MONTAÑA SAGRADA


      Nociones generales. En las religiones antiguas la m. se presenta frecuentemente rodeada de carácter sagrado, aunque esto sea más notorio respecto a ciertas m. que aparecen envueltas en leyendas y tradiciones especiales. No resulta difícil descubrir las causas de esto. La m. se presenta ante el hombre que la contempla como algo misterioso e impresionante. La m. era algo que escapaba al dominio y control del hombre primitivo, razón por la cual se convirtió en algo inquietante para él. Otros rasgos peculiares venían a aumentar este aspecto de misterio: su altura, que la acerca al cielo, los parajes ocultos que en ella se encuentran, las nubes (v.) que habitualmente la rodean, el silencio impresionante que reina en ella, los ruidos misteriosos que el viento saca de sus simas y barrancos, todo lo cual impresionó vivamente al hombre antiguo, provocando en él una reacción de reverencia y veneración. Fue por eso que a la m. se le reconoció un carácter sagrado o religioso, y esto en casi todos los pueblos de la antigüedad.
      La montaña en los relatos cosmogónicos y legendarios. Una primera reacción del hombre antiguo ante la m. fue el pensar que ésta no podía haber sido creada de igual manera que otra cosa cualquiera. Y, así, en diversas cosmogonías se encuentran descripciones extrañas acerca de la creación de las m. Por ejemplo, en la India se creía que varias m. eran retoños del Himalaya, transportados para Rama cuanto ésta estaba edificando un templo. En la mitología escandinava se cree que las m. fueron formadas por los huesos de un gigante. En otras mitologías aparece la convicción de que las m. habían sido formadas para sostener las bóvedas del cielo.
      La montaña como morada de espíritus. Debido al carácter misterioso atribuido a las m., fue fácil al hombre antiguo creer que en ellas moraban espíritus (v.): fantasmas, gnomos, genios, hadas, etc. Es más, como aquel que atraviesa una m. puede traer un recuerdo grato o desagradable, los espíritus moradores de las m. eran divididos en buenos y malos. En el Extremo Oriente, encontramos frecuentemente tales ideas: los chinos temían los espectros de las m., cuyo poder variaba de acuerdo con su altura; en la India existía la convicción de que las m. estaban habitadas por espíritus, como ocurre con el Himalayp, cuyos escondrijos son vistos como morada de demonios, mientras que en sus cavernas moran brujas y hadas. Viniendo hacia el Oriente Medio, encontramos el Demavend, en Persia, el cual es morada de genios y espíritus. Los árabes, por su parte, creen que las m. del Laf son la morada de los Yim y de los `ifrit. También en la Europa antigua abundan los relatos legendarios que hacen de las m. la morada de espíritus. Las nereidas habitaban m. y colinas en Grecia. En algunas civilizaciones los espíritus de las m. eran los espíritus de los difuntos, los cuales eran precisamente enterrados en las alturas.
      La montaña como morada divina. Las m., debido a que sus cumbres se acercan al cielo, han sido puestas, desde muy antiguo y con mucha frecuencia, en relación con las divinidades. En unos casos es ahí donde los dioses han nacido; en otros, más frecuentes, allí tienen su morada o su lugar predilecto de reunión. Ya en las religiones primitivas encontramos entre los plantadores un «dios de las montañas», a menudo identificado con el sol (v.) o concebido a imitación del señor de los animales. En Mesopotamia reina, en general, la idea mitológica de que la m. es el lugar donde moran los dioses. Prueba de ello son las expresiones que aparecen frecuentemente en sus literaturas: morada de los dioses, m. de la reunión, m. del mundo, etc. Ya más en concreto, si comenzamos por examinar los textos mitológicos babilónicos, vemos que se situaba el lugar de nacimiento de los grandes dioses en la llamada «montaña del mundo». Si pasamos al norte, a Asiria, vemos que la «montaña de la Asamblea» es concebida como la morada de los dioses, estando situada en el remoto Norte, es decir, en algún lugar de las altas m. asiáticas que cierran el lado septentrional de la llanura mesopotámica. La misma mentalidad aparece en Fenicia, como se prueba por los poemas de Ra's Samra, especialmente en los mitos de Baal (v.) y Anat. En Canaán son mencionadas otras m. sagradas, como el Líbano, el Hermón, el Siryón, el eco de los cuales entrará en la Biblia. Si pasamos a Grecia, el oeste del Golfo de Salónica, encontramos el Olimpo (v.), el monte culminante de Grecia, que, desde Homero, es concebido como la morada de los dioses.
