Parusía. Teología Dogmática
 

La afirmación de una segunda venida de Cristo al fin de los tiempos en poder y majestad para, juzgando a vivos y muertos, instaurar de modo consumado el Reino de Dios (v.), pertenece a la fe de la Iglesia, que la proclama en sus símbolos: y así en el símbolo niceno-constantinopolitano, después de confesar que Jesucristo Nuestro Señor, hecho hombre por nosotros y por nuestra salvación, subió a los cielos, se añade «ha de volver de nuevo con gloria, a juzgar a vivos y a muertos» (Denz.Sch. 150). El Catecismo del Conc. de Trento comenta así este artículo del Credo: «Las Sagradas Letras atestiguan que son dos las venidas del Hijo de Dios: la una, cuando por nuestra salvación tomó carne y se hizo hombre en el seno de la Virgen; y la otra, cuando al fin del mundo, vendrá a juzgar a todos los hombres... Llena está la Sagrada Escritura de testimonios... no sólo para confirmar esta verdad, sino también para demostrarla a los fieles; para que así como desde el principio del mundo fue siempre muy deseado de todos aquel día del Señor en que se revistió de carne humana, porque tenían puesta en este misterio la esperanza de redención, así también, después de la muerte del Hijo de Dios y de su ascensión al Cielo, deseemos con afecto vehementísimo el otro día del Señor, aguardando la felicidad esperada y la venida de la gloria del gran Dios» (p. 1, c. 8, n. 2).

1. Segunda venida de Cristo y consumación de la historia de la salvación. La P. o segunda venida de Cristo está unida a los acontecimientos escatológicos con los que tendrá lugar la consumación o fin del mundo presente y la instauración del estado definitivo (v. MUNDO III; ESCATOLOGíA): la resurrección de los cuerpos (v.), el juicio universal (v.), la inmutación total del cosmos, la configuración definitiva de la ciudad de los santos o cielo (v.) y de la ciudad de los condenados o infierno (v.). Para poder penetrar en la verdad de la P. es, pues, necesario evocar todo ese contexto y lo que implica. Dios, Creador del mundo, decretó elevar a los hombres a la intimidad con p.l, vinculando a ese destino humano la suerte o condición de la creación material entera. Habiendo pecado el hombre, Dios no lo abandonó, sino que lo redimió. El Hijo eterno de Dios Padre se encarnó e hizo hombre para, asumiendo sobre Sí la pena debida por el pecado, reconciliar a la humanidad pecadora con Dios. El triunfo de Cristo sobre el pecado y la muerte, que se manifiesta en III en su propia Resurrección (v.) y Ascensión (v.) a los cielos, se comunica a los hombres ya ahora incoadamente en la gracia (v. GRACIA; JUSTIFICACIÓN) hasta acabar de manifestar todas sus virtualidades cuando la historia presente alcance su consumación definitiva.

La P. nos habla precisamente de esa culminación de la historia salvífica, del momento en que los planes divinos llegarán a definitivo cumplimiento. Y nos recuerda que el término al que Dios encamina la historia no es un universode puros espíritus unidos a Dios pero aislados entre sí, sino una fraternidad de hombres, hijos de Dios en cuerpo glorioso y en un cosmos renovado. Un olvido de estas perspectivas, con el consiguiente desarrollo de una actitud individualista, tal y como se encuentra, p. ej., en algunas corrientes pietistas (v. PIETISMO) o existencialistas (V. EXISTENCIALISMO), puede hacer que se desdibuje en la vida y la espiritualidad cristiana el sentido y la importancia del acontecimiento de la P. Ciertamente puede darse también el riesgo opuesto: que el énfasis puesto en la plenitud del estado que se instaurará al fin de los tiempos, es decir, con la P., haga surgir inseguridades o vacilaciones sobre el juicio particular (v.) y su ejecución inmediata, es decir, sobre la llamada escatología intermedia (v. ESCATOLOGÍA III), como sucedió de hecho en algunos momentos de la época patrística y de la medieval, y ha vuelto a ocurrir en la época contemporánea con algunos autores protestantes (Thielicke, Barth, Brunner, Cullmann, entre otros). Es sólo la doctrina escatológica cristiana mantenida en su integridad la que hace conocer plenamente la verdad de las cosas, y la que permite dar razón del carácter tanto personal como social del hombre, que si, de una parte, posee un alma individual, subsistente de por sí y, por tanto, incorruptible (v. INMORTALIDAD), es miembro a la vez de la especie humana, con la que le une una comunidad de naturaleza y de destino de modo que su personal plenitud le lleva a abrirse a los otros para que la felicidad de cada uno se integre con la de todos, y parte de un mundo material que, a través de él, llega a la plena glorificación de Dios.

