Oración


I. Religiones no cristianas. II. Teología espiritual. III. Liturgia.

I. RELIGIONES NO CRISTIANAS. I. Noción. De una manera genérica; la o. puede definirse como un diálogo que el hombre mantiene con Dios. Este diálogo puede ser frecuente, o bien sólo en determinadas circunstancias. La o. aparece como una respuesta del hombre ante la presencia o manifestación de lo divino, o bien urgido por la necesidad acuciante o el peligro inminente.

El estudio de la realidad de la religión y de los fenómenos religiosos encuentra la iniciativa de la o. en Dios, que se manifiesta de alguna manera al hombre. Éste ora como respuesta. La actitud humana de respuesta, que provoca la o., es eminentemente personal, aunque con frecuencia, varios hombres aúnan su o. por estar en las mismas circunstancias o para dar más fuerza a su o. Esa actitud humana, religiosa y de respuesta, es compleja; incluye un sentimiento de dependencia, terrible o confiado, pero esencial, frente a lo divino que se alza como poderoso, majestuoso, lleno de misterio, como un absoluto que le domina y ante el cual el hombre se siente infinitamente pequeño y débil y completamente en sus manos. El hombre siente lo divino a la vez próximo y lejano, pero en todo caso provoca un deseo, fascinante o apacible, de entrar en contacto con Dios.

En todo caso, la o. propiamente dicha brota cuando lo divino se presenta con caracteres de alguna manera personales, es decir, como inteligente, dotado de voluntad y de «sentimientos», de tal modo que el hombre puede relacionarse con él a la manera humana. Entonces la o. adquiere propiamente la característica de un diálogo entre el Tú, muy grande, y el yo, muy pequeño, pero ambos, al fin y al cabo personales, comunicables, aunque en planos infinitamente desiguales.

También esta constatado que en todas las religiones, la o. lleva al hombre a la confianza en Dios, a fiarse y confiarse en Él, a pedirle ayuda en las necesidades, a considerarlo Señor bueno, Salvador, Padre, a amarlo y hasta suscitar el deseo de identificación mística. Este proceso se da en todas las religiones más elevadas, independientemente de su cronología histórica: no es efecto de ¡una «evolución» en la historia de la religión, sino del grado de interioridad de la religión, independiente de suyo del progreso de la civilización.

La actitud religiosa del hombre, incluye también el sentimiento de la certidumbre de una eficiencia divina misteriosa. Dios obra en el universo, dirige los acontecimientos… pero sus designios nos son ocultos, nos transcienden… pero nos sentimos inmersos en esos designios y quisiéramos jugar en ellos un papel. En ese clima, la o. brota también como una necesidad profunda de elevarse, por encima de las piedras y de los animales, a una vida en una esfera superior, donde se puedan desplegar las virtualidades que el hombre siente en sí, algo de lo divino que el hombre barrunta portar y que encuentra su cauce común y universal en la oración.

La oración y la fórmula mágica. Como diferencia esencial respecto de la religión, la magia se dirige a fuerzas impersonales, a seres despersonalizados que el hombre intenta controlar. Bien es verdad que en la práctica, magia y religión muchas veces presentan en la Antigüedad fronteras poco definidas, aunque sus conceptos sean nítidamente distintos. La fórmula mágica pretende dominar, controlar lo sobrenatural, o bien lo natural, por medios sobrenaturales. Está en el lado opuesto de la o., que se presenta sumisa, humilde, suplicante y confiada en la bondad y poder de Dios, o de los dioses. En la fórmula mágica, la exactitud de las palabras y de 1as acciones son primordiales y constituyen un arte arduo. Por el contrario, en la o. lo esencial es la fe, la confianza, mientras todo lo exterior y formulario es secundario. El mago es un profesional o especialista raro; el orante es cualquier ser humano con fe en Dios. La diferencia entre fórmula mágica y o. radica, entre otras cosas, en las disposiciones de quien las pronuncia y en el tono de las palabras. Las acciones o actitudes externas pueden ser parecidas, si bien aquí hay también notorias diferencias.

2. La oración en la Historia de las religiones. De modo sucinto vamos a dar noticia de cómo se presenta la o. en los principales tipos de religiones, pretéritas o aún existentes, fuera del cristianismo.

La oración en las religiones de los «primitivos». Agrupamos aquí diversos tipos de religiones de los pueblos llamados «primitivos», bien antiquísimos o bien actuales, que tienen como denominador común su elemental estado de cultura y civilización. En realidad las clasificaciones de los tratadistas en animismo, totemismo, manismo, etc., no son sino intentos desde una mentalidad moderna de reducir a esquema la psicología religiosa de estos pueblos, que de suyo es mucho más rica, compleja y hasta profunda y refinada. Entre los «primitivos» la presencia de lo sagrado y divino es muy abarcante e impregna todos los aspectos de la vida: biológico, familiar, social, cósmico. ..Hay en casi todos un dios principal, creador, señor supremo, y, por tanto, gobernador del cosmos y de la vida, legislador. ..Por debajo de él pueden existir otras divinidades con esferas o competencias concretas.

La o. se suele dar en todos estos pueblos, dirigida al dios principal ya las divinidades inferiores. Esa o. tiene una forma espontánea y usa de un lenguaje sencillamente antropológico. Sobre todo se da la o. de súplica por las necesidades corrientes de la vida y de la muerte. Generalmente la o. de súplica va acompañada por la de adoración y acción de gracias, con la enumeración de los atributos de la divinidad y su alabanza. Sorprende con frecuencia a los estudiosos el profundo sentido religioso de estos «primitivos» y su mezcla de espontaneidad, de elevación de sentimientos y de sentido fino de lo divino: suelen los «primitivos» distinguir bien entre la manifestación de lo divino en un ser material o fenómeno de la naturaleza, y ese ser concreto; lo que adoran ellos es sólo a la divinidad, cuya presencia se manifiesta a través de esas fuerzas cósmicas o de esos seres.

La oración en las grandes religiones del Oriente antiguo. Aparecen estas religiones en un lógico desarrollo a partir de las religiones de los «primitivos», pero no precisamente como una clara elevación de los conceptos religiosos de éstos, sino como un desarrollo «organizativo» y cultual, en el que el influjo de la evolución socio-política es lo más acusado. La religión tiende a hacerse nacional. A la o. espontánea e interior del primitivo se asocia la reglamentación del culto y del sacrificio, con la aparición de unas castas sacerdotales, y un carácter que tiende a la institucionalización, dentro del más amplio proceso de institucionalidad del grupo humano, convertido en ciudad o estado.

Puede concluirse, como nota común, que no hay una clara interiorización de la o. en estas grandes religiones. Su desarrollo es sobre todo exterior.

Las religiones de la cuenca mesopotámica. Aunque de diverso origen, sumerios y asirio-babilónicos llegan a presentar en tiempos ya históricos una cierta uniformidad. La característica más notoria de las religiones de estos pueblos es su concepción a la manera imperial: los dioses son concebidos y tratados como grandes reyes y señores, ante los cuales los hombres son vasallos y esclavos, cuya misión esencial es la de servir y rendir culto a aquéllos. El desarrollo del culto externo y de los grandes templos, fruto de esta concepción religiosa, facilita, a su vez, la propagación de tal concepción de la religión.

La o. se hace sobre todo oficial, externa y organizada. Pasa a ocupar un segundo plano, como complemento de los sacrificios. Está presidida por los sacerdotes; el pueblo queda relegado a un espectador que dice amén, lleno de reverencia y temor. Aparece la oración hímnica a los dioses, según la categoría de éstos; Ante calamidades nacionales o locales, las autoridades mandan al sacerdocio la ejecución de súplicas colectivas a los dioses. Aparece así la o. de lamentación, también hímnica (lamentación por la caída de Ur, de Agadé, etc.). Los grandes cultos religiosos se tiñen de fuertes caracteres mágicos, también colectivos. Es importante destacar el gran esplendor literario de la o., que adquiere formulaciones muy desarrolladas, extensas y de una gran perfección literaria y formal. Puede hablarse ya de un comienzo de los grandes rituales, con inclusión de largas y bellas oraciones fijas para los diversos cultos. Los aspectos morales reciben también cabida en esas oraciones. Pero se duda mucho que todo este esplendor cultual produjera una interiorización de la o. privada. Los investigadores piensan generalmente que las consecuencias fueron precisamente lo contrario, aunque es difícil penetrar en la interioridad religiosa de los individuos a partir de la documentación cúltica conservada.

La oración en la religión egipcia. El culto oficial tributado a los dioses adquirió un gran desarrollo y altura religiosa y moral en la milenaria historia de Egipto. De cómo fuera la o. en privado del hombre podemos acceder por el intermedio de nobles documentos. A través de ellos puede asegurarse la elevada religiosidad de los antiguos egipcios, que alababan a sus dioses en acción de gracias por los beneficios concedidos, o implorando clemencia. Aparecen profundos sentimientos de arrepentimiento, de temor religioso y de confianza y amor a la divinidad.

