio de los bienes a Dios o a Jesucristo. Los romanos consideraban a los dioses como dueños de las res sacrae y de los donaria votiva (Scialoja). En la célebre controversia del Navarro con Sarmiento sobre los réditos beneficiales, el primero de dichos autores sostiene que los bienes eclesiásticos son de Cristo, opinión que compartían Felipe Decio y Fagnani (v.).
      Particularmente interesantes son a este propósito las posturas que vinculan los bienes eclesiásticos al Papa (Sanguinetti, Turricellius) o a la Iglesia universal (Inocencio IV, Heiner), o que ven dos sujetos de propiedad, la Iglesia universal y las iglesias particulares (Báñez, Molina). El interés de estas posturas radica en que la ley actual atribuye el dominio de los bienes eclesiásticos a la persona moral que legítimamente los hubiera adquirido, pero eso «bajo la suprema autoridad de la Santa Sede» (can. 1499, 2), mientras que el can. 1518 afirma que el Papa es «el supremo administrador y dispensador» de los bienes de la Iglesia. A este supremo poder del Romano Pontífice designan los canonistas con el término, no por todos aprobado, de dominium altum. ¿En qué consiste este poder papal de administrador y dispensador supremo? Las respuestas que los canonistas han dado a esta pregunta se dividen en dos direcciones que podríamos llamar teoría jurisdiccional y teoría dominical, si bien son frecuentes las respuestas matizadas que incluyen elementos de una y otra postura.
      Según la primera de dichas direcciones, los derechos dominicales referentes a los bienes eclesiásticos corresponden a las personas particulares de la Iglesia; se entiende personas morales, ya que los bienes no tienen como finalidad la satisfacción de las necesidades de personas físicas, sino las necesidades sociales de la sociedad Iglesia, las cuales se concretan en las distintas personas morales (Giménez Fernández). El poder del Papa es el que corresponde a su jurisdicción suprema de Primado de la Iglesia en virtud de la cual legisla sobre bienes eclesiásticos, todos los cuales le están subordinados como a cabeza de la misma. A él pertenece imprimir por medio de sus prerrogativas jurisdiccionales la dirección de los bienes hacia los fines sobrenaturales que a la Iglesia corresponden, limitando así los derechos dominicales de las personas morales inferiores. Según otra dirección doctrinal, el Papa ostenta poderes verdaderamente dominicales sobre todos los bienes de la Iglesia, como lo demuestra la práctica de la Santa Sede de disponer de dichos bienes cuando el bien común lo pide, p. ej., condonando cargas o arreglando usurpaciones de los Estados. Ciertos actos de administración extraordinarios, p. ej., la enajenación a partir de cierta cuantía (v. CONTRATO v) no pueden hacerse válidamente sin la licencia del Papa, lo cual nos indica que tiene poderes dominicales de disposición, ya que no tendría sentido decir que el Papa no puede enajenar porque no es dueño, pero puede dar al dueño poderes para que enajene.
      En realidad tratándose de bienes eclesiásticos no se puede hablar de dominio, atribuyendo a esta palabra el sentido que le damos cuando nos referimos a la propiedad privada. López Alarcón afirma que el p. de la Iglesia está constituido por bienes en administración. El derecho de propiedad de los bienes eclesiásticos viene a coincidir con el derecho y deber de administrarlos en orden a obtener las finalidades concretas eclesiásticas para las cuales están destinados. Una vez que un bien pasa a integrarse en el p. de la Iglesia, ésta reivindica ciertamente el derecho de propiedad frente a terceros que no sean Iglesia, pero la Iglesia misma no tiene sobre dicho bien el «ius utendi, fruendi et abutendi», puesto que necesariamente tiene que invertirlo precisamente en fines de Iglesia, sin lo cual la posesión de dicho bien no sería legítima (can. 1495, 1). Dichos fines son sociales de la sociedad-iglesia, por lo cual toda administración, aun la realizada por los laicos, debe hacerse «en nombre de la Iglesia» (can. 1521, 2).
