MISA


1. El nombre Misa. Desde hace siglos este vocablo se ha generalizado en el lenguaje cristiano para designar el sacrificio sacramental de la santísima Eucaristía. Procede del sustantivo latino Missa, que tiene la misma significación. Este sustantivo parece ser una forma contraída en el latín tardío de missio (=despedida, acción de dejar ir libre, interrupción o conclusión de una reunión), de modo semejante a como defensa es forma contraída de defensio, y collecta de collectio. En el latín eclesiástico de los s. IV y V se encuentra el término missa usado con el mismo significado antes dicho de missio, y con el significado de bendición con que se despedía a los asistentes a una reunión litúrgica. Posteriormente, ya en el s. VI, aparece usado este vocablo (en plural, missae) para designar el sacrificio de la Eucaristía (cfr. S. Cesáreo de Arlés, Sermones, 73,2 y 79,1: CCL 103, 307 y 325; S. Gregorio de Tours, Historia de los francos, 6,40: PL 71,406). Después se usó también en singular con idéntico significado, y fue este término el que se generalizó hasta nuestros días.
      No ha dejado de suscitar interés entre los estudiosos el proceso por el que se ha llegado al empleo de esta palabra con el sentido actual. La opinión por ahora más fundada para explicar este proceso sigue la hipótesis de que missa habría llegado a usarse como sinónimo de bendición, y de este modo habría acabado por designar la bendición por excelencia, el sacrificio de la Eucaristía, en que se reciben los máximos dones de Dios.
      2. Naturaleza de la Misa. Si el origen de la palabra Misa es incierto, no sucede lo mismo con lo que significa, que es una realidad neta y determinada, si bien excede nuestra capacidad natural de entender, por tratarse de un misterio estrictamente sobrenatural. «Nosotros creemos que la Misa celebrada por el sacerdote representando la persona de Cristo, en virtud de la potestad recibida por el sacramento del orden, y ofrecida por él en nombre de Cristo y de los miembros de su Cuerpo místico, es realmente el sacrificio del Calvario, que se hace sacramentalmente presente en nuestros altares» (Paulo VI, Profesión de fe, 30 jun. 1968, n. 24). Para un estudio teológico más extenso de lo que es el sacrificio de la Misa, v. EUCARISTíA II. De todas formas es necesario considerar aquí algunos elementos esenciales de este misterio, que permitan comprender mejor la celebración de la M. en sus diversas partes y la participación de los fieles cristianos en este acto, que es el centro y culmen de toda la vida cristiana.
      Es dogma de fe que en la M. se ofrece a Dios un verdadero y propio sacrificio (cfr. Conc. de Trento, ses. 22a, can. 1 sobre el santísimo sacrificio de la M.). Jesucristo quiso dejar a su Iglesia un sacrificio visible por el que se representara el sacrificio cruento de la Cruz, permaneciese su recuerdo hasta el fin de los siglos y se aplicase su virtud salvadora para remisión de nuestros pecados cotidianos (cfr. f). cap. 1); así lo manifestó en su última Cena, en la que quedó instituida la Eucaristía (V. CENA DEL SEÑOR; EUCARISTÍA I). El sacrificio del Calvario fue perfecta manifestación externa y visible del sacrificio interior de Jesucristo, esto es, de su infinito amor y adoración y de su total entrega al Padre. Por este sacrificio redimió a todo el género humano y nos ganó todos los dones y gracias con que Dios ha querido enriquecer a sus hijos. Cristo es el perfecto y sumo Sacerdote que ofreció al Padre un sacrificio perfecto y que permanece para siempre en perpetua intercesión por nosotros (cfr. Heb 7,24-25), presentando ante el Padre los misterios realizados en su Humanidad santísima, principalmente su pasión y muerte en la Cruz, y el deseo de salvación de los hombres sus hermanos (v. JESUCRISTO III, 2; REDENCIÓN; PASIÓN Y MUERTE DE CRISTO).
      La Eucaristía, a diferencia de otros sacramentos (v.), no sólo contiene y confiere la gracia (v.), sino a Jesucristo mismo. En la celebración de la Eucaristía, es decir, en la M., por la transustanciación, se hace realmente presente en el altar Cristo mismo, sacerdote y víctima del sacrificio de la Cruz, con su perpetuo sacrificio interior, y a la vez se realiza la incruenta inmolación de Cristo que representa la que tuvo lugar cruentamente en el Calvario. «Gracias a la transustanciación del pan en el Cuerpo y del vino en la Sangre de Cristo, así como está realmente presente su Cuerpo, también lo está su sangre; y de esa manera las especies eucarísticas, bajo las cuales se halla presente, simbolizan la cruenta separación del Cuerpo y de la Sangre. De este modo, la conmemoración de su muerte, que realmente sucedió en el Calvario, se repite en cada uno de los sacrificios del altar, ya que por medio de señales diversas se significa y se muestra Jesucristo en estado de víctima» (Pío XII, enc. Mediator Dei). Esta inmolación incruenta significa el sacrificio interno de Cristo que se hace presente en el altar, y nos hace recibir los frutos del único y perfecto sacrificio de la Cruz (cfr. Conc de Trento, cap. 2).
