MONAQUISMO, ESPIRITUALIDAD MONÁSTICA


El m., género de vida que responde a dos anhelos profundamente arraigados en la humana naturaleza -el de purificarse de pecados y pasiones, y el de unirse íntimamente a ladivinidad-, aplicados y vividos de una manera peculiar y propia. Dejando aparte fenómenos más o menos análogos al m. que puedan encontrarse en otras religiones, nos ocupamos aquí del m. cristiano y concretamente de la espiritualidad de este m. cristiano en sus primeros siglos. En la frontera de este mundo y el del más allá, los monjes antiguos profundizaron práctica y teóricamente la doctrina cristiana con resultados tan notables, que no sólo crearon lo que podemos llamar la espiritualidad monástica, sino que marcaron hondamente la vida espiritual de toda la Iglesia. Para el desarrollo posterior de la espiritualidad monástica, véanse los artículos BENEDICTINOS; CAMALDULENSES; CISTERCIENSES; CARTUIOS; etc. Obviamente la espiritualidad monástica es una espiritualidad cristiana, es decir, una espiritualidad que nace del Evangelio cuyas verdades recoge y aplica; el monje vive las mismas realidades que cualquier cristiano, aunque del modo peculiar que corresponde a su vocación. Por eso en la exposición de la espiritualidad monástica haremos referencia con frecuencia a aspectos generales de la vida cristiana, subrayando el eco que tienen en la vida monástica y en ocasiones las peculiaridades que en ella revisten.
      1. Los grandes maestros espirituales del monaquismo. En su inmensa mayoría, los monjes primitivos eran hombres de escasa cultura, no raras veces analfabetos. Algunos escritos que nos legó el m. antiguo, como la colección de Apotegmas (v.) de los Padres y las cartas atribuidas a S. Antonio y S. Ammonas, reflejan bien la espiritualidad de este m. rústico. Pero existió también un m. docto; y, como es natural, las grandes escritores espirituales salieron de entre los espíritus cultos, versados en la literatura profana y sagrada, que habían abrazado la vida monástica.
      Los primeros en poner su gran cultura al servicio del m. fueron los tres grandes capadocios (v.), en particular S. Basilio (v.) y S. Gregorio de Nisa (v.). Los escritos ascéticos de S. Basilio, sobre todo sus mal llamadas Reglas, constituyen un acervo inagotable de doctrina espiritual para monjes, repleta de la más pura savia evangélica. S. Gregorio les procuró, en varios de sus tratados, como el De instituto christiano, una excelente iniciación a la mística.
      Mucha más influencia tuvo en el m. posterior el «filósofo del desierto», Evagrio Póntico (v.). Entusiasta seguidor de Orígenes, codificó las doctrinas del gran alejandrino y de otros de sus predecesores en una serie de pequeños tratados. Pese a su condenación por el II Conc. de Constantinopla (553), los escritos de Orígenes siguieron circulando activamente, por lo general expurgados de sus errores más notables y bajo el nombre de autores de indiscutible ortodoxia. En Oriente, adoptaron su concepción de la vida espiritual, sus categorías y sus vocabulario escritores espirituales clásicos como Diadoco de Fótice, Filoxeno de Mabbog, Isaac de Nínive, S. Juan Clímaco (v.), S. Máximo el Confesar (v.) y otros de menor importancia.
      En Marsella, tuvo Evagrio Póntico un seguidor avisado y personal: Juan Casiano (v.). El inmortal autor de las Instituciones y las Colaciones es uno de los tres o cuatro escritores que más honda huélla dejaron en la espiritualidad, no sólo del monacato latino, sino de toda la Iglesia de Occidente.
      Otros maestros del m. deben citarse aquí: S. Juan Crisóstomo (v.), S. Nilo de Ancira (m. ca. 430), Marcos el Eremita (m. ca. 430), el Pseudo-Macario (autor de las Homilías espirituales), en Oriente; S. Jerónimo (v.) y S. Agustín (v.), en las países latinos.
