PACIENCIA


Noción. La capacidad del hombre para recibir un influjo o soportar las consecuencias de la acción de un agente exterior fue llamada por los griegos pathos. De esta palabra deriva el verbo latino pati (sufrir, padecer) cuyo participio presente, plural neutro, patientia, designaba ya entre los romanos al hábito o virtud de hacer frente al mal. Cicerón definía la p. como «voluntaria e ininterrumpida firmeza de la honestidad, o de la utilidad, en cuanto a las cosas arduas y difíciles» (De inventiones rethoricae, 1. 2, cap. 54). Esta clásica definición de la p. ya nos indica que la actitud defensiva que comporta no es precisamente una actitud meramente pasiva. Padecer no es simplemente permanecer estático.
     
      La p. en cuanto hábito no nos hace sólo permanecer impasibles frente al mal (v.) sino que conduce a una firme adhesión al bien; sólo la adhesión al bien que peligra permite rechazar el mal que se le opone. Éste es el sentido de la definición ciceroniana. Pero Cicerón no podía tener una visión cristiana del dolor y de la cruz. S. Tomás, vencidas las aprensiones mundanas ante el dolor, definirá la p. como virtud, por la que los males presentes (principalmente los infligidos por otros) se soportan de modo tal que de ellos no se deriva nunca una tristeza sobrenatural (cfr. Sum. Th. 2-2 gl36 a4 ad2).
     
      Paciencia y fortaleza. El objeto de la fortaleza (v.) es acometer y sufrir las situaciones difíciles que la integridad moral obliga a vivir. Todo el campo de la moralidad queda integrado en la fortaleza en cuanto que para «hacer el bien» hay que acometer empresas arduas y para «evitar el mal» hay que sufrir situaciones muy diversas. La p. se considera, por tanto, una parte de la fortaleza. Una de sus partes integrales si se trata de sufrir la contradicción más dolorosa para el hombre: la muerte. Una de sus partes potenciales si se trata de aceptar un dolor. Esta distinción procede de S. Tomás (cfr. Sum. Th. 2-2 g136 a4). Con ello no quiere decir que la fortaleza y la p. no se vivan íntegramente hasta el momento de la muerte, o fuera de las ocasiones en que se presenta un peligro de muerte. La muerte (v.) no es más que la síntesis de todas las asperezas que comporta la vida del hombre sobre la tierra. Toda forma de dolor está en conexión real con la muerte y es a través de la fortaleza como se hace provechosa esta conexión para el hombre. Siempre, por consiguiente, que se viven los momentos difíciles de la vida como aceptación anticipada de la muerte y preparación adecuada para la misma, se vive íntegramente la fortaleza, y la p. actúa entonces como parte integral de ella. Cuando una dificultad se acepta virtuosamente, pero sin relación a la muerte, la fortaleza se vive sólo potencialmente o no del todo, y la p. entonces actúa como una de sus partes potenciales.
     
      De los dos modos de vivir la fortaleza -emprender y resistir- S. Tomás dice que el más dificultoso es el resistir, «y da de ello tres razones: 1) El aguantar firme supone que somos atacados por un enemigo más fuerte que nosotros, mientras que el que ataca se tiene por más fuerte que su adversario; 2) el que sufre el golpe, ya tiene que habérselas con la dificultad, y ya padece, mientras que el que le da no hace sino prever la dificultad; y el mal presente es más doloroso que el que solamente se prevé; 3) la paciencia supone permanecer inmóvil e inflexible al golpe durante un tiempo notable, p. ej., cuando hemos de estar clavados en el lecho por una larga enfermedad, o cuando padecemos largas y fuertes tentaciones; mas quien acomete una cosa difícil hace un esfuerzo momentáneo, que no suele durar tanto tiempo» (A. Tanquerey, o. c. en bibl. n° 1077). La excelencia de la resistencia frente al ataque no es, sin embargo, de orden cualitativo sino modal. No es mayor necesariamente la perfección que se alcanza con la resistencia que la que se alcanza con el ataque, como una concepción puritana de la acometividad del bien frente al mal podría hacer pensar. La resistencia es más excelente que el ataque, porque en el estado de naturaleza caÍDa es el modo que expresa de forma más completa hasta dónde llega la capacidad humana de hacer el bien. «No es en el encolerizado ataque, sino en la resistencia, donde se esconde la última y decisiva prueba de la verdadera fortaleza... Uno de los datos o realidades fácticas fundamentales de este mundo, caÍDo en el desorden por el pecado original, es que la más extrema fuerza del bien se revela en la impotencia» (J. Pieper, o. c. en bibl. 236). A la luz de estas consideraciones se entienden perfectamente las palabras de Jesucristo:. «in paciencia vestra possidebitis animas vestras», con viíestra paciencia salvaréis vuestras almas (Le 21,19); y se comprende por qué los Padres de la Iglesia dedicaron tantas alabanzasa esta virtud: « ¡Oh paciencia, cómo quisiera exaltarte de modo desusado, por ser reina de todas las cosas...! Tú eres corona cotidiana y madre de los mártires; tú eres muro de la fe, fruto de la esperanza, amiga de la caridad...! Feliz, eternamente feliz, es quien siempre te tuviera consigo» (S. Zenón, PL 11,317).
     