      La M. es ante todo y en primer lugar sacrificio de Jesucristo: Él es el que realiza la transustanciación, el que presenta al Padre una perfecta adoración, acción de gracias y víctima propiciatoria en favor nuestro. Toda M. vale cuanto vale el sacrificio de Cristo. Pero así como realizó solo la inmolación cruenta del Calvario, no realiza, en cambio, solo la incruenta inmolación de la M. El sacerdote que sube al altar presta a Jesucristo su gesto y su voz, «pues el sacerdote consagra este sacramento hablando en persona de Cristo» (Conc. Florentino, Bula Exsultate Deo). Cuando dice las palabras de Cristo sobre el pan y el vino, no está evocando el recuerdo de lo que el Señor hizo en la última Cena (v.), sino que realiza en el presente, como instrumento de Jesús, aquello que dicen sus palabras: lo que sostiene entre las manos es el Cuerpo de Cristo, lo que contiene el cáliz es su Sangre. La consagración es, pues, la parte esencial del sacrificio de la M. Como explica Santo Tomás: «El sacerdote habla en las oraciones de la Misa en nombre de la Iglesia, en cuya unidad está. Mas en la consagración habla en nombre de Cristo, cuyas veces hace por la potestad de orden» (Sum. Th. 3 q82 a7 ad3). Otra parte de capital importancia en la M. es la comunión. En ella no se realiza el sacrificio, pues esto sucede en la consagración, pero sí es necesaria para su integridad. Así lo explica Pío XII: «el sacrificio eucarístico, por su misma naturaleza, es la incruenta inmolación de la divina víctima, inmolación que se manifiesta místicamente por la separación de las sagradas especies y por la oblación de las mismas al Eterno Padre. Pero la sagrada comunión atañe a la integridad del sacrificio y a la participación del mismo mediante la recepción del augusto sacramento; y mientras que es enteramente necesaria para el ministro que sacrifica, para los fieles es tan sólo vivamente recomendable» (enc. Mediator Dei). Jesucristo no sólo quiere hacerse presente en el altar con su Humanidad santísima bajo las especies sacramentales y comunicarnos los frutos de su muerte en la Cruz mediante la oblación e inmolación incruenta de la M., sino que también permanece presente bajo las especies eucarísticas, para que los cristianos puedan recibirlo en comunión y unirse así más plenamente a Él, víctima divina del sacrificio al que asisten. El sacerdote debe siempre comulgar en la M. que celebra, porque es el ministro de este sacramento que tiene el oficio de distribuir sus grandes bienes al pueblo cristiano y debe ser, por tanto, el primero que se beneficie de ellos.
      A estas dos partes, la consagración y la comunión, que en modo alguno pueden faltar, pues pertenecen a lo que Jesucristo mismo instituyó, la Iglesia desde siempre ha añadido varios elementos, de acuerdo con la naturaleza misma del misterio eucarístico: «Este sacramento contiene todo el misterio de nuestra salvación; por eso se celebra con mayor solemnidad que los demás» (S. Tomás, Sum. Th. 3, q83 a4).
      3. Elementos y partes de la celebración de la Misa. Son dos partes las que en cierto modo componen la M.: la primera consiste fundamentalmente en lecturas de la Sagrada Escritura (de ahí el nombre de liturgia de la palabra) y la segunda es la celebración del misterio eucarístico, que se ofrece como sacrificio y se consagra y se toma como sacramento (liturgia eucarística). Ambas partes constituyen un solo acto de culto (cfr. Ordenación general del Misal romano -OGMR-, n. 8). El pueblo fiel, primero, es instruido en la fe por la palabra de Dios y se prepara así para participar mejor en la celebración del sacrificio de la Eucaristía.