      La atribución en propiedad de los bienes a determinadas personas jurídicas, por lo que se refiere al régimen interno de los mismos, no hace otra cosa que designar el sistema de administración encargado de utilizar los bienes para el logro de los fines eclesiásticos a tenor de las normas jurídicas establecidas. La gestión del p. eclesiástico, de índole esencialmente social, más que un acto de propiedad privada es un acto de régimen jurisdiccional, de ahí que toda administración deba hacerse «en nombre de la Iglesia», con poderes sociales que la ley otorga al funcionario administrador. Ahora bien, la Iglesia es una. Las llamadas Iglesias particulares sólo encarnan en sí la realidad Iglesia si están vinculadas en comunión con la cabeza visible que es el Papa. Por lo cual, la solución técnica adoptada por el CIC de administrar los bienes, adscribiéndolos para ello en propiedad a diversas personas morales eclesiásticas, no cambia la naturaleza eclesial de los bienes ni la naturaleza de su administración como función de Iglesia.
      Con arreglo a estas premisas, resulta que no puede afirmarse en absoluto que los únicos dueños de los bienes eclesiásticos son las personas jurídicas que los adquieren legalmente, y que el llamado «dominium altum» del Papa nada tiene de dominical, sino que es sólo jurisdiccional. Más bien habrá que decir que los poderes papales y los de las personas canónicas propietarias son de la misma naturaleza, si bien están jerárquicamente escalonados por la ley, como corresponde a las estructuras sociales de la Iglesia. Así, pues, la unidad de la Iglesia, de la que es sacramento la unidad del Papa, es la que da verdadera unidad al p. eclesiástico, cuyo conjunto de bienes debe considerarse como dotado de una estructura unitaria derivada de la Iglesia una a la que pertenece. Tal es, creemos, la profunda intuición que llevó a los canonistas a la expresión «dominio alto del Romano Pontífice» con la que tradicionalmente se designan los poderes papales referentes a las realidades patrimoniales que a la Iglesia pertenecen.
      4. Fuentes del patrimonio. El ordenamiento canónico no sólo establece la capacidad patrimonial de la Iglesia, sino que consagra el derecho que a ella corresponde de exigir de los fieles los medios materiales imprescindibles para atender al gasto público de la misma (can. 1495-96), lo cual es una mera consecuencia de su poder originario y soberano en orden a sus fines. Por otra parte, las personas canónicas, operando como sujetos de derecho, traban relaciones jurídicas con otras personas, canónicas o no, con posibilidad de aceptar de ellas bienes que pueden pasar al p. de las primeras; de donde resulta que los ingresos del p. eclesiástico pueden derivarse de un negocio privado de los fieles o de un acto de poder de la Iglesia. Ello justifica la división comúnmente aceptada de fuentes de Derecho público o de Derecho privado.
      A) Fuentes de Derecho público. La Iglesia tiene, con independencia del poder civil, derecho a exigir de sus fieles lo que sea necesario para el culto divino, para el honesto sustento de los clérigos y de otros funcionarios suyos, así como para los demás fines propios de la misma Iglesia (can. 1496). El CIC apenas desarrolla las bases del sistema tributario eclesiástico, ni especifica suficientemente las formas, limitándose a dar ciertas normas de tributación que vamos a mencionar aquí.
      1. El can. 1502 especifica el principio referido en lo referente al pago de diezmos y primicias (v.), en relación con lo cual la ley establece que en cada país se observe lo que en él está estatuido por las leyes particulares y las costumbres loables. Sólo esta norma recoge el Derecho vigente, parquedad que contrasta con los 35 capítulos que sobre diezmos y primicias contiene el tít. XXX del libro 3° de las Decretales. Hoy la Iglesia reivindica su derecho a imponer tributos, pero prefiere la aportación voluntaria de los fieles.