      Los monjes escritores no eran puros teorizantes, sino que elaboraron la propia experiencia y, sobre todo, la de los mejores de ellos, los Padres pneumatoforoi, los «espirituales», como S. Antonio Abad, Macario de Egipto, Juan de Licópolis y tantos otros que habían penetrado muy hondo en los secretos de la vida interior.
      2. El itinerario espiritual. El m., según sus maestros, está fundamentado en una peculiar vocación divina que impele al hombre a renunciar al matrimonio y a los bienes materiales, y a apartarse del mundo -muchas veces incluso expatriarse-, para vivir en pobreza y soledad. Pero sería parcial y falso presentarlo tan sólo bajo este aspecto negativo y estático: el m. tiene un lado positivo y dinámico. En realidad, la renuncia sólo se explica y justifica por el grande y absorbente ideal de «buscar a Dios». En efecto, ante el hombre que ha abandonado el mundo, se abre un largo y arduo camino que es preciso recorrer si se desea ser verdaderamente monje y no sólo en apariencia. Gracias a la tenaz voluntad humana y la ayuda indeficiente de la gracia de Dios, el monje aspira a llegar hasta una meta, que no es otra que el Paraíso perdido, en el que Adán gozaba de la familiaridad de Dios y toda felicidad tenía su asiento.
      El tema del Paraíso terrenal aparece en la literatura monástica desde sus mismos orígenes. La perfección que el monje anhela consiste en la restauración del estado en que fue creado' el hombre, aunque, claro es, conciben dicho estado como perfeccionado con las gracias del cristianismo. Se trata de restaurar plenamente la imagen de Dios, desfigurada por el pecado, que todo hombre lleva en sí mismo.
      Las exposiciones del itinerario espiritual que nos legó el m. antiguo son numerosas y variadas. Ya la Vida de S. Antonio no pretende otra cosa sino mostrarnos la ruta de un alma que avanza hacia Dios. La carta Ad fdios Dei, atribuida con razón a S. Macario de Egipto, constituye un denso sumario del camino de perfección. Pero, como es natural, las descripciones más precisas y detalladas se hallan en las obras de los monjes doctos, como S. Gregorio de Nisa, Evagrio Póntico, Casiano, etc. Estos autores distinguen dos grandes etapas, la ascética y la mística o contemplativa, y comúnmente dividen esta última en contemplación inferior y superior, sea por su objeto (Evagrio), sea por su método, activo o pasivo (Gregorio de Nisa). Todos sin excepción incluyen en sus teorías del m. el panorama entero del mundo espiritual, desde las virtudes más elementales hasta los grados más subidos de la contemplación mística.
      3. El ascetismo corporal. Todos los itinerarios comienzan con una etapa de purificación (praxis, praktiké, scientia actualis), que presenta una doble vertiente, según se trate de extirpar los vicios o de plantar las virtudes. Evidentemente, tanto desde el punto de vista cronológico como del psicológico, sería un error disociar ambas operaciones; se trata de dos aspectos de una misma realidad. Desde otro punto de vista más fenomenológico, pueden distinguirse el ascetismo visible o corporal y el invisible o espiritual; bien que simultáneos, pueden describirse separadamente.
      Los maestros del m. eran demasiado avisados para pretender reformar el alma prescindiendo del cuerpo. El ascetismo corporal se impone como necesidad ineludible. Sus elementos más comunes y destacados son el ayuno, la abstinencia, las velas nocturnas, la práctica del silencio, el trabajo manual, la falta de cuidados corporales, la soledad de la ermita para el anacoreta y laclausura del monasterio para el cenobita, una auténtica pobreza, esto es; la posesión de lo estrictamente necesario para alimentarse, vestirse y defenderse de las inclemencias del tiempo, con exclusión de todo lo demás; y, como condición indispensable y fundamento del m., la virginidad (v.).
      4. El ascetismo espiritual. Gente sencilla, muchos monjes de la antigüedad no iban más allá de lo visible y palpable en materia de ascetismo. Pero los maestros insistieron con gran energía en el aspecto predominante- . mente espiritual del ascetismo cristiano. ¿De qué pueden servir las prácticas externas, las que distinguen al monje a la vista de todos, si bajo el sayal sigue viviendo un alma mundana, víctima de los vicios? En realidad, el ascetismo corporal está al servicio del espiritual. Es deber primordial del monje aplicarse sobre todo a combatir y extirpar los vicios del hombre interior y adquirir las virtudes.