      a) La fijación de los ritos de la Misa en sus elementos fundamentales. A mediados del s. Ii San Justino describe brevemente la M. del domingo a la que asistían todos los cristianos (Apología la, cap. 67). Con palabras que podían entender los lectores paganos, a los que dirige su escrito, explica que en esa reunión de los cristianos se leen los comentarios de los apóstoles (el N. T.) o las escrituras de los profetas (el A. T.), y a continuación, después de la homilía y la recitación de oraciones todos juntos, se presentan al celebrante pan y vino mezclado con agua, y éste, según el poder que hay en él, eleva a Dios oraciones y acciones de gracias, y el pueblo aclama diciendo amén. Al final se hace participar a cada uno del alimento sobre el que el sacerdote ha recitado esas plegarias. Ese alimento no lo toman los cristianos como pan y bebidas ordinarios, sino que es el Cuerpo y la Sangre del Verbo de Dios encarnado (cap. 66). Fácilmente podemos reconocer las mismas partes que, en sustancia, integran la M. tal como estamos habituados a que se celebre. De una parte, las lecturas bíblicas nunca fueron solas, sino que siempre la Iglesia las acompañó con oraciones que disponen el ánimo de los fieles a la acogida piadosa de la palabra de Dios y a la celebración posterior del misterio eucarístico. Igualmente, la Iglesia no se limita a leer la Sagrada Escritura, sino que la acompaña con la explicación y la exhortación. En la segunda parte de la M., la Apología de S. Justino presenta ya los tres momentos que la constituyen: la presentación y ofrenda de la materia del sacramento, la plegaria eucarística en que se realiza la consagración, y la comunión.
      En los siglos sucesivos, por lo que manifiestan los testimonios que han llegado hasta nuestros días, se produce una progresiva fijación de las ceremonias y de los formularios para cada una de las partes de la M. y a la vez existe un enriquecimiento en los gestos y en las oraciones, fruto de los cuidados de la Jerarquía eclesiástica en conservar y reverenciar lo que Cristo legó y de la piedad y devoción eucarísticas de muchas generaciones cristianas (V. RÚBRICAS; GESTOS Y ACTITUDES LITÚRGICOS). Los testimonios de la celebración de la M. en los primeros siglos cristianos son de dos clases: libros litúrgicos (v.), y obras de los Santos Padres (v.) y escritores cristianos. Entre los libros litúrgicos, revisten especial importancia por su antigüedad los sacramentarios y los Ordines Romani. Los sacramentarios son colecciones de fórmulas que decía el sacerdote, distribuidas según los diversos tiempos del año litúrgico. Los más importantes son el leoniano (manuscrito de comienzos del s. VII), el gelasiano (s. VIII), y el gregoriano (s. VII). Los Ordines Romani contienen las indicaciones referentes a las ceremonias que debían observarse en la Liturgia. Para la M., interesan los Ordines que llevan los números I a VI. El más importante por su antigüedad es el Ordo I, que ofrece un modelo de M. estacional del Papa en Pascua; su redacción parece ser de comienzos del s. VIII. Entre las obras de los Padres y escritores cristianos de los primeros siglos, son especialmente importantes, para el conocimiento de la celebración de la M. en el rito romano, la Tradición apostólica de S. Hipólito (comienzos del s. iii) y el De Sacramentis de S. Ambrosio (s. iv).
      Lo primero que quedó fijado fue el ordinario de la M., es decir, aquellas partes que permanecen fijas, o varían poco, durante el año litúrgico. La estructura del ordinario aparece ya bastante determinada en el Ordo I, pues coincide en gran parte con el ordinario de la M. que sabemos generalizado en todo el rito latino ya en el s. XIII y que, salvo ligeras variaciones se reproduce en el Misal Romano promulgado por S. Pío V (a. 1570). Igualmente la parte central de la M., el Canon o la plegaria eucarística del sacerdote en la que se realiza la consagración, aparece fijada desde muy antiguo. El Canon más antiguo que se encuentra en los sacramentarios (el que ofrece el gelasiano) es casi idéntico al actual Canon romano; se puede decir que así se recitaba ya en la época de San Gregorio Magno (comienzos del s. VII). Para la época anterior no se conservan sacramentarios que nos permitan conocer exactamente el texto de esa plegaria central de la M.; sin embargo, S. Ambrosio, en su explicación de la M. a los recién bautizados (De Sacramentis, 4,21-27), reproduce la parte central de Canon, que se parece mucho a la del Misal Romano. Es de lamentar que no reproduzca el Canon entero, pero al menos lo que nos ofrece permite suponer fundadamente que la fecha de fijación del Canon en una forma casi idéntica al actual Canon Romano puede ser bastante anterior a la de comienzos del s. VII.