      Son los diezmos (v. DIEZMOS Y PRIMICIAS) los porcentajes (que no es necesario que equivalgan precisamente al diez por ciento) de frutos y otros lucros legítimos cuya pago impone la ley eclesiástica para subvencionar el culto divino y los demás servicios de la Iglesia. Las primicias deben su nombre a la antigua costumbre de entregar a la Iglesia los primeros frutos de la tierra recolectados y los primeros corderos del rebaño. Pérez Mier estima que la cuota en concepto de primicias oscilaba entre el 0,60 y el 0,50% de los frutos y animales obtenidos. La tributación por diezmos y primicias alcanza su máxima vigencia ypeculiar fisonomía jurídica en la época feudal, razón por la que el citado Pérez Mier estima que no es posible encasillar el sistema antiguo de diezmos en las técnicas y doctrinas modernas de exacción fiscal. Los diezmos van ligados a una economía casi exclusivamente agraria y a una época en la que los conceptos soberanía y propiedad particular del señor no están suficientemente discriminados. Por otra parte, el impuesto del diezmo no tiene sólo carácter económico, sino que, como dice Ferraris (Decimae 1. en Prompta bibliotheca), la primera razón que lo justifica es «porque así se reconoce a Dios como dador y supremo Señor de todos los bienes». El diezmo falla cuando al comienzo de la Edad Moderna la economía agraria de consumo cede al mercantilismo, a la capitalización y a la burocracia incipientes, que habrían exigido una rápida reorganización del diezmo personal.
      El referido can. 1502 remite a las normas peculiares y loables costumbres de cada región. No son pocos los comentaristas modernos que ven en ese canon una pura remisión a los estatutos y costumbres vigentes en el momento de promulgarse el Código, cerrando así la posibilidad de la restauración de los diezmos allí donde hubieran caído en desuso. Según otra opinión, el canon contendría una prohibición dirigida a los obispos y párrocos de imponer diezmos donde no exista ley o costumbre que lo autorice, pero sin desligar a los súbditos de la obligación de pagarlos en el caso de que se les exigieran. Las palabras textuales de la ley no autorizan a hacer esa distinción que, por otra parte, separaría dos elementos indisolublemente vinculados, ya que si el superior no tiene derecho a exigir, el súbdito no tendrá obligación de pagar. El texto de la ley sólo dice que hay que observar lo establecido por ley o costumbre particular de cada región sin decidir nada sobre la norma misma legal o consuetudinaria en cuanto a su origen o permanencia. No hay, por tanto, inconveniente alguno en que los estatutos o costumbres regionales aparezcan con posterioridad a la publicación del Código por las vías normales de creación del Derecho, como tampoco hay razón que impida la posible extinción de una ley o costumbre vigente cuando apareció el Código actual de Derecho canónico.
      Pérez Mier, que ha estudiado los sistemas de dotación de la Iglesia, corrobora este punto de vista con la experiencia legislativa actual de México y otros países de Iberoamérica y Canadá en los que en mayor o menor medida se descubre una renovación del diezmo junto con un proceso de transformación hacia el diezmo personal, tendencia que existe también, aunque con otros caracteres, en los Estados Unidos y en Inglaterra. Otra modalidad especial es la del centro de Europa, donde la recaudación del impuesto está encomendada a la autoridad civil.
      2. El catedrático (can 1604) es una cantidad módica que el obispo tiene derecho a exigir anualmente de todas las iglesias y beneficios sometidos a su jurisdicción y de todas las cofradías de su diócesis. Su cuantía se determina por las costumbres de cada país. Actualmente no está en uso, por lo cual, aunque el derecho de imponerlo no se extingue por prescripción, para reanudarlo tendría el concilio provincial que determinar su cuantía con la aprobación de la Santa Sede. No se cobra sede vacante porque su finalidad es, más que obtener recursos económicos para el sustento del obispo, que todas las entidades diocesanas muestren su subordinación a la cátedra episcopal (in signum subiectionis).