      La montaña como lugar de culto. Precisamente debido a esa relación especial entre las m. y las divinidades, la m. se convirtió en un lugar preferido para dar culto (v.) a los dioses. Unas veces simplemente se rinde culto a la divinidad sobre las m.; otras veces el culto se hace ensantuarios a cielo abierto, es decir, en círculos de piedras, sobre las m.; en otros muchos casos se trata de verdaderos templos (v.) construidos en las cumbres. Las excavaciones arqueológicas han descubierto infinidad de ruinas de tales templos. Estos datos arqueológicos y diversos textos antiguos dan fe de que la costumbre de rendir culto sobre las m. estaba generalizada en las religiones antiguas. Al norte de Mesopotamia se eleva la m. Nisir, donde Uta-Napishtim, ofreció un sacrificio de suave olor. Sobre el monte Safón, Anat construyó un templo para Baal, según las mitologías ugaríticas. Esta misma m. se convierte en el monte Casios de la época greco-romana, donde se veneraba a Zeus Casios, heredero de Baal. La cima y pendientes del monte Hermón conservan las ruinas de varios santuarios, que eran frecuentados aún en el s. tv a. C. Algunas m. de Palestina han sido también lugares de culto (v. CARMELO, MONTE). Es de notar que Israel ha practicado asimismo el culto a su Dios, Yahwéh, sobre diversas m., especialmente el monte Sinaí (v.) y el monte Sión (v.). Si pasamos a Grecia, el culto a Júpiter (v.) sobre las m. estaba relacionado con las lluvias y demás fenómenos meteorológicos. Hermes tenía un templo en la cumbre del monte Cilene, y Apolo el suyo sobre el monte Figaleia. El dios Pan, nacido en el monte Licaio, tenía consagradas las m. Menelao y Lampla. Un rasgo significativo es que, con mucha frecuencia, el nombre de la m. donde se practicaba el culto a un dios ha dado nombre asimismo a tal divinidad: v. gr., Zeus Licayo (del monte Licayo), Zeus Olimpo, Zeus Acraio, etc.
      La montaña personificada y objeto de culto. Esa impresión de majestad, grandeza y eternidad que la m. suscita en quien la contempla también movió al hombre antiguo a mirarla como algo vivo, dotado de poder misterioso, hasta llegar a personificarla en ocasiones e incluso a convertirla en objeto de culto y veneración. Este doble carácter de personificación y adoración de ciertas m. es particularmente notorio y frecuente en los pueblos del Extremo Oriente, especialmente en la China. En el Tapón la palabra kami, aplicada normalmente a las divinidades, es asimismo aplicada a las m., a las que se supone dotadas de gran poder. También los mexicanos personificaban todas sus m. Si venimos hacia el Oriente Medio, vemos que en Media, como en Frigia, los dioses y las m. estaban identificados, y se les rendía culto en las altas cimas. Este culto también aparece entre los celtas. Entre los griegos que adoraban divinidades relacionadas con las m., algunas de éstas conservaron su personificación, como ocurría en el caso del monte Ida, el cual aparece como una ninfa.
      La montaña sagrada artificial. El papel importante jugado por la m. sagrada en la vida religiosa de las civilizaciones antiguas recibe una palpable confirmación en la construcción de m. sagradas artificiales para el culto. Parece que tal costumbre existió en México: cuando no había m. naturales, eran construidas artificialmente unas colinas, llamadas tocalli, para los ejercicios de culto. Tal elemento cultual fue algo típico de Mesopotamia. Los textos, los monumentos figurados y los hallazgos arqueológicos nos han hecho conocer tales m. artificiales, construidas con fines religiosos, p. ej., la famosa ziggurat. Abundan en la Mesopotamia meridional, pero también se las encuentra en Asiria y sobre el borde sirio del Éufrates en Mari, y en cuanto a Persia en Susa y en TchogaZanbil, donde una gran ziggurat ha sido descubierta hace poco: tiene 105 metros de lado en la base y quizá más de 50 de altura. Sobre tales bases gigantescas se construía el santuario propiamente dicho, mientras que las excavaciones prueban que existía otro en la parte inferior de tales torres.
      Valoración. Como queda dicho más arriba, el hombre muestra su asombro y temor reverencial instintivamente ante todo cuanto exceda su capacidad de control humano. Realmente las m. se prestan al asombro de los mortales por ser una obra grandiosa de la naturaleza. Pero los hombres antiguos, faltos de una visión acertada respecto a la verdadera jerarquía de los seres creados y su relación con el Creador, se inclinaron automáticamente a poner las moles montañosas en relación demasiado estrecha con la Divinidad. Es decir, no las vieron como una manifestación del poder creador del Dios verdadero, sino como algo misterioso e incluso como seres divinos.
     
     

BIBL.: W. W. BAUDISIN, Heilige Gwdser, Bdume una Hóhen be¡ den Semiten, insbesondere bei den Hebrdern, en Studien zur semitischen Religionsgeschichte, II, Leipzig 1878, 145-269; T. C. BANFIELD, De montium culto, Viena 1834; R. BEER, Heilige Hóhen der alten Griechen und Rómer, Viena 1891; F. vox ANDRIAN, Der Hóhencultus asiatischer und europdischer Vólker, Viena 1891; M.-J. LAGRANGE, Études sur les Religions Sémitiques, 2 ed. París 1905, 168-179; P. AMIET, Ziggurats et culte en hauteur, «Revue d'Assyriologie», 47 (1953) 23-33; I. HORI, Mountains and their Importance for the Idea of the other World in Japanese Folk Religion, «History of Religions», 6 (1966) 133-163.

 

J. GARCÍA TRAPIELLO.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991