      b) La parte inicial de la Misa. Si pasamos a la celebración de la M. según el Misal Romano, a las dos partes de que en cierto modo consta, hay que añadir unos ritos iniciales y un rito de conclusión. Los ritos iniciales tienencomo fin preparar a los fieles, para escuchar dignamente la palabra de Dios y para el sacrificio de la Eucaristía (cfr. OGMR, n. 24). La primera parte de estos ritos preparatorios es la recitación o el canto del introito por el que se excita la devoción de los fieles, a la vez que se les introduce en el tema de la festividad del día o del tiempo litúrgico. Cuando el sacerdote llega al altar, lo saluda con una profunda reverencia -o adora al Santísimo Sacramento- y lo besa. Esta reverencia hacia el altar es debida a que en él se hace presente el sacrificio de la Cruz bajo signos sacramentales (cfr. OGMR, n. 259). Los Padres muchas veces han explicado que el altar (v.) simboliza a Cristo: «¿qué es en efecto el altar de Cristo sino la imagen del Cuerpo de Cristo?» (S. Ambrosio, De Sacramentis, 5,7). Después de la preparación por el introito, los fieles se disponen para el misterio eucarístico haciendo una confesión general de que son pecadores y acudiendo a la misericordia de Dios (Kyrie). Sigue el himno del Gloria, que es una alabanza jubilosa a Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo. Es una conveniente preparación de los fieles porque por él se eleva la mente a la consideración de la gloria del cielo, por eso se dice en las M. de días en que se conmemora la alegría del cielo, la verdadera patria de los cristianos: domingos o fiestas del Señor y de los Santos. Este himno es antiquísimo en la Iglesia; con seguridad se decía ya en el s. IV, pero es probable que su origen sea anterior. A mediados del s. V el papa S. León alude a que el Gloria se decía en algunas misas celebradas por el obispo (Sermón 6 sobre la Navidad: PL 54,212). Los ritos iniciales terminan con una oración del sacerdote por todo el pueblo cristiano, y que suele llamarse desde antiguo colecta. Esta oración es propia de cada M. a lo largo del año litúrgico.
      c) Las lecturas bíblicas. Después de los ritos iniciales viene la instrucción de los fieles, principalmente por las lecturas de la Sagrada Escritura. El centro lo constituye la lectura o canto de un paso del Evangelio; pero antes se han leído también uno o varios pasajes de otros libros del N. T., o del A. T. De este modo los fieles reciben el alimento espiritual de la palabra de Dios. Las lecturas bíblicas varían para cada M. según un ciclo adaptado a los diversos tiempos litúrgicos y festividades del Señor, de la Virgen, los Santos, etc. (v. PALABRA III). Entre las lecturas se recitan o cantan versos tomados del Salterio. La aclamación aleluya (v.) que acompaña estos cantos -fuera del tiempo de Cuaresma- es palabra hebrea (halélúyáh) que significa « ¡alabad a Dios! ». Esta exclamación de alabanza y júbilo se encuentra al comienzo o al final de algunos Salmos, y desde siempre la Iglesia la ha usado en la Liturgia. Después de la lectura o canto del Evangelio, cuando la M. es con asistencia del pueblo, los domingos y días de precepto, el sacerdote predica la homilía; también puede hacerse y es conveniente en otros días. En ella «se exponen durante el ciclo del año litúrgico, a partir de los textos sagrados, los misterios de la fe y las normas de la vida cristiana» (Conc. Vaticano II, Const. Sacrosanctum Concilium, 52) (v. HOMILÉTICA). A continuación se canta o recita el Credo o Símbolo de la fe, con el que los fieles demuestran asentir a la palabra de Dios que han recibido. Se dice el Credo los domingos y fiestas más importantes de las que se hace mención en él, como son las del Señor, de la Virgen, etc. En las M. con asistencia del pueblo de ordinario sigue la oración común o de los fieles, en la que se hacen súplicas por la santa Iglesia, por los gobernantes, por los que sufren cualquier necesidad, por todos los hombres y por la salvación del mundo entero (cfr. OGMR, 45).
      d) La celebración del misterio eucarístico. Una vez dispuesto e instruido el pueblo fiel, se pasa a la celebración del misterio eucarístico, que tiene como tres momentos: primero la preparación en el altar de la materia que luego será consagrada, y su ofrecimiento a Dios; segundo, la plegaria eucarística cuyo centro es la consagración; tercero, el rito de la comunión (cfr. OGMR, 48). Se empieza, pues, con el canto de la antífona del Ofertorio y con la preparación sobre el altar del pan y el vino, que en la consagración se convertirán en el Cuerpo y en la Sangre de Jesucristo. Estos dones son ofrecidos a Dios por el sacerdote y son como una manifestación del ofrecimiento interior que los fieles hacen de su vida a Dios. El lavatorio de las manos del celebrante es símbolo del deseo de interna purificación para el sacrificio que va a realizar. Se acaba este primer momento con la oración sobre las ofrendas (se llamaba secreta, probablemente por decirla el sacerdote en voz baja), que es propia de cada M., y en ella de ordinario se ruega a Dios que acepte esas ofrendas y haga participar con fruto a los fieles del sacrificio de la Eucaristía.
