Orden, Sacramento del
1. Nociones generales. La Iglesia es un organismo cuyos miembros tienen 
funciones diversas y armónicas: todos están al servicio vital de los demás, pero 
cada uno realiza ese servicio de manera distinta (v. FIEL). Existe una 
jerarquización, un orden, querido por Cristo mismo al fundar la Iglesia (Conc. 
de Trento, Denz. Sch. 1776; Conc. Vaticano II, Const. Lumen gentium, 18). Las 
varias figuras bíblicas de la Iglesia implican esta realidad de un orden o 
jerarquización: ya se la considere como «redil» (lo 10) cuyas ovejas necesitan 
de pastores bajo el supremo pastoreo de Cristo (1 Pet 5,4); como «edificación» 
(1 Cor 3,9), cuyos elementos han de cimentarse y ensamblarse armónicamente; como 
«familia» (Eph 2,19), entre cuyos miembros hay siempre una jerarquía natural; 
como «templo» en el que estamos integrados a manera de piedras vivas (1 Pet 
2,5); como «Jerusalén celestial» (Gal 4,26), ordenada con toda exactitud; o como 
«cuerpo» con variedad de miembros y ministerios (1 Cor 12,1-11), el orden 
responde a la naturaleza de la Iglesia; de ahí que sea un orden visible que 
traduce y manifiesta una realidad invisible (cfr. Lumen genfum, 6-8). Entra, 
pues, dentro del ámbito de la sacramentafdad propia de la estructura eclesial 
(v. IGLESIA).
La voz misma «orden» no es un término bíblico. El N. T. habla de diversos 
jerarcas, jefes, vigilantes sagrados, presbíteros, diáconos, etc., pero nunca 
utiliza la palabra o. con sentido eclesial-sacramental. Como suele suceder, ya 
en la época patrística se toma el término o. del uso grecorromano (ordo, i á ?-t 
y) para expresar con él el contenido bíblico. Los griegos entendían el o. como 
una relación de cosas o personas distintas y desiguales, que confluyen de algún 
modo hacia la principal en mayor o menor medida. Se establece así una especie de 
escala entre ellas; cada una es un escalón o un grado. Los romanos utilizaron el 
término en idéntico sentido, para designar, p. ej., los estamentos sociales -ordinesen 
que estaba organizada su sociedad. Esta última acepción, que tiene marcado 
carácter colegial, fue incorporada al léxico cristiano en el que se enriqueció 
con matices propios e importantes. Desde el primitivo cristianismo, o. 
significa: a) un grado clerical; b) el acto sagrado por el que un individuo es 
incorporado a dicho grado. Esto presupone la distinción previa entre los laicos 
(v.) y clérigos, dentro del conjunto de los fieles (v.).
Ordenar corresponde exclusivamente a la autoridad cuyos representantes supremos 
reciben el título de «ordinarios» y cuyas prescripciones son llamadas «órdenes». 
Se ordena a las personas colocándolas en un punto determinado, según la 
definición agustiniana de orden: «disposición de las cosas iguales y desiguales 
atribuyendo a cada una su lugar» (De Civitate Dei, 1. 19; cap. 13, n° 1: PL 
41,640). Pero en la Iglesia esto no tiene lugar mediante un mero nombramiento; 
el uso de los Padres y de los ritos litúrgicos más antiguos (p. ej., la Traditio 
Hippolyti, del a. 215) restringe el uso del término a la colación de un oficio 
sagrado, distinto y superior a las funciones que corresponden a los laicos, en 
el que, previa la elección del candidato, se requiere un rito especial. Se 
exceptúa el caso del Sumo Pontífice, que es un elegido, no ordenado Papa (v.), 
puesto que su potestad es singular y suprema, por lo que queda fuera y por 
encima de todo orden en la Iglesia. Este rito es sustancialmente la imposición 
de manos o xaipozovt« (cfr. Act 6,6; 14,22; 1 Tim 4,14; 5,22; 2 Tim 1,6), de 
origen judío y muy apto, según el uso bíblico, para significar la comunicación 
del espíritu. El oficio sagrado así conferido es de suyo permanente y 
susceptible de grados, cuyo conjunto constituye la Jerarquía (v.) eclesiástica. 
A cada grado corresponde una potestad peculiar, superior a la del grado 
inmediatamente inferior.
2. Notas históricas. El O. en la Iglesia no es mera 
continuación del orden de la Sinagoga, es decir, del pueblo de Israel. En el A. 
