MUNDO III. MUNDO Y ESCATOLOGÍA
En el pensamiento cristiano, se entiende por fin del m. el cese definitivo del
actual modo de existencia de la humanidad sobre la tierra y de las cosas
materiales, cuya actual constitución sufrirá una honda transformación que se
suele describir con las expresiones «cielos nuevos y tierra nueva» (tomada de Is
65-17) y «nueva creación». Esto equivale a afirmar que tanto la vida del hombre
sobre la tierra, como la actual forma de existencia del cosmos tendrá un
definitivo final -final que no será punto de partida para un nuevo retorno-, y
que este final consistirá en una transformación, no en un volver a la nada, en
un aniquilamiento.
Aunque ya se ha tratado ampliamente de la concepción cristiana del m. (v.
II, B) volvemos a resumir (en los apartados 1 y 2) algunos de los aspectos allí
tratados como pórtico a una exposición más detallada del tema de la escatología
del m. (apartados 3-9).
1. Concepto de fin del mundo. El fin del m. es un anuncio contenido en la
S. E.: a él, por tanto, se le aplican las características del género de
profecía. Señalemos estas tres notas:
1° Lo predicho no es simplemente algo venidero, sino un acontecimiento que
se relaciona con el núcleo más íntimo de la historia: la realización de la
salvación o condenación de los hombres. El fin del m. es un acontecimiento
esencialmente religioso, en el que se lleva a la plenitud la salvación operada
por Cristo: es la consumación de la redención de la humanidad. «Lo mismo que la
mariposa es el fin de la crisálida, el futuro que surge más allá de la historia
es el fin de la obra de Cristo y de nuestra unión con Él (1 Cor 15). Será un
estado en que Dios será todo en todas las cosas, en el que el reino de Dios, que
es reino de amor, se impondrá plenamente en la historia y en el mundo» (M.
Schmaus, Teología Dogmática, o. c. en bibl. 82).
2° La predicción hecha es una profecía, en sentido propio, es decir no una
conclusión basada en la experiencia, ni un pronóstico consistente en descubrir
en el acontecer presente indicaciones sobre lo por venir que de forma oculta nos
sea ya contemporáneo. Al no ser un pronóstico, el anuncio del fin del m. no
puede confundirse ni ser puesto en dependencia de una peculiar concepción
evolucionista o dialéctica de la historia: lo que se anuncia no es una
definitiva meta intramundana o intrahistórica, una llegada a la plenitud de la
historia por la historia misma, sino una definitiva plenitud de la historia, que
está más allá de ella misma. El «momento» y la «hora» no están necesariamente
ligados a un momento determinado del desarrollo (historia) de la humanidad.
3° Debido a su carácter profético, el fin del m. es un acontecimiento
futuro cierto, claramente determinado en cuanto a su facticidad y envuelto en
oscuridad en cuanto a sus detalles y su fecha. Dentro de esta oscuridad, sin
embargo, pueden trazarse tres coordenadas claras: a) el fin del m. no consiste
en un aniquilamiento; b) sino en una transformación de todo lo creado; c) con él
se consuma la acción redentora de Cristo.
a) El fin del mundo no es un aniquilamiento. Conviene recordar que toda
criatura podría ser devuelta a la nada (cfr. S. Tomás, Sum. Th. 3 q13 a2), pero
que esto sólo puede ser realizado por Dios, ya que, «de igual forma que sólo
Dios puede crear, también sólo Dios puede volver las criaturas a la nada» (ib.).
Por ello, ninguna «catástrofe apocalíptica» sería suficiente para anular la
creación, y por otra parte, para que se produjese ese hundirse de nuevo en la
nada no tendría que acontecer literalmente «nada», sino solamente que Dios
dejase de actuar (S. Tomás, Sum Th. 1 8104 a3 ad3); sólo esto podría anular la
creación. Sin embargo, el pensamiento cristiano, a excepción de algunas sectas
desgajadas de la Iglesia, como, p. ej., los gnósticos, quienes sostenían que al
final de los tiempos la materia sería anihilada, jamás ha concebido el fin del
m. como una anihilación. Y esto, no porque el aniquilar no esté en el poder de
Dios, sino por lo que expresamente nos dice la Revelación y por la especial
coherencia que la perdurable conservación en el ser guarda con la sabiduría
divina: «Dios ha creado todas los cosas para que sean, no para que se destruyan
en la nada» (S. Tomás, Quaestiones quodlibetales, 4,4). Por eso, al meditar en
el fin del m., el cristiano advierte que no debe atribuir carácter definitivo a
ninguna de las figuras intrahistóricas; tampoco caen en un desprecio de las
cosas creadas, porque sabe, al mismo tiempo, que todas las realidades válidas
seguirán existiendo en el cielo nuevo y tierra nueva de un modo transfigurado,
ya que Dios las llevará a su plenitud y perfección.
b) El fin del mundo ha de entenderse como una misteriosa transformación de
la creación, que no consiste en un estadio consiguiente a una evolución interna
o intramundana, sino que es efecto de una vigorosa y nueva intervención divina.
Así lo expresa el Conc. Vaticano II: «La Iglesia a la que todos hemos sido
llamados en Cristo Jesús y en la cual, por la gracia de Dios conseguimos la
santidad, no será llevada a su plena perfección sino cuando llegue el tiempo de
la restauración de todas las cosas (Act 3,21) y cuando, con el género humano,
también el universo entero, que está íntimamente unido con el hombre y por él
alcanza su fin, será perfectamente renovado (cfr. Eph 1,10; Col 1,20; 2 Petr
3,10-13)» (Const. Lumen gentium, 48). Más adelante, el mismo documento insiste:
«Y mientras no haya nuevos cielos y nueva tierra, en los que tenga su morada la
santidad (cfr. 2 Petr 3,13), la Iglesia peregrinante, en sus sacramentos e
instituciones, que pertenecen a este tiempo, lleva consigo la imagen de este m.
que pasa, y Ella misma vive entre las criaturas que gimen entre dolores de parto
hasta el presente, en espera de la manifestación de los hijos de Dios (cfr. Rom
8,19-22)».
Podemos destacar los siguientes puntos contenidos en el texto citado: la
figura actual de este m. (aevum) pasa, no es definitiva; no sólo el hombre, sino
la creación entera gime con gemidos de parto en espera de esa nueva forma de
ser; el género humano será renovado (V. RESURRECCIÓN DE LOS MUERTOS; CIELO); y,
en razón de la unión que tiene con el hombre, también el universo entero será
renovado.
c) El final de los tiempos es consumación de la acción redentora de
Cristo, sobrenatural y supramundana que está actuando eficazmente ya en estos
momentoshistóricos: «... la plenitud de los tiempos ha llegado, pues, hasta
nosotros (cfr. 1 Cor 10,11) y la renovación del mundo está irrevocablemente
decretada y empieza a realizarse en cierto modo en el siglo presente, ya que la
Iglesia, aun en la tierra, se reviste de una verdadera, si bien imperfecta,
santidad» (Lumen gentium, 48).