      La plegaria eucarística tiene el prefacio como preludio; se inicia así lo que va a ser la parte central y culminante de la Misa (cfr. OGMR, 54). Hay un diálogo inicial, en que el sacerdote invita al pueblo a elevar con gratitud su corazón a Dios, y sigue la alabanza de acción de gracias del prefacio. Se dirige a Dios Padre por medio de nuestro Señor Jesucristo, dándole gracias porque es Dios, Padre, Señor, Omnipotente, Eterno, Santo; y se conmemora de ordinario algún beneficio especial propio de la fiesta o tiempo litúrgico; por eso los prefacios varían a lo largo del año. El prefacio acaba con la aclamación «Santo, santo, santo...» que es un eco de la alabanza de los serafines ante el trono de Dios (cfr. Is 6,3).
      Después del prefacio comienza propiamente la plegaria eucarística o Canon. El Misal Romano promulgado por Pablo VI contiene cuatro plegarias eucarísticas: el Canon Romano y otras tres que se han añadido ahora. Como se ha dicho más arriba, el Canon Romano es de valor inestimable por su antigüedad al menos desde hace 14 siglos se recita en la liturgia romana. La Iglesia lo conserva como una joya preciosa de doctrina y piedad: «Y puesto que las cosas santas santamente conviene que sean administradas, y este sacrificio es la más santa de todas; a fin de que digna y reverentemente fuera ofrecido y recibido, la Iglesia Católica instituyó muchos siglos antes el sagrado Canon, de tal suerte puro de todo error, que nada se contiene en él que no sepa sobremanera a cierta santidad y piedad y no levante a Dios la mente de los que ofrecen. Consta él, en efecto, ora de las palabras mismas del Señor, ora de tradiciones de los Apóstoles, y también de piadosas instituciones de santos Pontífices» (Conc. de Trento, ses. 22a, Doctrina acerca del santísimo sacrificio de la Misa, capítulo 4). Es la primera de las plegarias eucarísticas y se puede recitar en todas las Misas (cfr. OGMR, 322 a). El sacerdote, según sea oportuno, puede decir en voz alta la plegaria eucarística (cfr. Ordinario de la misa con pueblo, 28). Se ha cambiado así la prescripción, que se remonta al s. VII, de que el Canon se recite en voz baja. Entre otras razones de esa costumbre secular se puede considerar la que daba S. Tomás de Aquino: «Las oraciones por las que el pueblo se ordena inmediatamente a Dios las dicen sólo los sacerdotes, que sonmediadores entre Dios y el pueblo: de éstas, son pronunciadas públicamente las que se refieren a todo el pueblo, en cuyo nombre las expone a Dios solamente el sacerdote, como las oraciones y las acciones de gracias; son pronunciadas privadamente otras que competen únicamente al oficio del sacerdote, como las consagraciones y oraciones de este estilo, que aquél hace en favor del pueblo, pero no orando en nombre del pueblo» (In IV Sent., d. 8, exp. text.). El nombre canon proviene del griego y se usó también en el latín clásico con el sentido de norma o regla. El significado que tiene en la M. proviene de la expresión canon actionis, que designaba la plegaria o acción eucarística (la actio sacrificii, o simplemente actio) según el formulario fijo o norma (canon) de la liturgia romana. Se encuentran por eso expresiones como prex canonica o canonica verba. Finalmente, se habló de Canon sin más, sobreentendiendo actionis.
      El centro de la plegaria eucarística es la consagración que se hace con las palabras de Cristo: «La forma de este sacramento son las palabras con que el Salvador consagró este sacramento, pues el sacerdote consagra este sacramento hablando en persona de Cristo. Porque en virtud de las mismas palabras, se convierten la sustancia del pan en el Cuerpo y la sustancia del vino en la Sangre de Cristo» (Conc. Florentino, Bula Exsultate Deo). No se trata simplemente de un recuerdo, ni se dicen estas palabras del mismo modo que se recitan cuando se leen en el Evangelio o la Epístola de la Misa, sino que en este momento el sacerdote presta su voz a Cristo para decir esas palabras en presente y en primera persona, y realizar la transustanciación que por ellas se significa. Antes de las palabras de la consagración la Iglesia implora la virtud divina para que se haga esa admirable y singular conversión (v. EPíCLESTS). Por la oración que sigue a la consagración la Iglesia conmemora la Pasión, Resurrección y Ascensión de Cristo (v. ANAMNESIS). Esta parte central de la plegaria eucarística va precedida y seguida de otras oraciones.
      En el Canon romano las oraciones que preceden son de ofrecimiento a Dios Padre y de petición por aquellos por quienes se ofrece el sacrificio, a la vez que se conmemoran los santos del cielo. Las oraciones que siguen a la anamnesis son de petición de los efectos de este sacramento, para los vivos y para los difuntos. La plegaria eucarística termina con una doxología (v.), himno de alabanza a la Trinidad Beatísima.