T. encontramos autoridades desde el momento en que Israel se constituye en 
pueblo: Moisés, Aarón, los setenta «presbíteros» (Num 11,16). Aunque es un 
pueblo de sacerdotes (Ex 19,6), tiene un sacerdocio ministerial jerarquizado al 
servicio del culto (v. SACERDOCIO II; LEVITAS). Algunos autores han insistido en 
la analogía existente, p. ej., entre los colegios judíos de zenequim, a cuyos 
miembros imponían las manos, y los «presbíteros de Jerusalén» (Act 15,2-22). Sin 
embargo, aunque no pueda negarse cierta semejanza exterior entre ambos 
sacerdocios, las diferencias son tan sustanciales que el O. sólo puede 
estudiarse en las fuentes cristianas. S. Pablo, cuando compara el sacerdocio del 
A. T. con el del N. T., en la carta a los Hebreos, lo hace para contraponerlos. 
Según el principio general de 1 Cor 10,11, el sacerdocio veterotestamentario es 
figura del nuevo; éste no es continuación de aquél sino cronológicamente, ya que 
las autoridades eclesiales, instituidas por Cristo, son tan originales como la 
Iglesia misma por cuya estructura vienen exigidas.
Cristo es la autoridad, el único «obispo» (cfr. 1 Pet 2,25) y Señor de la 
Iglesia, su centro de unidad; S. Pablo urge la unidad para que Cristo no «se 
divida» (1 Cor 1,13). Las autoridades visibles, que existen como se comprueba en 
los Hechos de los Apóstoles y en las cartas paulinas, desempeñan una «diaconía», 
un servicio; no apetecen los primeros puestos (cfr. Lc 22,24-27). Por otra 
parte, la unidad tan recomendada por Cristo se mantiene «mediante el vínculo de 
la paz» (Eph 4,3). La salvaguarda de la unidad será uno de los motivos de un 
creciente ejercicio de la autoridad instituida por Cristo. Los Apóstoles (v.) 
habían recibido de Cristo el poder de enseñar, santificar y gobernar, poder que 
les fue confirmado el día de Pentecostés (v.); a su actividad externa 
corresponderá la acción interna del Espíritu Santo (Lumen gentium, 19). Viviendo 
aún los Apóstoles, el N. T. menciona oficios desempeñados de manera estable por 
otros: los obispos presbíteros (Act 11,30; 14,22; 15,2; 16,4; 20,17.28; 21-18; 1 
Tim 5,17; Philp 1,1; Tit 1,7-9; etc.) y los diáconos (a partir de Act 6,1-6); 
los primeros actúan con frecuencia colegialmente (cfr. 1 Tim 4,14) y, al morir 
los Apóstoles, desempeñan la triple función de aquéllos (v. SUCESIÓN 
APOSTÓLICA); la sinonimia entre «obispos» y «presbíteros» en el N. T. no permite 
distinguir aún entre ambos términos (v. OBISPO I). Los diáconos (v.) desempeñan 
un oficio supeditado a los Obispos y presbíteros. Unos y otros son constituidos 
mediante la imposición de manos. Esta situación se refleja también en la Didajé 
(15,1) y en los escritos de los Padres apostólicos (v.)- En S. Ignacio de 
Antioquía, en contramos ya un notable desarrollo, o unos testimonios más 
explícitos, puesto que en toda iglesia particular existen, perfectamente 
diferenciados, Obispo, presbíteros y diáconos, jerarquizados por este orden (cfr. 
Philadel. 4; Ephes. 4; Magnes. 2; Tral. 2,3; pass.). Sus funciones son cultuales 
y relacionadas con la edificación y la unidad de la Iglesia.
Un siglo después la claridad documental es todavía más meridiana., A mediados 
del s. III la Tradición apostólica de Hipólito (v.) de Roma es testigo de 
excepción, puesto que recoge una praxis previa con respecto a las fórmulas de 
ordenación, cada una de las cuales perfila sin posibilidad de dudas el oficio 
sagrado que corresponde a cada grado del O.; Obispos, presbíteros y diáconos son 
constituidos mediante la imposición de manos y una oración concomitante en la 
que se piden eficazmente las gracias específicas para desempeñar las funciones 
propias de cada caso, que se mencionan de forma explícita en la ordenación de 
cada uno: v. infra II, 1. Hace además indicaciones muy valiosas que ayudan a 
determinar el alcance concreto de la potestad que a cada grado del O. 
corresponde (cfr. B. Botte, o. c. en bibl.). Este documento, con sus 
traducciones (copta, árabe, etiópica y latina), y otros varios escritos 
derivados o parecidos (Constitución eclesiástica, Testamento de N. Señor, 
Cánones de Hipólito)-son un reflejo de la liturgia y de la vida eclesiástica de 
los tres primeros signos y de los posteriores, tanto en Oriente como en 
Occidente (v. t. II, 1), Su doctrina se advierte en los sacramentarios de la 
alta Edad Media y bien se puede decir que sustancialmente es la que transmite la 
patrística y la escolástica. Es importante advertir que, además del Obispo (v.), 
presbítero (v.) y diácono (v.), la Tradición apostólica habla también de otros 
oficios y estados: confesores, viudas, vírgenes y subdiáconos; tenemos aquí la 
base de las llamadas órdenes menores, que tienen una antiquísima y rica 
tradición en la Iglesia (v. t. II, 2).
