LUIS IX DE FRANCIA, SAN


2. Santidad. El ideal de S. Luis lo define bien el término medieval de «prohombre»; poseía un maravilloso equilibrio humano que le permitía dar a Dios y al prójimo lo que les correspondía y le hacía estar por encima tanto de la buena como de la mala fortuna. Equilibrio que suponía evidentemente un contacto íntimo con Dios. La piedad y las penitencias de S. Luis eran las de un monje. Todos los días cantaba el Oficio, asistía a misa y recitaba además oraciones privadas. Un testigo nos le presenta de rodillas junto a un banco, la cabeza profundamente inclinada; allí permanecía largos ratos y, cuando se levantaba, con el aspecto y el rostro cansados, decía algunas veces: «¿Dónde estoy?». Se confesaba todos los viernes e inmediatamente después recibía la disciplina. Se acercaba a la Eucaristía seis veces al año: en Pascua, Pentecostés, Asunción, Todos los santos, Navidad, Purificación. Sus ayunos eran muchos y había multiplicado para su uso personal los días de abstinencia.
      Esta austeridad no le impedía ser un esposo muy tierno y un padre afectuoso. Amó mucho a su esposa, pero se negó siempre a dejarla desempeñar una función política. Asoció a sus hijos, a medida que iban creciendo, a sus prácticas habituales de piedad, y redactó, para su uso, unos consejos, las «instrucciones», en donde se encuentran reflejados su profunda piedad y su ideal de gobierno. La piedad del rey era más perspicaz que la de los laicos de su tiempo. Le gustaba oír sermones y poseía una notable biblioteca de autores sagrados; pero en los libros o en los discursos buscaba ante todo el alimento del alma, teniendo poco gusto por las dificultades o las controversias.
      Son célebres sus obras de misericordia. No sólo fueron importantes sus limosnas y fundaciones religiosas (muchos príncipes de su tiempo obraban de la misma manera), sino que lo realizaba personalmente: lavaba él mismo los pies a los pobres, servía a la mesa a los religiosos cistercienses de la abadía de Royaumont, visitaba a un monje leproso retirado, o enterraba en Tierra Santa los cadáveres que habían quedado en el campo de batalla.
      Recordemos que en su lecho de muerte, sus últimas palabras fueron «iremos a Jerusalén», lo que hacía referencia al objeto de la Cruzada y también al de toda su vida.
      La fama de santidad de L. fue grande ya en vida. Después de su muerte se produjeron algunos milagros. Después de una investigación comenzada en 1273, fue canonizado el 11 ag. 1297 por Bonifacio VIII. Se acordó celebrar su fiesta el día 25 de agosto, día de su muerte. Se le venera como Patrón principal de la Tercera orden de Penitencia franciscana (V. FRANCISCANOS II).
     
     

BIBL.: Fuentes: Acta Sanct., Agosto t. V, París 1868, 275-758; se encuentran allí, además de un Comentarius praevius (p. 275541), diferentes vidas escritas por GODOFREDO DE BAULIEU, confeSor del rey, GUILLERMO DE CHARTRES, GUILLERMO DE SAINT-PATHUS, confesor de la reina, y JOINVILLE, cuya obra está aquí traducida al latín. Para el texto original de JOINVILLE, cfr. la edición de N. DE WAILLY, París 1872.-Estudios: LE NAIN DE TILLEMONT, Vie de Saint Louis, 6 vol., París 1847-1851 (ed. J. DE GAULLE); Catalogue de 1'exposition Saint Louis á la Sainte Chapelle, París 1960 (excelente); H. PLATELLE y A. CARDINALI, Luigi IX di Francia, en Bibl. Sanct. 8,320-342.

 

HENRY PLATELLE.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991