      Después de la plegaria eucarístca siguen los ritos de la comunión, que tienen como tres partes: una preparación inmediata para comulgar digna y fructuosamente, la misma comunión, y la acción de gracias. Los ritos preparatorios empiezan por la recitación del Padrenuestro, en que se pide a Dios el «pan nuestro de cada día», esto es, en primer lugar el alimento de la Eucaristía. Sigue la oración del sacerdote que desarrolla la última petición del Padrenuestro, implorando a Dios la liberación de los pecados. Luego, en el rito de la paz el celebrante pide a Jesucristo la paz para toda su Iglesia y la invoca para todo el pueblo, ya que la Eucaristía es también sacramento de la unidad y de la paz. Después de la fracción del Pan eucarístico, que manifiesta que todos comulgan el mismo Cuerpo de Cristo, una oración en voz baja dispone inmediatamente a la comunión.
      Primero comulga el sacerdote, que lo hace siempre bajo las dos especies. Los demás lo hacen a continuación; en el rito romano, sólo bajo las especies de pan. Aunque antiguamente la comunión dentro de la M. s hacía bajo ambas especies de pan y vino, a partir del s. xii se fue imponiendo la costumbre de hacerla sólo bajo la especie de pan, ya que la comunión bajo la especie de vino presentaba graves inconvenientes prácticos para guardar la reverencia debida al Sacramento, y también para organizar la comunión cuando el número de comulgantes era elevado. La Iglesia acabó prescribiendo que se hiciera bajo una sola especie, que ya contiene Cristo entero y el que comulga así no queda defraudado en el fruto y efectos del Sacramento (cfr. Conc. de Trento, ses. 21a, Doctrina sobre la comunión bajo ambas especies, cap. 1-3 y can. 1-3). Recientemente la Iglesia ha autorizado que, según el juicio del Obispo, en algunos casos se comulgue del cáliz, p. ej., los neófitos adultos, en la M. que sigue al Bautismo, los ordenados en la M. de su ordenación, a la abadesa en la M. de su bendición, etc. (cfr. Inst. Eucharisticum mysterium, 25 mayo 1967, n° 32). No se alcanza en estos casos mayor plenitud sacramental, sino que se realza de modo más explícito que la comunión es participación del Sacrificio. Los fieles al acercarse a comulgar deben adorar, también externamente, a Cristo presente en el Sacramento; la genuflexión del que comulga de rodillas indica esta adoración. En atención al respeto debido al Sacramento -para evitar que caigan partículas consagradas en el suelo y queden en la mano o vestidos de los comulgantes-, desde muy antiguo los fieles reciben directamente la Sagrada Forma en la lengua sin tocarla con la mano. Pablo VI quiso consultar a los Obispos de todo el mundo sobre la oportunidad de que se permitiera recibir la Comunión en la mano. La gran mayoría de los Obispos contestaron negativamente, incluso para que se permitiera, a modo de experiencia, en pequeñas comunidades. Por eso el Papa decidió no introducir modificación alguna en el modo de recibir la comunión en la lengua (cfr. Inst. Memoriale Domini, 29 mayo 1969: AAS 61, 1969, 544-545).
      Después del rito de la comunión, se purifican los vasos sagrados y se inicia la acción de gracias por el don recibido del Cuerpo de Cristo. La Iglesia favorece la oración silenciosa y personal de adoración y acción de gracias después de comulgar, y por eso se procede de manera rápida y sencilla a la conclusión de la Misa. Después de las purificaciones, el sacerdote recita la tercera oración propia de la M. del día (junto con la colecta y la oración sobre las ofrendas), que en la mayoría de los casos tiene un carácter prevalente de petición para mejor obtener y hacer duraderos los frutos del sacrificio y de la comunión. Finalmente, viene el rito conclusivo que consta de la bendición del sacerdote y de la fórmula de despedida.
      4. Participación de los fieles en el sacrificio de la Misa. Como ya se ha dicho, la M. es en primer lugar sacrificio de Cristo, y en esto reside su valor infinito. Sin embargo, Cristo no quiso que fuera sólo sacrificio suyo sino también de la Iglesia: instituyó el misterio eucarístico para dejar a su Iglesia un sacrificio perfecto que ofrecer a Dios y para quedarse III mismo como centro de toda la vida cristiana. «Y es que en la santísima Eucaristía se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, a saber, Cristomismo, nuestra Pascua y Pan vivo por su carne, que da la vida a los hombres, vivificada y vivificante por el Espíritu Santo» (Conc. Vaticano II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 5). No es de extrañar, por eso, que el Magisterio de la Iglesia haya dicho: «Conviene, pues, venerables hermanos, que todos los fieles se den cuenta de que su principal deber y mayor dignidad consiste en la participaciónen el sacrificio eucarístico» (Pío XII, enc. Mediator Dei). Por el Bautismo han sido hechos partícipes del Sacerdocio de Jesucristo, y forman así un pueblo sacerdotal (cfr. 1 Petr 2,4-10). Este sacerdocio común de los fieles, que es diverso esencialmente -no sólo en grado -del sacerdocio ministerial o jerárquico (cfr. Conc. Vat. II, Const. Lumen gentium, 10) los habilita para tomar parte activa en la Misa. Esta participación se realiza en diversos planos: de una parte está la participación en los frutos del sacrificio de la M.; también hay que considerar la participación en el sacrificio interior de Jésucristo; igualmente, la unión con la divina Víctima en la comunión; por último, la participación en los ritos de la Misa (V. t. PARTICIPACIÓN IV).
