Oficio Divino


1.Origen y primer desarrollo histórico. A medida que se emancipaba del judaísmo. la Iglesia iba poniendo en práctica y desarrollando su culto autónomo. con los sacramentos instituidos por Cristo y con su oración propia, aunque sin desechar de manera total la influencia de la Sinagoga. Junto a la oración privada e individual, siempre practicada y recomendada, desde los orígenes existía también una verdadera oración litúrgica, cuyo valor se basaba en el carácter comunitario y jerárquico, aunque la libertad y la improvisación tuviesen una parte. La oración pública de los primeros cristianos reunidos bajo la dirección de sus jefes constituía, pues, el oficio divino primitivo. Preocupaba menos la composición y las fórmulas de dicho oficio que el hecho de asegurar la continuidad de la oración, conforme al precepto de Cristo ya las recomendaciones del Apóstol de rogar incesantemente. Se estableció así primeramente un horario de rezos: por la mañana y al atardecer, y, casi siempre en privado, a la tercera, sexta y novena hora, así como por la noche. Muy pronto se procuró relacionar cada una de estas horas con el recuerdo de un acontecimiento de la vida de Cristo o de la Historia Sagrada. Estas oraciones oficiales de la Iglesia constituían el primer o. d.; oficios compuestos, cuando eran públicos, de cánticos, oraciones y lecturas acompañadas de explicaciones o de exhortaciones. Los salmos del A. T. fueron definitivamente adoptados a partir del s. III.

En el s. IV, con la paz constantina, la oración oficial y pública de la Iglesia, como toda su vida, comenzó a organizarse más. Hízose esto de acuerdo con una doble tendencia complementaria. En las iglesias, donde se reunían los fieles con la participación del clero y bajo la presidencia del Obispo, quedaron en adelante establecidos los oficios de la mañana y de la tarde, conociéndose bastante bien las líneas generales de su composición. Los monjes, por su parte, que por su clase de vida disponían de más tiempo ya quienes su profesión de «perfección» obligaba a una peculiar contemplación, organizaron un servicio de oración continua, más frecuente que la de los otros fieles y totalmente regulada, adoptando las distintas horas de rezos hasta entonces habitualmente privadas. La oración de los anacoretas difería, no obstante, de la de los cenobitas, y ésta no era la misma en Egipto, Palestina, Galia, Roma o Irlanda. Las grandes reglas monásticas fijaron al mismo tiempo la estructura precisa de la institución y su organización, cada una según su tradición particular. Vinieron, pues, a existir dos especies de oficios: el secular, catedralicio o parroquial, más sencillo, con las horas de vísperas y laudes cotidianas; y el monástico, que añadió primeramente las vigilias nocturnas, o maitines, las horas tercia, sexta y nona, y más tarde la prima y las completas.

Al tiempo que la vida de los monjes se organizaba, la del clero se modificaba. Durante los s. IV y V éste aún vivía agrupado en la ciudad alrededor del Obispo, constituyendo su presbyterium y proporcionando el servicio de oración de la ecclesia senior; pero con el tiempo se efectuó cierta descentralización. En algunas ciudades, en Roma especialmente, se crearon iglesias secundarias, tituli, para dividir la actividad apostólica. En las regiones donde el cristianismo había ya alcanzado cierta extensión, se construyeron iglesias rurales, cuyo clero continuaba estrechamente unido al Obispo. A partir del s. VI se acentuó la evolución y poco a poco estas iglesias se convirtieron en parroquias dotadas de un patrimonio especial y con un clero fijo. El o. d., que era, pues, la oración oficial de la Iglesia particular entera, se desarrolló de tal modo que en ciertas iglesias se celebraban algunas horas diariamente, mientras que otras quedaban reservadas para los domingos o días festivos; algunas eran cantadas por el clero local; otras, alternativamente por el de las iglesias vecinas. Ya en el s. VI se encuentran iglesias seculares que celebraban, al menos en determinados días, vigilias nocturnas y horas menores; su plegaria oficial tendía a semejarse a la de los monjes. Pero cada una tenía sus tradiciones, distintas en la Galia, España, Milán o Roma.

