PALESTINA I. SAGRADA ESCRITURA. A. EN GENERAL.


1. Nombres. Palestina es la castellanización del adjetivo griego Palaistiné, adaptación del gentilicio hebreo pélését (pl. pélistim) (filisteos), originalmente aplicado a la tierra por éstos habitada, tanto en la Biblia como en las inscripciones asirias. Heródoto, Estrabón y Flavio' Josefo no coincidieron en la utilización del nombre, pero sí en usarlo como adjetivo de Siria o de la costa. Más tarde, especialmente en círculos cristianos, apareció sustantivado y comprendiendo, como sinónimo de Tierra Santa, todo el territorio cisjordánico. Hacia el s. iv d. C. se extendió a Transjordania (v.), y un siglo más tarde la administración bizantina dividió el país en tres zonas: Palestina prima, que comprendía Judea y Samaria; Palestina secunda, que abarcaba Galilea, el alto valle del Jordán y la costa este del lago de Tiberiades; y Palestina tertia, que comprendía Idumea y Moab. El Talmud (v.) usa el término p1stny para indicar exclusivamente el país de los filisteos, siguiendo la tradición bíblica. En la Edad Media y épocas posteriores, por influjo de los cristianos occidentales, se impuso el nombre de P. sobre otros equivalentes y significó la Cisjordania visitada por los peregrinos. Los árabes tradujeron P. por falastyn con igual aplicación. Entre 1920 y 1948 el mandato británico de P., encargo de la Sociedad de Naciones, comprendía toda la Cisjordania desde Ras en Nágoúrá y Métula hasta Rafa y Eilat con los territorios transjordánicos al E del lago Tiberiades y del lago Hula.
     
      Otros nombres dados a P. son los siguientes: Tierra de Canaán, o simplemente Canaán (v.), que es el más antiguo y común en el A. T.
     
      Tierra de los amorreos (v.) aparece en varios lugares del A. T., p. ej., en los 24,8 y Am 2,10, recuerdo de uno de los pueblos que habitaron P. antes de la conquista y, seguramente, eco de la denominación acadia de las tabletas de Tell el-Amarra (v.), Mat Amurri, y que fue transcrito al egipcio por Amaura.
      Tierra de los heteos, o hititas (v.), aparece tan sólo en un texto de muy dudosa autenticidad, los 1,4, aunque en otros pasajes se designa toda P. como «tierra del cananeo, heteo y amorreo», p. ej., en Ex 3,17.
     
      Tierra de los hebreos (v.) aparece en Gen 40,15 al indicar el patriarca José su origen a los egipcios. Tierra de Israel (v.) puede significar en el A. T. toda P., como en 1 Sam 13,19, o sólo el reino homónimo después de la escisión de Jeroboam: p. ej., 2 Par 30,25. En el primer sentido aparece también en el Talmud y en el N. T., p. ej., en Mt 2,20.
     
      Retenu, vocalización convencional del egipcio rtn, es usado en textos del Imperio Medio, pero sobre todo en los del Nuevo Imperio, para designar P., al menos en parte. Estaba dividido en Alto y Bajo Retenu, aunque hoy es imposible identificar estas partes. También usaron los egipcios la palabra dh para designar parte de P., o el Sur de la costa siria en su concepción geográfica.
     
      Mat Akharri, o Mat Amurri, tierra del Oeste o de los amorreos, son nombres usados en las inscripciones asirias para designar Siria y parte, al menos, de P.
     
      2. Historia. Desde Abraham hasta Moisés. A partir de Abraham (v.), P. aparece como escenario, casi protagonista, de la historia bíblica (Gen 12,7 ss.). Es la tierra que Dios prometió al Patriarca como herencia, y que Abraham recorrió de norte a sur (Gen 12,6-9). A su regreso de Egipto dejó a su sobrino Lot (v.) la fosa jordánica para centrar su vida en la montaña de Judá, especialmente en la región de Hebrón y Berseba. En la primera de estas ciudades, en Mamré', le fue anunciado el nacimiento de Isaac (v.). En las afueras de Hebrón compró al hitita Efrón un campo con la cueva de Macpéláh para enterrar a su mujer, Sara. La cueva, según los usos funerarios de la época, se convirtió en sepulcro familiar donde fueron enterrados Isaac, Rebeca, Jacob, Lía y el mismo Abraham.
     