Pero el dogma de la P. no sólo evoca todo ese contexto, sino que dice algo más: que a esa plenitud se llega en Cristo y por Cristo. La P. es el acontecimiento por el que Cristo consuma su obra redentora, llevándola a cumplimiento. El estudio de la P. es por eso capítulo fundamental de una cristología (v.) que aspire a ser completa, ya que en ella se pone de relieve como en ningún otro dogma que Cristo no es una figura que pasa, sino «el autor y consumador de la fe» (Heb 12,2), que conduce a la humanidad al encuentro y la intimidad con Dios:a) Cristo, al asumir la naturaleza humana (v. ENCARNACIÓN), queda constituido en cabeza de la humanidad, en nombre de la cual ofrece a Dios Padre el sacrificio de la Cruz. Al resucitar resucita «en espíritu vivificante» (1 Cor 15,45): manifestando en su propio cuerpo la victoria sobre el pecado y la muerte, y dotado de una plenitud de gracia sobreabundante para vivificar a toda la humanidad. Cristo no sólo merece la reconciliación, sino que la causa eficazmente; su humanidad es, diremos con terminología escolástica, no sólo causa meritoria, sino eficiente-instrumental, de la salvación (efr. S. Tomás, Sum. Th. 3 q13 a2; q19 al, adl y ad2; v. JESUCRISTO III, 2). Sentado a la diestra de Dios Padre y constituido Rey de toda la creación (v. REALEZA DE CRISTO), su fuerza se hace presente en la historia, atrayendo todas las cosas hacia Sí (v. GRACIA; SACRAMENTOS II; IGLESIA III, 1; MUNDO II). Manifestación primera de esa fuerza o dynamis de Cristo es la justificación (v.), por la que el hombre es librado del pecado (v.) y constituido en hijo de Dios (v. FILIACIÓN DIVINA). Esa victoria se hace permanente en el momento de la muerte (v.), cuanto el hombre que ha sido fiel a la gracia es incorporado a Cristo de manera irrevocable y hecho miembro de la Iglesia triunfante, que goza ya de la visión de Dios. Y esa Iglesia triunfante es llevada a la participación acabada de todos los dones derivados de la gracia, cuando, al llegar el momento final de la historia, Cristo, viniendo entre los suyos en poder y majestad, juzgue al mundo decretando la separación radical entre bien y mal (iniciada ya en el juicio particular), y haga redundar en los justificados, por la resurrección de los cuerpos y la renovación del cosmos, todas las virtualidades de su poder salvífico. La fuerza redentora de Cristo tiende como a su fin a esa manifestación plena de su poder, al Christus totus de que habla S. Agustín; y en ese sentido puede decirse con Bossuet que «Jesucristo sólo estará completo cuando se cumpla el número de los santos» (Elevations sur les mystéres de la vie chrétienne, 18,6). La P. es el acontecimiento en el que a la vez se anuncia y consuma la culminación de la obra por la que Cristo ha edificado su cuerpo, que es la Iglesia triunfante, la Jerusalén celeste.

b) La función mediadora de Cristo no termina con la P., como si habiendo consumado la tarea de edificar el Reino eterno, la humanidad de Cristo cesara de tener una misión propia y se conservara como mero recuerdo histórico. La S. E. es tajante a este respecto. Tanto S. Juan, en los textos en que recoge o glosa las metáforas en las que Cristo se presenta a Sí mismo como el pan, la luz y la vida, como S. Pablo, al tratar de la incorporación e identificación con Cristo, presentan la vida eterna como la llegada a su término de una unión con Cristo que, comenzada en la tierra, culmina en los cielos. En los cielos habrá ya no un simple vivir «en» Cristo, sino un vivir «con» Cristo (cfr. 1 Thes 4,17; Philp 1,23): una plena unión con El, de modo que su gracia y su vida se difundan en el bienaventuradó llevándolo a la participación en la vida de Dios. Es en Cristo, por Cristo y con Cristo como los santos tendrán acceso a Dios Padre en el Espíritu Santo por toda la eternidad (v. CIELO III).