En Oriente, los ritos de las diferentes Iglesias adquirieron su estructura definitiva entre los siglos V y X. Del rito primitivo de Alejandría emanaron las liturgias copta y etíope; el antiguo rito sirio occidental, descrito por Eteria en el relato de su peregrinación a los Santos Lugares, se convirtió en los ritos bizantino, armenio y antioqueno; en el rito sirio oriental tienen su origen las liturgias caldea y nestoriana. Estos ritos no tienen el mismo número de horas ni dan a todas la misma importancia; la recitación seguida del salterio se encuentra sólo en las más influidas por las instituciones monásticas.

La primera organización detallada del oficio latino cotidiano, con obligación para cada miembro de la comunidad de tomar parte en él, se halla contenida en la Regula Monasteriorum redactada hacia el año 530 por S. Benito. Está basada en el oficio de las basílicas de Roma, " análogo al de los diversos monjes occidentales. Sus elementos principales son los salmos con antífonas, las lecturas seguidas de responsorios, los himnos y las oraciones; todos ellos distribuidos a lo largo de las diversas horas: vigilias nocturnas o maitines, laudes, prima, tercia, sexta, nona, vísperas y completas. Este oficio se extendió por Inglaterra, Galia y Alemania, al mismo tiempo que el de los monjes de las basílicas romanas. Desde mediados del s. VIII, la celebración cotidiana de este último oficio fue impuesta a todas las iglesias ya su clero por los concilios, por Pipino el Breve y por Carlomagno. La regla canónica de San Crodegango, promulgada por el Concilio de Aix-Ia-Chapelle (816), añadió la obligación para todos los clérigos de tomar parte en él personalmente. La composición de este oficio se conoce por la descripción de él hecha por Amalario A fines del s. VIII, al oficio propiamente dicho se añadieron, primeramente en los monasterios, otras oraciones relativas a fundaciones pías, o de simple devoción; más adelante se hicieron obligatorias, como los salmos graduales, los penitenciales, los psalmi prostrati.

La legislación carolingia, que imponía la celebración coral, solemne y cotidiana a todos los sacerdotes, no había sido aceptada en todas partes sin resistencia. El oficio completo, celebrado en la iglesia, era considerado por algunos una carga bastante pesada; con las nuevas adiciones se les hacía agobiante, sobre todo cuando se le añadieron los oficios de la Virgen y Difuntos. Así, pues, con la decadencia de la vida de la Iglesia en el s. X, el oficio pasó por una crisis. Muchos trataron de reducirlo; otros buscaban excusas para no cumplirlo, sin contar el número de aquellos que eran objeto de censuras eclesiásticas por nicolaísmo o simonía, y que estaban privados de su beneficio con exoneración de las cargas que llevaba consigo.

2. De la renovación del siglo XI hasta el Concilio de Trento. A principios del s. XI, época de renovación litúrgica, se empieza, en parte para facilitar la celebración de las horas canónicas, a reunir los diversos elementos de la oración, hasta entonces dispersos por el salterio: el antifonario, los distintos leccionarios, el himnario y el colectario, formándose así el Breviario. La longitud de ciertos textos, la existencia de numerosos trozos de libre elección, el género de escritura y la notación de todas las piezas de canto, hacían difícil la tarea. Por esta razón los Breviarios de los s. XI y XII que se conservan están todos incompletos; les faltan oficios y, la mayoría de las veces, las lecciones de las ferias, y las que contienen son muy breves. Más que testimonios de decadencia, dichos Breviarios son representantes de la reasunción de la vida litúrgica en Occidente. Además, probablemente estarían destinados para el uso de pequeñas colegiatas y prioratos, tan numerosos en aquella época de renovación monástica y canónica. Muchas de dichas casas contaban con un escaso número de clérigos y monjes, los cuales tenían que contentarse con un oficio a la medida de sus posibilidades. En todo caso, estos primeros Breviarios, muchos de ellos con sus anotaciones musicales, al menos en parte, no fueron hechos para la recitación privada, ya que ésta no se generalizó hasta el s. XIII.