2. Importancia del tema del fin del mundo en la fe cristiana. La
revelación del fin del m. pertenece al depósito de la fe cristiana, y no puede
desgajarse de ella o malentenderse sin que ésta pierda una parte integrante, que
se refleja en la visión de este m. y de su historia. La esperanza en el triunfo
definitivo de Cristo es parte integrante de la vida cristiana. Este triunfo de
Cristo consiste en la manifestación plena del Reino de Dios con su victoria
total sobre el pecado, el demonio y la muerte. Ahora bien, el Reino de Dios
predicado por Cristo, no es pura y exclusivamente escatológico, es decir, no es
una realidad meramente futura, sino que se encuentra ya presente. A diferencia
de los judíos, que se esperaban toda su salvación de un hecho futuro: la llegada
del Mesías, el cristiano sabe que su salvación se ha operado ya, y la posee por
la gracia como semilla que ha de crecer; no espera la salvación del futuro, sino
sólo su consumación. Con Cristo ha llegado el Reino (Mt 4,17; 11,2-6; Le
4,17-21; 7,22); la salvación se ha operado ya (Rom 5,9; 11,14 ss.; Eph 2,13;
3,5; Col 1,26; 2 Cor 5,14 ss.; 6,2); la muerte ha sido vencida (1 Cor 15,20).
Los creyentes participan ya en este m. de la vida celeste de Cristo (Eph 2,6;
Rom 6,1-13; 8,16 ss.). Sin embargo, el Reino de Dios en su forma plena y
definitiva pertenece al futuro; ahora se encuentra presente en forma oculta. La
actual época del m. es todavía tiempo de pecado y de caducidad (Rom 12,2; 1 Cor
1,20; 2,6.8; 3,18; 2 Cor 4,4; Gal 1,4). De ese modo el Reino de Dios, que ya ha
comenzado, entraña la tensión hacia la plenitud de. su manifestación en que se
consume la derrota última e los poderes antidivinos: demonio, muerte, pecado. El
futuro tiene así una gran importancia en cierto modo más que el presente ya que
la meta es más importante que el camino. Pero el camino recibe, a su vez, de la
meta su sentido y sus características. Esto se hace patente cón especial fuerza
en el carácter escatológico de los sacramentos: «Se llama propiamente sacramento
-escribe S. Tomás de Aquino-, aquello que está ordenado a nuestra santificación.
En ésta se pueden considerar tres cosas: la causa de nuestra santificación, es
decir, la pasión de Cristo; la esencia, es decir, la gracia y la virtud; el fin
último, es decir, la vida eterna. Todas estas cosas son significadas por los
sacramentos. Por esta razón, el sacramento es un signo conmemorativo de aquello
que ya ha pasado, es decir, de la pasión de Cristo, un signo indicativo de
aquello que se ha obrado en nosotros mediante la pasión de Cristo, esto es, la
gracia; un signo prefigurativo de la gloria futura» (Sum. Th. 3 q(50 a3).
La separación definitiva entre los pertenecientes al Reino de Dios y los
siervos del imperio de Satanás no se hará hasta el final de la historia. Esta
revelación del Reino irrumpe en la parusía, día de entrada pública de Cristo en
el m. como victoria definitiva. Hasta esa hora, en que la vieja y caduca forma
de existencia será completamente renovada, el cristiano vive en una situación de
tránsito, status viatoris apoyado y estimulado por la esperanza en la victoria
definitiva de Cristo. El cristiano espera, pero posee ya unas arras, una prenda:
su participación en la muerte y resurrección de Cristo. Esta participación llega
a su máxima intensidad en la celebración eucarística. Ésta hace presente el
pasado -hecho histórico de la muerte y resurrección del Señor-, y tensa el
presente hacia el futuro. Así se expresa S. Pablo: «Cada vez que comáis este pan
y bebáis el cáliz del Señor, anunciaréis la muerte del Señor hasta que venga» (1
Cor 11,26). La esperanza en el futuro es inherente a toda celebración
eucarística, que se encuentra bajo el radio de acción del futuro. Puede decirse
que de igual forma que la Eucaristía hace presente el pasado, en un cierto
sentido, también hace presente el futuro.
En suma el cristianismo no puede considerarse como algo meramente
escatológico, es decir, como algo cuyo inicio y realización depende total y
exclusivamente del futuro. El cristianismo profesa la fe de que el hecho
fundamental para la redención de los hombres, de la historia y del cosmos se ha
cumplido ya: la muerte y la resurrección del Señor. Por otra parte, el aspecto
escatológico (la esperanza del fin, con su consiguiente «estar de paso») tiene
una gran importancia para la comprensión adecuada del cristianismo. Los
cristianos son hombres que esperan y aman la vuelta del Señor (2 Tim 4,8); que
oran por su retorno (1 Cor 16,22; Apc 22,20). Siguiendo las enseñanzas del
Señor, el cristiano es un hombre que vive de fe y esperanza, que aguarda y
vigila. La viva esperanza del fin no le releva de trabajar y mejorar esta
tierra, sino que, por el contrario, le hace tomar conciencia del valor del
tiempo presente, y, por otra parte, impide al cristiano afincarse a esta tierra
«que pasa» como a su morada definitiva. El fin del m. es, pues, parte
básicamente integrante de la fe cristiana: no ocupa en ella el lugar central,
pero sí un lugar de relieve.
Para un desarrollo de la concepción del m. que deriva de estas
consideraciones, completadas y ampliadas teniendo presentes los restantes dogmas
cristianos, v. II, s.
3. El fin del mundo en la Sagrada Escritura. En el A. T., la fe en un
futuro último es presentada con claridad. Sus puntos de apoyo han de buscarse
más que en una concepción lineal del tiempo -concepción que exigiría una etapa
última-, en la fe en Yahwéh como persona viviente, dueño del pasado y del
futuro, que hará triunfar definitivamente la justicia, y en la convicción,
basada en esa fe, de que Israel está destinado a vivir acontecimientos
trascendentales. Lentamente Dios fue haciendo conocer a Israel que había sido
elegido como instrumento para que la humanidad vuelva a su felicidad inicial (cfr.
Gen 3,15; 12,3), misión que está enlazada con la revelación de la pérdida de la
felicidad por el pecado del primer hombre, con lo que se traza una línea recta
desde la creación hasta el fin de los tiempos. La concepción de la etapa última
se presenta en primer lugar como consumación de Israel y a continuación -y este
aspecto es subrayado sobre todo después del destierro- como extensión a toda la
humanidad.
Tras la vocación de Abraham, en el que serán bendecidas todas las naciones
(Gen 12,3), la esperanza de Israel se refiere fundamentalmente a la liberación
de Egipto y a la entrada en la tierra de Promisión (Ex 3,8: 33); a una época de
bendición que participarán todos los pueblos y constituirá la realización plena
del pacto entre Dios e Israel (Ez 36); a la culminación de la esperanza
escatológica en el Reino del Altísimo, que absorberá a los demás reinos de la
tierra (Dan 7). Para Ezequiel, ese día tiene carácter de fin (Ez 7,6). Daniel lo
describe como fin del m. (9,26; 11,27), precedido por el «tiempo» del fin (8,17;
11,35-40). Esta nueva época -la era mesiánica-, será como una nueva creación (Is
48,6-10), y su comienzo viene descrito como una intervención de Dios en «el día
del Señor» (Is 2,12), enel «día de ira» (Soph 1,15) en «el día de venganza» (Is
61,2), en el «tiempo de salvación» (Is 2,2 y ss.). La inauguración de la etapa
última, será un día al mismo tiempo de triunfo y de ira. Amós habla del «día de
Yahwéh» en el que serán castigados todos aquellos que no le hayan buscado (Am
5,18); día, por tanto, también de juicio (cfr. p. ej., Is 2,12; Abd 15; Soph 1,2
ss.; 1,14), ordinariamente representado como catástrofe acompañada de fenómenos
cósmicos (Ioel 3,16), oscurecimiento del sol, la luna, y las estrellas (Ioel
3,15; Is 13,10); día también de renovación profunda: Jeremías habla de un
corazón y una alianza nuevos (Ier 31,31-34); Ezequiel anuncia la resurrección
del pueblo elegido, la vuelta a la vida de los huesos diseminados por el campo (Ez
37,1-14). Isaías toma las imágenes de la bienaventuranza del paraíso para
describir esta época (Is 11, 6-8); mientras que Ioel en 3,18 habla de que «los
montes destilarán mosto, y leche los collados... y brotará de la casa de Yahwéh
una fuente que regará el valle de Sitín» (cfr. Ez 47,1; Zach 14,8; Am 9,13). En
el capítulo 66 de Isaías, el tema de la salud escatológica aparece descrito como
algo que trasciende la misma historia. Toda esta obra de renovación de Israel y
de apertura a los demás pueblos está polarizada en una perspectiva esencialmente
mesiánica. La «nueva época» es la «época mesiánica», la «era mesiánica» (Is 2,2;
Mich 4,1; Ez 38,8,16; Dan 10,14), en que el siervo de Yahwéh expiará los pecados
del mundo (Is 53) idea, recogida en el libro de Daniel para aplicarla al
martirio de los sabios (Dan 11,33; 12,2). En resumen, en el A. T. se va
dibujando cada vez más claramente la esperanza en una etapa futura, en la que
culmina la intervención de Dios en la historia y que coincide con la plenitud de
la época mesiánica.