      La vida de Isaac se desarrolló en P. sobre todo en Berseba y sus aledaños. Jacob (v.), por el contrario, tuvo que abandonar P. en dos ocasiones: al huir de las irasde su hermano Esaú (Gen 27-28), y al reunirse con su hijo José en Egipto (Gen 46).
     
      Pero P. no estaba deshabitada. Había en ella ciudades fuertes, y gentes dedicadas al pastoreo, como atestiguan tanto los textos bíblicos como las excavaciones arqueológicas. En Gen 23 se habla de los habitantes heteos, o hititas, de Hebrón (v.); en Gen 20 y 26 de Guerar; en Gen 34 de Siquem poblado por los Bene Jamor. Las excavaciones de Megido, Jericó, Siquem, etc., permiten descubrir el ambiente en que se desarrolla la historia de los patriarcas: la civilización del Bronce antiguo es arrasada por unos invasores ca. 2000 a. C. Los nuevos pobladores tardan en edificar otras o reedificar las antiguas ciudades. Las tumbas, colectivas o familiares como la de los patriarcas en Hebrón, y fondos de cabañas son los únicos restos de su paso en esta primera parte del segundo milenio. Cuando construyen ciudades, perdida la tradición arquitectónica anterior, inician un nuevo estilo, tanto en las murallas como en los edificios. A este tiempo, ya en pleno Bronce medio, ca. 1700 a. C., correspondería el paso de los patriarcas por P.
     
      Desde Moisés hasta Gedeón. La próxima indicación bíblica se halla en Num 13: el relato de los exploradores enviados por Moisés (v.) a reconocer el sur de la tierra de Canaán habitada por distintos clanes y sus ciudades fortificadas, ante cuya vista se desmoralizan casi todos los exploradores. Las nuevas técnicas militares provocadas por la difusión del hierro les sorprenden. Abandonado el lógico camino del sur penetrarán en P. por el imprevisto del este, cruzando el Jordán, que puede ser considerado como una frontera natural. Aun así la pequeña aldea a que había quedado reducida Jericó (v.) les estremece, y su conquista será cantada como gesta digna de una gran epopeya (los 2 y 6). Desde Jericó y el campamento de Gilgal, no lejano, subieron a la montaña por el centro de P.: por el camino de Jericó a Ha¡ y Betel, donde se establecieron después de no pocas dificultades. Desde allí y por alianzas con habitantes del país: gabaonitas (los 9), siquemitas (los 8 y 24) y quenitas (Idc 4), entre otros, marcharon hacia el sur (los 10) y hacia el norte (los 11). Hasta el establecimiento de la monarquía, la situación de las tribus, que formaban una anfictionía, o sacra alianza, es confusa en general. En regiones, como la montaña de Efraím, dominaban plenamente. En otras, como en la llanura de Filistea, no pudieron establecerse (Idc 18,11-31). La independencia de las tribus fue en parte responsable de su debilidad. Pronto se sintió la necesidad de una mayor cohesión entre todas las tribus para su defensa frente a los enemigos, tanto los establecidos en el territorio de P. con anterioridad o contemporáneos a los israelitas, como los que desde fuera de P. les hostigaban con sus razzias. La más antigua iniciativa de unión, aunque exclusivamente para una acción bélica concreta, partió de Débora, juez de Israel (Idc 4,6-10 y 5,13-15). Pero no todos los llamados acudieron (Idc 5,17), ni fueron convocadas las tribus de Judá y Simeón. Tampoco se menciona a Leví, que por ser la tribu sacerdotal ni tenía tierra ni le competía función guerrera alguna. Obtenida la victoria, cada tribu volvió a su «tierra». Ni Baraq ni Débora aprovecharon la experiencia para establecer una especie de comunidad entre las tribus.
     