Desde finales del s. II la Iglesia fue instituyendo otros grados inferiores al 
diaconado, cuya misión consistía en ayudar en las funciones cultuales y en el 
ministerio pastoral. En Oriente hubo lectores y subdiáconos; en Occidente se 
crearon subdiáconos, acólitos, exorcistas, ostiarios y lectores, jerarquizados 
por este orden. Desde el s. XII el subdiaconado se consideró orden «mayor» en la 
Iglesia latina, según la terminología sancionada después por Trento (Denz.Sch. 
1772). La tonsura clerical no es orden menor, sino un rito previo -inspirado en 
usos monacales- por el que el candidato entra a formar parte del clero, es 
decir, se pone al servicio de la Iglesia y queda destinado a la recepción de las 
órdenes sagradas libremente y con la debida preparación. Las diversas órdenes 
menores fueron en un primer momento órdenes estables, es decir, mantenidas por 
sí mismas; pero luego se convirtieron en peldaños transitorios y necesarios para 
ascender a las órdenes superiores, diaconado y presbiterado (cfr. CIC, can. 
973-31; can. 974,31,5) En la reforma litúrgica realizada por Paulo VI (v. II, 3) 
se suprimió la tonsura, vinculando la incorporación al estado clerical a la 
recepción del diaconado; y las que hasta entonces se llamaban órdenes menores 
reciben en cambio el nombre de «ministerios», reducidos a dos, lectorado y 
acolitado, que abarcan también las funciones que antes ejercía el subdiácono (Motu 
proprio Ministeria quaedam, 15 ag. 1972). De esta forma el O. queda estructurado 
en tres grados (episcopado, presbiterado y diaconado); a los que se unen dos 
ministerios (acolitado y lectorado).
Además de esos grados del O. en la primitiva Iglesia se mencionan algunos 
oficios sagrados de tipo carismático. Así los «apóstoles», «profetas» y 
«maestros» de la Didajé. Suelen ser misioneros ambulantes, de los que tan 
necesitada estaba la Iglesia en sus comienzos. Algunos han tratado de 
identificarlos, más o menos artificialmente, con los conocidos grados del O. (B. 
Hennen, Ordines sacri, Ein Deutungsversuch au 1 Cor 12,1-13 und Róm 12,3-8, «Theologische 
Quarta1schrift», 1938, 427-460). Es obvio que también algunos miembros de la 
jerarquía local tuvieron carismas extraordinarios; y no hay inconveniente en 
admitir la existencia de carismáticos itinerantes que eran obispos, diáconos, 
etc. Gozaban de gran autoridad y veneración, pero no constituían jerarquías 
aparte. No hay fundamento para suponer que, al extinguirse, o disminuir, se 
extinguieran grados del O. que no existen actualmente en la Iglesia.
Finalmente, hay que mencionar a los corepíscopos. Habla ya de ellos el canon 13 
del Concilio de Ancira del a. 314 (Mansi 2,517). Surgieron a raíz de la 
formación de grandes diócesis y de la necesidad de atender de manera estable a 
los pequeños núcleos de población en el campo mediante miembros del presbiterio, 
que empiezan a celebrar la Eucaristía lejos físicamente del Obispo de la ciudad 
al que están sometidos. Son verdaderos Obispos. En el s. Iv ordenaban, tenían 
voz deliberativa en los concilios y realizaban otras funciones episcopales. Poco 
a poco, para evitar abusos, se les fueron restringiendo facultades. En tiempo de 
S. Isidoro eran «vicarios de los Obispos» en las iglesias del campo y sólo 
podían conferir las órdenes menores y el subdiaconado (cfr. De ecclesiasticis of 
f iciis, lib. 2, c. 6: PL 82,786-787); y en el s. Ix se discutía acerca de la 
validez de las órdenes mayores administradas por ellos: Rabano Mauro opina que 
eran válidas, si las conferían con permiso del Obispo (cfr. PL 110,1195-1803). 
Desaparecieron en la Edad Media y sólo quedaron, como simples presbíteros con 
algunos privilegios, entre los maronitas (v.).
3. Sacramentalidad del Orden. En el N. T., y en la 
Tradición posterior, como hemos visto, consta la existencia en la Iglesia de un 
O. cuyos grados superiores se confieren mediante la imposición de manos dentro 
de un contexto ritual, que significa el oficio sagrado que se asigna de manera 
estable al candidato. Es evidente que la Ordenación tiene carácter de signo; y 
la Iglesia ha afirmado siempre que ese signo es un signo eficaz de gracia 
instituido por Cristo, es decir, uno de los siete sacramentos.
Las liturgias, los sermones de ordenación de algunos Padres, los tratados sobre 
el sacerdocio, las exposiciones sobre la sucesión (v.) apostólica y sobre la 
Jerarquía (v.) eclesiástica ofrecen infinidad de textos que afirman o suponen la 
institución del O. como sacramento. «Está fundado por ley divina» hay que decir 
con S. Cipriano (Epist. 27,1: PL 4,299). El Magisterio lo ha proclamado 
expresamente tantas cuantas veces como surgieron impugnadores (cfr. Denz.Sch. 