En el Nuevo Testamento, última etapa de la historia, anhelado en el A. T.,
se cumple en Cristo: con Él se inaugura el Reino de Dios (Mt 3,2; Me 1,15). Este
reino (v. REINO DE DIOS) no es fruto de la evolución histórica, sino que llega
traído por Cristo como salvación definitiva de la humanidad entera. Ha comenzado
ya, en forma oculta, y su manifestación plena y total queda pendiente de un
futuro último. Esta tensión se manifiesta, p. ej., en las parábolas de la
siembra que crece lentamente (Mt 13,3 ss.), del grano de mostaza (Mt 13,3132),
del fermento que hace fermentar toda la masa (Mt 13,33) de la red barredera (Mt
13,47-50), de la cizaña que crece junto al trigo hasta el momento de la siega (Mt
24-30), etc. Juan Bautista anuncia como ya presente al juez del fin de los
tiempos (Me 3,7.10.12; Le 3,9,17). Y Jesús mismo, tomando expresiones de Dan
7,13 declara ante Caifás que Él aparecerá pronto sobre las nubes del cielo (Mt
26,64). Jesús que afirma que ha llegado ya el reino de Dios (Mt 4,17), anuncia
también su consumación en el discurso escatológico. Las tres afirmaciones
capitales sobre el fin de la historia humana -parusía, resurrección universal y
juicio final- se centran en la resurrección de Jesucristo. Ella es la que
garantiza su segunda venida, esta vez en triunfo y majestad (Philp 3,20-21), la
fuerza para resucitar a todos los hombres (1 Cor 15,20 ss.) y su poder de juicio
como Señor de toda la humanidad (2 Cor 5,10). Los cristianos poseen ya al
Espíritu Santo como arras de la transformación gloriosa del ser humano en la
resurrección (Rom 8,23; 1 Cor 1,22; 2 Cor 5,5), pero al mismo tiempo están en
tensión hacia la vuelta del Señor (2 Thes 1,10); la vida sacramental es ya un
adelantamiento velado de esta segunda venida (Rom 6,4; 1 Cor 11,26), que
constituirá el fin de la historia humana (Le 19,41-44; Mt 25,31-46). Este fin
aparece descrito con las mismas imágenes del género apocalíptico del A. T.:
trastornos cósmicos (Mt 24,29), festín escatológico (Le 22,30), «día del Señor»,
«cielo nuevo y tierra nueva» (2 Pet 3,11-13). No sólo se trata del fin de la
historia humana, sino también de una renovación cósmica (Rom 8,19; 2 Pet
3,7-13). También el Apocalipsis describe el fin con aparato guerrero,
resurrección universal, juicio y renovación cósmica (Apc 20-21): «Y vi un nuevo
cielo y una nueva tierra, pues, el primer cielo y la primera tierra habían
desaparecido; y el mar no existe ya. Y la santa ciudad, la nueva Jerusalén, la
vi cómo descendía del cielo... Y oí una gran voz venida del trono, que decía: He
aquí la tienda, mansión de Dios con los hombres, y fijará su tienda entre
ellos... y enjugará toda lágrima de sus ojos, y la muerte no existirá ya más...
Y dijo el que estaba sentado en el trono: He aquí que hago nuevas todas las
cosas» (21,1-5).
Más adelante deberemos entrar en el análisis detallado de algunos aspectos
del anuncio contenido en estos textos, baste señalar ahora como conclusión una
característica general de la fe neotestamentaria en el fin del m., en la época
final: se trata de un hecho «ya» realizado -en Cristo, muerto y resucitado, está
ya la plenitud de los tiempos-, pero «todavía no» consumado; o lo que es lo
mismo, la era mesiánica, la etapa final, ya ha comenzado, pero todavía no ha
sido llevada hasta su consumación: los bienes que Cristo nos ha ganado, aún no
se han comunicado en su totalidad.
4. El fin del mundo en el Magisterio de la Iglesia. Al igual que en la S.
E. y en la Tradición, el fin del m. aparece en el Magisterio afirmado en
estrecha conexión con los temas de la Parusía, la resurrección de los muertos y
el juicio final. Los textos son escuetos en cuanto a los detalles del
acontecimiento, pero afirman netamente su facticidad, de la que hablan la casi
totalidad de los símbolos de la fe.
Así, se profesa que hemos de ser resucitados «el último día» (fórmula de
fe de S. Dámaso: Denz.Sch 72), «que Cristo ha de venir de nuevo con gloria a
juzgar a vivos y muertos cuyo reino no tendrá fin» (Símbolo del Conc.
Constantinopolitano 1: Denz.Sch. 150), «que Cristo ha de venir al fin del mundo
(in fine saeculi) a juzgar a vivos y muertos» (Conc. IV de Letrán: Denz.Sch.
801). En términos parecidos se expresan el Conc. II de Lyon (Denz.Sch. 852), y
el Conc. Florentino (Denz.Sch. 1338). El Catecismo Romano da la siguiente
explicación del artículo del Credo según el cual Cristo, subido a los cielos,
«desde allí ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos»: «Y éste es el
contenido del presente artículo: que Cristo, nuestro Señor, ha de juzgar a todos
los hombres en el último día» (Catecismo Romano, l, 7,1). Finalmente, el Conc.
Vaticano II ha dedicado el n° 48 de la Const. Lumen gentium a la índole
escatológica de la Iglesia y a la renovación de todas las cosas, también las
materiales, en Cristo al final de los tiempos (más adelante citaremos las frases
principales de ese texto).