      Desde Gedeón hasta Helí. De nuevo tuvieron necesidad de defenderse ante las incursiones nómadas en tiempos de Gedeón (Yerubaal), ca. 1100-1070. Incluso se repitió la llamada a éste en vista del éxito obtenido la primera vez (Idc 6-9). Las dos campañas, en la fuente de Harod y al otro lado del Jordán, dieron con la victoria una autoridad indiscutida a Gedeón (v.); los hombres de Israel le pidieron que reinara sobre ellos (Idc 8,22), pero Gedeón reivindicó el reinado único de Yahwéh (Idc 8,23). Sin embargo, su hijo Abimelek vio la ocasión de instaurar la monarquía en su propio favor, eliminados sus hermanos y coherederos (Idc 9,1-6), pero fracasó (Idc 9,22-57).
     
      Nuevo intento de instaurar la monarquía fue la elección de Jefté (Idc 11,4 ss.), si bien parece ser que en este caso se trató solamente de las tribus que habitaban Transjordania. Los hombres de Galaad aceptaron las condiciones, y Jefté, el proscrito, se convirtió en jefe (Idc 11,9 ss.). Estos conatos de unificación prepararon las judicaturas estables de Helí y Samuel como paso definitivo hacia la monarquía, que uniría casi toda Palestina.
     
      Cuando los filisteos (v.) ocuparon la costa del sudoeste no pudieron hacerles frente los de la tribu de Dan, ni su portentoso héroe Sansón, a pesar de sus proezas, cantadas por los juglares de la época (Idc 13-16). Los filisteos, además de poseer el hierro y todas las «técnicas» que para su obtención y manipulación se necesitaban, extendían su dominio sobre territorios inicialmente de los israelitas gracias a su organización política; los cinco distritos en que se dividía el territorio estaban gobernados por jefes llamados seren, que tenían sus consejos, en los que acordaban la marcha de la confederación (Idc 16,4-31; 1 Sam 5; 6 y 29). En este tiempo turbulento, los hebreos aprendieron a cultivar la tierra. Las cananeos eran sus maestros, con el lógico riesgo de contagios religiosos en las prácticas del cultivo y consagración de cosechas con festivales religioso-agrícolas (cfr. Dt 6,10-13; 8,10-18; 11,10-17, etc.).
     
      También aprendieron otros oficios, pero los filisteos no les permitieron iniciarse en la siderurgia (1 Sam 13,19-21). Los caminos continuaron siendo los antiguamente conocidos. La Via Maris, que desde Egipto subía hasta el Carmelo y bordeándolo por Megiddo seguía hacia el norte para penetrar en Fenicia; la calzada de los santuarios, que unía Siquem con Hebrón pasando por Silo, Mispá, Betel, Nob y Belén. Existían transversales que unían ambos o que desde la zona montañosa descendían hacia el Jordán: de Hebrón a Gaza, de Guibeah de Benjamín a Lod por Bet Horón, de Nob a Jericó, etc. En el orden urbano desaparecieron algunas ciudades cananeas y hasta el final del periodo no se reconstruyeron o edificaron nuevas. Las recién reconstruidas, como Betel, perdieron grandiosidad y condiciones higiénicas, debido a la pobreza y falta de tradición de los israelitas. Todo lo contrario de lo ocurrido en los distritos filisteos, donde la prosperidad y las tradiciones urbanas de Canaán se unieron a las proporcionadas por los nuevos gobernantes desde Caftor.
     
      Desde Helí hasta David. El verdadero enfrentamiento entre filisteos e israelitas no se hizo esperar; bajo la judicatura de Helí hubo que dar batalla a la coalición por la progresiva penetración filistea en la montaña de Benjamín y Efraím (1 Sam 4-7). En Eben triunfaron los filisteos (1 Sam 4,10 s.); pero en Mispá la victoria fue israelita (1 Sam 7,11 s.). La situación exigía medidas eficaces, y una gran parte de Israel pidió a Samuel un rey. Este se avino a sus pretensiones y con Saúl se estableció la monarquía, que, si bien era muy rudimentaria en su organización, inició la unidad de todas las tribus, incluidas las del sur, con la poderosa Judá a la cabeza. Para afianzar esta unidad eligió a uno de sus más aguerridos capitantes, David (v.; ca. 1010-970 a. C.), para formar parte de su estado mayor (1 Sam 16,21, o según otra tradición 1 Sam 18,1 ss.). Guibeah de Benjamín se convirtió en la capital del naciente reino. De las excavaciones no se deduce que, con el cambio de nombre, Guibeah de Saúl variase también de aspecto con nobles edificios o recias fortificaciones. En cuanto a la vida religiosa, no se ha podido hallar rastro alguno del santuario principal, sede del Arca de la Alianza, en Silo, o en Bet Semes, pero sí se ha descubierto un pequeño santuario en Hazor, al norte del lago de Tiberiades.
     