      3. La contribución para el seminario (can. 1356) grava las rentas sobrantes, hasta un 5%, de todas las instituciones diocesanas, sin excluir la Mesa episcopal ni las casas religiosas. Actualmente está en desuso, lo mismo que el llamado subsidio caritativo, consistente en que el Ordinario local, al amparo del can. 1505, puede imponer a todos los beneficiados una contribución de cuantía indeterminada para remediar una urgente necesidad eventual de la diócesis.
      B) Fuentes de Derecho privado. 1. Rentas de capital. Su base jurídica se cifra en el contrato de mutuo o préstamo con interés (v. PRÉSTAMO, CONTRATO DE). Tradicionalmente la Iglesia lo ha declarado usurario e ilícito; sólo en tiempos recientes se ha impuesto la idea de la fertilidad del capital y los moralistas han señalado los títulos que justifican el derecho a percibir intereses del capital dado en préstamo. Su importancia depende de la cuantía de bienes rentables que posean las personas canónicas; estos bienes son en la mayoría de los casos títulos de valores públicos o de empresas privadas. Entran además en este capítulo los bienes raíces beneficiados (v. BENEFICIO CANÓNICO) y los de las fundaciones pías erigidas en persona moral; las rentas de estos bienes son ingresos para la persona canónica que es su dueño.
      2. Fundaciones pías, en las que el fundador entrega bienes temporales a una persona moral para que ésta emplee sus réditos en determinados fines píos designados (V. FUNDACIONES III).
      3. La donación. Esta fuente patrimonial tiene su caracterización más apropiada en las oblaciones espontáneas de los fieles, como acto de liberalidad por el que el donante dispone de una cosa en favor del donatario, en nuestro caso de la Iglesia (V. DONACIÓN). En virtud de la norma canonizante del can. 1529, las formalidades civiles de la donación valen igualmente en el ordenamiento canónico siempre que no presenten oposición con la ley divina o con la ley eclesiástica (v. CONTRATO V); según esta última, el rector no puede rechazar una donación hecha a la Iglesia sin licencia del ordinario (can. 1536, 2), el cual necesita causa justa para conceder tal licencia. La ley actual no concreta las causas. En el derecho de las Decretales estaba prohibido aceptar ante el altar los dones de los infieles y excomulgados y también los de los usureros, sacrílegos, ladrones violentos y pecadores públicos (c. 3,X,V,19 y c. 2,X,V,17). Contra el repudiante ilegítimo de la donación cabe acción de indemnización de daños. El can. 1536,1, recogiendo una antigua tradición canónica, establece que la donación hecha al Rector, aun religioso, se presume hecha a su iglesia mientras no conste lo contrario, así como el can. 691,2 supone implícitamente que las donaciones hechas en iglesias de asociaciones erigidas se entienden entregadas para los fines de la asociación. Las costumbres, intérpretes óptimos de la ley (can. 29), resuelven la frondosa casuística que estas donaciones presentan.
      También son donaciones las colectas que se practican desde los tiempos apostólicos (2 Cor 8,1 ss.). Las personas privadas no pueden hacer colectas sin licencia del ordinario (can. 1503), ya para evitar peticiones indiscretas, ya para no dañar las colectas preceptuadas por los prelados o incluso por los párrocos a quienes en virtud de su oficio corresponde establecer un régimen de prioridades. Los religiosos de Derecho pontificio necesitan además la licencia de la Santa Sede, pero los mendicantes pueden postular en la diócesis donde tienen su casa sin otra licencia que la de sus superiores (can. 621-622).
      La donación es generalmente acto inter vivos, pero puede también configurarse como acto mortis causa, en cuyo caso, según la ley española, debe considerarse como disposición de última voluntad (CC, art. 620).