5. El discurso escatológico. Antes de estudiar algunos aspectos concretos
sobre el fin del m. es oportuno que nos detengamos para analizar la descripción
más amplia del fin del m. contenida en el N. T.: el llamado «discurso
escatológico» recogido en Me 13,1-30; Mt 24, 1-51 y Le 21,5-36. En estos tres
pasajes paralelos, Cristo anuncia la ruina de Jerusalén y el fin del m. en
grandiosas imágenes, muchas de ellas tomadas de la apocalíptica judía, por lo
que su interpretación es delicada y exige prudencia a la hora de aplicar cada
uno de losversículos al fin de Jerusalén, al del m., o a ambos, y también a la
hora de entender las imágenes utilizadas. Indiscutiblemente, entre los dos
sucesos que acabamos de citar existe una relación: «La destrucción de la ciudad
santa y de su templo simboliza y anticipa la destrucción del mundo. Los
discípulos barruntaron inmediatamente la relación de ambas catástrofes. La
destrucción del Templo abre ante ellos terribles horizontes; no podían imaginar
que el mundo pudiera seguir existiendo si el Templo y la ciudad santa debían
periclitar» (Schmaus, o. c. en bibl. 153). Esto hace comprender la pregunta de
los discípulos tras el anuncio de la destrucción del Templo (Me 13,1-2; Le 21,7;
Mt 24,1-2) a la que responde el discurso escatológico del Señor: «Dinos cuándo
serán estas cosas y cuál es el signo cuando todas estas cosas estén para
cumplirse» (Me 13,4); «Maestro, ¿cuándo sucederá esto?» (Le 21,7); «Dinos cuándo
sucederá esto y cuál es la señal de tu venida y del final del mundo» (Mt 24,3).
En el caso de Me y Le la pregunta de los discípulos se dirige primariamente a la
destrucción del Templo y parece abarcar también el fin del m., pues ambas cosas
están asociadas entre sí según la mentalidad judía. En la formulación de Mt la
pregunta parece implicar aún más claramente ambos acontecimientos. La
contestación de Jesús tiene en cuenta estas implicaciones. S. Tomás expone así
la cuestión, al mismo tiempo que resume las diversas interpretaciones: «Había
dicho (Jesús) que el Templo sería destruido. Por esta razón preguntan tres
cosas: primero, sobre el Templo; después, sobre su venida: finalmente, sobre el
fin del mundo. Por esto dicen Dinos cuándo sucederán estas cosas, es decir, la
consumación de tu amenaza; y de tu venida: y cuál será la señal de tu venida; de
igual forma, sobre el fin del mundo: y de la consumación del mundo» (Super
Evangelium Sancti Matthei Lectura, 24, Turín 1951, 296). A continuación S. Tomás
perfila el concepto de «venida del Señor»: «Estos discípulos preguntaron sobre
su venida, y ésta es doble: La última, que es para juzgar y tendrá lugar al
final del mundo. De ella se habla en Hechos 1,11: Como le visteis subir al
cielo, así vendrá. Otra es la venida que conforta la mente de los hombres, a los
que viene espiritualmente: Verán al Hijo del hombre venir en las nubes, es
decir, en los predicadores, porque por medio de los predicadores viene el Señor
a las mentes de los hombres. Por lo cual es dudoso a cuál de las dos venidas
deba referirse. Sin embargo, dice Agustín que todo debe referirse a la venida
espiritual. Otros que a su segunda venida. Otros aplican este pasaje a la
destrucción de Jerusalén y a la última venida» (ib.).
Nc parece descaminado interpretar el pasaje en el sentido de que Jesús, al
anunciar a los Apóstoles la pronta destrucción del Templo, quiere prevenirles de
que no por eso han de pensar que vendrá también pronto su segunda venida y, el
fin del m. Éste aparece claro en Mt 24,5-13 y paralelos, sobre los que ha
comentado S. del Páramo: «En conclusión, creemos que Cristo no enseña aquí que
las guerras, pestes, hambres, terremotos, etc., sean señales del fin del mundo;
al contrario, exhorta a los discípulos a que no se dejen alucinar por las falsas
ideas de que estos acontecimientos son señales de semejante fin. No son tales,
sino que antes de que venga este fin que les preocupa han de suceder una larga
serie de calamidades, de las que éstas no son más que el comienzo» (La Sagrada
Escritura, Nuevo Testamento, I, Madrid 1964, 252).
Visto el sentido general del pasaje, pasemos ahora el análisis de los
versículos directamente referidos a la venida del Hijo del hombre y al fin de
los tiempos: «Pero en aquellos días, después de aquella tribulación, el sol se
oscurecerá, y la luna no dará su luz, y las estrellas caerán del cielo, y las
fuerzas que están en los cielos temblarán. Y entonces verán al Hijo del hombre
viniendo en las nubes con mucho poder y gloria. Y entonces enviará a sus
ángeles, y congregará a sus elegidos de los cuatro vientos, desde un extremo de
la tierra hasta otro extremo del cielo. De la higuera aprended la parábola.
Cuando ya sus ramas se ponen tiernas y brotan las hojas, conocéis que el verano
está cerca. Así también vosotros, cuando veáis suceder estas cosas, sabed que
está ya en' las puertas. En verdad os digo que no pasará esta generación sin que
todas estas cosas sucedan. El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no
pasarán. De aquel día, empero, o de la hora, nadie sabe, ni los ángeles en el
cielo, ni el Hijo, sino el Padre» (Mc 13, 24-32; cfr. Lc 21,25-33; Mt 24,29-36).
Los primeros versículos utilizan las imágenes de un cataclismo cósmico, imágenes
que forman parte del estilo profético apocalíptico, usadas muchas veces al
describir acontecimientos importantes. El aducirlas aquí era lógico, ya que se
trata de la venida del reino mesiánico, «que es como la introducción de un mundo
nuevo que se implanta sobre las ruinas del antiguo» (J. Alonso Díaz, La Sagrada
Escritura, Nuevo Testamento 1, 454). Cristo emplea, pues, una terminología ya
aceptada para describir la venida del Hijo del hombre. Sus palabras no han de
ser tomadas literalmente como una enumeración de las señales celestes que
precederán al fin del m., sino que son más bien el modo reconocido de indicar
que Dios está a punto de intervenir (cfr. J. A. O'Flynn, Evangelio según S.
Marcos, Verbum Dei, 1, 3, Barcelona 1957). S. Juan Crisóstomo ha dado la
siguiente exégesis sobre la naturaleza de estos signos: «Mas, ¿cómo aparecerá el
Señor?. Trasformada ya toda la creación. Porque el sol se oscurecerá; no porque
desaparezca, sino vencido por la claridad de su presencia, y las estrellas del
cielo caerán Porque, ¿qué necesidad habrá de ellas, cuando ya no habrá noche? Y
las potencias del cielo se conmoverán. Y con mucha razón, pues han de ver tamaña
trasformación» (Homilía in Mattheum, 76,3: PG 58,697-698).
Existe una gran diversidad de opiniones en torno a qué se entiende en la
frase «esta generación» que emplea Jesús al final de su anuncio; puede referirse
a la nación judía, a la raza humana, a la comunidad de los fieles (la Iglesia),
o a la generación de los judíos coetáneos a Cristo. La interpretación exacta de
esas palabras depende del tema -fin de Jerusalén o fin del m.
con el que se relaciona la parábola de la higuera a la que esas palabras
están vinculadas. Los exegetas actualmente la refieren de ordinario al fin de
Jerusalén y no al fin del mundo. Los Padres propendían a dar una exégesis
eclesiológica. Comenta así el Crisóstomo: «Entonces, me dirás, ¿cómo dijo esta
generación? Porque no hablaba de la generación que a la sazón vivía, sino de la
generación de los cristianos, porque el Señor sabe que una generación no se
caracteriza sólo por el tiempo, sino también por la manera de su culto y de su
vida. Así cuando dice el salmista: Ésta es la generación de los que buscan al
Señor (Ps 23,6). Ahora bien, lo que antes había dicho: es menester que todo esto
se cumpla; y luego: se predicará este evangelio, eso mismo pone aquí de
manifiesto diciendo que todo esto sucederá infaliblemente y que permanecerá la
generación de los creyentes, sin que nada de lo dicho pueda destruirlos». (Homilia
in Mattheum 77,1: PG 58,602). Y S. Tomás: «Nopasará esta generación, esto es, no
cesará la fe de la Iglesia hasta el fin del mundo» (Super Ev. Sancti Matthei, o.
c., 306).