      Virtudes relacionadas con la paciencia. Todas las virtudes que son partes integrales y potenciales de la fortaleza están relacionadas entre sí. Por ello la p. es fundamento para el ejercicio de la magnanimidad y de la magnificencia (v. FORTALEZA), virtudes mediante las cualas la fortaleza procura directamente el bien arduo. Con la perseverancia (v.) está relacionada la p. porque ambas son partes de la fortaleza en cuanto que es propio de esta virtud cardinal resistir al mal. La perseverancia resiste al mal fortaleciendo al alma para que soporte con continuidad las molestias que proceden de tal resistencia.
     
      Mientras que la p., como hemos visto, fortalece al alma para que supere la tristeza proveniente de los males que hay que soportar. A través de la perseverancia la p. se relaciona con la constancia. Con la p. directamente está relacionada la longanimidad. La longanimidad no es más que la misma virtud de la p. cuando se trata de vencer la tristeza que proviene de procurar un bien que tardará en llegar. Su objeto propio es, pues, el bien que se procura. La p. estrictamente se vive tan sólo cuando se soporta un mal por repeler otro mal superior. Aunque, sin duda, de la superación de ese mal, al que se opone la p., se derivará un bien, hay una diferencia clara entre un bien que consiste en no ser expoliado de lo que ya se tenía y un bien que se añade a los que ya se tenían. Cuando este bien añadido tarda en llegar se vive la longanimidad.
     
      Santidad cristiana y paciencia. La p. admite una mayor perfección conforme un alma progresa espiritualmente. Suelen reconocerse varios grados en el ejercicio de la p., correspondientes a las vías de la vida interior (v.). Los hombres de escasa vida interior, vivirán la p. aceptando sufrimientos inevitables sin recriminaciones ni murmuraciones. Los que van adelantando en la vida de piedad los aceptarán sin buscar consolaciones, no lamentándose, ni haciéndose compadecer. Las almas más firmemente unidas a Dios las aceptarán con gozo, como los Apóstoles que volvieron alegres cuando fueron detenidos y azotados por el Sanedrín, por haber merecido el honor de sufrir por Jesucristo (cfr. Act 5,41).
     
      No se deben pedir temerariamente a Dios sufrimientos. El consejo de quien puede orientar sobre estas cuestiones es necesario para que estos deseos no sean imprudentes. Para ser capaz de padecer por Cristo tribulaciones excepcionales hay que acostumbrarse primero a buscar y aguantar incomodidades asequibles a todos. En un alma experimentada en la p., mediante privaciones e incomodidades voluntarias, puede efectivamente venir de Dios el deseo de los máximos sufrimientos y aun del martirio (v.). No debe nadie, sin embargo, desalentarse porque no tenga ocasión de realizar tales deseos porque siempre se puede llegar al «martirio» por la continua identificación con la voluntad de Dios (v.) mediante el fiel cumplimiento de los deberes cristianos en la vida ordinaria (v. SANTIDAD).
     
      Facilita la práctica de la p., tan necesaria para vivir cristianamente, la consideración de la p. de Dios que tanto tolera a los pecadores, y el ejemplo de la p. de Cristo en su vida y en su muerte; también la reflexión sobre los males que proceden de la impaciencia (la impaciencia aumenta el peso de los padecimientos) y el recuerdo de los pecados que proceden de la impaciencia, especialmente contra la caridad.
     
      Pecados opuestos. Por defecto, la insensibilidad absoluta ante los males propios y ajenos. La pecaminosidad de esta insensibilidad es patente por sí misma, puesto que no es consecuente ni con la naturaleza humana ni con la vida social y tan sólo es expresión de una brutalidad sin sentido y de una dureza innatural.
     
      Por exceso, se opone a la p. la tristeza (v. ALECRíA) o falta total de estabilidad ante las contrariedades. El abatimiento espiritual es una forma de impaciencia que degenera en el resentimiento de palabra y de obra. Junto a ella hay que considerar la impaciencia santa, por la que no nos conformamos con la carencia del bien, especialmente del bien sobrenatural. Es perfectamente compatible con la p. y debe acompañarla, para que ésta no ceda ante sus vicios opuestos. Por ello se dice que a la p. Se opone la ira (v.). Del mismo modo a la impaciencia santa ha de acompañarle una ira santa.
     
      V. t.: VIRTUDES III; FORTALEZA.
     
     

BIBL.: TERTULIANO, De patientia, PL 1,1359-86; S. AGUSTfN, De patientia, PL 40,611-16; S. CIPRIANO, De bono patientiae, PL 4,655; S. PEDRO DAMIÁN, De patientia, PL 145,791-96; R. GARRI000-LAGRANGE, Las tres edades de la vida interior, Buenos Aires 1944, 649 ss.; A. TANQUEREY, Compendio de Teología Ascética y Mística, París 1960, nn. 1088-1092; M. PRÜMMER, Manuale Theologiae Moralis, II, Barcelona 1955, nn. 633-642; E. VANSTEENBERGHE, Patience, en DTC X1,2247-2251; J. PIEPER, IUStiCia y fortaleza, Madrid 1968, 228-241.

 

J. J. GUTIÉRREZ COMAS.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991