      Desde David hasta la división del Reino. Al subir David al trono de Israel, tras la derrota de Saúl en Gelboé (1 Sam 31) y los avatares de la sucesión con la decadencia de Israel (2 Sam 1-4), emprendió un plan perfectamente- estructurado para alcanzar la seguridad y unidad de todo Israel. Primero aseguró la unidad interna y la independencia de la monarquía respecto a las rencillas tribales conquistando e instalando la capital en Jerusalén, ciudad que, además, gozaba de una importancia estratégica clave enla zona sur de P. (2 Sam 5,6-16; 2 Sam 5,5). Conocedor como nadie en Israel de la fuerza y arte de guerrear de los filisteos, muy pronto les presentó batalla, pero en terreno apropiado para desgastarles, sin permitir el empleo de carros y otros armamentos que pudieran haber sido fatales para David (2 Sam 5,17-25). Así logró liberarse del yugo filisteo, y dominarlos en su propio territorio, sojuzgándolos para siempre (2 Sam 8,1). Más tarde hubo de guerrear fuera de P. para seguir su plan de liberación de las fronteras y la unificación de las tribus. Con el éxito de estas campañas logró algo nuevo en la historia de P.: que este pequeño país se constituyera en metrópoli de un pequeño Imperio, que comprendía desde Egiptogolfo de Elat hasta el reino de Hama, a-1 norte de la actual Siria, y desde el Mediterráneo hasta el gran desierto de Transjordania (2 Sam 8,2-14). Esta actividad combativa y los pingües botines de guerra conseguidos acrecentaban la riqueza del país. Jerusalén y Belén fueron las ciudades más beneficiadas en el aspecto urbano de esta prosperidad. David es el primer rey que construye un verdadero palacio, con maderas de cedro (2 Sam 7,2). La agricultura y la ganadería con sus fiestas del esquileo prosperan (2 Sam 13,23-25). También el comercio, especialmente con las ciudades fenicias (2 Sam 5,11).
     
      El ambiente de seguridad, prosperidad y las necesidades de los servicios administrativos, hizo que se establecieran en Jerusalén muchos y nuevos moradores, tanto israelitas como extranjeros. Las comunicaciones de la nueva capital se desarrollaron especialmente hacia los lógicos centros de actividad, tanto en P. como en el extranjero. Esta prosperidad se incrementó aún más durante el largo reinado de Salomón (v.; ca. 961-922 a. C.). La administración del joven rey se centró de tal forma en P. que peligraron, y de hecho se perdieron, algunos territorios de la soberanía davÍDica. La minería y crianza de caballos se unieron a las actividades económicas anteriores. El comercio se incrementó con la nueva flota construida en los astilleros de Esion-Guezer, en el golfo de Elat (1 Reg 9-10). La seguridad interna dictó la fortificación de ciudades fuertes como Guezer, Megiddo, etc., además de Jerusalén, que fue enriquecida con el Templo (v.) y otras construcciones (1 Reg 6 y 7).
     
      La división del reino. Al morir Salomón (ca. 929 a. C.), y las lógicas rencillas que siguieron, apenas inciden en el aspecto y vida de P., excepto en la zona fronteriza con las destrucciones de los ejércitos: Guibeah de Saúl, Rama de Benjamín, Mispá, etc., fueron las más afectadas (922 y 876 a. C.). El carácter itinerante de la capital del reino del norte en los primeros años no dejó rastro de suntuosidad arquitectónica en ninguna de las capitales. Prevaleció además del establecimiento de fronteras definidas la unificación nacional en ambos reinos, sobre otra cualquier consideración de carácter constructivo.
     