      4. Testamentos y legados. En esta materia, como engeneral en toda disposición de bienes en favor de la Iglesia, es preceptivo observar las normas civiles que aseguran la validez de los actos, y ello no sólo para eludir las dificultades que presenta la ejecución de disposiciones civilmente nulas, sino porque todo ciudadano debe cumplir las leyes civiles (can. 1513, 1). Sin embargo, las disposiciones de última voluntad para causas pías valen en Derecho canónico, aun sin las solemnidades civiles, siempre que el causante, teniendo capacidad natural para realizar el acto, lo haga ante testigos o en forma que deje una prueba patente de su última voluntad, y siempre que no viole derechos de tercero, sobre todo la legítima de los hijos (V. TESTAMENTO).
      Cabe incluso el caso de que un testamento tenga un vicio sustancial que lo hace nulo mientras que vale el legado anejo porque consta suficientemente la voluntad de quien lo instituye. En estos casos la ley canónica pide que se avise a los herederos de su obligación de cumplir la voluntad pía del causante que no se atuvo en su manifestación de última voluntad a las formas prescritas por la legislación del Estado. Una respuesta de la Comisión de Intérpretes de 17 febr. 1930 determinó que la norma de avisar a los herederos no es sólo exhortativa sino preceptiva; norma cuyo cumplimiento corresponde al ordinario en su condición de ejecutor nato de todas las pías voluntades (can. 1515, 1). Esta condición del ordinario no elimina, sin embargo, la actividad que es propia de los testamentarios, sino que la suple si hace falta y la completa, porque los testamentarios tienen que rendir al ordinario cuentas de su gestión, incluso en el caso de que el testador hubiera dispuesto lo contrario, ya que la ley canónica considera inexistentes las cláusulas de los testamentos contrarias a ese derecho y deber del ordinario.
      5. Gestión del patrimonio. La gestión constituye el aspecto dinámico y funcional del p., por el que se aplica ordenadamente a los fines generales y particulares a los cuales sirve. Para garantizar esta funcionalidad son necesarias una serie de operaciones encaminadas a conservar y aumentar el p., a fomentar su rentabilidad y a emplear los frutos y rentas, y a veces el capital mismo, en fines de iglesia. Las normas reguladoras de esta serie de operaciones, que llamamos gestión del p., constituyen una parcela del Derecho administrativo de la Iglesia y forman un capítulo importantísimo de la normativa patrimonial del Código.
      El sistema depende de la característica canónica de amplia descentralización. Mientras la tendencia estatal propende a una caja común y a una administración común del patrimonio, la tradición canónica se basa en administraciones autónomas de los bienes de cada persona jurídica pública, cuya gestión debe, sin embargo, supeditarse a ciertos controles que garantizan el funcionamiento correcto de la administración.
      1° Los administradores. El sistema canónico está, por tanto, ligado a la titularidad de los bienes, cuyo sujeto de propiedad son las personas jurídicas. En principio, el responsable de la persona jurídica es el administrador de sus bienes (can. 1495, 2). El Papa administra los bienes de la Iglesia universal y los de la Santa Sede; el obispo, los de la diócesis y los de la Mitra; el cabildo, los bienes capitulares; el párroco, los de la parroquia; el rector, los de su iglesia; el beneficiado, los de su beneficio; el superior, los de las personas jurídicas no colegiadas, salvo lo establecido en las leyes fundacionales (can. 1490). Las religiones establecen en sus reglas y constituciones quiénes son los encargados dé administrar los bienes (can. 532), lo mismo que las asociaciones canónicamente erigidas (can. 691 y 697), y cuando existe alguna institución que por derecho no tenga administrador, el ordinario mismo debe nombrarlo para periodos de tres años prorrogables.
      De lo dicho resulta que la administración del p. eclesiástico está en su mayor parte confiado a clérigos, pues sin la clericatura no se pueden tener los oficios a los cuales la ley vincula la misión de administrar los bienes. No hay, sin embargo, disposición canónica alguna que prohíba a los laicos administrar bienes de Iglesia, y de hecho los laicos intervienen en la administración no sólo cuando se trata de congregaciones religiosas laicales, sino en las asociaciones de laicos con responsabilidad canónica y en numerosas instituciones no colegiadas. Además, a los laicos se les asigna un papel relevante en los órganos consultivos, como el Consejo Diocesano de Administración, el Consejo de Fábrica encargado de administrar los bienes de una iglesia (can. 1183), sobre todo mediante su asesoramiento técnico; así, para administrar los fondos destinados a la remuneración equitativa del clero previstos en el Motu proprio Ecclesiae Sanctae, n. 8, se recomienda al obispo el asesoramiento de economistas (laici in re oeconomica periti).