La literatura religiosa y litúrgica del antiguo Egipto nos ha dejado textos de una gran finura religiosa, como los Himnos a Amon-Ra, el Libro de los muertos o los antiquísimos Textos de las pirámides. Lo mismo se diga de los escritos derivados del movimiento monoteísta de Amenofis IV. Encontramos incluso una mística de la o.: la o. contemplativa en silencio, una muestra más de la profundidad del alma religiosa de este antiquísimo pueblo: Todo ello no obsta para que en la devoción popular y en ritos oficiales encontremos a veces una mezcla no fácilmente distinguible entre religión y magia.

La oración en los pueblos del Asia Menor. Antes de las invasiones de los frigios y de otros pueblos que llegaron a integrar el complejo mundo de la antigua Grecia, la documentación histórica nos permite tomar contacto con la religión de los hititas, hatti o heteos, que llegaron a constituir un imperio. La religión de los hititas parece haber hecho la síntesis de las precedentes creencias y cultos de los indígenas protohititas. Los dioses de los hatti están concebidos como grandes reyes o señores, de una manera que recuerda las religiones de la cuenca mesopotámica, aunque con menor complejidad que las cosmogonías asirio-babilónicas y con un panteón más reducido.

Los hititas desarrollaron un culto oficial reglamentado, en el que la o. acompaña a los sacrificios y las acciones cúlticas, con influjos mágicos, ya las purificaciones. Conservamos himnos de alabanza, súplica y perdón. El sentido del pecado y de la culpabilidad individual y colectiva arranca preces penitenciales de notable elevación religiosa. La o. se dirige a los dioses, protectores del pueblo. A ellos se les pide también por todas las necesidades, desde la lluvia hasta la victoria sobre los enemigos.

Los pueblos de la costa oriental del Mediterráneo. Comprendemos aquí los diversos reinos cananeos de la Palestina pre.hebrea y los antiguos fenicios. Puede decirse que los diversos cultos y dioses tienen el común denominador de las religiones típicamente agrícolas. La Arqueología ha descubierto innumerables monumentos y documentos (como la literatura de Ugarit o Rās-Samra y las cartas de Tel-el-Amarna). Las religiones cananeas y fenicias, con su com. plejidad de mitos y de cultos, se centran sobre todo en el misterio de la fertilidad, de los ciclos agrícolas. Es fundamental el sacrificio de animales, vegetales y hasta de niños. Los sacrificios se acompañan de o., que alcanzan una perfección literaria muy alta.

Existen diversos géneros de plegaria: lamentaciones, himnos de alabanza, o. de súplica, bendiciones, maldiciones, votos, augurios y hasta cultos en cierto modo mistéricos con fenómenos de excitación psicológica y éxtasis provocados. La perfección literaria de algunas de estas composiciones junto con el contacto diario de los hebreos después de la conquista de Canaán hace verosímil el influjo literario de algunas de estas plegarias cananeas especialmente en el género de los Salmos del A. T., si bien el mundo religioso de la religión veterotestamentaria sea radicalmente diverso del cananeo.

La oración en la religión griega. No resulta fácil resumir la inmensa y compleja literatura religiosa griega. Sólo el vocabulario en relación con el concepto de oración es ya riquísimo, lo cual indica también la variedad de la temática. Los griegos personalizaron en sus dioses las fuerzas de la naturaleza, las potencias fatales y muchos sentimientos del alma humana. En el complejo panteón griego y en la diversidad de los cultos mistéricos que, de una u otra manera, fueron integrados en la religión griega, es característica la interacción de dioses y hombres. Unos y otros tejen de tal manera la historia humana de los pueblos, de las familias y de los individuos, que la o. o diálogo del hombre con la divinidad aparece a cada paso y en todas las formas imaginables. El hombre griego acompaña los actos de su vida con sacrificios yo. (cfr ., p. ej., Homer6, Odisea, 3,48): así antes de entrar en combate (Id., lliada, 2,400 ss.); para interceder por los amigos y compatriotas ( lliada, 16,233 ss.). En los tiempos antiguos (cantados por Hornero), el griego tiene una amplia esperanza en la intervención de los dioses, tanto en la historia humana como en las fuerzas de la naturaleza. En esos siglos, la o. ( euchē) y orar ( eúchomai) aparecen continuamente como manifestación de una religiosidad individual sencilla pero connatural con el quehacer diario.

En la época clásica, la antigua personificación de las fuerzas en dioses sigue un proceso de humanización de éstos que llega a verdaderos extremos: los dioses se reparten sus esferas de influencia, cada vez más divididas y mermadas, mientras el concepto del hado o destino, la heimarménē, se va imponiendo, «fatalmente», sobre hombres y dioses. Entonces la o. pierde su frescor y confianza para entrar por caminos de angustia inconsolable. La religión oficial se exterioriza. El ansia de lo religioso y la búsqueda de salvación integral encuentra en los cultos de misterios lo que ya no pueden darle los sacrificios fríos de los bellos templos; pero tales ritos iniciáticos son para relativamente pocos. Por otro lado, el pensamiento griego, la filosofía racionalística, se extiende cada vez más. En la época helenística, la o. privada y sencilla ha recibido ya rudos golpes. El hombre griego más que hablar con Dios, habla de Dios y por este camino deja de hablar de Dios para hablar del hombre: la religión ha llegado a ser sobre todo una especie de antropología y filosofía; la o. se ha convertido en meditación filosófica.

La oración en la religión de Roma. Desde sus orígenes históricos, la religión romana aparece como una religión típicamente étnico-política: la religiosidad mira sobre todo a los intereses colectivos, cuyo bien condiciona de antemano la vida del individuo. Así, pues, de la antigua religiosidad agrícola, se pasó pronto al sentido de la religión nacional. Es, pues, la comunidad como tal la que ora, más que el individuo. La comunidad, representada por sus jefes, ofrece sacrificios y o. a los dioses. La religión pronto se «organiza»: aparecen los «profesionales» de la religión, el sacerdocio, que se hacen responsables de su práctica ante los dioses, en nombre del pueblo y de sus gobernantes.

Por este camino entró el formalismo en la religión y en la o. de Roma. Las gentes más religiosas son las que mejor conocen los ritos, mientras las disposiciones internas son relegadas a un segundo plano. Ello no quiere decir que el hombre y la mujer romanos no oren privadamente; pero las circunstancias externas no le ayudan. La exteriorización y oficialización de la religión en Roma influye para que también el hombre, privadamente, esté preocupado de la recta forma de orar. Tiene sus dioses y devociones particulares, pero anda temeroso de no expresarse bien ante ellos.

Las grandes religiones monoteístas. Dejando aparte el monoteísmo de la mayoría de los pueblos primitivos ya mencionados, y de otros aparentemente politeístas pero con una concepción de un solo Dios supremo o verdadero, las grandes religiones monoteístas que han alcanzado expansión en el tiempo y en el espacio han surgido del Oriente Próximo y Medio. Desde el aspecto gen ético puede decirse que estas religiones se reducen a dos: el mazdeísmo y la Revelación bíblica. Ésta, de hecho, se encuentra desde hace siglos dividida en tres religiones: Judaísmo, cristianismo e islamismo. Pero esto ha sido por voluntad de los hombres, no porque intrínsecamente tuviera que ser así. En efecto, la revelación del A. T. es la larga etapa que culmina en Jesucristo, plenitud de la Revelación divina. Al no aceptar a Jesús como el Mesías e Hijo de Dios, las clases dirigentes de Israel arrastraron a la mayor parte de su pueblo a seguir anclados en una espera que no llega nunca, mientras una parte pequeña de ese pueblo judío creyó en Jesucristo y, tras la repulsa del judaísmo oficial, se constituyó sociológicamente en otra religión. El caso del islamismo es menos evidente, pero en el fondo todos los elementos religiosos fundamentales de la religión.de Mahoma proceden de la revelación bíblica, del A.T. y del N.T., interpretados y vividos de modo peculiar por la singular personalidad del profeta de la Meca. Al, ocuparnos aquí sólo de la o. en las religiones no cristianas, no se tratará de la o. en el cristianismo (para ello v. 11-111) y sólo se abordará el tema en el judaísmo, en cuanto que éste se constituye como fuera del proceso de la revelación divina que desemboca en Jesucristo.

Mazdeísmo, judaísmo e islamismo tienen de común que adoran al Dios único, ser personal, creador del universo visible e invisible, todopoderoso, providente, infinitamente sabio y bueno, que premia y castiga a sus criaturas inteligentes, según una justicia y misericordia incontestables. Dios se revela como ser trascendente y al mismo tiempo próximo y accesible. Su Revelación es normalmente por medio de profetas y enviados y se expresa en el lenguaje humano de los respectivos pueblos. Dios ofrece la salvación y exige la fe y la obediencia. La o. brota necesariamente y con fuerza en las religiones monoteístas. Es la respuesta del hombre a ese Dios personal que ha iniciado el diálogo revelando su intimidad. Éste se sabe en dependencia total de Dios, pero plenamente confiado en la bondad divina. Junto a la o. surge el culto a Dios (muy reducido en el Islam). Pero en estas religiones la o. es lo esencial, lo imprescindible. Tal o. conduce a la perfección ya la felicidad eterna, ya incoada en la tierra. La vía mística está siempre abierta como posibilidad al orante, y en casos relevantes, se produce con delicadísimos efectos.