En esta época de renovación existían en Roma al menos tres clases de oficios: el de San Pedro, el de Letrán y el de la Curia. Los dos primeros eran celebrados por los canónigos de dichas basílicas, reformados según las prescripciones del Concilio de 1059. Del o. de San Pedro quedan tres testimonios de la liturgia del s. XII: la epacta del canónigo Benito y la de Censius Savelli, así como un antifonario de la basílica. Del de Letrán se conserva el ordinario del prior Bernardo. En cuanto al o. de la Curia, si bien se conoce perfectamente su existencia, no queda testimonio alguno anterior al s. XIII; se celebraba, en la primera mitad del s. IX, por el Papa, con los clérigos de la capilla de Palacio, dedicada a San Lorenzo; en ella se guardaban las insignes reliquias de la Iglesia romana, hecho por el que se llamaba el Sancta Sanctorum. Este oficio del Papa no debe considerarse como una devoción privada, ya que era una verdadera oración litúrgica hecha ante las reliquias, como la que se celebraba en las basílicas sobre la tumba de los mártires; es afín, pues, al culto litúrgico que se celebraba en la capilla del palacio imperial, tesoro de reliquias, bajo la presidencia del Emperador, para impetrar la bendición divina sobre el imperium.

El primer testimonio que ofrece una descripción del oficio de la Curia es el ordinario de Inocencio III (París, Bibl. Nac. ms. 1. 4162 A), confeccionado entre 1213 y 1216, en el momento del IV Concilio de Letrán, dentro del ambiente de la reforma en él decidida. Las nuevas órdenes lo adoptaron: Hermanos Menores, Eremitas de San Agustín y Hospitalarios del Espíritu Santo, así como algunas iglesias de la Italia central. Los primeros, sobre todo, consagraron su imposición: la rápida difusión de la orden en toda Europa aseguró su propagación y su éxito. En 1223 la Regula III prescribió su uso a todos los hermanos, y el nuevo Breviario fue enviado a las provincias en 1230. El testimonio más antiguo y completo que de él se conserva es el ms. 694 de la Biblioteca de la comunidad de Asís. A diferencia de los Breviarios de los s. XI y XII, éste contiene oficios y lecciones para cada día, y estas últimas son mucho más largas. Aun teniendo en cuenta la parte debida a la reforma de Inocencio III, es de señalar que estas innovaciones fueron ampliamente facilitadas por los cambios introducidos en la escritura. En lugar de la recargada escritura carolingia, se empleó en adelante una minúscula gótica muy fina, con numerosas abreviaturas, lo que permitía introducir muchas más cosas en un solo volumen. En lo sucesivo, la Sagrada Escritura no falta ya en los maitines del tiempo; los sermones patrísticos se reservan para el segundo nocturno, y las homilías para el tercero; el leccionario patrístico se enriquece notablemente. Pero el oficio tradicional se recarga con numerosas adiciones: conmemoraciones, largas oraciones, salmos graduales y de penitencia, oficios de la Virgen y Difuntos... Estas adiciones, así como la longitud de las lecciones, prueban, cuando menos, que la reforma de Inocencio III en modo alguno consistió en una abreviación del oficio. El Breviario de la Curia se propagó pacíficamente desde el s. XIII hasta principios del XVI. No fue impuesto por el Papa, que no hizo sino autorizar su uso. Los liturgistas, bajo la influencia de las ideas gregorianas, fueron quienes lograron su difusión. Dicho Breviario era considerado representante del rezo oficial de la Iglesia romana y la expresión de la más pura tradición apostólica, fuente de todas las liturgias o ritos.