      En todo caso, la administración tiene carácter oficial y público, por referirse a bienes eclesiásticos, de ahí que toda administración, aun cuando esté encomendada a los laicos, se hace «en nombre de la Iglesia» (can. 1521, 2).
      El administrador de los bienes de cualquier entidad eclesiást:ca recibe de la ley mandato para realizar los actos de administración ordinaria, entendiendo por tales los necesarios para conservar y mejorar normalmente el p. con la diligencia de un buen padre de familia (can. 1523) y de invertir las rentas en los fines correspondientes. Son, por tanto, obligaciones comunes a los que administran bienes de Iglesia el conservarlos sin menoscabo; el cumplir fielmente las leyes canónicas y civiles y las reglas fundacionales que les afectan; cobrar las rentas, conservarlas y emplearlas legítimamente; destinar los sobrantes a engrosar el capital fijo de la iglesia o institución; rendir cuentas anualmente al ordinario, para lo cual hay que llevar al día los libros de contabilidad con los justificantes de las operaciones realizadas; registrar los bienes inmuebles; hacer las reparaciones ordinarias; renovar los títulos de crédito y oponerse a las prescripciones, etc. (can. 1523-28).
      El administrador no tiene mandato por ley para actos de administración extraordinaria (salvo los que pudieran corresponderle por derecho particular o estatuto fundacional), por lo cual para ello necesita una licencia especial. La ley canónica no ha señalado en concreto cuáles son actos de gestión ordinaria y extraordinaria, limitándose a una referencia general a actos «que exceden los límites y el modo de una administración ordinaria» (can. 1527, 1). Tampoco la doctrina señala con unanimidad los actos que deben considerarse como gestión extraordinaria por rebasar los poderes normales del administrador. Principalmente entran en este concepto los actos de disposición de bienes que comportan enajenación del capital fijo de la institución o que colocan a la iglesia en peor condición económica, a los que deben añadirse otros como litigar en nombre de la persona jurídica, hacer reparaciones extraordinarias de los bienes inmuebles, redimir sus gravámenes a título oneroso, fundar instituciones anejas, etc.
      Al no existir mandato general de la ley para estos actos, el administrador que los realizara sin las formalidades especiales prescritas no obraría «en nombre de la Iglesia» y, por tanto, tales actos serían nulos, con la consecuencia lógica de que esos actos no vinculan a la Iglesia, sino sólo al administrador que abusivamente los ha realizado. Por tanto, la Iglesia no responde de las obligaciones que resultarían de esos actos en caso de ser legítimos. Si a consecuencia de ellos se ha producido un pasivo en el p. de la Iglesia, ésta tiene derecho a exigir la restitución; así como, por el contrario, si de esos mismos actos resultare un beneficio para la Iglesia, esta situación debe considerarse como un enriquecimiento sin causa, correspondiendo en consecuencia a la persona lesionada el derecho de exigir a la Iglesia un resarcimiento equivalente no a su perjuicio sino al exceso por ella percibido (acción de in rem verso; can. 1527, 2), de tal manera que la situación económica de la Iglesia quede igual que era antes de realizarse el contrato ilegal.
      El nombramiento de administrador no es un acto especial cuando el cargo de administrar va anejo a un oficio. En este caso el nombrado comienza a administrar en cuanto haya tomado posesión de su oficio. Si el administrador no está señalado por ley común o estatuto fundacional, tiene que ser nombrado por el Ordinario (o por la Santa Sede en su caso) y su gestión puede comenzar normalmente una vez que ha recibido su misión canónica.