La oración en el mazdeísmo. Ahura-Mazda, Dios del cielo y de la tierra, creador, legislador, providente, se revela a su profeta y sacerdote Zoroastro. Es el Dios único, aunque junto a él están los principios del Bien y del Mal, confusamente concebidos, pues no son dos dioses, aunque los especialistas en su intento de explicarse de alguna manera hablan de ellos como de dos «hipóstasis».

Los modelos de la o. mazdeísta se encuentran en el Avesta; especialmente en la parte llamada Yasna, que constituye como un ritual, con los cantos y sermones (gatha) de Zoroastro. Son o. de gran elevación y finura religiosa, en las que junto a la petición de diversas necesidades se acentúa la súplica de los bienes religiosos, morales, bien del prójimo y del mundo, de los moribundos y de los difuntos. El dualismo Bien-Mal arranca profundas súplicas para librarse del último. En la actualidad se conservan esencialmente los valores de la o. mazdeísta, dentro de un acentuado monoteísmo, en el parsimo.

La oración en el judaísmo. Más que un estudio de la o. en el A. T. nos vamos a referir a la plegaria judaica que puede asociarse directamente con el culto de las sinagogas, aparecidas tras la destrucción del Templo y dispersión del pueblo por Nabucodonosor a fines del s. VI a C. Las fuentes en que nos fijamos para el estudio de la o. entre los judíos no son los libros inspirados del A. T. sino la literatura religiosa no canónica, esto es: la Misnáh, con sus principales tratados a este respecto, las Berakhot, la Ta'nīt y Megilla. También otras colecciones como los Manuscritos de Qumrān. De todos modos, la devoción sinagogal se inspiró en el culto del Templo, acomodándolo a las situaciones más difíciles de la diáspora.

La o. aparece muy reglamentada, tanto en sus horas y fiestas, como en su contenido. Se establecen cuatro horas o momentos de o. al día, en recuerdo de los sacrificios del Templo; son llamadas saharít, minháh, ma'aríb y musáf.

Su contenido está compuesto de pasajes selectos de la Ley y de los Salmos canónicos. El pueblo participa más o menos, en todo caso con el Amén. De estos cuatro momentos, adquieren con el tiempo importancia capital dos conjuntos de o., que llegan a ser las fundamentales en la piedad israelita, tanto pública como privada; son la sema' y la tefilláh. La sema' está íntegramente constituida por varios pasajes del A. T. (Dt 6,4-8; 11,13-21; Num 15,37-41). La tefilláh incluye bendiciones, peticiones y acciones de gracias, de origen muy antiguo pero no literalmente sacadas del A. T., sino con acomodaciones. Junto a estas o. fijas y reglamentadas, el Talmud aconseja la concentración mental (kawwán) y, en general, la piedad israelita es libre de componer o. para la devoción privada, que cada orante puede utilizar. De aquí surgieron las bellísimas piyutīm o poesías religiosas de los hebreos españoles del Medievo.

La oración en el islamismo. El Islam es una de las pocas religiones que no tiene sacrificios rituales propiamente, dichos y, por tanto, carece de sacerdocio, de altar, y de templo. Las mezquitas no son templos, sino sitios de reunión de la asamblea de fieles para orar y para oír la predicación (iutba). Por ello, la o. es la base única esencial de la piedad islámica. El Corán, libro sagrado del Islam, contiene escasas especulaciones sobre las verdades religiosas. Más bien alude a ellas como ya sabidas y está

entretejido de o. y exclamaciones de alabanza a Dios. El Corán significa la lectura (al-Qur'ān) y presupone en su contenido el A. T. y el N. T., parcial y confusamente conocidos e interpretados.

El término fundamental para designar la o. es salát (emparentado con el siriaco selotá'). Aunque hay también otros, como dikr, «recuerdo», que designa un tipo de o. jaculatorias en las que lo principal es el «recuerdo» o repetición del nombre de Dios, Alláh, acompañado de: alguno de sus atributos, cómo, p. ej., la frase Allahu-Akbar, «Dios es Grande», llamada takbir, que suelen repetir incesantemente los piadosos musulmanes para mantener la presencia o recuerdo de Dios a lo largo del día y que recitan mientras pasan con la mano las cuentas de un collar. En tiempos de Mahoma (Muhammad) se hacía la salat tres veces al día. Más tarde, se desdoblaron estas o., llegando a las cinco «horas», a las que los almuédanos invitan a los fieles desde lo alto de los alminares de las mezquitas.

Los gestos que acompañan a la salat son importantes de observar, pero sencillos. Son precedidos en determinadas ocasiones de la ablución purificatoria ( gusli, la orientación hacia la ka’aba de La Meca (qibla), indicada en las mezquitas por el mithrab. La o. es obligatoria para todo musulmán en condiciones normales. Se requiere la intención o atención (niyà). El servicio religioso de los (viernes (yaum al-ŷami"a) está integrado por diversas o.: y el sermón (jutba) .El servicio lo dirige el imām, y si no lo hay, uno de los fieles más idóneos. La mística: ha tenido, por influencia cristiana sobre todo, algún desarrollo en el islamismo (sufies). Partiendo de las o. normales descritas, el místico se ejercita incesantemente en el dikr y su o. incluye los silencios contempla ti vos en búsqueda de la unión con Dios (tawthid).

3. Conclusión. A lo largo de toda su historia el hombre I no ha sido abandonado de Dios. Fuera de la divina Revelación sobrenatural, preparada por Dios en el A. T. y realizada plenamente en Jesucristo, Dios ha movido el alma humana a buscarle, por muy variados caminos, entre los que es constante la o. Ésta ha constituido el elemento esencial y común a todas las diversas expresiones de la religión.

La historia de las religiones ha redescubierto que la dimensión religiosa del hombre le es tan esencial como el pensamiento y la razón. Sólo en escasísimas coyunturas históricas, del todo excepcionales, la dimensión religiosa parece percibirse menos, pero nunca con carácter general, sino individual (determinadas personas irreligiosas/dentro de una sociedad religiosa) o de grupos (determinados grupos irreligiosos dentro de la sociedad religiosa, aunque en algún caso el grupo pueda dominar políticamente a la mayoría). Parece que, en toda la historia humana, los periodos más arreligiosos han sido los tiempos de la decadencia del Imperio romano y la época actual. Sin embargo, aun dentro de ellos, se han dado individualidades y colectividades intensamente religiosos.

Pero aún más clara que la conclusión anterior es que la o. es la expresión más común y más neta de toda religión; después siguen los sacrificios y diversas formas de culto. La historia de las religiones puede hoy día afirmar que la o. es una constante que se da siempre en todas las religiones. Entre éstas se encuentran algunas que no tienen sacrificios propiamente dichos (como el Islam), otras que no tienen ritos, o dogmas, o sistemas teológicos definidos... Pero no hay una sola religión donde no exista la o. Hasta el punto de que puede establecerse la conclusión de que no es posible la religión sin algún tipo de o., y viceversa, cuando se da de alguna manera la o. es que, al menos en el fondo, hay religión.

BIBL. : A. GONZÁLEZ, Prière, en DB (Suppl.) 44, 555-563; H. LESÊTRE, Prière, en DB V, 663-676; A. M. DI NOLA, La preghiera dell'uomo. Il dialogo con Dio in tutti i tempi, presso tutti i popoli, Parma 1957; A. BROS, La religion des peuples non civilisés, París 1907; R. DUSSAUD, La religion de Babylonie et d'Assyrie; la religion des Hittites et des Hurrites; des Phéniciens et des Syriens, París 1945; A. ERMAN, La religion des Egyptiens, París 1937; G. FURLANI, La religione degli Hittiti, Bolonia 1936; S. MORENZ, La religion égyptienne, París 1962; A. PARROT, Gestes de la prière dans le monde mésopotamien, en Homage a w. Vischer, Montpellier 1960, 177-180; R. RINALDI, La preghiera nell'Antico Testamento, Milán 1961; A. BARUCQ, Péché et innocence dans les Psaumes bibliques et les textes religieux du Nouvel Empire, Lyon 1948; A. ALV AREZ DE MIRANDA, Las Religiones Mistéricas, Madrid 1961; G. BOISSIER, La religion romaine, París 1884; I. ELBOGEN, Gebet im Judentum, en RGG 1I,1217-1218; I. ZOLLI, Tetillah, «Anuario di Studi ebraici», (1934) 93-100; A. J. WENSINCK, Salat, en Enc. Islam, IV,93-10o. Para todo el Lejano Oriente, incluidos India, China y Japón: TH. OHM, L'Amore a Dio nelle religione non cristiane, Alba 1956.