718,860,1310,1326); y el Conc.
de Trento lo definió como dogma de fe (Denz.Sch. 1601), ofreciendo una síntesis 
doctrinal básica (Denz.Sch. 1764-1766) frente a las doctrinas protestantes. 
Lutero, en tono polémico, había negado que Cristo, cuyo sacerdocio -dice- es 
imparticipable, instituyera este sacramento: todos los fieles -concluye- son 
igualmente sacerdotes; los ministros actúan en nombre y por delegación de la 
comunidad, de modo que es así como, por la ordenación, son dedicados al 
«ministerio eclesiástico», que puede decirse instituido por Cristo (Confesión de 
Augsburgo) pero no como sacramento. Desde el a. 1530, tras algunas vacilaciones, 
niegan también el sacramento del O.: Calvino, Melanchthon y, en general, todos 
los protestantes (v. PROTESTANTISMO; PASTOR PROTESTANTE). Siglos después, el 
modernismo (v.) lanza la teoría de que el O. es fruto de la evolución de las 
religiones antiguas, motivando así una nueva condena (Denz.Sch. 3449). El Cone. 
Vaticano II resume esta verdad de fe diciendo sintéticamente «En orden a 
apacentar el pueblo de Dios y acrecentarlo siempre, Cristo Señor instituyó en su 
Iglesia diversos ministerios ordenados al bien de todo el cuerpo» (Lumen gentium, 
18).
Como decíamos, el Magisterio de la Iglesia no se ha limitado a proclamar y 
definir como verdad de fe la sacramentalidad del O., sino que ha expuesto una 
síntesis doctrinal básica. Sobresalen en este sentido el Conc. de Trento y, en 
la época moderna, las Encíclicas Ad catholici sacerdotii de Pío XI (Denz.Sch. 
3755-3759) y Mediator Dei de Pío XII (Denz.Sch. 3850), y diversos documentos del 
Conc. Vaticano II (Const. Lumen gentium, 18,21, 28-29; Decr. Christus Dominus, 
1-2,4; Decr. Presbyterorum ordinis, 2). La línea expositiva seguida por el Conc. 
de Trento es la siguiente. En un primer momento afirma la institución por Cristo 
de un sacerdocio de la Nueva Ley: «El sacrificio y el sacerdocio están tan 
unidos por ordenación de Dios que en toda ley han existido ambos. Habiendo, 
pues, en el Nuevo Testamento recibido la Iglesia Católica por institución del 
Señor el santo sacrificio visible de la Eucaristía, hay también que confesar que 
hay en ella nuevo sacerdocio, visible y externo» (Denz.Sch. 1764; cfr. 177.1). 
Define luego que el O. es verdadero y propio sacramento: «Es cosa clara por el 
testimonio de la Escritura, por la tradición apostólica y el consentimiento 
unánime de los Padres, que por la sagrada ordenación, que se realiza por 
palabras y signos externos, se confiere la gracia, nadie debe dudar de que el 
Orden es verdadera y propiamente uno de los siete sacramentos de la santa 
Iglesia. Dice en efecto el Apóstol: Te amonesto a que hagas revivir la gracia de 
Dios que está en ti por la imposición de mis manos...» (Denz. Sch. 1766; cfr. 
1773).
El texto paulino citado por Trento (2 Tim 1,6), así como otros dos que hablan 
también de la imposición de manos (1 Tim 4,14; 5,22), se refieren a un acto 
ritual en el que se confiere gracia para desempeñar un minísterio, con carácter 
permanente, puesto que se puede hacer revivir como el fuego; esa gracia se da 
mediante la imposición de manos. No es la gracia de la Confirmación (v.), puesto 
que Timoteo ya era discípulo desde antiguo (Act 16,1) y porque el texto de la 
carta dice claramente que los ministerios para los que Timoteo tiene que hacer 
revivir dicha gracia se refieren al pastoreo sacerdotal. Ese don permanente del 
Espíritu se transmite ex opere operato, es decir, por la mera posición del rito 
y no en virtud de-las disposiciones subjetivas del que lo recibe. Tiene, pues, 
las notas características de un sacramento (v.).
La imposición de manos, símbolo bíblico de la transmisión de poder espiritual, 
de consagración y, en general, de comunicación de dones del Espíritu, fue 
practicada en diversas ocasiones por Cristo como signo de bendición y 
comunicación de su virtud divina (cfr. Mc 10,16; Lc 4,40). No consta 
expresamente por el testimonio evangélica que Cristo mandara imponer las manos 
para transmitir su poder cultual y de gobierno; pero sí que instituyó sacerdotes 
del N. T. a sus Apóstoles (v.), y que les encargó que ellos y sus sucesores 
ofrecieran hasta el fin de los tiempos su Sacrificio (cfr. Denz.Sch. 1740), 
enviándolos como el Padre le había enviado a Él (cfr. lo 20,21; Mat 28,28; etc.) 
para apacentar la Iglesia con su palabra y su gobierno. La práctica de los 
Apóstoles, al imponer las manos como medio para conferir la gracia del 
ministerio (cfr. Act 6,6 y textos paulinos ya citados) no se explicaría si 
Cristo no hubiera elevado este rito a condición de sacramento. La Iglesia es 
consciente de que no tiene poder sobre la «sustancia de los sacramentos» (cfr. 