      De los cuatro fines que tiene el sacrificio de la Eucaristía (adoración, acción de gracias, propiciación e impetración), los dos últimos revierten en favor de los hombres: son los frutos de la Misa. El primer modo de participar en la Misa es recibir esos frutos. «Este sacrificio es verdaderamente propiciatorio, y por él se cumple que, si con corazón verdadero y recta fe, con temor y reverencia, contritos y penitentes nos acercamos a Dios, conseguimos misericordia y hallamos gracia en el auxilio oportuno. Pues aplacado el Señor por la oblación de este sacrificio, concediendo la gracia y el don de la penitencia, perdona los crímenes y pecados, por grandes que sean» (Conc. de Trento, Doctrina acerca del santísimo sacrificio de la Misa, cap. 2). Así, pues, la M. tiene valor satisfactorio y aquellos por quienes se ofrece alcanzan remisión de la pena temporal de los pecados ya perdonados en cuanto a la culpa. Pero «aunque esta oblación sea suficiente de suyo para satisfacer toda la pena, satisface sólo por quienes se ofrece o por quienes la ofrecen, en la medida de la devoción que tienen y no por toda la pena» (S. Tomás, Sum. Th. 3, q79, a5). La M. que se ofrece por los pecadores no les da inmediatamente la gracia de la remisión de los pecados, sino que les obtiene por la impetración de Jesucristo la gracia de la contrición, con tal de que no pongan obstáculo a ella. La eficacia impetratoria de la M. es la de la oración de Cristo; en la M. las oraciones de la Iglesia y de cada uno de los fieles obtienen un valor especial en cuanto se unen a la oración de Jesucristo. Respecto a quiénes reciben los frutos, hay que tener presente que «toda Misa que se celebra no sólo se ofrece por la salvación de algunos sino de todo el mundo» (Pablo VI, enc. Mysterium fidei). Toda M., por su naturaleza, redunda en beneficio de la Iglesia entera. Sien embargo, un fruto especial proviene de la aplicación que el sacerdote hace en favor de determinadas personas (cfr. Pío VI, Const. Auctorem fidei, 28 ag. 1794, n° 30). También se benefician particularmente de la M. el sacerdote celebrante y todos los que asisten.
      Además de recibir los frutos de la M., los fieles están llamados a unirse al sacrificio de Jesucristo, a participar, por tanto, en la alabanza, acción de gracias, expiación e impetración de su Cabeza. El mismo rito externo del sacrificio de la M., a la vez que significa el sacrificio interior de Jesucristo, es signo también del sacrificio espiritual de los fieles cristianos unidos a Cristo su Cabeza: «En efecto, es menester que el rito externo del sacrificio, por su misma naturaleza, manifieste el culto interno; y el sacrificio de la nueva Ley significa aquel supremo acatamiento con que el mismo oferente principal que es Cristo, y por irl todos sus miembros místicos, honran y veneran a Dios con el debido honor» (Pío XII, enc. Mediator Dei). Este sacrificio espiritual no se da sólo en la M., sino que los bautizados «mediante la fe inflamada por la caridad, ofrecen a Dios hostias espirituales en el altar de su corazón. Y de este género de sacrificio son todas las obras buenas y virtuosas enderezadas a gloria de Dios» (Catecismo Romano de S. Pío V, p2, c7, n23). Por eso, el Conc. Vaticano II refiriéndose a los seglares enseña: «Todas sus obras, sus oraciones e iniciativas apostólicas, la vida conyugal y familiar, el cotidiano trabajo, el descanso de alma y de cuerpo, si son hechas en el Espíritu, e incluso las mismas pruebas de la vida, si se sobrellevan pacientemente, se convierten en sacrificios espirituales, aceptables a Dios por Jesucristo (cfr. 1 Petr 2,5), que en la celebración de la Eucaristía se ofrecen piadosísimamente al Padre junto con la oblación del cuerpo del Señor» (Const. Lumen gentium, 34). En la M. se consuma el sacrificio espiritual de los fieles por la unión más plena con el sacrificio de Cristo. Todas sus obras y su misma vida que ofrecen al Padre, adquieren un nuevo valor, y el Padre las acepta como formando parte de la oblación de Jesucristo.