      Ahora bien, llevar a la práctica este programa implica una «guerra invisible». Los textos del m. primitivo están llenos de esta idea de «milicia», de «guerra», de «combate espiritual». El monje, como antes el mártir, es esencialmente un «soldado de Cristo» que lucha en un doble frente de batalla: el de los vicios y el de los demonios.
      Sobre todo, el dé los demonios (v.). Porque el enemigo por antonomasia es Satanás con sus legiones de demonios. Como sus contemporáneos en general, los monjes primitivos estaban convencidos de que los demoñios tenían su reino en el desierto; y animosa, heroicamente, se dirigían al desierto con- el fin de combatirlos. Para derrotarlos más fácilmente, estudiaron su naturaleza, sus tácticas, sus mañas. Evagrio Póntico y Casiano crearon una verdadera demología, basada en la S. Escritura y en Orígenes y, sobre todo, en la experiencia de los Padres del yermo.
      Las armas de los demonios son numerosas y temibles, pero las que emplean por lo común son los logismoi, vocablo que hallamos continuamente en los documentos del m. primitivo y que hay que traducir, según los casos, por «pensamientos», «impulsos», «pasiones» o «vicios». Los demonios no suelen dar la cara, sino que actúan mediante las malas inclinaciones del hombre y a veces incluso mediante las buenas. De ahí la importancia de la diácrisis o «discernimiento de espíritus», la dirección espiritual y la nepsis o «vigilancia». Los psicólogos del desierto analizaron rigurosamente los logismoi y los redujeron a ocho: gastrimargía (glotonería, gula), porneía (lujuria), filargyría (avaricia, amor al dinero), lype (tristeza), orgé (cólera), acedía (desabrimiento, pereza), cenodoxía (vanagloria), hyperefanía (soberbia). Estudiaron minuciosamente su naturaleza, sus procedimientos, sus mutuas dependencias e interferencias, sus remedios; en una palabra crearon una verdadera ciencia psicológico-teológica de los logismoi que ha llegado a ser clásica en la espiritualidad cristiana. Los logismoi, con ligeras variantes, han pasado incluso a nuestros catecismos con el nombre de pecados capitales.
      Luchar contra los demonios y sus logismoi constituye tan sólo la parte negativa del combate espiritual; la parte positiva consiste en la adquisición y práctica de las virtudes. Los maestros del m. analizaron y clajificaron las virtudes (v.) cristianas; trataron de los medios más conducentes a la adquisición de cada una de ellas; hablan de la unicidad de la virtud (sinónimo de perfección), considerando las diversas virtudes como eslabones de una «cadena espiritual», dependientes las unas de las otras. Sin embargo, es preciso reconocer que el m. no nos ha legado un estudio de las virtudes tan profundo, completo y sistematizado como el de los vicios. Las virtudes preferidas generalmente fueron la discreción, la humildad (en el sentido antiguo de imitación de Cristo en su kénosis), la obediencia y la mansedumbre; esta última porque, en su teoría, implica necesariamente el perfecto dominio de las pasiones. La mansedumbre marca, por tanto, el último grado del ascetismo espiritual.
      5. El Paraíso recobrado. Los monjes -es éste un rasgo muy característico de su espiritualidad- practicaron el ascetismo con gran optimismo, pues tenían una fe muy profunda tanto en la gracia de Dios como en el poder de la voluntad humana, que también es obra de Dios. Estaban bien persuadidos de que, a través del «martirio», de la «cruz», del «sacrificio» y «holocausto» de la vida ascética, no sólo llegarían a recobrar el «estado natural» en que el hombre fue creado, sino que conseguirían mucho más: los dones maravillosos con que Cristo enriqueció la naturaleza del hombre.