Denz.Sch. 1061,1728,3556,3857), es decir, de que no puede instituir ritos que 
por sí mismos sean capaces de sino sólo aplicar los instituidos por Cristo, 
único Señor absoluto de la gracia. Así, pues, hay que afirmar una institución de 
la sustancia de este sacramento por parte de Cristo, quien habría dejado a la 
Iglesia la potestad de desglosarlo, así como la de determinar los ritos que lo 
acompañen: dado que la imposición de las manos puede tener múltiple sentido (y 
de hecho la encontramos también en los sacramentos de la Confirmación y la 
Penitencia), era necesario que la Iglesia determinara el contexto ritual 
concreto que signifique lo que, por institución de Cristo, realmente produce en 
ese caso.
La profundización teológica presupone estos datos y se centra en el hecho de que 
Cristo, sacerdote eterno (Ps 109,4) por la unión hipostática (v. ENCARNACIÓN), 
es el mediador entre Dios y los hombres (1 Tim 2,5; cfr. Hebr 9,15) que ofrece 
el sacrificio perfecto (Hebr 5,7-8), cuyos frutos tienen que ser aplicados en el 
tiempo de la Iglesia principalmente mediante los sacramentos (v.). De ahí la 
conveniencia de que Cristo instituyera «dispensadores de los ministerios de 
Dios» (1 Cor 4,1), partícipes de su plenitud sacerdotal; sobre todo, teniendo en 
cuenta la institución de la Iglesia visible y jerarquizada, que exige que dicha 
plenitud se participe escalonadamente, es decir, con un O. coincidente con los 
grados jerárquicos. De ahí que, aunque todos los cristianos participen del 
sacerdocio de Cristo, «el sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio 
ministerial o jerárquico participan cada uno de manera peculiar del único 
sacerdocio de Cristo y difieren entre sí no sólo en grado sino esencialmente» 
(Const. Lumen gentium, n° 10; v. IGLESIA III, 4).
Hemos hablado hasta aquí del sacramento del O. en general; como en 61 caben 
diversos grados, conviene precisar que es indudable el carácter sacramental del 
episcopado, presbiterado y diaconado. Durante algún tiempo se discutió la 
sacramentálidad del episcopado, identificándola en cuanto a potestad de O. con 
el presbiterado, pero la sentencia afirmativa se ha impuesto definitivamente: el 
episcopado es la plenitud del sacramento del Orden (V. OBISPO I). Con respecto 
al subdiaconado y las órdenes menores (ministerios, en la terminología de la 
reforma litúrgica de Paulo VI), en la Edad Media fueron considerados por muchos, 
entre ellos S. Tomás de Aquino, como grados del sacramento del O., según su 
relación mayor o menor con la Eucaristía (cfr. Sum. Th. Suppl. q37 a2); los 
teólogos modernos, en su inmensa mayoría, niegan la sacramentalidad de los 
mismos, puesto que no consta de su institución por Cristo, aparecen tarde y no 
en todas partes uniformemente, y no parece que su ejercicio requiera de suyo 
gracia especial; los consideraban, por eso, sólo sacramentales (v.). Sin 
embargo, por principio, no se puede descartar la posibilidad de que la Iglesia 
desdoblara el diaconado en funciones especializadas, ordenadas al culto y con 
manifiesta proyección social: habida cuenta de que el O. es un «todo 
potestativo» (Suppl q37 al ad2), la Iglesia podría desglosarlo. En cualquier 
caso, y sea 1o que fuere de otras épocas históricas, es pacífico en la 
actualidad que las llamadas órdenes menores o ministerios no tienen carácter de 
sacramentos.
4. El signo sensible en el sacramento del Orden. 
Para los tres supremos grados del O. (episcopado, presbiterado, diaconado) todos 
los rituales de Ordenación hablan de un rito externo integrado por la imposición 
de manos (materia) y la fórmula que indica y concreta el significado de la misma 
(forma). Ya hemos dicho que en el mundo bíblico la imposición de manos implica 
transmisión de poder, confiar una misión, comunicar el espíritu (v. GESTOS 
LITúRGICOs 2a). La misión se especifica mediante las palabras concomitantes, que 
manifiestan la intención y finalidad de dicha imposición; estas palabras suelen 
ser distintas en los diversos rituales pero su contenido fundamental es 
idéntico.
Desde el s. x, se añadió en Occidente el rito de la entrega de instrumentos, 
tomado de usos germánicos. Los germanos utilizaban la entrega de instrumentos 
para significar la transmisión de poder (recuérdense, p. ej., las ceremonias 
feudales). La aplicación de ese uso a la colación del O. dio ocasión a ciertas 
dudas: algunos teólogos pensaron en efecto que la entrega de instrumentos 
constituía parte -esencial del rito de la Ordenación, además de la imposición de 
manos. Esta teoría fue recogida en el decreto para los Armenios, dado como una 
instrucción en el Conc. de Florencia (Denz.Sch. 1326).