Se produjo entonces un profundo cambio, no en la estructura ni en la composición del oficio, sino en la forma de celebrarlo. Hasta el s. XII la celebración tenía lugar en la iglesia, en común, de manera solemne. La obligación de suplir privadamente las horas en las que no se había podido tomar parte alcanzaba sólo a los monjes, ya que los canónigos vivían según la regla de San Crodogango, o bien se confiaba a la devoción de cada cual. Ahora bien, el número de los que ya no participaban en el oficio aumentaba considerablemente. Los canónigos «no regulares», los clérigos «seculares», estaban cada vez más desligados del servicio de su iglesia, dado que recibían beneficios que no comportaban cura de almas y no obligaban a la residencia. Los Obispos tenían a menudo en su curia gran número de clérigos; la asistencia a las universidades por los clérigos, beneficiarios todos, y el cúmulo de beneficios; eran inconciliables con el deber de prestar el servicio de la oración en la iglesia para la que habían sido ordenados. El oficio solemne se iba abandonando cada vez más. Por otra parte, la existencia de un Breviario conteniendo todos los elementos del oficio facilitaba la recitación privada, por la que ésta se fue desarrollando progresivamente a partir del s. XIII. Los juristas y los teólogos empezaron a justificar su uso normal. En el s. XV, según Raúl de Tongres, la recitación privada era ya una práctica corriente.

A principios del s. XVI había en la Iglesia latina tres clases de oficios: el monástico, basado en la regla benedictina; el antiguo oficio romano-benedictino, que seguía siendo el de todas las iglesias seculares que no habían adoptado el nuevo, muy numerosas, y por último el oficio de la Curia. Éste permanecía en el mismo estado en que Aymon de Faversham, cuarto ministro general de los Menores, la dejara al corregirlo en 1243-44, con muchas fiestas de santos nuevas. La imprenta la estabilizó definitivamente, haciéndose treinta y cinco ediciones de 1474 a 1500. Durante el auge del Renacimiento, los humanistas, apasionados de la erudición y de la latinidad clásica, quisieron purificar el oficio de los errores que la deslucían y corregir su latín. Zacarías Ferreri, alentado por León X, publicó en 1525 una corrección de los himnos al gusto literario del humanismo; en 1524 los teatinos obtuvieron de Clemente VII autorización para reformar el Breviario, no conforme a las reglas de la «verdadera latinidad», sino eliminando los errores para volver a los textos de los «antiguos Padres»; pero todo quedó en proyecto.

En 1528 Clemente VII confió al card. Francisco Quiñones la tarea de componer un nuevo Breviario; la primera edición vio la luz en 1535, con la aprobación provisional, ad experimentum, de Pablo III; la edición definitiva es de 1552. Dicho Breviario contenía una organización totalmente nueva del oficio, compuesto principalmente para la recitación en privado, pero con excepción de las lecciones históricas aparecían en los textos pocas modificaciones. La estructura de las horas era extremadamente sencilla: tres salmos en todos los oficios, sin repetir ninguno de ellos durante la semana. En la hora de maitines había siempre tres lecciones: una del A. T., otra del N. T. y la tercera hagiográfica o patrística; no había responsorios. En la hora de laudes, el capítulo y el himno quedaban suprimidos. Atacado por los teólogos de París, España y Roma, este Breviario fue anulado por Pablo IV en 1558, pese a la favorable acogida del clero.