J. M. CASCIARO RAMÍREZ.

II. TEOLOGÍA ESPIRITUAL. La oración (del latín oratio, facultad de hablar, discurso, plegaria) es «súplica, deprecación, ruego que se hace a Dios ya los santos; elevación de la mente a Dios para alabarle o pedirle mercedes» (Dicc. de la Real Academia). Teológicamente no es fácil dar una definición, dada la gran cantidad de facetas que presenta en la vida cristiana. En sentido amplio, o. significa toda elevación del alma a Dios, como sucede en la meditación, la contemplación, la fe actual, el amor de Dios, etc. En ese sentido decía s. Agustín que la vida del justo es o. ( Liber de spiritu et de anima: PL 39,18-37). Más estrictamente, o. es la elevación de la mente y del corazón a Dios con la intención de honrarle, de rendirle el debido homenaje y manifestarle nuestra sumisión. y en un sentido aún más restringido - el predominante en la primitiva teología - o. significa la plegaria, la petición a Dios de un bien. Una de las mejores formulaciones de la o. en ese sentido se debe a S. Juan Damasceno: «elevación de la mente a Dios para pedirle cosas convenientes» (De fide, 3,24) (cfr. J. Mausbach, a. Ermecke, o. c. en bibl. 262).

En su acepción más común y general, la o. es un diálogo del hombre con Dios. Es clásica la definición de S. Teresa: «comunión de amistad en la que el hombre se encuentra cara a cara ya solas con aquel Dios del que se siente amado». Este coloquio del alma con Dios constituye la verdadera oración: «Me has escrito... 'orar es hablar con Dios. Pero, ¿de qué? - ¿De qué? De Él, de ti: alegrías, tristezas, éxitos y fracasos, ambiciones nobles, preocupaciones diarias... ¡flaqueza! : y hacimientos de gracias y peticiones: y Amor y desagravio. En dos palabras: conocerle y conocerte: ¡tratarse!» (J. Escrivá de Balaguer, Camino, 23 ed. Madrid 1965, n° 91).

I. La oración en la Sagrada Escritura, Tradición y Magisterio. a) Sagrada Escritura. En el A. T. la figura de Moisés es muy relevante, pues en consideración a su plegaria Dios salva al pueblo escogido (Ex 33,11-14.17; 33,13). Los profetas fueron hombres de o. (1 Reg 18,36 ss.) e intercesores (ter 15,1). En este mismo sentido se puede considerar la actuación de Esdrás y Nehemías (Esd 9,615; Neh 1,4-11). En los libros posexílicos aumentan en número las o. personales (Ion 2,3-10; Idt 9,2-14; Est 4,17). Los salmos constituyeron sobre todo una o. litúrgica (Y. 111), pero también se utilizaron como expresión de la o. personal (Ps 16; 17; 18; 23; 25). En los salmos aparece la confianza en Dios como el motivo fundamental de la o. (Ps 25,2; 55,24). Esta confianza hará acto de presencia en la alabanza a Dios, en la súplica y en la acción de gracias (Ps 140,14; 22,25 ss.).

En el N. T. destaca la o. del Señor. Como Hijo único de Dios, Jesucristo nos testimonia que está en continua comunicación con su Padre. Ora en el Bautismo (Lc 3,21); en su primera manifestación en Cafarnaún (Mc 1,35; Lc 5,16); en la elección de los Apóstoles (Lc 6,12). Noches enteras pasa el Señor en diálogo de o. con su Padre (Lc 3,21; 5,16; 6,12; 9,29; 10,21 ss.). Jesús enseñará a sus discípulos que han de orar en todo tiempo (Lc 18,1). La plegaria de Jesús pone de manifiesto su confianza filial con Dios-Padre que se traducirá en la familiar expresión de Abba, Padre (Mc 14,36). Lo mísmo sucede con las diversas peticiones que formula en la o. sacerdotal (10 17), poco antes de su Pasión (Mt 26,36-46; Mc 14,32-42; Lc 22,40-46), y en la petición por sus verdugos (Lc 23,34). Jesús - ante la pregunta de uno de sus discípulos - ha dejado a los cristianos no sólo el modelo de su propia o., sino también el cómo y la manera de hacerla (Lc 11,1-4). El Señor instruye a sus discípulos para que hagan bien la O., sin charlatanería (Mt 6,5-15); con una postura de humildad, tal y como nos lo señala la parábola del fariseo y el publicano (Lc 18,9-14); en unión de la fe y la confianza, como requisitos de eficacia para el orante (Mt 11, 24; Lc 17,5 ss.).

Los primeros cristianos de Jerusalén conservan las horas judías de o. (Act 3,1; 9,10). La o. que realizan tiene un contenido de acción de gracias y de alabanza (Act 16,25; Rom 7,25; 9,5; I Cor 15,57; Eph 1,3; I Tim 1,17); sin embargo, siguiendo las indicaciones del Señor, la petición ocupa también un amplio espacio (Act 4,24-30; 12,5; Rom 1,9; 2 Tim 1,3). Por lo general, la o. la dirigen a Dios Padre en nombre de Jesucristo (Eph 5,20), aunque se utilicen también otros modos, como dirigirse directamente a Jesús (Act 7,59). Hay una gran libertad en este sentido, aun cuando las fórmulas de la o. litúrgica ejerzan también su influjo en la o. Personal.

b) Padres y escritores eclesiásticos. La Didajé (8,3) al hablar de la o. cita en primer lugar al Padrenuestro, señalando que se deberá rezar de este modo tres veces al día. La o. personal de los mártires se manifestará muchas veces como plegaria de adoración y acción de gracias (Mart. S. Polycarpi, 14,3). Las peticiones de las o. cristianas se harán también en favor de las autoridades civiles, aun cuando sean perseguidoras del cristianismo (Clemente Romano, 1 Ep. 61,1). La o. en el Pastor de Hermas discurre por los cauces de glorificación a Dios y de acción de gracias (Visio 3ª, 4,2-3; 10,7; Mand. 5°, 1,6). S. Ireneo trata de la o. como testimonio, y, a veces, la enmarca dentro de un paralelismo con la o. de los profetas ( Adv. Haereses, 3,6,4). También destaca en la o. el sentido de la filiación divina (ib. 5,8,1). Tertuliano escribirá un tratado sobre la o. de carácter esencialmente práctico. En su comentario sobre el Padrenuestro, da una serie de prescripciones acerca de la o. y subraya la posición de hijos adoptivos de Dios que los cristianos deben adoptar en la plegaria; finalmente, se extiende en unos comentarios detallados respecto a las horas, lugares y posturas más convenientes para hacerla ( De oratione, 2; 15; 17; 20; 22).

Aunque Clemente de Alejandría no compuso ningún libro sobre la o., encontramos datos y alusiones a ella en sus diversas obras. Así en el Pedagogo podemos anotar una o. - con la que termina el libro - dirigida a Cristo en unión con el Padre y el Espíritu Santo (Paed. 3,21; 101,1,2). En los Stromata se dedica a precisar en qué consiste la verdadera o. para un auténtico creyente y dice que no está ligada a un tiempo, ni a un lugar, ni a una fórmula. Es un estado que abarca toda la vida y transforma el hombre total (Strom. 7,35,1,3). El creyente incluye al mundo entero en su o. (ib. 7,41,4). Finalmente, la o. es una contemplación de Dios (ib. 7,49,4). S. Cipriano de Cartago hizo también un comentario del Padrenuestro, siguiendo la misma línea marcada por Tertuliano ( De dominica oratione). S. Juan Crisóstomo refiere en sus homilías algunas consideraciones en torno a la o. (In Gen. 30,5) y explica con gran precisión las condiciones para hacerla bien (In Matt. 19,3-7; 23,4; 60,2-3).

S. Agustín nos ilustra acerca de la o. en una carta a Faltonia Proba ( Ep. 30). Detalla el objeto de la plegaria (Ep. 130,4,9-8.15); expone la conveniencia de la o. vocal (ib. 130,9,18), y el tiempo que se le debe dedicar (ib. 130, 10,19); hace también una bella exposición del Padrenuestro (ib. 130,14-25.27). Casiano, siguiendo a S. Pablo ya Orígenes, distingue cuatro tipos de o.: peticiones, oraciones, súplicas y acciones de gracias (Collationes, 9,9) y dedica un comentario a la o. dominical (ib. 9,17-24). La o. más perfecta para él es la de simple presencia en silencio (ib. 9,25). S. Gregorio Magno hablará de la necesidad de la o. (In Lc. 1; 2,3-6); en sus Moralia describe las distintas etapas del alma hasta que llega a la contemplación. Para la importancia de la o. en los monjes.

c) Magisterio de la Iglesia. El segundo Conc. de Orange (529) se pronunció sobre la necesidad de la o. en los siguientes términos: «aun los bautizados y justificados deben implorar siempre el auxilio de Dios para llegar a feliz término y perseverar en las buenas obras» (Denz. Sch. 380). Posteriormente, el Conc. de Trento afirma, recogiendo las palabras de S. Agustín: «Dios no nos manda cosas imposibles, pero al mandarnos amonesta que hagamos lo que podamos y pidamos lo que no podemos, y nos socorre para que podamos» (Denz.Sch. 1536). Inocencio XI condenó la proposición de Molinos que decía: «El que está resignado a la divina voluntad no conviene que pida a Dios cosa alguna, porque el pedir es imperfección» (Denz.Sch. 2214).