      Con el advenimiento de la dinastía de Omri (ca. 876 a. C.), la capital se trasladó definitivamente a Samaria (v.), ciudad nueva en la que la suntuosidad se convirtió en lujo orienta¡ con la «casa de marfil» (1 Reg 22,31), de la que los arqueólogos han recuperado algunas piezas de manufactura afín a la fenicia. Ajab, a quien se atribuyen estas construcciones, incrementó las construcciones militares, especialmente las cuadras y cocheras para sus carros de combate (1 Reg 22,39), cuyos restos han podido ser identificados en Megiddo, o los impresionantes muros y puertas fortificadas de Samaria, Hásór, etc. Coincidió con esta dinastía israelita la introducción de la cultura llamada Hierro II, con sus nuevas técnicas en arquitectura y cerámica. La paz de los dos Estados «hermanos», Israel y Judá, dio prosperidad a ambos, en especial a Israel (v. ISRAEL, REINO DE; JUDÁ, REINO DE). Las guerras y tratados de paz con los arameos de Damasco tuvieron como consecuencia influencias damascenas en gustos, mercancías e ideas. En mayor profundidad y cuantía influyó Fenicia, especialmente Tiro, con la presencia de Jezabel, reina esposa de Ajab (1 Reg 16,31) que llevó a Samaria desde profetas de su religión hasta camareras para su servicio personal.
     
      Con la dinastía de Yehu (ca. 842-746), Asiria impuso su yugo sobre los países ribereños del Mediterráneo (Siria, Fenicia, Israel, etc.). Yehu concertó sumisión con el rey de Asiria para librarse de las amenazas de Damasco. Israel, y luego también Judá, fueron vasallos de Asiria, pero el influjo de Asur quedó superficial y exclusivamente político. Yehoas o Joás (801-786), y sobre todo Jeroboam II (786742 a. C.), promovieron un resurgir en Israel tanto en el orden político, con la extensión de sus fronteras con apoyo asirio hasta casi los límites davídicos de Hama y el golfode Elat, como en el económico, con el auge de la construcción suntuosa, especialmente en Samaria; lujo en marfiles, sellos de piedras semipreciosas, etc. Al mismo tiempo, gozó también de prosperidad Judá bajo el joven rey Ozías (ca. 783-742 a. C.), que extendió sus dominios por el Neguev. Su actividad edilicia destacó en el orden militar con la fortificación no sólo de Jerusalén, sino también de las ciudades más o menos fronterizas como la Ciudad de la Sal, hoy Jirbet Qumrán, etc.
     
      Decadencia, invasiones y destierro. Pero este resurgir de Israel y Judá no podía durar. La decadencia, provocada por la desintegración interior, llevó en pocos años el próspero reino de Israel a la ruina. En el 721 a. C. Samaria es conquistada por Sargón II, después del duro asedio a que la había sometido su antecesor (724-721). Con el destierro de los notables y la repoblación de campesinos extranjeros, el antiguo reino pasó a ser una provincia amorfa del Imperio asirio. Judá, también en decadencia por rencillas interiores, quedó en simple satélite sumiso de Asiria con Ajaz (735-715), pero el tributo impuesto era considerable y no pudo el rey reconstruir lo destrozado en la guerra. Muerto Ajaz le sucedió su hijo Ezequías (ca. 715-686), que durante los años de Sargón (hasta 705 a. C.) pudo resistir la tentación suicida de romper el yugo asirio, a pesar de los cambios dinásticos de Egipto. Esto fue posible, en gran parte, gracias al influjo de Isaías (v.) y en general al yahwismo más ortodoxo. Muerto Sargón, Ezequías inició una reforma religiosa de gran amplitud no sólo en Judá, sino también en la entonces provincia asiria de Samerina, antiguo reino de Israel, destruyendo los bamot, o lugares altos cananeos, y facilitando la instalación en tierras de Judá de los yahwistas que aún vivían en Samerina. Pero al morir Sargón, Ezequías se sublevó contra Asiria, y Senaquerib, resueltos los problemas internos, marchó a P., conquistó todas las ciudades sublevadas, excepto Jerusalén, que pudo resistir, en parte gracias al acueducto de Ezequías que proveía de agua a la ciudad, alimentando la piscina de Siloé.
     