2. Características de la Parusía. Si pasamos ahora a interrogarnos no ya sobre la significación y efectos de la P., sino sobre lo que la constituye en cuanto venida de Cristo, hay que reconocer que, como sucede por lo demás respecto a todos los novísimos, la Revelación es parca: Dios nos ha transmitido aquellas verdades que eran necesarias para edificar nuestra fe, pero no nos ha comunicado aquellos detalles que hubieran tal vez satisfecho nuestra curiosidad, pero que son innecesarios para nuestra vida cristiana. De todos modos podemos detallar algunos puntos:a) Todos los textos describen la P. como un venir de Cristo. La palabra venir no debe ser necesariamente interpretada en el sentido de un movimiento local; indica en cualquier caso un hacerse presente de Cristo, y un hacerse presente de manera activa, ya que Cristo viene para juzgar e instaurar la fase definitiva del Reino de Dios.

b) Esa venida o hacerse presente de Cristo es «en poder y majestad», locución cuyo sentido, ya de por sí claro, se precisa por contraposición a la primera venida de Cristo, es decir, su vida terrena desde la encarnación a la muerte en la Cruz, que fue en la humillación y la pasibilidad. En la P. Cristo viene para manifestar su victoria, y, por tanto, con todo el poder que como Redentor y Rey le corresponde.

c) De esa forma Cristo se manifestará de manera que pueda ser percibido por toda la humanidad, que será convocada para ser juzgada por El. La P. es así la autorrevelación última y definitiva de Jesucristo Resucitado. Cómo se produzca esa autorrevelación de Cristo es algo que transciende a lo que sabemos: estamos ante un misterio. Hay que recordar que el cuerpo de Cristo es un cuerpo glorificado, que posee, por tanto, propiedades distintas de los nuestros actuales. De otra parte, parece que la manifestación del Señor en su segunda venida debe exigir algunos cambios en los hombres a los que se manifiesta y que -no lo olvidemos- han resucitado, es decir, han recuperado sus cuerpos en el estado en que pervivirán por toda la eternidad. «Tenemos que suponer -escribe Schmaus- que les sea concedida una fuerza de percepción ordenada y adaptada al cuerpo glorificado del Señor. La autorrevelación de Cristo implica, por tanto, un acontecer por parte del que se revela y otro por parte de los que perciben y contemplan la revelación» (o. c. en bibl., 136).

Sobre el momento en que tendrá lugar la P., y los signos que lo anuncian, v. MUNDO III, donde el tema es estudiado y discutido. Baste recordar aquí que ese momento nos es desconocido, ya que Dios no ha querido revelarlo. Sabemos sólo que la P. tendrá lugar cuando se hayan cumplido los designios divinos de salvación, es decir, cuando, por decirlo con los Padres, se haya completado el número de los elegidos. Pero precisamente ese número -o, en otras palabras, el detalle del designio salvador- es algo que permanece en el secreto de Dios y que sólo se nos dará a conocer en el juicio universal, es decir, en el acontecimiento mismo con el que la historia culmina.

3. Expectación de la Parusía y vida cristiana. La P. es la última y definitiva de las obras maravillosas (magnalia) con las que Dios va realizando la salvación. Pertenece, pues, al objeto de la esperanza (v.) cristiana, más aún: es parte esencial y no accesoria del mismo, de manera que un olvido o incluso una menor consideración de lo que la P. es e implica trae consigo, al menos, un debilitamiento de la espiritualidad cristiana auténtica. La literatura sobre lo que la expectación de la P. representa en el vivir cristiano es tan abundante, sobre todo por lo que se refiere a la historia del cristianismo primitivo, que se hace necesario comentar el tema con una cierta extensión.

La llamada escuela protestante escatológica (v.), reaccionando frente a la reducción del cristianismo a una filosofía humanitaria intemporal en que desemboca el protestantismo liberal (v. LIBERAL, TEOLOGÍA), puso de relieve los diversos textos neotestamentarios en los qué se habla de la promesa de la venida del Señor Resucitado y presentó a los primeros cristianos como una comunidad exaltada ante la eventual llegada inminente de ese acontecimiento. Oscar Cullmann (v.) ha puesto de manifiesto la unilateralidad y la falta de fundamento histórico de ese planteamiento: el N. T. está ciertamente surcado de un extremo a otro por una profunda tensión espiritual, pero lo que la provoca no es la espera de un acontecimiento futuro, la P., cuanto la fe en un acontecimiento pasado, la muerte y resurrección de Cristo, en las que las promesas divinas de salvación han encontrado cumplimiento radical y definitivo. Es eso lo que llena la vida de los primeros cristianos y explica su actitud: el reconocimiento de que el Señor se ha manifestado definitivamente a su pueblo; si se dirigen hacia el futuro -y lo hacen ciertamente- es apoyándose en el pasado y con la seguridad que de él deriva: es porque Dios se ha dado a los suyos con radicalidad absoluta, por lo que éstos pueden estar seguros de que llevará a cumplimiento la obra iniciada viniendo, cuando lo estime oportuno, a completarla. Si se quiere calificar a la comunidad cristiana hay que presentarla por eso no tanto como una comunidad expectante, cuanto como una comunidad alegre.