En la enc. Mystici Corporis, Pío XII condena algunos errores modernos sobre la o.: «Hay quienes niegan a nuestras oraciones toda eficacia propiamente impetratoria o que se esfuerzan por insinuar entre los fieles que las oraciones dirigidas a Dios en privado son de poca eficacia, mientras que las que valen de hecho son más bien las públicas, hechas en nombre de la Iglesia, ya que brotan del Cuerpo Místico de Jesucristo. Todo esto es ciertamente erróneo» (Denz.Sch. 3820). Esta misma doctrina, en un tono positivo, ha sido reafirmada por el Conc. Vatica. no II: «el cristiano, llamado a orar en común, debe, no obstante, entrar también en su cuarto para orar al Padre en secreto; más aún, debe orar sin tregua, según enseña el Apóstol» (Const. Sacrosanctum Concilium, 12). Los cristianos laicos ejercitarán también el sacerdocio común de los fieles a través de la o. (cfr. Const. Lumen gentium, 10). Igualmente será un gran medio para conseguir la unidad con los hermanos separados (cfr. Decr. Unitatis redintegratio, 4 y 8).

2. Naturaleza. S. Tomás estudia la o. dentro de la virtud de la religión, como un acto propio de ella, por cuanto la o. supone rendir a Dios honor y reverencia, lo que constituye el objeto propio de esa virtud (Sum. Th. 2-2 q83 a3). La o. es el acto propio de la criatura racional (ib. a 10) y el resultado del sentimiento de dependencia del hombre con respecto a Dios: de ahí la súplica, la petición de perdón, etc. En la vida cristiana la o. se funda en las tres virtudes teologales y por esta razón es el acto de una virtud sobrenatural: «el Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza, porque nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene; pero el mismo espíritu intercede por nosotros con gemidos inenarrables» (Rom 8,26).

a) Clases o modos de oración. Mental y vocal. La o, mental es la que se hace con sólo la mente, aunque también se suele entender por tal la que se realiza con otros actos interiores que tengan por fin la unión con Dios, como son el recogimiento, la consideración, el examen, o el simple movimiento del alma hacia Dios. La o. vocal - que también es mental, si no no sería o. - es la que se manifiesta exteriormente, ya sea con la palabra, ya sea de otra forma. S. Tomás indica la conveniencia de que «el hombre se mueva con palabras para orar devotamente» (In lib. Sent. 17 d15 q4 a4). En la Sum. Th. añadirá dos razones más: para cumplir un deber de justicia, como es servir a Dios con todo lo que Él nos dio, es decir, con la mente y el cuerpo; y porque las palabras constituyen un cierto desbordamiento del alma sobre el cuerpo, causado por un amor vehemente (cfr. Sum. Th. 2-2 q83 a 12).

Pública y privada. La o. pública es la que se hace en nombre de la Iglesia, por "un ministro destinado legítimamente a este fin (CIC, can. 1256; v. III). Este tipo de o. suele tener un carácter eminentemente litúrgico, como le ocurre al rezo del Oficio divino. Ésta es la que S. Tomás denomina o. común; y considera que debe manifestarse en alta voz para que el pueblo fiel tenga conocimiento de ella. Por el contrario, reservaremos el nombre de o. privada para aquella que ofrece la persona individual por sí o por los demás.

Como las virtudes, la o. tiene también sus partes subjetivas. Y en este sentido se suelen distinguir las siguientes especies: o. de adoración, de acción de gracias, y de impetración. La adoración es el reconocimiento; de nuestra condición de criaturas y de nuestra dependencia absoluta de Dios. Esta o. es fundamentalmente una plegaria de sumisión y de adhesión a la voluntad de Dios. La acción de gracias sigue a la adoración, ya que se trata de agradecer a Dios, en razón de que es nuestro Bienhechor por excelencia. La o. de impetración surgirá ante las necesidades que el hombre no puede satisfacer por sí mismo. Aquí se podría incluir también la llamada o. de propiciación por los pecados cometidos.

b) Necesidad y conveniencia. El Catecismo de S. Pío X afirma: «es necesario orar y orar frecuentemente porque Dios lo manda y ordinariamente, sólo si se ora, concede el Señor las gracias espirituales y temporales» (n° 419). La o. es necesaria con necesidad de precepto y de medio. La primera responde a un mandato mientras que la segunda tiene un grado de necesidad tal que viene exigida por la naturaleza misma de las cosas. La o. es necesaria de precepto porque existe un mandato divino en ese sentido: «Vigilad y orad» (Mt 26,41). «Es preciso orar en todo tiempo y no desfallecer» (Lc 18,1). Pero la o. es también necesaria con necesidad de medio. Así lo afirma S. Tomás: «Todo hombre está obligado a orar por el mismo hecho que él está obligado a procurarse los bienes espirituales que no le pueden venir más que de Dios, y que, por consiguiente, no pueden serle dados sin que él los pida» (In IV Sent. d15 q4 al ad3).

La obligación de la o. suele considerarse como grave en algunos casos (al comienzo de la vida moral, en peligro de muerte, y en general frecuentemente en la vida, decían los moralistas clásicos), aunque la determinación de esta frecuencia se preste a diversas interpretaciones por parte de los mismos moralistas. Además de esa obligación, otros autores se ocupan también de examinar las razones de conveniencia que concurren en la o., destacando su valor en la realización de los planes divinos (cfr. Sum. Th. 2-2 q83 a2). En cualquier caso, no se entendería la vida cristiana sin o., ya que ésta «es el cimiento del edificio espiritual» O. Escrivá de Balaguer, o.c. n° 83). La o. es además el adecuado cauce de expresión de la filiación divina, del ejercicio de las virtudes teologal es y de la eficacia sobrenatural del apostolado. Está tan íntimamente unida a la santidad, que no es posible que exista ningún santo sin o.

c) La oración de petición. «Debemos pedir a Dios su gloria, y para nosotros la vida eterna y también las gracias temporales» (Cat. S. Pío X, n° 423). Es indudable que lo primero a pedir son los bienes espirituales que causan nuestra bienaventuranza y nos permiten merecerla, lo que constituye un bien superior a cualquier otro temporal (cfr. Sum. Th. 2-2 q83 a5). Después se pueden pedir las cosas temporales en cuanto que son bienes deseables.

Las siete peticiones del Padrenuestro componen el objeto de la o. que S. Tomás considera - siguiendo una tradición multisecular - como la más perfecta. A la o. dominical dedica todo un artículo de la Summa, analizando por orden cada una de las peticiones. Como lo primero que mueve a la voluntad es el fin, y luego los medios que a él conducen, dado que nuestro fin es Dios, a Él tenderá nuestro corazón de un doble modo: en cuanto deseamos su gloria y en cuanto queremos gozar de ella. Así, pues, en la primera petición decimos: «santificado sea tu nombre», con lo que pedimos la gloria de Dios; en la segunda decimos: «venga a nosotros tu reino» y en ella pedimos ser conducidos a la gloria de su reino. En relación a los medios para alcanzar ese fin, se sitúan las demás peticiones, bien sea de un modo directo, y así tenemos: «hágase tu voluntad así en la tierra como en el Cielo»; bien sea de un modo instrumental, y éste es el objeto de la siguiente petición: «El pan nuestro de cada día dánosle hoy» (ya se entienda como pan natural o como S. Eucaristía). Por último, como apartar los obstáculos también nos conduce accidentalmente a la bienaventuranza, podemos igualmente deducir la razón de ser de las tres últimas peticiones: «perdónanos nuestras deudas; no nos dejes caer en la tentación y líbranos del mal» (cfr. Sum. Th. 2-2 q83 a9).

La o. puede considerarse como una petición dirigida directamente a Dios para que el mismo nos la conceda, o como una petición indirecta, es decir, a través de un intercesor: la Virgen, los Angeles o los Santos. El Conc. de Trento declaró la utilidad y la conveniencia de invocar a los Santos y venerar sus reliquias y sagradas imágenes: Denz.Sch. 1744; 1755; 1821; 1867; sobre la mediación de la Virgen.