Aunque en la práctica siempre hubo imposición de manos (v. II, 1), teóricamente 
las dudas persistieron bajo múltiples formas (cfr. Card. Van Rossum, De essentia 
sacramenoi Ordinis, 2 ed. Roma 1931) hasta la Constitución Sacramentum Ordinis 
de Pío XII (Denz.Sch. 38573861), que zanja autoritativamente la cuestión: «La 
materia única de las sagradas órdenes dei diaconado, presbiterado y episcopado 
es la imposición de las manos, y la forma, igualmente única, son las palabras 
que determinan la aplicación de esta materia»; seguidamente determina cuáles son 
esas palabras en el Pontifical Romano (v. II, 1). Los ritos orientales nunca 
dieron lugar a dudas a este respecto. Este documento de Pío XII tiene sumo 
interés a la hora de testificar cuál es y hasta dónde llega la autoridad de la 
Iglesia sobre los sacramentos.
5. Efectos del sacramento del Orden. Significa y 
produce «la potestad y la gracia» (Denz.Sch. 3858). Como se desprende de los 
textos bíblícos (cfr. 2 Tim 1,6-7) y litúrgicos, la Ordenación confiere una 
potestad espiritual, participación de la plena y suprema potestad de Cristo, que 
capacita al candidato para determinadas funciones cultuales (V. LITURGIA), cuya 
cumbre es la Eucaristía (v.), y para la edificación del Cuerpo místico por el 
magisterio (v.) y el gobierno (v. PASTORAL, ACTIVIDAD), en la forma y medida 
propias de cada grado sacramental del O. Ese carisma peculiar es fruto de la 
especial efusión del Espíritu Santo. Los Obispos, en la ordenación, no dicen en 
vano: «Recibe el Espíritu Santo...» (Denz.Sch. 1774), puesto que el Espíritu 
unge, consagra a los candidatos para siempre (Const. Lumen gentium, 21; Decr. 
Presbyterorum Ordinis, 2), sellándolos con un carácter peculiar. Este carácter 
(v. SACRAMENTOS) presupone el carácter bautismal y el de la Confirmación (v.) 
pero es distinto de ellos, no es sólo un grado superior de los mismos. Es una 
participación singular del sacerdocio de Cristo, por el que el alma queda 
nuevamente marcada, configurada y determinada internamente (cfr. S. Tomás, In IV 
Sent., d4, ql, ad 2; 3 q63 a3). Es una imagen de Cristo sacerdote en su 
ministro; éste puede así representarle, hablar y obrar en su nombre (in persona 
Christi capitis), ser instrumento de su sacerdocio, ministro ordinario de sus 
sacramentos y de su palabra. El carácter difiere en cada grado sacramental del 
O., según las funciones, especialmente cultuales, de Obispos (v.), presbíteros 
(v.) y diáconos (v.). La indelebilidad objetiva del carácter hace que cada grado 
del O. no pueda recibirse más de una vez. Dios no se arrepiente de sus dones: el 
carácter permanece, pues, aun en los casos de reducción al estado laical, en los 
que la Iglesia prohíbe el ejercicio de la potestad de O. Las llamadas 
«reordenaciones», relativamente frecuentes en la alta Edad Media con ocasión de 
antipapas y de obispos «invasores», presuponían siempre que la ordenación 
anterior no había sido válida, es decir, no había sido una Ordenación real.
Además, el sacramento del O. confiere a los que no ponen él obstáculo del pecado 
grave «una nueva y peculiar gracia y una peculiar ayuda, por las cuales, con tal 
de que secunde fielmente con su libre cooperación la virtud de los celestes 
dones divinamente eficaces; podrá responder de manera ciertamente digna y 
animosa a los arduos deberes del ministerio recibido» (Denz.Sch. 3756). El 
contacto con las cosas sagradas y el ministerio para el que son ordenados los 
candidatos exigen, una honda santidad personal tanto por relación a la santidad 
de Dios, cuyos misterios tratan, como a la de los laicos, en favor de los cuales 
son constituidos instrumentos vivos de Cristo sacerdote. Por eso la Iglesia, 
dando por supuesta la gracia (v.) de Dios, sin la cual el ejercicio conveniente 
del ministerio sería imposible, exige a sus ministros un tenor de vida que les 
permita cooperar a dicha gracia singular (cfr. CIC, can. 124; Decr. 
Presbyterorum Ordinis, 13-17; Const. Lumen gentium, 28-29), siendo ejemplo vivo 
de la caridad del buen Pastor (lo 10,11), de la esperanza en el Reino que 
predican y de una fe irradiante que les permite levantarse y levantar a los 
demás por encima de lo material. El celibato (v.) que se les exige, salvo a los 
diáconos en algunos casos, es «signo y estímulo al mismo tiempo de la caridad 
pastoral y fuente particular de fecundidad espiritual en el mundo» (Presbyterorum 
Ordinis, 16).