3. Desde el Concilio de Trento al Vaticano II. En la época del Conc. de Trento, todas las iglesias tenían un clero beneficiario o canónico; estaban obligadas a celebrar el oficio coral en las horas correspondientes, y todos sus clérigos debían participar en él. La aparición de nuevas órdenes religiosas exentas ya del oficio coral, así como la espiritualidad despertada por la devotio moderna, transformaron la autorización de los teólogos de suplirlo con la recitación privada en práctica corriente. En el Concilio se decidió, contra el Breviario de Quiñones, que distinguía entre oficio privado y público, no hacer esa distinción (el o. es siempre público, aun recitado privadamente) y proceder a una corrección del Breviario de la Curia. Pío IV y Pío V la mandaron preparar, apareciendo la edición en 1568. La bula Quod a nobis, que lo promulgaba, hacía obligatoria su adopción por todas las iglesias en el plazo de seis meses, salvo para aquellas que estuvieran en posesión de un Breviario propio desde más de doscientos años; la bula ignoraba la recitación privada y el problema de la adaptación del oficio a la nueva situación del clero.

Pese a las declaraciones de la bula pontificia prohibiendo cualquier otro cambio en el futuro, el nuevo oficio fue objeto de adiciones de nuevas fiestas y corrección de himnos para adaptarlos mejor a las reglas de la prosodia y la métrica clásicas. Estas transformaciones, realizadas sin intervención de los eruditos liturgistas del s. XVII, facilitaron, al menos en parte, la eclosión de las «liturgias galicanas». Entre tanto, la recitación privada se había generalizado de manera definitiva. Por esta razón, Benedicto XIV concibió el proyecto de reasumir la reforma del oficio inspirándose en el Breviario de Quiñones, pero murió antes de llevarla a cabo. Hubo que esperar hasta Pío X para realizarla. La bula Divino Afflatu, de 1911, ordenaba un nuevo reparto del salterio en el curso de la semana, que consistía principalmente en una reducción de la salmodia de las horas de maitines y de prima. El Papa establecía nuevas reglas de precedencia de los domingos y el traslado de las fiestas, a fin de devolver en lo posible su lugar y su valor al oficio del tiempo. En 1955 y 1960, dos decretos de la S. C. de Ritos continuaron la obra, suprimiendo cierto número de elementos menores recientes y numerosos traslados de oficios; reducían también los maitines del domingo, así como el rito y la solemnidad de gran número de fiestas.

El Conc. Vaticano II continuó la reforma comenzada. Seguidamente el Papa constituyó un Consilium ad exsequendam constitutionem de S. Liturgia, compuesto por Obispos y expertos que se ocupó de realizar las adaptaciones decididas (Const. Sacrosanctum Concilium, cap. IV,83-101; Decr. Orientalium Ecclesiarum, 15 y 22; Decr. Presbyterorum Ordinis, 2 y 5). El fin del oficio sigue siendo la santificación de las horas del día: su composición debe tener en cuenta necesidades del clero actual. Los que por vocación están consagrados a la celebración coral del oficio deben continuar procurando a la Iglesia la permanencia de la liturgia solemne.

Por esta razón la reforma no alcanzará directamente más que a los que usan el Breviario romano. Aun conservando la estructura y los elementos del oficio tradicional, el Vaticano II decidió la supresión de la hora prima y otorgó el permiso de escoger, fuera de la celebración coral, entre rezar las tres horas menores (tertia, sexta y nona) o una sola de ellas, la más adecuada al momento en que se recita. La salmodia de los maitines debe ser abreviada de nuevo, en beneficio de las lecciones, que deben volver a ser verdaderas lecturas. El texto de los salmos y de los himnos será revisado. Para que estas abreviaciones faciliten una celebración fructífera, se invita a los clérigos y religiosos a adquirir una espiritualidad más litúrgica y bíblica. Los ordinarios, obispos diocesanos y superiores mayores de los religiosos, podrán, mediante causa justificada, dispensar al clero a sus órdenes, en casos concretos e individuales, de la totalidad o parte del oficio, o conmutarlo por otro rezo; asimismo podrán autorizar a sus subordinados, en casos especiales, a recitar el oficio en la lengua del país.