En general, se puede hacer o. de petición en favor de cualquier persona, por las almas del purgatorio, y, por supuesto, por nosotros mismos. La razón de ello está en la caridad que nos urge a desear el bien para los demás y para nosotros. En relación con los enemigos es de destacar la obligación general de pedir por ellos, según preceptúa la caridad. El orar en particular por los enemigos puede constituir una obligación en casos de necesidad, o si pide perdón; en otros casos, ya no sería de necesidad estricta sino perfección (cfr. Sum. Th. 2-2 q83 a8).

d) Cualidades y condiciones. El Catecismo de S. Pío X (n° 268) enumera, entre otras, las siguientes disposiciones para hacer bien la o.: recogimiento (cfr. Mt 5,5 ss.), humildad (cfr. Lc 18,9 ss.), confianza (cfr. Lc 12,22 ss.), perseverancia (cfr. Lc 11,5 ss.), resignación. Se acostumbran a mencionar dos condiciones importantes para lo o.: la intención y la atención. Por intención se entiende aquel acto de la voluntad que se propone talo cual fin. Por atención se entiende aquel acto de la inteligencia que se aplica a talo cual objeto. Así, pues, para que exista verdadera o. se precisa que haya intención de orar, aunque es suficiente la intención implícita y virtual. No es preciso que sea actual, aunque ésta sea la más recomendable. Por intención virtual se entiende aquella intención que deja de ser actual, pero que persevera e influye en la o. También se precisa atención. S. Tomás distingue tres clases: una es la atención en pronunciar las palabras para que no se deslicen errores; otra es la atención al sentido de las palabras; la tercera es la atención al fin de la o., que no es otro que Dios y aquello que decimos; esta última es la más necesaria y está al alcance de todos (cfr. Sum. Th. , ib. a13).

e) Dificultades. La ausencia de alguna de esas disposiciones y cualidades antes mencionadas supondrá un obstáculo en el ejercicio de la o. Los autores suelen hacer hincapié en dos tipos de dificultades: las distracciones y la sequedad espiritual.

Las distracciones son pensamientos o imaginaciones que desvían la atención del objeto propio de la o. Sus causas son muy variadas. Unas son independientes de la voluntad: de origen temperamental (labilidad imaginativa, inclinación hacia las cosas exteriores, incapacidad de fijar la atención o de prorrumpir en efectos, pasiones vivas no bien dominadas que atraen continuamente la atención hacia los objetos queridos, etc.); la salud precaria y la fatiga mental, que impide fijar la atención; el demonio, etc. Otras son voluntarias: falta de la debida preparación próxima, en cuanto a tiempo, lugar, postura, poco recogimiento, disipación habitual, tibieza, curiosidad, etc.

Como remedios prácticos se recomiendan: en cuanto a las causas independientes de la voluntad, la lectura de algún libro espiritual; fijar la atención en una imagen que facilite la devoción; escribir o tomar notas durante la o. Como norma general es conveniente no impacientarse, sino volver con suavidad al recogimiento interior, tantas cuantas veces sea preciso. En cuanto a las causas que dependen de la voluntad hay que procurar suprimirlas; para ello convendrá cuidar el silencio, la guarda de los sentidos y del corazón, la mortificación de la imaginación, etc. Para la sequedad.

f) Valor y eficacia. S. Tomás (cfr. ib. a7.12-16) asigna a la o. cuatro valores: a) Satisfactorio: La o. brota de la caridad como de su fuente; supone un acto de humildad y un cierto acto de justicia, en cuanto deber de correspondencia con la mente y el cuerpo que Él nos dio. b) Meritorio: La o. recibe su valor meritorio también de la caridad; la o. como las demás obras virtuosas está sometida y se rige por las mismas leyes generales del mérito. c) Impetratorio: El Señor, en virtud de sus promesas, concederá las cosas que se le pidan en la o., siempre que reúna las condiciones de una buena o.; este valor hace referencia a la misericordia de Dios, se funda en la fe y basta con la atención inicial para que sea fructuoso. d) Cierta refección espiritual: este efecto se produce en la o. por su sola presencia; consiste en una especie de devoción y deleite del alma que nutre sus potencias.

La eficacia impetratoria de la o. está asegurada por la promesa divina: «Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá. Porque quien pide recibe, y quien busca halla, ya quien llame se le abrirá» (Mt 7,7 ss.). No significa eso que la o. del hombre tenga la finalidad de modificar o de invertir los designios divinos, pero puede implorar y preparar su actuación. Si en ocasiones la o. no es eficaz se debe a que se pide lo que no conviene (primero hay que pedir bienes espirituales; luego, si convienen, bienes materiales) o a que carece de aquellos requisitos necesarios para que Dios escuche: humildad, confianza, perseverancia, etc. Por lo demás, algunas veces esta ineficacia es sólo aparente, bien porque Dios retarda el bien espiritual pedido, bien porque concede otros distintos de los solicitados (cfr. Iac 4,13). Con esas advertencias, puede decirse que la o. es siempre eficaz, porque Cristo ha empeñado su palabra: «si vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre que está en los cielos concederá cosas buenas a los que se lo piden! » (Mt 7,11).

BIBL. : Catecismo del Conc. de Trento, 4ª parte, Madrid 1971; Catecismo S. Pío X, 37 ed., Madrid 1958; S. TOMÁS, Summa Theologica, 2-2 q83; E. BEAUCAMP, I. R. RELLES, La oración del pueblo de Israel, Barcelona 1969; A. HAMMAN, D. ROPS, Oraciones de los primeros cristianos, Madrid 1956; L. BOUYER, Diccionario de Teología, Barcelona 1968, 493-496; F. SPADAFORA, Diccionario bíblico, Barcelona 1968, 437-439; A. FONCK, Prière, en DTC 13, 169-244; J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Vida de oración, Madrid 1973; J. DAUJAT, Orar, Andorra 1965; I. M. L. MONSABRÉ, La prière, París 1906; A. D. SERTILLANGES, La prière, París 1914; R. GUARDINI, Initiation a la prière, París 1951; L. CERFEAUX, La prière, París 1959; E. BOYLAN, Dificultades en la oración mental, 6 ed. Madrid 1967; A. HAMMAN, La oración, Barcelona 1967; F. MOSCHNER, La oración cristiana, 2 ed. Madrid 1966; R. GARRIGOU-LAGRANGE, Las tres edades de la vida interior, Buenos Aires 1944; A. ROYO MARÍN, Teología de la perfección cristiana, 5 ed. Madrid 1968, 626-661; A. TANQUEREY, Compendio de Teología Ascética y Mística, París 1960, 329-348; G. THILS, Santidad cristiana, 4 ed. Salamanca 1965, 511-530; F. WULF, Oración, en Conceptos Fundamentales de la Teología, III, Madrid 1967, 228243; G. M. GARRONE, Rezar, hoy, Madrid 1966.

D. RAMOS LISSÓN.

 

III. LITURGIA. 1. Oración y Liturgia. La o. es para la vida humana espiritual como la respiración para el cuerpo; la práctica y la teoría, la historia y la teología, muestran esa necesidad ininterrumpida de orar, de buscar el diálogo y la relación personal con Dios, de quien el hombre procede ya quien, en último término, se dirige (v. I-II). Las diferentes formas y clases de o. (de alabanza y adoración, de acción de gracias, de petición o súplica, de expiación) pueden ser solamente internas, de la mente y del corazón, o ir acompañadas y expresadas por palabras y gestos; en la Liturgia cristiana se dan ambas, o. interior y exterior; además se ha de considerar que la o. exterior (vocal, se dice a veces) si no va acompañada de la interior quedaría vacía de contenido y no sería auténtica o.

La o. llena, como uno de sus elementos fundamentales, toda la Liturgia. La Liturgia es culto público y oficial a Dios de toda la Iglesia, Jesucristo cabeza y su Cuerpo místico, y al mismo tiempo es obra de. Dios que por ella santifica a los hombres; está constituida de ritos y o.: o. acompañadas de ritos, acciones, o gestos. Ritos y gestos de los que son esenciales los instituidos por Cristo: los sacramentos que confieren la gracia para santificar al hombre ya su vida. Pero al mismo tiempo, esos ritos son en cierto modo o., plegaria a Dios. De una doble forma, pues, la Liturgia es o.: en cuanto ésta acompaña o en cuanto forma parte de los ritos. Sin embargo, hay que distinguir entre los ritos en sí y la o. propiamente dicha. En este sentido debe decirse que la o., con ser uno de sus elementos principales, no llena todas las dimensiones de la Liturgia, ya que en ésta hay además ritos y acción de Dios. La o. litúrgica tiene las propiedades y características de la Liturgia: está regulada en sus expresiones, fórmulas y gestos, por la competente Jerarquía eclesiástica, y es pública, de tal modo que en ella el cristiano se une a la o. de toda la Iglesia, de Jesucristo, de la Jerarquía eclesiástica y de todos los cristianos.