      La participación en el sacrificio de la M. alcanza su ápice al unirse por la comunión a Cristo, sacerdote y víctima del sacrificio. «El efecto propio de este sacramento es la conversión del hombre en Cristo, para que diga con el Apóstol: Vivo, no yo, sino que Cristo vive en mí» (S. Tomás, In IV Sent., dl2 q2 al sl). Esta trasformación en Cristo se hace por la caridad, de modo que la Santísima Eucaristía puede llamarse particularmente sacramento de la caridad. La caridad de Cristo es la que dio origen a su sacrificio: «proceded con amor, a ejemplo de lo que Cristo nos amó y se ofreció a sí mismo a Dios en oblación y hostia de olor suavísimo» (Eph. 5,2). Y así mismo la caridad (v.), que se acrecienta y aviva por la comunión, impulsa a los fieles a ofrecer su sacrificio espiritual en unión con Jesucristo.
      La participación de los fieles en la M. también tiene manifestaciones externas: «la Iglesia, con solícito cuidado, procura que los cristianos no asistan a este misterio de fe corno extraños y mudos espectadores, sino que, comprendiéndolo bien a través de los ritos y oraciones, participen consciente, piadosa y activamente en la acción sagrada» (Const. Sacrosanctum Concilium, 48). Lo principal es la participación interna, pero no cabe duda de que puede ser fomentada y ayudada por los elementos externos que afectan a los fieles: las posturas (de rodillas, de pie, sentados) en los diversos momentos; las respuestas de todos juntos y la recitación o canto de partes en común (el Gloria, el Credo, el Sanctus, el Padrenuestro, etc.), el silencio devoto, etc. La participación interna que se ha visto más arriba, se puede resumir en el ejercicio de las virtudes teologales: actos de fe, de esperanza y de amor. La participación externa, en cuanto favorece esos actos, es conveniente y provechosa; si no favorece esos actos, es inútil y dañosa. A su vez, la participación externa ha de ser conforme a la naturaleza del sacrificio de la Misa. El Magisterio de la Iglesia se ha visto, por eso, en la necesidad de denunciar algunos errores. Lo hacía, p. ej., Pío XII, al hablar de los que «juzgan que el sacrificio eucarístico es una estricta 'concelebración', y opinan que es más conveniente que los sacerdotes 'concelebren' rodeados de los fieles, que no que ofrezcan privadamente el sacrificio sin asistencia del pueblo» (enc. Mediator Dei). Y, a propósito de los ritos externos, precisó el mismo Pontífice que «no se dice que el pueblo ofrezca juntamente con el sacerdote porque los miembros de la Iglesia realicen el rito litúrgico visible de la misma manera que el sacerdote, lo cual es propio exclusivamente del ministro destinado a ellos por Dios, sino porque une sus votos de alabanza, de impetración, de expiación y de acción de gracias a los votos o intención del sacerdote; más aún, del mismo Sumo Sacerdote, para que sean ofrecidos a Dios Padre en la misma oblación de la Víctima, incluso con el mismo rito externo del sacerdote» (ib.).
     
      V. t.: EUCARISTÍA; ANÁFORA; ANAMNESIS; EPICLESIS; DOXOLOGÍA; CONCELEBRACIÓN; CULTO; LITURGIA; SACRIFICIO II-IV; LENGUA LITÚRGICA; FIESTAS IV, 3-5 (sobre el precepto de la Misa en días festivos).
     
     

BIBL.: CH. JOURNET, La Misa, Presencia del Sacrificio de la Cruz, Bilbao 1962; íD, La Eucaristía, sacrificio y sacramento de Cristo, «Palabra» no 81 (mayo 1972), 13-21; A. PIOLANTI, El sacrificio de la Misa, Barcelona 1965; L. BoUYER, La Eucaristía, Barcelona 1968; R. MASI, El significado del misterio eucarístico, Madrid 1969; P. CAGIN, Eucharistia: Canon primitif de la Messe, París 1914; B. BOTTE, Le Canon de la Messe romaine (ed. crítica), Mont César 1935; M. RIGUETTI, Historia de la Liturgia, II: La Eucaristía, Los Sacramentos, Los Sacramentales, Madrid 1956; F. AMIOT, Historia de la Misa, Andorra 1958; M. GARRIDO, Curso de Liturgia Romana, Madrid 1961 (parte II); P. RADO, Enchiridion Liturgicum, I, Roma 1961; J. A. JUNGMANN, El Sacrificio de la Misa, 4 ed. Madrid 1963; A. G. MARTIMORT, La Iglesia en oración, Barcelona 1964 (parte II); G. CHEVROT, Nuestra Misa, 4 ed. Madrid 1965; A. REY, La Misa, centro de la vida cristiana, Madrid 1970.

 

A. J. MIRALLES GARCÍA.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991