      Judá siguió como vasallo de Asiria hasta la decadencia del Imperio (640 a. C.). Pero con el nuevo rey Yosías cambiaron las cosas. El Imperio asirio se desmoronaba y Yosías aprovechó la ocasión para independizarse, restablecer el yahwismo con toda su pujanza y para anexionarse los territorios del antiguo reino de Israel. Sin embargo, la esperanza de Judá no duró: el faraón Necao dio muerte a Yosías en Megiddo (609 a. C.). El ocaso de Judá fue también fulminante: los reyes se sucedieron a ritmo vertiginoso y el nuevo Señor de Oriente, Nabucodonosor, ocupó dos veces Jerusalén, en 597 y 587, deportando en ambas ocasiones a todos los hombres capaces de perjudicar su dominio. No hubo, sin embargo, traslado de gentes de otras tierras, y Judá quedó medio despoblada, sus ciudades destruidas, sus campos sin posibilidad de cultivo en gran parte, y su cabaña reducida a la mínima expresión. Desapareció prácticamente la industria o artesanía, ya que todos los hombres especializados fueron deportados. Con todo, quedó un cierto culto en las ruinas del Templo (Ier 41,5 s.). Aunque los judíos deportados mantuvieron sus tradiciones religiosas y patrias, para ellos quedó en P. el Resto de Israel (v.). Desgraciadamente poco sabemos de la vida de P. durante el destierro por la ausencia de referencias, tanto en la Biblia como en los documentos extrabíblicos. Parece ser que las gentes del antiguo reino de Israel con su sincretismo yahwista gozaron de acceso no sólo al Templo, sino a la vida de las ciudades de Judá y, hasta cierto punto, se impusieron por su mayor cultura y su influencia. A ellos se unieron los judíos voluntariamente exiliados en Transjordania y Galilea.
     
      Desde el regreso de Babilonia hasta la dominación helénica. Ciro, conquistador de Babilonia, publicó ca. 538 a. C. su edicto concediendo a los judíos autorización para regresar a Judá y fondos para reconstruir el Templo. Poco se sabe del retorno de los desterrados, que fueron menos de lo que se podría haber esperado. A su frente había impuesto la administración persa un pehá, o gobernador, Sesbasar, príncipe de Judá; pero los primeros años del posexilio estuvieron dominados por Zorobabel (v.), en el orden político, y Josué, sumo sacerdote, y Ageo (v.) y Zacarías (v.), profetas, en el orden religioso. Pronto desapareció de la escena Zorobabel (ca. 520), seguramente por haberse hecho sospechoso a las autoridades persas o por intrigas de transjordanos y samaritanos, como ocurrió más tarde con Nehemías (v.). Los repatriados purificaron el altar y pusieron los cimientos del Templo. La población de Judá sería de unos 20.000 hab., pero las dificultades económicas y las ideológicas provenientes de los samaritanos entorpecieron la restauración del país. Poco se sabe hasta el 450 a. C.
     
      Esta situación movió al copero real, Nehemías, a solicitar su traslado a Jerusalén. Accedió Artajerjes I y, en el 445, Nehemías llegó a la capital como gobernador. Judá se independizó como provincia de Samaria, con lo que jurídicamente se dirimieron problemas, aunque los samaritanos no aceptaron la medida real y se opusieron con todas sus fuerzas. El gobernador de Samaria, Sambalat, con la ayuda del gobernador de Transjordania, Tobías, se opuso a la actuación de Nehemías. El pueblo judío no le siguió, movido sobre todo por aquellos a quienes las reformas sociales, drásticas, del nuevo gobernador perjudicaban sus intereses. Nehemías siguió sus planes, recurrió de nuevo al rey y logró no solamente reconstruir las murallas de Jerusalén y repoblarla, sino estructurar la comunidad posexílica. En el orden religioso, un escriba repatriado, Esdras (v.), cuya cronología aún es discutida, ayudó a la obra de Nehemías con su reforma y promulgación de la Ley. La Torah de Moisés es a partir de entonces la ley de la nueva provincia de Judá. Poco sabemos de la época persa aparte de lo narrado en los libros de Esdras y Nehemías y de los papiros de Elefantina (v.), que atestiguan la importancia que de nuevo recobró P. para los judíos de la diáspora. La arqueología da fe de lo poco poblada que quedaba P. y de la introducción de gustos y técnicas extranjeras.
     