Algunos autores llaman o. objetiva a la o. litúrgica, y o. subjetiva a la que cada uno hace privada y espontáneamente. Ambas expresiones, cuando se refieren a auténtica o., son relativas, porque la o. verdadera ha de ser siempre subjetiva y objetiva. La o. Privada, personal y espontánea, si es sincera ha de ir al encuentro de la llamada de Dios; ha de ser, o tratar de ser, respuesta a esa llamada, que llega a cada hombre a través de la revelación divina natural y sobrenatural; es decir, el esfuerzo o intento subjetivo de orar ha de ir al encuentro de la llamada objetiva de Dios que se da en los sucesos y realidades cotidianas ordinarias y en las vías extraordinarias de comunicación divina abiertas por la Revelación sobrenatural, especialmente los sacramentos. Igualmente, la o. litúrgica, pública y reglamentada por la Iglesia de acuerdo con los deseos y la llamada de Dios manifestados en su Revelación, ha de hacerla cada uno personal, interior y subjetiva; en la o. litúrgica, el cristiano no es elemento pasivo que sea salvado o santificado por la o. objetiva eclesial, de todo el Cuerpo místico de Cristo; no es un sujeto anónimo; lo que constituye su o., y contribuye a su salvación, es su relación personal con Dios, lograda en el seno de la Iglesia, en la objetividad de los medios salvadores a ella confiados. Por eso, el cristiano ha de procurar hacer suya de forma personal e interior, la o. litúrgica, y ha de procurar cultivar un espíritu continuo de o., que le lleve a mejor aprovechar la o. litúrgica (cfr. Pío XII, enc. Mediator Dei, n° 8-12). Un autor de sólida espiritualidad, que se ha hecho clásico, lo expresa en forma breve con estas palabras: «Tu oración debe ser litúrgica. - Ojalá te aficiones a recitar los salmos, y las oraciones del Misal, en lugar de oraciones privadas o particulares» (J. Escrivá de Balaguer, Camino, n° 86).

La tradición multisecular de la Iglesia ha ido acuñando una gran riqueza de doctrina y de profunda piedad en las o. litúrgicas. En ellas se cuida hasta el lenguaje y modo de decir, para que sea digno de su excelsa función, y exprese adecuadamente la fe, la doctrina revelada y la conveniente respuesta humana a la misma. Incluso se ha cuidado que todas las o. litúrgicas, especialmente las del celebrante, u o. sacerdotales, posean un bello ritmo de composición, llamado cursus. Se halla éste de ordinario expresado en dos niveles: en la distribución general de los diversos miembros de la o., de tal manera que éstos resulten proporcionados entre sí y expresen simultáneamente un pensamiento completo; y en la distribución armoniosa de las sílabas en las cadencias para obtener un efecto agradable al oído.

2. Formas y clases de oración litúrgica. La o. litúrgica, que arranca de la enseñanza y práctica del mismo Jesucristo y se ha ido formando a través de la rica y secular experiencia de la Iglesia, ha alcanzado así rasgos de belleza y valor inigualables. Su valor viene garantizado por la enseñanza y autoridad de Jesucristo y de su Iglesia, cuyos pastores han tenido siempre cuidado de velar por la pureza y dignidad de la o. pública y oficial, como una de las misiones a ellos confiada. Es así la o. litúrgica grata a Dios; y según sea su antigüedad y permanencia, es reflejo de la fe permanente de la Iglesia (lex orandi, lex credendi); pueden aplicarse a ella, de modo especial, las conocidas palabras de S. Pablo: «el Espíritu Santo viene en ayuda de nuestra flaqueza, porque nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene; mas el mismo Espíritu aboga por nosotros con gemidos inenarrables, y el que escudriña los corazones conoce cuál es el deseo de! Espíritu, porque intercede por los santos (los cristianos) según Dios» (Rom 8,26-27).

Las muestras de la riqueza y valor de la o. litúrgica, tomada muchas veces de la S. E. y contenida en los libros litúrgicos, son innumerables; desde los mismos salmos, frecuentes en el Oficio divino, donde se encuentran fervientes alabanzas y súplicas con acciones de gracias, hasta las diversas o. particulares, a veces en forma de himnos de subido valor lírico, como el Te Deum. En forma coral o de canto, aunque también pueden recitarse, además de los himnos litúrgicos, se manifiestan las aclamaciones, como amén y aleluya, las antífonas, responsorios y secuencias; también los salmos pueden cantarse (v. SALMODIA), así como las letanías y doxologías. Junto con los himnos hay que mencionar los motetes. El canto en general es una forma apropiada de o. litúrgica, hecha en común con los demás cristianos, que puede hacer la o. más intensa (v. CANTO III; CORO II); aunque ha de acompañarse con otras o. rezadas y con otras dichas por cada uno en silencio, llegando así en su conjunto a formar la extraordinaria riqueza y variedad de la o. litúrgica, que puede dividirse en dos clases fundamentales:

La que constituye el llamado Oficio divino, contenida en la Liturgia de las horas, que con estricta obligación han de rezar todos los sacerdotes y los religiosos a los que alcance esa obligación, ya la que también están invitados los demás fieles en la medida de sus posibilidades. En una o. reglamentada y compuesta por la Iglesia, para dar a Dios una alabanza y petición públicas continuas; continuidad que se intenta lograr a través de las diversas horas que constituyen el Oficio, y que se ha vivido siempre en la Iglesia, desde sus comienzos. Para esta o..

2) La o. que acompaña o forma parte constitutiva de los ritos, especialmente los sacramentos; de ésta es de la que vamos a tratar aquí. Considerada la Liturgia como un diálogo entre Dios y su pueblo, la Iglesia (cfr. Vaticano II, Const. Sacrosanctum Concilium, 7,33,84), la o. es la respuesta del pueblo de Dios, que, como hemos dicho, puede ser también en forma de canto.

En la Liturgia se oye ante todo la voz de Dios que habla por su Palabra, en las lecturas de la S. E. y en los ritos sacra mentales instituidos por f.1. Dios se hace presente en la Liturgia, en primer lugar, por su acción que santifica por medio de los sacramentos; sobre todo en el Santo sacrificio de la Misa, en el que no solamente se hace presente la acción de Dios, sino Jesucristo mismo, «tanto en la persona del ministro - ofreciéndose ahora por ministerio de los sacerdotes el mismo que se ofreció a sí mismo entonces en la cruz (Conc. De Trento. sesión XXII, c. 2) - como, sobre todo, bajo las especies eucarísticas… Está presente en su palabra, ya que es Él mismo quien habla cuando se leen las S. E. Por último, cuando la Iglesia reza y canta, se encuentra también presente el mismo que prometió: Donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy Yo en medio de ellos (Mt 18,20»> (Sacr. Conc., 7). A esa voz y esa acción de Dios responden los fieles con la o. Pueden distinguirse la o. del pueblo y la o. del celebrante, aunque tanto el celebrante como los fieles participen de ambas, según las ocasiones. Suele llamarse o. del pueblo a la que corresponde más propiamente a los fieles en cuanto tales; y o. del celebrante a la que corresponde al sacerdote en cuanto actúa en representación de la misma persona de Cristo Cabeza.

JORGE IPAS.

 

3. Las oraciones del celebrante. Como representante de Cristo, que actúa no sólo en nombre sino en la persona misma de Jesucristo cabeza, el sacerdote celebrante eleva a Dios o. especiales. En ellas manifiesta la mediación que el sacerdocio del obispo y del presbítero ejerce in persona Christi entre Dios y su pueblo. En Oriente las o. sacerdotales se dicen de ordinario en voz baja, y sólo se alza la voz o se canta para la efkonesis o conclusión, para que el pueblo pueda responder. En Occidente se hacen en voz baja o en voz alta, aunque el final sea siempre en voz alta o cantado para que todos puedan responder con el amén, significando que han seguido o escuchado la súplica del celebrante y que se unen a ella. «Las oraciones por las que el pueblo se ordena inmediatamente a Dios las dicen sólo los sacerdotes, que son mediadores entre Dios y el pueblo: de éstas, son pronunciadas públicamente las que se refieren a todo el pueblo, en cuyo nombre las expone a Dios solamente el sacerdote, como las oraciones y acciones de gracias; son pronunciadas privadamente otras que competen únicamente al oficio del sacerdote, como las consagracias y oraciones de este estilo, que aquél hace en favor del pueblo, pero no orando en nombre del pueblo» (S. Tomás, In IV Sententiarum, d. 8, exp. text.). Casi siempre están expresadas en común, en plural, indicando, así, que se hacen bien en nombre y lugar de Jesucristo y de los fieles, bien en favor de todos los fieles. De ordinario, la o. se dirige a Dios Padre, según la norma tradicional (recogida ya en el Conc. III de Cartago, año 397, can. 23), y siempre se pone a Cristo como mediador, mencionando también con frecuencia al Espíritu Santo, unido a ambos o impulsor de la o. Sin embargo, algunos ritos antiguos, como el hispano, dirigieron a Cristo las o. para salir al paso del peligro arriano; muchas de esas fórmulas se han conservado en el repertorio romano.

a) Las oraciones eucarísticas. Son las más importantes de las o. sacerdotales. Es la o. de acción de gracias que se dirige en nombre o a favor de toda la Iglesia en los grandes momentos de la celebración litúrgica. Los motivos de esta acción de gracias son ordinariamente los beneficios de Dios a lo largo de toda la Historia de la Salvación. Forma parte de todos los ritos consecratorios o constitutivos. El ritual romano presenta innumerables formas de o. eucarísticas, como en la consagración de los Obispos, en las ordenaciones, al consagrar el Crisma, al bendecir el agua bautismal, etc. Pero la o. eucarística por excelencia es la de la Santa Misa, sacrificio incruento de Cristo, en la que por la consagración sacra mental el pan y el vino se convierten en el Cuerpo y Sangre de Cristo. Además de la consagración, junto a la acción de gracias se incluye la anámnesis o recuerdo de los beneficios recibidos, y la epíclesis o invocación al Espíritu Santo.