Los versículos finales tienen como objetivo exhortar a la vigilancia y
parecen estar referidos al fin del mundo, mostrando una vez más el cruce de
estos dos temas en la narración evangélica. La declaración de que el Hijo, es
decir, Cristo, no conoce el tiempo de la segunda venida ha de ser interpretada
en el sentido de que no formaba parte de su función mesiánica el revelarlo a los
hombres.
6. Fecha del fin del mundo. El N. T. recalca insistentemente que no se
pueda datar el fin del m. «Cuanto a ese día o a esa hora, nadie la conoce, ni
los ángeles del cielo, ni el Hijo, sino sólo el Padre» (Mc 13,32; Mt 24,37-44;
25,1-40; cfr. Act 1,7; Mt 24,36; 1 Thes 5,1; 2 Pet 3,10). Nadie podrá saber con
seguridad la fecha del fin del m. hasta que llegue; cogerá a los hombres por
sorpresa; vendrá de improviso, como ladrón nocturno. «En cuanto al tiempo y al
momento no tenéis, hermanos, necesidad de que os escriba. Pues sabéis
perfectamente que el día del Señor vendrá como ladrón nocturno. Cuando digan:
Paz y seguridad, entonces, de repente les sobrevendrá la ruina, como los dolores
de parto a la que se halla encinta, y no escaparán» (1 Thes 5,3; cfr. Mt 24,43;
Mc 13,35; Lc 17,29-30; Apc 3,1-3; Apc 16,15 etc.). Ni Cristo ni sus Apóstoles
determinaron jamás el tiempo de la Parusía, pues siempre y con plena claridad
dijeron que había de venir cuando menos se pensase. Lo mismo puede venir hoy que
mañana. Recalcan, en cambio, la necesidad de estar preparados. Las
circunstancias que reclaman nuestra curiosidad no entran en el objeto de la
catequesis apostólica.
Con este tema de la fecha del fin del m. se relaciona una de las
interpretaciones erróneas que se han dado sobre el papel que juega la doctrina
del fin del m. en la predicación de Jesús y en la fe de la Iglesia: la del
llamado escatologismo consecuente (v. ESCATOLÓGICA, ESCUELA PROTESTANTE). Los
autores de esta escuela, frente a la reducción del cristianismo a una filosofía
intemporal que había operado la teología liberal (v.), quieren subrayar el lugar
central que el tema del fin del m. tenía en el mensaje de Cristo, pero caen en
graves errores exegéticos y dogmáticos. Sus tesis pueden resumirse en las
siguientes proposiciones:a) Jesús primero, y después los Apóstoles habrían
concebido el fin del m. como muy próximo, inminente, sufriendo, por tanto, un
error; b) Jesús habría concebido su misión y su obra y formulado su moral en
vistas exclusivamente a la proximidad de este fin; c) debido a esto, el Reino
que r _l ha predicado pertenecería totalmente a la época subsiguiente al fin del
m., es decir, sería pura y exclusivamente escatológico; d) en consecuencia,
Cristo no habría pensado en la fundación de una Iglesia y la constitución de
ésta se debería a la caída de tensión en la espera escatológica por parte de la
comunidad posapostólica, que se habría organizado al advertir que el fin de la
historia se retrasaba. Esta posición, al suponer un error en Cristo, debe negar
previamente que Jesucristo sea Dios, o al menos sostener una doctrina de la
Encarnación incompatible con el dogma definido (cfr. Denz.Sch. 419,474-476). Es
en realidad un fruto de la corriente racionalista ya que sus autores, aun
reaccionando frente al protestantismo liberal, llevan en realidad hasta sus
últimas consecuencias los postulados de éste presentando así a Jesús como un
soñador apocalíptico. Por otra parte el escatologismo consecuente, al postular
que el reino de Cristo no habría de comenzar más que tras la catástrofe final,
se ve abocado a negar la autenticidad o a desfigurar el sentido de aquellos
textos en que Jesús habla del reino de Dios como ya presente o creciendo poco a
poco.
Se considera iniciador de este movimiento a J. Weiss en su libro Die
Predigt Jesu vom Reiche Gottes (1892), a quien sigue A. Schweitzer en la obra
Vom Reimarus zu Wrede (1906). El modernista A. Loisy (v.) utilizó las
conclusiones de esos autores protestantes como punto de partida para la
interpretación de los sinópticos en su obra Evangiles synoptiques (París
1907-08). A partir de esos años el escatologismo consecuente, a pesar de que aún
sigue influyendo en algunos autores, no se mantiene en la pureza de sus
afirmaciones que han parecido insostenibles a los estudiosos. El Magisterio se
hizo eco de esta teoría condenando la siguiente proposición: «Es evidente para
cualquiera que no se deje llevar de opiniones preconcebidas, que Jesús padeció
un error acerca de su próxima venida mesiánica» (Decr. Lamentabili: Denz.Sch.
3433).
Basta leer las parábolas, para comprobar que el Reino de Dios, está ya
presente, y crece lentamente; la cizaña crece junto al trigo hasta el día de la
siega (Mt 13,24-30); el Reino de los cielos es como un grano de mostaza que va
desarrollándose (Mt 13,31; Me 4,30-32; Le 13-18), o como la levadura que hace
fermentar toda la masa (Mt 13,33; Le 13,20). Antes del fin del m. ha de ser
predicado el Evangelio a todas las naciones (Mt 24-14; Mc 13,10). Se elogiará
hasta el fin del m. a la mujer que ungió a Cristo en casa de Simón (Mt 26,13). A
igual conclusión llevan estas palabras del Señor resucitado: «Me ha sido dado
todo poder en el cielo y en la tierra; id, pues, a enseñar a todas las gentes,
bautizándolas en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo,
enseñándoles a observar cuanto yo os he mandado. Yo estaré con vosotros siempre
hasta la consumación del mundo» (Mt 28,18-20; cfr. Mc 16,15-18); o las de la
promesa del Primado (Mt 16,18). Por otra parte, presentar el mensaje de Cristo
como pura o exclusivamente escatológico, no sólo va contra el contenido global
de. los Evangelios, sino que resulta incoherente con la figura de Jesús, que,
aparece siempre sereno, equilibrado, atento a los pequeños detalles de la vida
diaria y lejos de todo fanatismo apocalíptico.