Diversos grupos de especialistas trabajaron durante ocho años para ir llevando a la práctica estas adaptaciones; trabajo largo y difícil, pues de los 357 esquemas preparatorios de la reforma litúrgica general, más de 100 pertenecían al oficio. Concluido el trabajo, el papa Paulo VI promulgó el nuevo o. d. por la Const. Apostólica Laudis Canticum el 1 nov. 1970. La primera edición típica del nuevo Officium divinum (con el subtítulo Liturgia horarum) se publicó en 4 vol., los tres primeros en 1971 y el cuarto en 1972, por la Políglota Vaticana, precedida de una larga Instrucción General (ed. castellana, tres vol., en 1972). Aunque se autoriza su uso, no se hace preceptivo, pudiéndose seguir usando el Breviario anterior, mientras no determine otra cosa la Santa Sede, de acuerdo con la experiencia, las oportunas correcciones y el examen o aprobación de las traducciones a lenguas r vernáculas que puedan hacerse.

Suprimida la hora de prima, quedan siete horas, de las que son efectivas cinco y dos facultativas, pues se pueden rezar las tres horas menores o solamente una de ellas, llamada entonces «media» o «intermedia». Maitines, convertido en «oficio de lecturas», aunque conserva, para los que lo puedan hacer, su carácter de oración nocturna, se adapta de modo que pueda hacerse a otras horas del día. Se da gran importancia a las horas de Laudes y Vísperas: Laudes tiene por objeto la santificación de la mañana y, bajo el símbolo de la luz del nuevo día, recuerda la Resurrección del Señor; las Vísperas, destinadas a rezarse al atardecer, dan gracias al Señor por los beneficios recibidos. En ambas horas, a diferencia del Breviario anterior, el himno se encuentra al principio, con el fin de ambientar la celebración y no dejar para el final dos cánticos líricos: el himno y el canto del Evangelio. Se han introducido formularios de «preces generales» que en Laudes tienen carácter de ofrenda a Dios y en Vísperas de acción de gracias o de intercesión. Antes de la oración conclusiva se incluye el Padrenuestro, como ha sido tradicional en el oficio monástico, al menos desde S. Benito. La «hora intermedia», cuando se hace así, queda como una oración breve entre Laudes y Vísperas con elementos apropiados. La hora de Completas se reafirma para que sirva de oración antes del descanso nocturno, como es tradicional.

4. Sentido y valor del oficio divino. La profunda realidad del o. debe ser considerada a la luz de los principios generales de la Liturgia y dentro del marco de la economía de la salvación. Es por Cristo, con Él y en Él, por quien llega hasta el Padre toda adoración; y este poder sacerdotal único Él lo ejerce en la tierra principalmente a través del ministerio visible de la Iglesia. El o. d., plegaria oficial de la Iglesia, es la oración misma de Cristo, de la que Él es ministro principal. El culto rendido a Dios por la Iglesia se consuma en el misterio de Cristo y contribuye al crecimiento de su Cuerpo místico. Prolongación de la oración de Cristo en sus miembros, el culto oficial cristiano, sacramentos y oración. es el sacrificio de alabanza ofrecido en el templo espiritual de la Nueva Alianza. Las plegarias y los ritos que constituyen el oficio son signos sensibles de las realidades santas y espirituales por las cuales Dios santifica a la Iglesia y por las que la Iglesia rinde a Dios un culto público, junto con los sacramentos.

Para que estas oraciones y ritos adquieran todo su valor y eficacia, es preciso que sean impuestos y establecidos como tales por aquellos que tienen autoridad en la Iglesia, y además, que sean celebrados de la forma por ellos implantada. El sacerdote o el religioso no podrá elegir lo que a su gusto le parezca mejor, más adaptado o conforme con sus necesidades o con la presente situación; la oración oficial de la Iglesia debe ser celebrada tal como ésta la ha establecido y por aquellos por ella designados.