El esquema general de las o. eucarísticas comienza por una invocación a Dios Padre, expresada en una r acción de gracias por todos los beneficios divinos, enumerados ampliamente, y en especial aquellos que están más en relación con la celebración concreta. Se introduce luego a Jesucristo como mediador, y muchas veces, si el contenido del rito lo exige, se desarrolla un tema cristológico. A veces se habla también del Espíritu Santo. Y siempre se acaba con una doxología, o. de alabanza y glorificación a la Santísima Trinidad. Este c esquema tiene con frecuencia un comienzo en forma de d prefacio o diálogo inicial del sacerdote con el pueblo.

b) Las «orationes». Son aquellas que el celebrante pronuncia generalmente al final de un rito, después de hacer la invitación a los fieles bajo la fórmula «oremos». La principal de estas o. es la colecta. En la Misa están además la o. sobre las ofrendas y la o. después de la b comunión.

La colecta es la o. que pronuncia el celebrante después que ha orado el pueblo mismo, ya en silencio, ya con una letanía diaconal. El nombre de collecta o collectio viene del sentido mismo de esta o., que tiene a por objeto reunir en una misma súplica todas las intenciones y peticiones individuales, ya formuladas por cada uno en silencio, ya manifestadas en la o. universal o común de los fieles. La colecta romana es la conclusión sacerdotal del rito de comienzo. No tiene el mismo sentido de colecta que en las otras liturgias; p. ej., en el rito milanés o ambrosiano se la considera como o. super populum.

La oración sobre las ofrendas está ordenada a presentar y u ofrecer al Señor los dones que han de ser consagrados a continuación en la anáfora o canon, de la Misa (donde ya se ofrece al mismo Cristo, en quien se han convertido). Dicha o. es llamada a veces secreta (p. ej., en el Misal de S. Pío Y), término de origen incierto, que aparece ya en el Sacramentario gelasiano; seguramente proviene del rito galicano, donde se decía en voz baja, como ha solido hacerse en el romano. Puede ser también traducción latina de la palabra griega mysteria (K. Gamber, Secreta, «Ephemerides Liturg.», 1969, 485. 487). La oración después de la Comunión (poscomunión) es una acción de gracias que hace siempre alusión al misterio del día ya la comunión recibida.

Estilísticamente estas o., al menos en el rito romano, tienen unas características inconfundibles. Generalmente todas van dirigidas al Padre por mediación de Jesucristo; ya desde el principio éste fue el modo de o. más generalizada entre los cristianos, según el texto de la 1 Petr 4,11, y las expresiones de S. Clemente Romano ( I Corintios, 61), de Tertuliano (Adv. Marcionem, IV, 9), etc. Parece, sin embargo, que en el s. III hubo una corriente de piedad popular inclinada a dirigirse directamente a Cristo. La prueba de ello puede ser el hecho de que Pablo de Samosata en su iglesia suprimió todos los himnos compuestos en honor a Cristo, con el pretexto de que eran excesivamente modernos (Eusebio de Cesarea, Historia Ecclesiastica, V 11,30; cfr. J. A. Jungmann, Die Stellung Christi im liturgische Gebet, Münster W. 1925).

Su esquema de composición puede reducirse a dos fórmulas principales: un tipo simple se reduce a expresar llanamente el objeto sustancial de la plegaria. De ordinario se comienza con un verbo o con un sustantivo que designa directamente la gracia solicitada: p. ej., exaudi, augeatur, concede, o gratiam, preces, Ecclesiam, etc. Un segundo tipo más corriente comienza con una invocación a Dios que suele estar bastante desarrollada con ciertos atributos divinos, en conformidad con la gracia que se va a pedir.

c) Las fórmulas indicativas. Entre las o. sacerdotales existen las llamadas indicativas en las que el sacerdote no se dirige a Dios directamente, sino más bien expresa una acción o un hecho sobre un objeto o persona; p. ej.. la fórmula bautismal de Antioquía en el s. IV: «Es bautizado NN. en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (cfr. A. Wenger, Saint lean Chrisostome, huit catécheses baptismales, París 1957, 96-97). La bendición del agua lleva también fórmulas indicativas: «Unde benedico te, creatura aquae…».

d) Las oraciones privadas. En ciertos momentos de las celebraciones litúrgicas el sacerdote recita o. en privado, no propiamente sacerdotales, pues no se dicen en favor ni en nombre del pueblo, sino en favor del propio celebrante. En Oriente se presentan a veces en forma de diálogo entre los con celebrantes o entre los celebrantes y los diáconos. Como se ha indicado, a veces también se dicen en silencio o. sacerdotales, como las eucarísticas, que no se dicen propiamente en nombre del pueblo, sino a favor suyo.

e) Se pueden contar entre las o. sacerdotales las que se emplean en las bendiciones y los exorcismos.

4. La oración del pueblo. Reviste frecuentemente características de alabanza y de acción de gracias. Pero sobre todo en una súplica intensa, según el mandato de S. Pablo (Philp 4,6; 1 Tim 2,1-2) y la práctica constante de la Iglesia desde sus orígenes. San Justino decía hablando de las reuniones: «luego nos levantamos todos juntos y hacemos oraciones»; «hacemos oraciones comunes intensas por nosotros mismos... y por todos los demás que se hallan por todas partes…» (I Apologia, 67,5; 65,1-2).

Una forma de o. de todos los fieles reunidos en un acto litúrgico es la oración en silencio. Después de algunas lecturas, o en otros momentos determinados, pueden guardarse unos momentos de silencio, considerado desde la Antigüedad como ocasión de alabanza y o. a Dios, por eso se habla de «silencio sagrado», destinado a la petición personal o a la meditación de lo que se leído o de lo que se ha rezado en alta voz (cfr. Sacrosanctum Concilium, 30; I. Checchetti, Tibi silentium laus, en Miscellanea Mohlberg, II, Roma 1949, 521-570).

La forma más sencilla de o. de los fieles es la letanía. Es la o. preferida por el pueblo en las procesiones y rogativas, en las grandes acciones consecratorias: órdenes, dedicación, consagración de vírgenes, vigilia pascual. Otra de las fórmulas que han ocupado siempre un lugar primordial es el Padrenuestro.

Otra forma de o. del pueblo es la oración universal o de los fieles. Los primeros vestigios de esta o. se encuentran en el texto arriba citado de S. Pablo; S. Justino parece hacer referencia a ella en el texto también citado. La o. «después de la homilía» es en los s. III y IV un concepto corriente en Egipto (cfr. Eucologio de Serapión, n. 2). Posteriormente se encuentra después de las lecciones en todos los ritos de Oriente. En Occidente la testimonia S. Hipólito. A ella se refiere probablemente s. Cipriano cuando habla de la communis oratio (De Dom. Orat., 8; CSEL 3,271). S. Agustín acaba un gran número de sus sermones con la fórmula litúrgica conversi ad Dominum, es decir, que a la predicación seguía también aquí una o. común. El Obispo mismo invitaba a la o. y la rezaba, respondiendo los fieles. Más tarde el encargado de dirigirla, en casi todos los ritos, era el diácono; no solamente se encargó desde finales del s. IV de las exhortaciones a la o. sino que indicaba también las intenciones, que luego se integraban en una verdadera letanía ya la que los fieles respondían con el «Kyrie eleison» u otra aclamación; el celebrante sólo intervenía al final, pronunciando la o. con que se cerraba este acto (cfr. J. A. Jungmann, Missarum sollemnia. Madrid 1963, 530).

I. FERNÁNDEZ DE LA CUESTA.

 

BIBL. : A. G. MARTIMORT, El diálogo entre Dios y su pueblo, en La Iglesia en Oración, 2 ed. Barcelona 1967, 146 ss. ; M. RIGHETTI, Historia de la Liturgia, I, Madrid 1955, 228 ss. ; J. A. JUNGMANN, Las leyes de la Liturgia, San Sebastián 1960, 105-136; ID, El sacrificio de la Misa, Madrid 1963, 416 ss., 529 ss. ; C. RAUCH, La Prière du peuple, «La Maison-Dieu», 20 (1949) 127-132; B. BOTTE, La Prière du célébrant, ib. 133-141; B. CAPELLE, Collecta, «Revue Bénédictine» 42 (1930) 197-204; P. BRUYLANTS, Les oraisons du Missel romain, Texte et histoire, Lovaina 1952; DI CAPUA, Il «cursus» e le clausole metriche da osservarsi nella riforma e nella composizione degli «Oremus» e delle prose liturgiche, «La Scuola Cattolica» (1912,2) 544 ss. ; L. BOUYER, Eucaristía, teología y espiritualidad de la oración eucarística, Barcelona 1969; C. VAGAGGINI, El sentido teológico de la Liturgia, Madrid 1965.

I. FERNÁNDEZ DE LA CUESTA

 

JORGE IPAS

 

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991