      Desde Alejandro Magno hasta la dinastía asmonea. Con la llegada de Alejandro a P. camino de Egipto (ca. 333 a. C.) se inauguró una nueva época en la historia de P.: la dominación helénica. A los tiempos de Alejandro habría que atribuir la construcción del primer templo cismático samaritano y la destrucción de Samaria. Los papiros de Wádi Daliyeh, al N de Jericó, atestiguan la relación del gobernador de Samaria con Alejandro. Samaria fue reconstruida como ciudad griega, con sus torres redondas flanqueando las puertas. Es probable que los nuevos habitantes fueran macedonios. Muerto Alejandro, P. dependió de los Lágidas, que respetando su ley y costumbres promovieron la helenización de todo el territorio. Después de Samaria se convirtieron en ciudades helénicas Gaza, Asdod, Ascalón, Yafo-tope, y Tolemaida en la costa, Escitópolis, Bét Shéan, Marisa y Samaria en el interior, y hasta Jerusalén llegó el influjo helenístico. Los Seléucidas (ca. 200 a. C.) con Antíoco III (v.) se apoderaron de P., desalojando a Tolomeo V. Al principio no hubo ningún cambio; pero al necesitar fondos, Seleuco IV (187-175) envió a Jerusalén a Heliodoro y así comenzaron los problemas entre judíos y griegos. Muerto Seleuco, le sucedió su hermano Antíoco IV Epifanes (175-163), que pretendió helenizar a todos sus súbditos, provocando la sublevación macabea (167 a. C.; v. MACABEOS, LIBROS DE LOS), con destrucciones y movimientos de población no sólo en Judá, sino en toda P. e incluso en Transjordania. No satisfechos los Macabeos con la libertad religiosa del 162 a. C., continuaron la lucha por la independencia política, que obtuvieron en el 142 a. C., tras la muerte de Jonatán. Su hermano y sucesor en el sacerdocio, Simón (143-134), obtuvo el título de etnarca. Su actividad edilicia quedó circunscrita a la fortificación del territorio en el que incidieron todas las intrigas de la corte antioquena.
     
      Con Juan Hircano (134-104) se instauró la dinastía asmonea. Después de iniciales dificultades, ca. 128, se lanzó a recuperar los territorios de P. y Transjordania, que habían de darle mayor base a su reinado. Conquistó Siquem y destruyó el templo del Garizim. Después se apoderó de Mádabá y el Neguev, donde impuso como ley la Torah. Le sucedió su hijo Aristóbulo (104-103), en cuyo reinado apareció claramente la atonía de los judíos hacia la dinastía reinante, que ni era de línea davídica ni aarónica. Le sucedió su hermano Alejandro Janeo (10376). Entre ambos culminaron la judaización de P. desde el Neguev hasta el norte de Galilea, apoderándose de territorios de Transjordania, -Gadara, Pela,- Gerasa, etc. Las luchas intestinas que ahogó con ejecuciones masivas, y en el interior de su propia familia, acabaron con su vida. Entre sus oponentes figuraron los fariseos (v.), de origen reciente, que tomaron mucho auge sobre todo después de la crucifixión masiva de fariseos a raíz de la batalla de Siquem (88 a. C.). También durante este tiempo aparecieron en escena los nabateos (v.) con sus reyes Obodas y Aretas. Salomé Alejandra reinó (76-69) con Hircano II, su hijo, como sumo sacerdote. Se reconcilió con los fariseos y supo mantener la unidad del reino. Le sucedió Aristóbulo 11 (69-63) con el apoyo de los fariseos. Los nabateos, instigados por Antípatro, pretendieron reponer a Hircano II, pero Pompeyo se presentó en escena acabando con la independencia de Palestina.
     