      Habiendo escalado la cumbre de la purificación e iluminación, penetraban en un mundo nuevo, empezaban a vivir una vida nueva, semejante a la de Adán antes del pecado. Esta vida se caracteriza sobre todo por la apátheia, vocablo polivalente que en estos autores significa el absoluto dominio de las pasiones (Casiano prefiere la expresión «pureza de corazón»), y la gnosis (theoria, scientia spiritualis), conocimiento de Dios y de sus misterios diferente del de la simple fe. Se trata de dones preternaturales de los que estuvo dotado el primer hombre antes del pecado original.
      La apátheia y la gnosis están íntimamente relacionadas: la primera es «madre» de la segunda. Sin el dominio y apaciguamiento de las pasiones no puede darse un conocimiento contemplativo, místico, de Dios; es inconcebible una gnosis que, en sus grados superiores, puede definirse como una amorosa unión con Dios y que constituye la meta anhelada por los monjes, y no raras veces alcanzada.
      Al propio tiempo que los dones de la apátheia y la gnosis, recibe el monje perfecto otro don inestimable: la parrhesía, esto es, la franqueza y confianza de lenguaje, fundadas en una inefable amistad y familiaridad, que usaba Adán en sus relaciones con Dios antes de la primera falta. Al igual que la apátheia y la gnosis, la parrhesía admite diversos grados y marca una etapa superior en la ascensión espiritual: el paso del régimen de esclavitud al de libertad, del camino del temor al camino del amor.
      Tal es, en resumen, la teoría del m. docto. El m. rústico más primitivo hace hincapié más bien en el papel del Espíritu Santo en la obra de la consolidación del alma en la virtud y en su iniciación en los divinos misterios. Los grandes espirituales, ayunos de cultura helénica, suelen hablar de una especial alianza y comunicación entre el alma y el Espíritu Santo, la «Fuerza de Dios», el «Carisma máximo», cuando el monje alcanza la cima de la vida ascética. Desde aquel momento, el monje es un «hombre espiritual» en el sentido pleno de la expresión. El Espíritu Santo completa su purificación interior y la lleva a la perfección más subida; lo confirma en el bien y le facilita el ejercicio de todas las virtudes; lo hace invulnerable a los ataques del demonio; lo llena de fervor y entusiasmo, de dulzura y de gozo inenarrable; lo colma de gnosis, el «sabroso» conocimiento de Dios y de las cosas divinas, de la contemplación mística. En una palabra, diviniza al hombre que ha merecido recibirlo.
      El pneumatikós (espiritual) o pneumatoforos (portador del Espíritu) derrama la gracia divina sobre los demás hombres, ejerce un apostolado carismático de incalculable eficacia, se convierte en «padre espiritual», que engendra «hijos espirituales», y en poderoso intercesor de todo el género humano.
      6. Oración y contemplación. El monje se retira a la soledad, no para estar solo, sino para estar solo con Dios, contemplarle, hablar con Él en un diálogo ininterrumpido, si es posible; cifra su ideal en la «oración continua», que la Escritura le inculca (cfr. Le 18,1; 1 Thes 5,17). Por la oración y la contemplación lo deja todo y abraza la hesychía, la perfecta tranquilidad del cuerpo y del alma, que constituye el meollo del ideal monástico oriental. No es, pues, de extrañar que entre los monjes hallemos grandes especialistas en materia de oración y contemplación.
      Uno de los criterios más seguros para comprobar los progresos del monje en la ascensión espiritual es la mayor o menor intensidad de su vida de oración. Pues al ideal de la «oración continua.» no se llega de un salto, sino progresivamente. El m. primitivo conoció y practicó todas las formas de oración, desde las más elementales a las más subidas: la mental y la vocal, la litúrgica o comunitaria y la secreta o personal, etc. Insisten en que la oración debe ser pura, esto es, procedente de un corazón puro; y, para que sea pura, aconsejan que sea breve e intensa, descubriendo así lo que mucho más tarde se llamará la «oración jaculatoria». Debe ir acompañada de lágrimas, es decir, debe brotar de un corazón compungido.