Esa exposición -que se inspira en las conclusiones de Cullmann- debe ser completada en dos sentidos. a) En primer lugar, recordando que el tiempo de la Iglesia no es un tiempo vacío en la historia de la salvación, situado entre el pasado de la muerte y la resurrección de Cristo y el futuro de la P., y, por tanto, un tiempo caracterizado sólo por la predicación y la fe, sino el tiempo de la comunicación actual, aunque todavía no plena, de Cristo a quienes creen en Él, y, por tanto, tiempo sí de la predicación y de la fe, pero también de los sacramentos y de la gracia. En otras palabras el cristiano vive no sólo de la rememoración del pasado y la esperanza del futuro, sino también, más aún sobre todo, de la asunción del presente en el que Cristo le llama y se le comunica, y en el que, por tanto, reverbera el pasado y se anticipa el futuro. b) En segundo lugar, advirtiendo que al plantear el tema de la tensión del cristiano hacia el futuro debe tenerse presente no tanto la P. como puro acontecimiento, cuanto más bien el estado al que ese acontecimiento introduce. ES decir, el cristiano no es alguien que espera un suceso futuro carente de contenido y que grava, por tanto, sobre él como mero evento que pone en crisis su presente pero sin dotarlo de sentido, sino alguien que espera la venida de su Señor (en el juicio particular que sigue a la muerte y, de manera última y colectiva, en la P.), y, que, por tanto, anhela no una simple venida, sino a Aquel que viene y que, viniendo, permanecerá junto a él de manera irrevocable y definitiva. Es por haber olvidado esta perspectiva, o por no haberla subrayado suficientemente, por lo que la escuela escatológica ha dado pie a una inversión secularizadora del pensar cristiano, en la que la referencia a los eventos escatológicos se convierte en simple contrapunto de una consideración de la vida humana como reducida a dimensiones exclusivamente inmanentes y temporales (V. RADICAL, TEOLOGÍA; SECULARIZACIÓN).

Sintetizando lo expuesto, podemos decir que la actitud de expectación de la P. implica que el cristiano, al reconocer por la fe a Cristo presente en él (o lo que es lo mismo: que él ha sido incorporado a Cristo), ansía el encuentro pleno y definitivo con su Señor en el Reino futuro. Ansia y expectación que no desembocan en una actitud inquieta o exaltada o en una huida del momento presente y de las circunstancias ordinarias de la vida humana, sino en un amor que lleva precisamente a enfrentarse con ese presente reconociéndolo como «el momento de la lealtad a Dios» (Escrivá de Balaguer) y, por tanto, como el momento de crecer en la unión con Él. La vida es, pues, como camino en el doble sentido de itinerario hacia un término, y de familiarización y compenetración con la realidad que en ese término se comunicará de manera plena. De ahí que tal vez no haya mejor resumen de la actitud de expectativa escatología que la que ofrece un conocido texto de S. Pablo: «Si lo que se desvanece (es decir, la alianza del Antiguo Testamento) fue glorioso, cuanto más lo será lo que permanece (es decir, la nueva alianza con Dios en Cristo). Teniendo, pues, tal esperanza, procedemos con plena libertad... Todos nosotros, a cara descubierta, reflejamos como espejos la gloria del Señor y nos transformamos en la misma imagen, de gloria en gloria, como movidos por el Espíritu Santo» (2 Cor 3,1-12 y 18).

V. t.: REINO DE DIOS; JESUCRISTO III, 2; ESCATOLOGÍA; MUNDO III; JUICIO UNIVERSAL Y PARTICULAR; RESURRECCIÓN DE LOS MUERTOS; CIELO III.


J. L. ILLANES MAESTRE.
 

BIBL.: M. SCHMAUS, Teología dogmática, VII: Los novísimos, 2 ed. Madrid 1964, 124-143 y 519-533; C. Pozo, Teología del más allá, Madrid 1968, 160-162; I. CHAINE, Parousie, en DTC XI,2043-2053; L. BILLOT, La parousie, París 1920; E. WALTER, Das Kommen des Herrn, 2 vol. Friburgo Br. 1948 y 1947; J. ALFARO, Cristo glorioso, Revelador del Padre, «Gregorianum», 39 (1958) 222-270; A. JANSSENS, La signification sotériologique de la parousie et du jugement dernier, «Divus Thomas» (Piac.), 36 (1933) 25-38; y, en general, la citada en las voces relacionadas a las que ya se ha remitido.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991