6. Ministro del Orden. Es aquel que tiene la 
potestad sagrada para administrar válidamente el O. mediante el rito 
correspondiente. Esa potestad, como se deduce de las nociones expuestas al 
principio, resulta de la conjunción en un mismo sujeto de la potestad 
gubernativa, puesto que ordenar es colocar a alguien en un grado de la escala 
jerárquica, y de la potestad cultual, ya que no se hace mediante nombramiento 
sino mediante un rito sagrado. De hecho, cuando se trata de órdenes-sacramento 
(episcopado, presbiterado, diaconado), es la potestad para imponer las manos en 
nombre de Cristo; cuando se trata de órdenes que no son sacramento (ministerios 
u órdenes menores), es la potestad para realizar el rito prescrito por la 
Iglesia. En ambos casos el ministro puede ser ordinario, si dicha potestad le 
compete por razón de su oficio, o extraordinario, si no es así. Concretamente: 
ministro ordinario es el Obispo, extraordinario -para algunas órdenes o en 
algunos casos- puede ser el presbítero (cfr. Denz.Sch. 1326,1768,1777; CIC can. 
951). El presbítero, que goza de la potestad cultual, necesita un indulto 
pontificio que supla la potestad gubernativa que le falta.
Ya en la Traditio apostólica de Hipólito se atribuye exclusivamente al Obispo la 
misión de dare sortes y se afirma que el presbítero clerum non ordinat. Es ésta 
la razón fundamental que dan los Padres para distinguir el episcopado del 
presbiterado (p. ej., S. Epifanio, Panarion, haer. 75,3: PG 42,507; 
Constitutiones Apostolorum, ed. Funk, I, Paderborn 1905, 201 y 531). La razón es 
la ya apuntada: solamente el Obispo conjuga la potestad cultual, que le 
corresponde como sacerdote, con la potestad de gobierno, que sólo él recibe en 
la consagración episcopal. El CIC concede a determinados presbíteros la facultad 
de conferir órdenes menores (can. 957 § 2); ello no entraña dificultad, puesto 
que se trata de órdenes instituidas por la Iglesia. Mayor problema implican 
algunos indultos concedidos por el Papa a simples presbíteros para que 
confirieran órdenes mayores, al menos el diaconado. No parece que quepa la 
posibilidad de negar la autenticidad de las bulas Sacrae religionis (a. 1400, 
Denz.Sch. 1145) y Apostolicae Sedis (a. 1403, Denz.Sch. 1146) de Bonifacio IX, 
así como de la Gerentes (a. 1427, Denz.Sch. 1290) de Martín V y Exposcit (a. 
1489, Denz.Sch. 1435) de Inocencio VIII, en las que se concede a simples 
presbíteros dicha facultad; consta que algunos la ejercieron. Estos y otros 
casos (cfr. J. Beyer, Nature et position du Sacerdote, «Nouvelle Rev. 
Théologique» 76, 1954, 356373) arguyen la posibilidad de que el Vicario de 
Cristo, en virtud de su plenitud de potestad, haga partícipes de la misma a 
simples presbíteros -que, por ser verdaderos sacerdotes, gozan ya de la potestad 
cultual- de suerte que puedan ser ministros extraordinarios del O. Los 
canonistas medievales, al estudiar la plenitud de potestad del Papa, sentaron 
las bases doctrinales de lo que ellos llamaban «delegabilidad de la potestad de 
O.».
7. Sujeto del Orden. «Sólo el varón bautizado recibe 
válidamente la sagrada ordenación» (CIC, can. 968,1). Quedan, pues, excluidas 
las mujeres, de acuerdo con la práctica permanente de la Iglesia. Ésta no es 
antifeminista: tuvo siempre en especial honor a las viudas y vírgenes; exalta a 
María (v.) por encima de todo lo creado; afirma la dignidad de la mujer (v.) 
como persona humana y su condición de miembro activo de la Iglesia, etcétera. 
Sin embargo, siempre ha reaccionado frente a los intentos de conferir el 
sacerdocio a las mujeres, por más cualidades -humanas y sobrenaturales- que las 
adornen y por grande que pueda ser a veces la escasez de varones sacerdotes. 
Baste recordar la reacción de S. Epifanio frente a las «catafrigas» (Raer. 
49,2-3: PG 41,882). La única duda podría provenir de la institución de las 
«diaconisas» (v.), que tuvieron alguna importancia en los cinco primeros siglos; 
pero nunca fueron enumeradas entre el clero ni tuvieron la función cultual de 
los diáconos. El motivo de esta actitud no es que se piense la mujer sea 
naturalmente incapaz para las funciones del ministerio sagrado (aun cuando pueda 
tal vez decirse que el carácter público de las mismas se avenga mejor con las 
cualidades y aptitudes del sexo masculino); sino la fidelidad a un dato 
evangélico y apostólico. Hay en ello por lo demás un importante simbolismo: el 
ministro sagrado hace las veces de Cristo cabeza, quien quiso encarnarse en el 
sexo masculino.