      Cesa el administrador por decisión decretada por quien lo nombró, por pérdida del oficio al cual va aneja la administración, por renuncia aceptada explícita o tácitamente, por lapso del tiempo para el que había sido nombrado no habiendo renovación del mandato.
      2° Normas cautelares y de control. -Hemos aludido al sistema canónico de 'descentralización resultante de que cada persona canónica administra su propio p. En el Estado casi todo es del Estado (salvo las instituciones autárquicas como municipios o diputaciones) y pertenece a la Hacienda o Fisco. En la Iglesia casi nada es de la Iglesia universal. Esto hace particularmente interesantes las normas de control encaminadas a garantizar ya la legalidad del acto administrativo, ya principalmente la conveniencia sustancial del mismo de suerte que la gestión del p. responda adecuadamente a sus fines. Unas tienen carácter preventivo, como las licencias, el consejo preceptivo, la vigilancia; otras son sucesivas como la rendición de cuentas; y las hay represivas o sancionadoras de los actos ilegalmente realizados.
      a) El juramento. Lo preceptúa el can. 1522 para los administradores nombrados por el Ordinario local. Es un juramento promisorio de que se actuará con corrección y fidelidad (bene et fideliter). No hay fórmula oficial para prestarlo, por lo que el Ordinario o el arcipreste rural que lo reciben pueden tomarlo con la fórmula que mejor parezca. Los administradores cuyo cargo va unido a un oficio eclesiástico hacen generalmente juramento previo de cumplirlo bien.
      b) El inventario. Al entrar en funciones el administrador recibe el inventario puesto al día de todos los bienes propios de la entidad que ha de administrar. La ley preceptúa que se redacte por categorías de bienes (cosas inmuebles, muebles preciosos, otras cosas) con estimación de su valor. Se hace en doble ejemplar, uno para el administrador y otro para la curia y en los dos deben anotarse las variaciones que experimente el p. inventariado.
      c) Consentimientos y licencias. Para la enajenación de bienes eclesiásticos y para los actos a ella equiparados se requiere, según la diversa cuantía de los bienes, la licencia de la Santa Sede o del Ordinario local, con o sin consentimiento o consejo del Cabildo o del Consejo de Administración. En general todo acto de administración extraordinario prerrequiere licencia escrita del ordinario local, sin cuyo requisito sería nulo (can. 1527, 1). Esta licencia se pide en particular cuando se trata de litigar ante cualquier tribunal eclesiástico o civil en nombre de la persona cuyo p. se administra (can. 1526), si bien en este caso el requisito afecta a la validez, pudiendo además otorgar la licencia el arcipreste de la demarcación si el caso urge. Aun en actos considerados como gestión ordinaria del patrimonio, la ley exige a veces la licencia del Ordinario, el cual controla por este procedimiento la conveniencia del acto; así sucede cuando se trata de colocar el dinero sobrante en bienes rentables que acrezcan el p. (can. 1523, 4°). Por otra parte, el Ordinario podría exigir licencia para casos no contemplados por el código, ya que éste atribuye al mismo ordinario poderes para ordenar la administración mediante normas oportunas (can. 1519, 2). El mismo Ordinario está sometido a estas cautelas preventivas no sólo en ciertos casos de enajenación de bienes, como queda indicado, sino que en general debe pedir parecer en los asuntos de importancia a su Consejo Diocesano de Administración, cuya existencia y funcionamiento es preceptivo (can. 1520).