La interpretación escatológica consecuente no sólo choca, pues, contra
textos concretos sino que desfigura el mensaje cristiano en su conjunto. Cristo
aparece ciertamente en los Evangelios consciente de que la hora suprema ha
llegado y con ella la plenitud de los tiempos; pero esta plenitud no se hace
consistir en un acontecimiento apocalíptico futuro, sino en la propia persona de
Cristo en la que llega a su punto culminante la historia de la salvación, la
historia de las intervenciones de Dios en la vida de la humanidad. Con Jesús
está ya dada la salvación, como Él mismo lo expresa a los enviados del Bautista
aplicándose una profecía de Isaías: «Los ciegos ven, los cojos andan, los
leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan y los pobres son
evangelizados» (Mt 11,5). A esta luz se entiende el que con frecuencia se
encuentren en los escritos de los Apóstoles los tiempos que están viviendo
designados como la «hora postrera» (1 lo 2,18), o el «último tiempo» (1 Pet 4,7;
1,20; 2 Pet 3,20; Jud 18). Tales expresiones aluden a que con Cristo ha
irrumpido la última época de la salvación y la gracia. Tanto en estos escritos
apostólicos, como en los pertenecientes a los primeros siglos de la Iglesia, lo
que ocupa el centro de la atención de los cristianos es la muerte y
resurreccióndel Señor, ya acaecida, y en la que se cumplen todas las promesas
divinas; no una nueva época mesiánica futura. La Resurrección (v.) de Cristo
aparece como la victoria decisiva sobre la muerte, el pecado y el infierno,
aunque no se ha terminado todavía la lucha, ya que la consumación de esta
victoria sólo es posible en el más allá. Como ha dicho con metáfora feliz O.
Cullmann, la situación es semejante a una guerra en la que se ha dado
relativamente pronto la batalla decisiva, de forma que el enemigo vencido no
tiene ya ninguna esperanza de victoria, pero puede continuar todavía la guerra.
Por eso, la mirada del cristiano se dirige a la Resurrección del Señor -ya
pasada-, y luego, y basándose en ella, hacia el futuro en espera de su segunda
venida.
Hagamos una última pregunta, concedido que Cristo no cayó en un error
sobre la fecha del fin del m. ¿puede decirse lo mismo de los Apóstoles y los
primeros cristianos, o cabe afirmar que éstos creyeron y enseñaron la vuelta del
Señor como inminente? Como ya hemos dicho, las expresiones según las cuales
tienen conciencia de estar viviendo la «hora postrera» o los «últimos tiempos»
no significan la espera de un fin inminente, sino la de haber entrado en la
etapa definitiva de la historia de la salvación, en la era mesiánica. No
con-llevan, pues necesariamente la creencia de que esa etapa vaya a ser llevada
inmediatamente a su consumación. Por otra parte, es lógico que quienes
convivieron con el Señor sintiesen una profunda nostalgia del calor de su
presencia visible, y, en consecuencia alentasen el deseo y la esperanza de estar
de nuevo con Cristo, de verle volver triunfante. Se puede así explicar que
algunos cristianos primitivos pensaran en un inminente retorno. Sería, sin
embargo, un error presentar a la primitiva comunidad cristiana como dominada
sobre esa idea: la imagen que de ellas nos dan los textos no es en modo alguno
la de una comunidad exaltada ante la idea de una inminente conflagración
apocalíptica, sino al contrario la de una familia que vive serena, sabiendo que
su Señor, que ha triunfado y la vivifica desde los cielos, volverá para consumar
la historia y manifestar acabadamente su poder el día y la hora que sea
oportuna.
Es, además, necesario distinguir entre la esperanza que algunos pudieran
tener en un retorno inmediato de Cristo y la afirmación de esa esperanza como
una verdad revelada. Es evidente que cualquier hombre de cualquier época puede
alimentar la esperanza de presenciar la vuelta de Cristo; pero en el momento en
que esa esperanza se presente como una doctrina, irrumpe la herejía. Algunos de
los primeros cristianos desearon en alguna ocasión la vuelta inminente de
Cristo, pero jamás presentaron esa esperanza como doctrina revelada. Sobre este
tema con relación a las cartas de S. Pablo, deben recordarse las declaraciones
hechas por la Pontificia Comisión bíblica (Denz.Sch. 3628-3630).
7. Señales del fin del mundo. Si bien es verdad que según el testimonio
explícito de la S. E. (cfr., p. ej., Mt 24-14) nadie sabe, ni sabrá, cuándo
tendrá lugar el fin del m., en los mismos textos sagrados se encuentran
enumeradas unas señales o presagios que acompañan el anuncio del fin. He aquí
cómo los resume el Catecismo Romano: «Tres son las señales principales que según
la Sagrada Escritura precederán al juicio divino: la predicación del Evangelio a
todo el mundo, la apostasía, y el anticristo» (Catecismo Romano L8,7). A estos
signos se añade tradicionalmente, basándose en S. Pablo, un cuarto: la
conversión del pueblo judío.
Cristo no vendrá hasta que-la Buena Nueva haya sido predicada en todo el
m.: «Y esta buena nueva del reino se predicará en el mundo entero y se
promulgará a todos los pueblos, y entonces vendrá el fin» (Mt 24, 14). A la hora
de interpretar esta señal, es necesario tener presente que: a) no está
profetizado que cada hombre vaya a oír la predicación de Cristo antes del fin
del m., sino todos los grupos de hombres o pueblos; b) no existe respuesta
segura sobre la extensión o. amplitud en que deba tomarse el término pueblo, ni
sobre la intensidad o profundidad con que deba realizarse esta predicación del
Evangelio; c) por otra parte, es evidente que se trata del anuncio del
Evangelio, y no de su acogida, por tanto, resulta difícil decidir cuándo esta
señal pueda estar ya cumplida; finalmente, tampoco se encuentra expresado en la
Revelación el tiempo que transcurrirá entre el cumplimiento de esta señal y el
fin del m.
El tema de la gran apostasía aparece unido al del anticristo en 2 Thes
2,1-3: «Y os rogamos hermanos, que, por lo que toca a la venida de nuestro Señor
Jesucristo y a nuestra reunión con él, no os dejéis fácilmente conmover en
vuestra alma o perturbar ni por el espíritu ni por palabras, ni por carta
atribuida a nosotros, como si el día del Señor estuviera ya inmediato. Que
ninguno os engañe de ninguna manera, porque antes tiene que venir la apostasía y
rebelarse el hombre impío, el hijo de perdición, el que se opone y rebela contra
todo lo que lleva nombre de Dios o es objeto de culto, llegando hasta sentarse
él en el templo de Dios, exhibiéndose a sí mismo como Dios». El pasaje paulino
no es de unánime interpretación, sobre todo en lo que se refiere a la figura del
hombre impío, que puede identificarse con la figura del «contradictor» o
«anticristo» que encontramos en S. Juan (cfr. 1 lo 2,18 y 22; 2 lo 4,3). Puede
decirse que el pensamiento paulino es que no ha llegado todavía el tiempo de la
parusía, porque no se ha manifestado todavía el «hombre impío» ni ha tenido
lugar la «gran apostasía». Puede tratarse o de un personaje individual y
concreto que aparecerá antes de la parusía y provocará la gran apostasía (así
piensan Rigaux, Tillmann, Cerfaux), o puede entenderse de un conjunto o
colectividad de fuerzas anticristianas, que al final de los tiempos puede
encarnar en un jefe determinado (opinión Bonsirven, Prado-Dorado). Igualmente
imposible es determinar la extensión de la apostasía. No es posible que se
extienda universal y absolutamente a todo el género humano, ya que la Iglesia no
puede perecer (Mt 16,18). Tampoco está profetizado el tiempo que mediará entre
la gran apostasía y el final de los tiempos.
En cuanto a la conversión del pueblo judío, cuya predicción parece
deducirse con claridad de Rom 11,25-26, baste decir que no puede precisarse la
extensión de dicha conversión, ni mucho menos el tiempo que mediará entre ella y
el fin del m. Como juicio final sobre el sentido de estos signos podemos
reproducir unas palabras de S. Tomás: «No es fácil saber qué señales serán
éstas, pues las consignadas en los evangelios no sólo corresponden, como dice S.