Ya dijimos que el O. presupone el Bautismo, que es la «puerta de la vida 
espiritual» (Denz.Sch. 1314). El Conc. Niceno I, can. 19 (Denz.Sch. 128), exige 
la reordenación de los paulinistas que se conviertan, de la misma manera que 
exige que sean rebautizldos: al no ser válido su Bautismo, tampoco podía serlo 
su Ordenación.
En tiempo de Inocencio III hubo dudas sobre la validez de la Ordenación de un no 
bautizado, pero se resolvieron de acuerdo con la práctica de la Iglesia: dicha 
ordenación es nula. S. Tomás (Sum. Th. Suppl. q35 a3) aduce como razón que el 
carácter bautismal da la capacidad receptiva de los demás sacramentos, cuestión, 
por lo demás, obvia.
Además, para la licitud de la Ordenación, se requiere el estado de gracia, 
puesto que el O. es «sacramento de vivos»; libertad del candidato (CIC, can. 
971); que haya recibido la sagrada Confirmación; que sus costumbres sean 
conformes con el O. que ha de recibir, que tenga la edad canónica (22 para el 
diaconado y de 24 para el presbiterado), que posea la ciencia debida; que haya 
recibido las órdenes inferiores; que haya observado los intersticios (es decir, 
el ejercicio de las órdenes recibidas anteriormente); que posea título canónico, 
si se trata de recibir órdenes mayores; que haya realizado, al menos, los 
estudios de Teología en algún centro docente establecido para ese fin por la 
Iglesia (CIC, can. 974-979); que no tenga alguno de los impedimentos o 
irregularidades enumerados en CIC can. 984-991. En suma: la Iglesia exige a los 
ordenandos una honradez. virtud, salud física y psíquica, conocimientos y 
madurez y preparación humana que les permita ser ejemplo de los fieles, buenos 
pastores que conozcan a sus ovejas y trabajen para atraer a las que no son de 
este aprisco (cfr. Decr. Presbyterorum Ordinis, 3). La suma de todas esas 
cualidades constituye un indicio del llamamiento de Dios; si, además, se da el 
llamamiento expreso por parte de la Iglesia, existe la vocación propiamente 
dicha. Sin esa vocación nadie tiene derecho a la recepción del O. (cfr. Hebr 
5,4).
V. t.: JERARQUÍA ECLESIÁSTICA; SACERDOCIO; OBISPO; PRESBÍTERO; DIÁCONO; 
SACRAMENTOS.
N. LÓPEZ MARTÍNEZ. 
 
BIBL.: CONC. DE TRENTO, Sesión 23: Denz.Sch. 1763-1778; CONC. VATICANO II, Const. Lumen gentium, cap. III; H. BOUÉSSE, Le sacerdote chrétien, París-Brujas 1957; J. COPPENs, Le sacerdote chrétien, Ses origines et son développement, «Nouvelle Rev. Théologique», 92 (1970) 225-245 y 337-364; C. DILLENSCHNEIDER, Teología y espiritualidad del sacerdote, 2 ed. Salamanca 1964; E. DORONZo, Tractatus dogmaticus de Ordine, Milwaukee 1957-59; P. GRELOT, El ministerio de la Nueva Alianza, Barcelona 1969; M. GUERRA, Epíscopos y presbíteros, Burgos 1962; íD, Diáconos helénicos y bíblicos, Burgos 1962; J. LÉCUYER, Le sacerdote dans le mystére du Christ, París 1957; fD, Sacerdotes de Cristo, El sacramento dei Orden, Andorra 1958; H. LENNERZ, De sacramento Ordinís, 2 ed. Roma 1953; A. G. MARTIMORT, Los signos de la Nueva Alianza, 4 ed. Salamanca 1967; J. B. MONTINI, Sacerdocio católico, Salamanca s. f.; M. NICOLAU,- MinÍStros de Cristo, Madrid 1971; A. DEL PORTILLO, Escritos sobre el sacerdocio, Madrid 1970; M. SCHMAUS, El sacramento del Orden, en Teología dogmática, VI, 2 ed. Madrid 1963; F. P. SOLÁ, De sacramento Ordinís, en Sacrae Theologiae Summa, IV, 3 ed. Madrid 1956; C. ROMANIUCK, El sacl'rdocio del Nuevo Testamento, Santander 1969; O. SEMMELROTH, El ministerio espiritual (Interpretación teológica), Madrid 1967; F. TIXERONT, L'ordine e le ordinazioni, Brescia 1939; S. TomÁs DE AQuINo, Tratado del Orden, en Suma Teológica, Suplemento q33-40, ed. A. Bandera en Suma Teológica (bilingüe), t. 15, Madrid 1956, 1-153; VARIOS, Teología del sacerdocio, ed. Facultad de Teología del N. de España, 5 vols. Burgos 1969 ss.; VARIOS, El sacerdocio de Cristo y los diversos grados de su participación en la Iglesia, «XXVI Semana española de Teología», Madrid 1969.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991