      d) Vigilancia del Ordinario y rendimiento de cuentas. Para obviar los inconvenientes de la administración descentralizada, la ley pone cierta unidad en la pluralidad de administraciones no sólo mediante las normas uniformes del código, sino subordinando toda administración a la dirección unitaria del Ordinario, a quien compete dictar normas y vigilar el cumplimiento de las mismas y de las leyes del Derecho común. La vigilancia comprende un acto o medio fundamental que es el rendimiento de cuentas. Todo administrador, clérigo o laico, de cualquier iglesia, sin exceptuar la catedral, de cualquier fundación o lugar pío tiene que rendir cuentas anualmente al Ordinario local, y ello aunque los estatutos fundacionales exigieran rendimiento de cuentas ante otras personas físicas o colegios. Las posibles costumbres contrarias quedan reprobadas, lo cual significa que no pueden alegarse como privilegio contra legem (can. 27); por otra parte, el derecho de visita del Ordinario no puede extinguirse por prescripción (can. 1509, 7°). Si las cuentas presentadas no son satisfactorias, deben devolverse con indicaciones concretas para ser completadas, expresando cuál es el capital, cómo está colocado, cuáles son los réditos y cómo se invierten, todo ello dispuesto con arreglo a una contabilidad depurada y con los recibos, facturas u otros justificantes que sean del caso. La práctica es presentar cuentas en doble ejemplar; uno queda en la curia y el otro se devuelve al administrador con la aprobación del Ordinario si las cuentas lo han merecido.
      Los religiosos exentos no rinden cuentas ante el Ordinario local, sino ante sus superiores según sus constituciones y reglamentos. Los beneficiados tampoco dan cuenta de la inversión de los frutos, los cuales les pertenecen a título de usufructuarios; en lo demás, les alcanzan todas las normas de administración (can. 1473 y 1476).
      e) Medios represivos. Deben señalarse en este apartado las sanciones canónicas contra usurpadores, malversadores y contra los que enajenan ilegalmente bienes eclesiásticos (can. 2345-48); además, para reclamar contra actos de administración que lesionaran los intereses privados, el damnificado puede utilizar la vía judicial de los tribunales eclesiásticos o el recurso administrativo. Contra el acto de un administrador subordinado al Ordinario local se interpone recurso ante éste; contra los actos del Ordinario cabe alzarse para ante el Dicasterio correspondiente de la Santa Sede. Los religiosos recurren al provincial; contra éste al general y contra el general a la Sagrada Congregación de Religiosos.
      6. Extinción del patrimonio. Sólo impropiamente podemos hablar de extinción del p. (can. 1501), en cuanto que cabe la extinción de la persona moral dueña del mismo. En tal caso, los bienes de la persona extinguida pasan a la persona moral inmediatamente superior, que será la diócesis para las instituciones que en ella radican y la persona de rango superior o la Santa Sede si de religiosos se trata.
     
      V. t.: COSAS SAGRADAS; FUNDACIONES III; INSTITUCIONES CANÓNICAS; BENEFICIO CANÓNICO; CONTRATO V.
     
     

BIBL.: Fuentes. Decretales, Lib. III, tít. 13, 40 y 48; CIC can. 1495-1551. Obras generales. A. COULY, Administration des biens d'Église, en DDC 8,192 ss.; V. DEL GIUDICE, Beni ecclesiastici en Enciclopedia del Diritto 5,206 ss.; L. FERRARIS, Prompta Bibliotheca, voces Bona ecclesiastica y Decimae; G. FORCHIELLI, 11 diritto patrimonial¢ della Chiesa, Padua 1935; T. GARCfA BARBERENA, Las fuentes del derecho privado del patrimonio eclesiástico en El patrimonio eclesiástico, Salamanca 1950; S. F. GAss, Eclesiastical Pensions, Washington 1942; M. LóPEz ALARCóN, Apuntes para una teoría general del patrimonio eclesiástico, «Ius canonicum», 18 (1966) 111 ss.; S. MANY, De locis saeris, París 1904; L. PÉREZ MIER, Sistemas de dotación de la Iglesia Católica, Salamanca 1949; M. PISTOCCxi, De bonis Ecclesiae temporalibus, Turín 1932; CH. J. RITTI, Chanching Economy and the new Code of Canon Law, «The Jurist», 26 (1966) 469 ss.; M. CONDORELLI, Patrimoni di destinazioni e soggetivitd giuridica nel diritto canonico, Roma 1964.

 

T. GARCÍA BARBERENA.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991