Agustín (Epístola 199: PL 33,914), a la venida de Cristo para el juicio, sino
también se refieren al tiempo de la destrucción de Jerusalén y a las continuas
visitas que Él hace a su Iglesia. De manera que, bien consideradas, no hay
ninguna de ellas que se refiera sólo a su última venida, como dice el mismo S.
Agustín, pues las señales de los evangelios, como guerras, terrores, etc., han
existido desde el principio de la humanidad; a no ser que se diga que entonces
se agravarán. Ahora, qué grado de intensidad han de alcanzar para que podamos
colegir la proximidad del juicio, eso es cosa incierta» (Sum. Th. Supal. q73
al).
En suma, es imposible precisar que una determinada situación histórica
cumpla las profecías de Cristo; es imposible además saber el tiempo que media
entre su cumplimiento y el fin, así como es imposible decir si estas señales se
han cumplido ya o no. Las señales sobre el fin del m. tienen como objeto no
satisfacer nuestra curiosidad sino «impulsar el corazón de los hombres a
someterse al juez venidero» (S. Tomás, ib.); su anuncio constituye una
exhortación a la vigilancia.
8. Conflagración final y renovación del mundo. En las descripciones
bíblicas del final del m. se utilizan con frecuencia imágenes de catástrofes
sociales y cósmicas (cfr., p. ej., Is 66,15-16; Mt 24,29; Lc 21-25-26). ¿Cómo
han de entenderse estas imágenes? Es evidente que no deben interpretarse al pie
de la letra: nada se sabe con certeza ni de su extensión ni de su intensidad. El
tema de la conflagración final aparece, por otra parte, en estrecha relación con
el del fuego purificador. Así se expresa la 2 Pet 3,7-13: «A su vez, los cielos
y la tierra de ahora están guardados por las mismas palabras y reservados para
el fuego en el día del juicio y de la destrucción de los hombres impíos... El
día del Señor llegará como un ladrón. En él los cielos, con un ruido estridente,
pasarán; los elementos se desintegrarán en llamas, y la tierra y cuantas cosas
hay en ella arderán... Pero esperamos, según su promesa, nuevos cielos y tierra
nueva, en los que habita la justicia». No se trata aquí de un aniquilamiento,
sino de una purificación, que da lugar, no a un nuevo ciclo, sino a un mundo
totalmente renovado y definitivo. Esta purificación no consiste en una «autocátarsis»
proveniente de la misma evolución de la historia, sino que es producida por la
voluntad salvífica y juzgadora de Dios. Finalmente, la purificación se extiende
también a los elementos materiales.
Esta trasformación del mundo es enseñada comúnmente por los Padres de la
Iglesia. «Llegará la consumación de este mundo y será renovado de nuevo...
Pasará este mundo, para que sea levantado más bello... El Señor conmoverá los
cielos, no para llevarlos a la nada, sino para levantarlos más bellos» (Cirilo
de Jerusalén, Catequesis 15,3: PG 33,871 ss.). «No dijo San Pedro que veremos
otros cielos y otra tierra, sino que veremos a los cielos antiguos trasformados
en algo mejor» (S. Jerónimo, In Isaiam, 18,65: PL 24,644). «Para los nuevos
cuerpos será creada una tierra nueva, es decir, el ser de nuestra tierra será
trasformado; pasará a un estado espiritual y después no estará sometida a cambio
alguno» (S. Isidoro de Sevilla, De Ordine creaturarum, 11,6: PL 83,943).
A este tema está dedicada la cuestión 74 del Suplemento de la Suma
Teológica. Citemos algunas de las razones aducidas para mostrar la conveniencia
de esta purificación y renovación del m. «Como el mundo en cierto modo se hizo
para el hombre, conviene que cuando el hombre sea glorificado en el cuerpo, los
otros cuerpos del mundo sean también elevados a un estado mejor, a fin de que el
lugar sea más apto y el aspecto más agradable». «Si bien una cosa corpórea no
puede ser propiamente sujeto de la infección de la culpa, no obstante, a causa
de ésta, queda en las cosas corporales corrompidas cierta incongruencia para ser
ennoblecidas por las espirituales... Y por eso, una parte del mundo carga con
cierta falta de idoneidad, por los pecados de los hombres, al ceder en uso
nuestro. Y en esto el mundo precisa de purificación» (ib.) S. Tomás se muestra
prudentemente muy sobrio al describir el modo y la intensidad de esta
renovación: «la cantidad y el modo de este mejoramiento sólo lo conoce quien
será su Autor» (ib.).
9. La doctrina del fin del mundo en el pensamiento cristiano. Habiendo
descrito ya los puntos dogmáticos fundamentales sobre el tema del fin del m.,
intentemos trazar ahora una breve panorámica de los comentarios y explicaciones
que sobre esta doctrina se han dado a lo largo de la historia de la teología
cristiana.
La mayor parte de la escatología contenida en los escritos de los Padres
Apostólicos (v. PADRES DE LA IGLESIA) versa sobre el juicio universal y la
resurrección de los cuerpos, tema puesto en duda por los gnósticos: cfr. S.
Ignacio de Antioquía, Epist. ad Trallianos 9,2; S. Policarpo, Carta 7,12; o el
Martyrium Polycarpi, 14,2, donde leemos: «Quien niega la resurrección y el
juicio es el primogénito de Satán». En relación con esos temas tratan del fin
del m., subrayando que la hora de la venida del Señor es incierta, y que será
precedida por la aparición del Anticristo (Didajé, 16,1-5; Herfas, El Pastor,
4,2,5; 3,6). Hermas, tiende a pensar que el fin del m. está próximo (Visión
3,8,9), y que la renovación de la creación se producirá por sangre y fuego
(Visión 4,1,10; Visión 3,2,2).
En esta época la doctrina del fin del m. se entrelaza a veces con el tema
del milenarismo (v.). Así parece insinuarse en el Pseudo-Bernabé, (Epist.,
15,4-9: PG 2, 773 ss.), para el que los seis días de la creación representaban
seis mil años, pues un día del Señor es como mil años (cfr. Ps 90,4; 2 Pet 3,8);
el día séptimo, es decir, en el séptimo milenio aparecerá el Hijo de Dios, quien
destruirá el anticristo y juzgará a los pecadores; una vez renovado todo, los
justos gozarán con Cristo en esta tierra durante mil años, antes de gozar
eternamente en el cielo. A esta línea de pensamiento debe adscribirse Papías,
según el testimonio de Ireneo (Adverssus haereses 5,33,3: PG 7,1213-1214) y
Eusebio (Historia Eclesiastica 3,39-42).
Los Padres Apologistas prosiguen la lucha contra el gnosticismo,
recalcando fundamentalmente la resurrección de la carne, tema al que se dedican
varios tratados explícitos. S. Justino (I Apología, 20 y 60: PG 46,357, 420)
encuentran predicha la destrucción del mundo, tanto por las Sibilas, como por
diversos textos veterotestamentarios (Deut 32,22; Mal 4,1; Is 30,28,30). Frente
a los estoicos que hablaban de una conflagración final proveniente del curso
natural de las cosas y que habría de repetirse cíclicamente, purificando así al
m. que tiende a la impureza, Taciano señala que el fin del m. no tendrá lugar
más que una vez (Adversus Graecos 6: PG 6,817) y S. Justino pone de relieve que
esa conflagración ha de ser atribuida directamente a Dios (II Apología 7: PG
6,456). En cuanto al estado del m. tras la purificación por el fuego, S. Justino
dice que Dios renovará el cielo y la tierra por Cristo (Diálogo con Trifón, 113:
PG 6,737); Atenágoras piensa que en el m. glorificado no habrá ya seres
inanimados ni carentes de razón (De resurrectione, 10: PG 6,992); mientras que
Teófilo de Antioquía parece decir que todos los animales volverán a su primitivo
estado y serán inofensivos para el hombre en clara relación a Is 11,6, ss. (Ad
Autolicum, 2,17: PG 6,1080-1081).