El oficio es al mismo tiempo la oración de todos los fieles, porque es la del Cuerpo místico entero y porque el carácter sacra mental del Bautismo y de la Confirmación es una participación en el sacerdocio de Cristo. Todos los bautizados, que han recibido el «carácter» de Cristo, participan eficazmente en el culto que el Salvador dirige a Dios en su Iglesia; ellos hacen subir al Padre, con su oración individual y también por boca del sacerdote, una oración filial de obediencia y adoración. La plegaria del cristiano es también una participación en la oración oficial de la Iglesia. Si los fieles no pueden tomar parte efectiva en la celebración del oficio, como en tiempos pasados, conviene instruirles sobre la manera en que deben unirse y sobre los frutos que de ello deben recoger.

Sin embargo, el oficio es una oración propia de los clérigos y los religiosos. Consagrados a Dios, separados y encargados de las tareas de su Iglesia, ellos son los naturalmente indicados para cumplir la obra de la alabanza divina oficial. Éste es su legado, su parte en la herencia; son los delegados por la Iglesia para ser los mediadores de su oración entre Dios y los hombres. Estando los sacerdotes configurados con Cristo Sacerdote por el sacramento del Orden, son necesariamente los delegados para este ministerio de la oración oficial, debiendo, además, procurar hacerla suya ofreciendo en ella alabanza y acción de gracias personales. Deben poner todo de su parte para que esta oración objetiva se convierta en oración subjetiva y expresión de su culto interior. La piedad y la devoción personales, en efecto, están orientadas hacia el culto de Dios, que se realiza plenamente en el oficio y en los sacramentos. En cuando a los religiosos que no han recibido las sagradas órdenes ya las religiosas, no participan en el sacerdocio más que de una manera general, como todos los cristianos, pero cumplen la oración litúrgica como mandatarios de la Iglesia en razón de la ofrenda espiritual que constituye la profesión religiosa. Reconocida por la Iglesia, ésta da al sacrificio que consuma un valor y una extensión especial.

Las relaciones del hombre con Dios requieren una oración continuada. Dependiendo constantemente de ÉI, el hombre debe recurrir a Él continuamente para alabarle, adorarle y pedirle ayuda. Por eso Cristo no cesa de recordar la necesidad de orar con frecuencia. Para responder a esta doble exigencia, la Iglesia ha procurado consagrar una parte del día a la alabanza divina. La oración pública, vocal y ritual, no podía ser materialmente continua, excluyendo toda otra ocupación, pese a ciertos ensayos realizados antiguamente en algunos monasterios. La Iglesia, pues, ha establecido horas de oración bastante frecuentes para representar esta aspiración hacia una alabanza ininterrumpida y destinada a conferir a toda la jornada una orientación hacia Dios; horas que a lo largo de la redondez de la Tierra contribuyen a dar esa continuidad a la oración. Por otra parte, estas horas no han sido elegidas de manera arbitraria, sino que tienen un sólido fundamento en el culto del A. T., habiendo inspirado su desarrollo las palabras del salmo «septies in die laudem dixi tibi». Se basan también, en parte, en la tradición existente de haber sido en esos momentos del día cuando tuvieron lugar diversos acontecimientos de la Obra redentora. Así, en los primeros siglos se era más sensible a las horas determinadas de oración que al contenido ya la organización de ésta.

El sacerdote que comprende y ama el oficio divino tal como la Iglesia le encarga celebrarlo, está convencido de que al rezarlo en las horas establecidas dirige a Dios el culto de adoración, alabanza y acción de gracias que le es debido, y que cumple con lo que es, junto con la predicación y la administración de los sacramentos, su primer servicio de Iglesia; y por ello merece las gracias necesarias a los otros ministerios y responde a todas las necesidades de la Iglesia. La oración del sacerdote es, junto a la individual, ante todo la que realiza en unión de los otros ministros sagrados y los fieles, la cual procura al mismo tiempo su unión íntima con Dios, la santificación de su jornada y la intercesión oficial de la Iglesia.

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PIERRE SALMON.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991