      3. Ideal. P. es llamada en la Biblia Tierra Prometida (Heb 11,9) o la tierra «que Yo juré a Abraham, Isaac y Jacob» (Num 32,11). Con estas expresiones se recuerda la promesa hecha a los patriarcas y cuyo cumplimiento es el inicio de la historia de Israel; pero las promesas tienen un dinamismo que no queda agotado con dicha posesión. En el A. T. aparece muy pronto una nueva promesa: la dinastía davÍDica y su proyección mesiánica, en una tierra que mana «leche y miel» (Ex 3,18; 23,25 s.; Num 23,21; 24,6-8; Dt 33,13-16; 2 Sam 7,10). Esta tierra es idealizada en el libro de Emmanuel (Is 7,15: «leche y miel»; 9,1 s.: «luz y gozo»; 11,6: «paz entre los animales salvajes»). En el N. T. (Heb 11,9-11 y 13-16) se interpreta la Tierra Prometida como un símbolo de la Tierra y de la Jerusalén celestiales (v. APOCALIPSIS).
     
      También en la Biblia es llamada «Tierra Santa», especialmente en los últimos libros del A. T. (Zach 2,16; Sap 12,3; 2 Mach 1,7), interpretación de la tierra separada de la que habla frecuentemente el Deuteronomio y que deriva de la concepción del mismo sobre la presencia de Dios en su Templo, tan distinto de los templos de las demás religiones, ya que sólo en Israel, en su tierra, Dios está tan cerca siempre, que se le invoca en su Templo (Dt 4,7, etc.). Esta presencia de Dios en medio de su Pueblo, establecido en P., convertirá a la Tierra en un Paraíso futuro, escatológico (Os 2,23 s.; Am 9,13 ss.; Ier 31,4 ss.; Ez 36,33-36; Is 30,20-26; cfr. Dt 8,7-10). No sólo la feracidad y paz exterior, sino la justicia en la distribución de la tierra le dará el carácter paradisiaco (Ez 45,1-12; 47,13-49,29). Así se explica que P. sea un símbolo expresivo del futuro Reino de Dios (v.) al cual el Evangelio se refiere constantemente.
     
     

V. t.: JUDEA; SAMARIA; GALILEA; ISRAEL, TRIBUS DE; ISRAEL, REINO DE; JUDÁ, REINO DE; HEBREOS 1; CRONOLOGÍA II. BIBL.: M. Du BUIT, Palestine, en DB (Suppl.) 6,1021-1066; A. LEGENDRE, Palestine, en DB 4,1975-2053; A. FERNÁNDEZ, Geografía de Palestina, en Ene. Bibl. 3,783-837; FLAVIO JOSEFO, De Bello Iudaico y Antiquitates ludaicae, en W. WHISTON, The Life and Works of Flavius losephus, Filadelfia s. f.; F. M. ABELA. PAROT, en Guide Bleu Moyen Orient, París 1956; B. MEISTERMANN, Guide de Terre Sainte, 3 ed. París 1936; T. MEYSELS, Israel, París 1953; G. ADAM SMITH, The Historical Geography of the Holy Land, 10 ed. Londres 1903; F. M. ABEL, Géographie de la Palestine, París 1938; G. E. WRIGHT y F. V. FILSON, The Westminster Historical Atlas of the Bible, 2 ed. Filadelfia 1956; P. LEMAIRE y D. BALDI, Atlante Storico della Bibbia, Turín 1955; L. H. GROLLENBERG, Atlas de la Bible, 2 ed. París 1955; ÍD, Panorama del mundo bíblico, Madrid 1966; A. FERNÁNDEZ, Geografía bíblica, Barcelona 1951; J. BRIGHT, La Historia de Israel, Bilbao 1966; P. GRELOT, Sentido cristiano del Antiguo Testamento, Bilbao 1967.

 

V. VILAR HUESO.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991