S. Ireneo menciona la consumación universal en el Adversus haereses
(2,22,2: PG 7,782), y la encuentra prefigurada en la destrucción de Jerusalén (ib.
4,4; 3,1: PG 7,980-982). El m. -dice- será destruido en razón de haber sido
escenario de la trasgresión del hombre, pero ni su sustancia ni su materia serán
aniquiladas(ib. 5,36,1: PG 7,1221-1222). Con S. Ireneo se inicia la comparación
del fin del m. con el diluvio; éste fue de agua; aquél será un diluvio de fuego
(ib. 5,29,2; 5,30,4: PG 7,1222). Trasformado el mundo, el estado de los nuevos
cielos y la tierra nueva serán apropiados a la nueva humanidad y durarán sin fin
(ib. 5,36,1).
Para Tertuliano, el m. viejo perecerá por el fuego (De spectaculis, 30: PL
1,660); fuego de juicio y castigo, que alcanzará a todos los que han servido al
pecado (De Baptismo, 8; Adversus Martionem, 3,24: PL 1,1209; 2,313), pero que
renovará también todas las cosas (De anima 55: PL 2,744), siendo el m. renovado
descrito con los mismos rasgos que los tiempos mesiánicos en Is 11,6 (Adversus
Hermogenem, 11: PL 2,207). También para Clemente de Alejandría (Stromata 5,1: PG
9,21) y Orígenes (Selecta in Genesim: PG 12,105) el m. ha de ser renovado
mediante el fuego. El fin del m. y su carácter de conflagración mundial no son
atribuidos como última causa al curso de las estrellas, sino al pecado:
«Nosotros no atribuimos el diluvio ni la conflagración a ciclos y periodos de
estrellas; para nosotros la causa de estas catástrofes es el torrente de la
maldad que lo invade todo y se limpia por un diluvio o una conflagración»
(Orígenes, Contra Celsum, 4, 12: PG 12, 1044). El fuego purificará, pero no
aniquilará la creación (ib. 3,14-17: PG 12,1201-1205). En igual sentido se
expresa Metodio de Olimpo: el m. será purificado por el fuego, pero no será
aniquilado (Convivium, 10,4: PG 18,200; De resurrectione, ib., 273).
Durante el s. in, y siguiendo un antiguo alegorismo, los seis días de la
creación son interpretados como anuncio de que la historia durará seis mil años,
tras los cuales vendría el fin del mundo. De ahí, el empeño por determinar la
fecha del origen de la creación (Hipólito, In Danielem, 22-23: PG 10,656-657;
Lactancio, Institutiones, 7,14: PL 6,779-784;. Tertuliano, Apologeticum, 32: PL
1,508-509; cfr. J. Luneau, 1'Histoire du salutchez les Péres de l'Eglise. La
doctrine des áges du monde, París, 1964).
También para los Padres Capadocios, el fin del m. consistirá en una
renovación de toda la materia (S. Basilio, In Hexaérneron, 1,3: PG 29,9; S.
Gregorio de Nacianzo, Oratio XXI: PG, 35,1109; S. Gregorio de Nisa, De hominis
oppificio, 23: PG 44,209-212). Para S. Cirilo de Jerusalén, el nuevo m. será más
bello y sin degradación (Catequesis, 5: PG 33,873). Según el Crisóstomo, el m.
renovado estará de acuerdo con las bellezas de los cuerpos resucitados (In Epist.
ad Romanos, 5: PG 60,530). En igual sentido hablan S. Ambrosio (In Hexa~ron, 1:
PL 14,135) y S. Jerónimo (In Mattheum 4,24: PL 26,180-181). El fin del m.
consistirá en una purificación por el fuego, en paralelismo con el diluvio, y
será irrepetible (S. Agustín, De Civitate Dei: PL 41, 359).
Puede decirse, pues, que todos los Padres se hacen eco, con mayor o menor
extensión, del tema del fin del m., y comentan la renovación de la creación como
algo que dimana de la misma Revelación. En los primeros siglos esta doctrina de
fe se mezcla a veces con sueños milenaristas, o degenera en la preocupación de
determinar la fecha o época en que esto sucederá. Ambas tendencias desenfocadas,
sin embargo, ni fueron generales, ni empañan el común acuerdo que tuvieron en lo
esencial.
Los teólogos posteriores sistematizan estos datos cayendo a veces en la
tentación de explicarlos a través de datos físicos, sobre todo en la
Escolástica. No obstante, lo esencial de la enseñanza patrística es trasmitido
en forma inalterable. Es elocuente este pensamiento de Pedro Lombardo: «Cuando
venga el Señor, le precederá el fuego con el que se quemará la faz de este
mundo; perecerán el cielo y la tierra, no según su sustancia, sino según la
especie, que será cambiada». (Sentencias, IV, d47, q4). Sus comentadores o
continuadores mantienen las líneas esenciales de este pensamiento: cfr. S.
Buenaventura, In IV Sent d47 q3; S. Alberto Magno, In IV Sent., d47; S. Tomás,
In IV Sent., d47; y Summa contra Gentes, 4,97; Duns Escoto, In IV Sent., d47 q2.
A partir del s. XVIII, los teólogos abandonan las preocupaciones cósmicas
sobre la naturaleza del fuego que purificará el m., sobre si en el estado futuro
habrá movimiento, etc., para ceñirse más inmediatamente a aquilatar los datos
revelados. Así expone la cuestión Tanquerey: «Los Padres y los teólogos
concluyen de diversos lugares de la Escritura que después de la conflagración
del mundo y del juicio final, la tierra ha de ser renovada (2 Pet 3,13). Es
incierto en qué consista esta innovación, y de ella pueden disputar libremente
los teólogos» (Synopsis de Teología Dogmática, IV, París 1955, 744). Piolanti
escribe: «La Revelación nos enseña que existirá una conflagración universal, de
la cual surgirá un mundo juzgado, embellecido e innovado. No es lícito decir más
cosas, a no ser siguiendo la analogía de los dogmas y en forma hipotética» (De
novissimis et sanctorum communione, Roma 1959).
V. t.: ESCATOLOGÍA; PARUSÍA; RESURRECCIÓN DE LOS MUERTOS; JUICIO
PARTICULAR Y UNIVERSAL; HISTORIA IV; APOCALIPSIS.
BIBL.: Para exégesis de los textos de la S. E. e historia de la doctrina antigua: M. MEINERTZ, Teología del Nuevo Testamento, Madrid 1963, 54-56; F. CEUPPENS, 11 problema escatologico nella exegesi, en Problemi e orientamenti di teología dommatica, 11, Milán 1957, 925-974; 1. TiXERONT, Histoire des Dogmes dans Cantiquité chrétienne, París 1912-14; L. ALTZERBERGER, Die christliche Eschatologie in den Stadien ihrer Offenbarung im Alten und Neuen .Testamente, Friburgo 1890; íD, Geschichte der christlichen Eschatologie innerhalb der vornicánischen Zeit, Friburgo 1896.
L. F. MATEO SECO.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991