      La oración no es un monólogo, sino un diálogo, un diálogo con Dios. Ahora bien, antes de hablar a Dios, el monje debe escucharlo. ¿Y dónde escuchar a Dios sino en las Escrituras? De ahí que la lecho divina, la lectura de los libros sagrados, sea una de las principales observancias del m. Los monjes leen la Biblia constantemente, la aprenden de memoria, la recitan con sus labios y así lo graban en su mente y su corazón, escrutan sus páginas y profundizan en ellas. Y llegan a poseerla tan bien, que sus oraciones, aun las más íntimas y personales, están repletas de expresiones, ideas y sentimientos de la Escritura.
      La oración, entre los monjes, está muy unida a la contemplación. Oración (v.) y contemplación (v.) constituyen dos realidades paralelas, íntimamente relacionadas, cuando no se identifican. Quienes hablan con más frecuencia de contemplación son los monjes doctos. Entre los rústicos, theoría significa la mirada humilde y amorosa que el solitario fija en Dios mientras trabaja; pero hay que admitir que, no raras veces, esta theoría acababa por conducir a la contemplación mística propiamente dicha, que tanto interesaba a sus hermanos imbuidos de cultura helenística y llenos de las ideas de Orígenes.
      En efecto, siguiendo las huellas de Clemente de Alejandría (v.) y de Orígenes (v.), San Gregorio de Nisa, Evagrio Póntico, Casiano y otros monjes cultos se aplicaron con tesón a definir, explicar, distinguir y clasificar las diferentes clases de contemplación. Sus especulaciones no concuerdan siempre, pues mientras unos propugnan la contemplación extática, en la que el alma se une a Dios en la oscuridad de la fe, otros la conciben como una mística de la luz, en la que el alma ve a Dios, no directamente -lo que es imposible-, sino en el «espejo» del entendimiento. Pero todos pasan insensiblemente de la theoría a la oración, y es muy significativo que Casiano se sirva, para significar el fin de la vida monástica, de estas dos fórmulas equivalentes: «estar continuamente adherido con nuestra mente a las cosas de Dios y a Dios mismo» y «perseverar en una oración ininterrumpida». Y tanto Casiano como su maestro Evagrio Póntico dan a la contemplación en su grado más elevado el nombre de «oración pura».
      ¿Qué es la «oración pura», último fin, cumbre más encimera de la vida monástica? Evagrio la define como un comercio habitual del intelecto (nous) con Dios; esto es, una oración que trasciende todo raciocinio y todo sentimiento, toda representación y toda forma. Según Casiano, es el estado del alma llegada a la perfección de la «pureza de corazón» y enteramente libre, no sólo de pecados y vicios, sino también de cualquier cosa que pueda distraer su atención de Dios. Llegada a estas cumbres de la ascensión espiritual, la mente ora prescindiendo de toda imagen, de toda palabra, de toda voz, sin saber siquiera lo que ora.
      Este estado de oración recibe en Casiano el nombre de oratio iugis, oración ininterrumpida. El mismo autor nos habla también, en el mismo contexto, de una oratio ignita, una oración de fuego. Es una expresión que quiere dar a entender una experiencia que desafía todo análisis, un fenómeno simplemente inenarrable. El propio Casiano debe reconocerlo después de repetidos esfuerzos de describirlo. Del examen de estos textos deducimos que se trata de una fuerza irresistible que se apodera del alma; que en esta oración no intervienen para nada ni el entendimiento, ni los sentidos, esto es, ninguna facultad cognoscitiva; que, en realidad, es el Espíritu Santo quien obra y ora en el monje «con gemidos inenarrables»; que todo sucede en un inmenso fervor de caridad y con notable rapidez. Es, en fin de cuentas, como un momento fugaz de alta contemplación.
      Notemos, finalmente, que aun en esta etapa superior, la oración va acompañada de lágrimas de compunción. Nuestros maestros enseñan expresa y repetidamente que la oración perfecta es una oración con lágrimas. Lágrimas, no sólo, ni sobre todo, de arrepentimiento, sino de gozo inenarrable, de deseo y amor de Dios, de ansias de llegar al cielo; lágrimas que los Padres llamaron la «tierra prometida» de los monjes, que cifraban en la oración perfecta toda su felicidad en este mundo.
     
      V. l.: REGLAS MONÁSTICAS; ANACORETISNIO;.
     
     

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GARCÍA Ma COLOMBÁS.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991