Limosna. Teología Moral

 

Se llama l. a la ayuda material que, por amor de Dios, se presta al prójimo necesitado; aunque más propiamente que a los objetos entregados, se considera I. a los actos misericordiosos que mueven a ofrecer tal ayuda a los pobres, con espíritu de compasión ante sus necesidades y a impulsos del amor divino. La I. es, por tanto, expresión y actuación de la caridad (v.) para con el prójimo, determinada por las necesidades de éste. En tal sentido se llama misericordia (v.), porque es aquella forma especial de caridad que está pronta para socorrer la indigencia. La I. se refiere propiamente a los bienes materiales. A veces se habla, sin embargo, de I. espiritual, para indicar los actos de corrección fraterna (v.), de consejo, instrucción, etc.

La razón o motivo propio de la I. es, pues, la de socorrer al necesitado, a impulsos del amor de Dios explícito o implícito. Su razón de ser proviene de la caridad, independientemente de la función social de los bienes materiales. Aunque no existiera la función social de la propiedad privada (v. PROPIEDAD IV), habría el deber de beneficiar al prójimo necesitado con los bienes personales, según las posibilidades del bienhechor. Así, la I. no tiene los límites concretos, más o menos determinables (medium rei) que valen para la justicia social respecto de los bienes sobreabundantes en orden a cumplir la finalidad secundaria de los mismos. El deber de hacer l. lo ha de determinar la razón (medium rationis), según las condiciones requeridas para el ejercicio de la caridad y según la necesidad del prójimo.

Aunque la I. es acto de caridad para con el prójimo, no deja de ser caridad para consigo mismo. Jesucristo exhorta así en el Evangelio: «Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso... Dad y se os dará» (Le 6,36.38). «Vended vuestros bienes y dad limosna. Haceos bolsas que no se deterioran, un tesoro que no os fallará en los cielos, donde no llega el ladrón ni roe la polilla» (Le 12,33). Esta exhortación coincide con las del A. T., cuando Tobías padre aconseja a su hijo: «Da de tu pan al hambriento y de tus vestidos al desnudo... Haz limosna de tus bienes... Si tienes poco, da conforme a ese poco; pero nunca temas dar limosna, porque así te atesoras una buena reserva para el día de la necesidad. Porque la limosna libra de la muerte e impide caer en las tinieblas» (Tob 4,16.7.10). Y conforme a esta doctrina procederá la sentencia final: «Venid, benditos de mi Padre, recibid la herencia del Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber; era forastero y me acogisteis; estaba desnudo y me vestisteis; en la cárcel y vinisteis a verme» (Mt 25,34-36). Así, la I., practicada con espíritu cristiano, es excelente medio de santificación.
Obligación de la limosna. La l., como obra de virtud, pertenece, según parecer común, a la caridad; y es siempre aconsejable a quien tiene la posibilidad de practicarla, porque siempre merecerán los pobres un interés particular por parte de los demás, procediendo a imitación del Señor, que tuvo sus preferencias por ellos (cfr. Le 4,1821; 7,22). Pero es, además, obligatoria en diversas circunstancias como imperativo ineludible de ese supremo mandamiento. No puede uno ilusionarse con que ama a sus prójimos, cuando los ve padecer privaciones y no las alivia pudiéndolo hacer. «Si un hermano o una hermana están desnudos y carecen del sustento diario y alguno de vosotros les dice: idos en paz, calentaos y hartaos, pero no les dais lo necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve?» (Iac 2,14-16). Y S. Juan: «Si alguno que posee bienes de la tierra ve a su hermano padecer necesidad y le cierra su corazón, ¿cómo puede permanecer en él el amor? Hijos míos, no amemos de palabra ni de boca, sino con obras y según verdad» (1 lo 3,17-18).
Para que la I. sea obligatoria tienen que concurrir determinadas circunstancias, unas de parte del socorrido, otras de parte del que socorre. Por parte del socorrido se requiere que necesite la ayuda realmente; es decir, que se encuentre en necesidad y con dificultad para salir de ella. Como pobres que demandan I. los habrá constantemente entre los hombres (cfr. Mt 26,11), esta condición existirá siempre en el mundo. Por parte del que presta el socorro se requiere que esté en situación de poder hacer razonablemente la l.; es decir, que tenga bienes superfluos: superfluos en absoluto, o superfluos relativamente a las condiciones del menesteroso. Absolutamente superfluos se pueden considerar aquellos bienes que no son necesarios a una persona para vivir decorosamente en el estado y posición económico-social en que se encuentra legítimamente por nacimiento, por esfuerzo personal, etc. Tales bienes tienen que emplearse de alguna manera útil para la sociedad que los necesita; no se pueden malgastar, violando su destino primario.
Relativamente superfluos son los bienes que convienen a la propia condición, para mantener el nivel social correspondiente, dar a los hijos el oficio o carrera que pueden pretender razonablemente, etc. Normalmente, puede uno conservar tales bienes y destinarlos a su propia utilidad, mientras no se le presenten pobres necesitados de l., sin preocuparse de repartirlos con otros; sobre todo si los aplica al aumento de riquezas en servicio del bien común, practicando la liberalidad (v.) o magnificencia, promoviendo la industria nacional, etc. «A nadie se manda socorrer a los demás con lo necesario para sus usos personales o de los suyos, ni dar a otro lo que él mismo necesita para mantener lo que convenga a la persona o a su decoro» (León XIII, Enc. Rerum novarum, 16). Sin embargo, pueden darse, y se dan, casos en los que existe el deber de invertir en I. parte de esos bienes porque siendo bastante impreciso el concepto de bienes superfluos, cabe una manera decorosa de vivir más o menos modestamente dentro del propio estado; y por consiguiente, cuando se conocen personas de condición inferior que experimentan estrecheces y privaciones, la caridad pide que se les ayude con lo que pueda ahorrarse viviendo con parsimonia en el propio estado. Es decir, existe el deber de sacrificar lo conveniente para el propio estado a fin de remediar en casos extraordinarios las necesidades de la vida del prójimo.

Destino de lo superfluo. Dios puso los bienes materiales en el mundo primariamente para utilidad de la humanidad. Su aprovechamiento ordenado, cuidadoso, productivo, al menos en nuestra sociedad viciada por el pecado, se realiza y promueve mejor mediante la apropiación (v. PROPIEDAD) por parte de individuos, familias, sociedades privadas. Pero esa función de las riquezas (v.) de servir a los particulares es secundaria respecto de aquel destino primordial, que nunca debe ser contrariado. De ahí surgen las obligaciones de emplear siempre los bienes superfluos para beneficiar de algún modo a la sociedad humana.
Algunos han interpretado esta obligación como un deber de dedicar a I. todo lo superfluo al estado de cada uno. Pero semejante consecuencia no fluye necesariamente de aquel destino, ni tiene el apoyo de la doctrina social (v.) de la Iglesia. León XIII, cuyo testimonio se quiere invocar en favor de esa opinión, no dice que se invierta en I. todo lo superfluo, sino que declara la necesidad de practicarla «de lo superfluo» (de eo quod superest): «Cuando se ha atendido suficientemente a la necesidad y al decoro, es un deber socorrer a los pobres de lo que sobra» (Ene. Rerum novarum, 16). Por otra parte, no resulta fácil determinar qué sea lo superfluo en cada caso determinado. Frecuentemente será más útil para la sociedad el destino de lo superfluo a la producción de nuevas riquezas y a procurar trabajo a los desocupados; aunque también contribuyen a que el rico aumente de ese modo sus riquezas (V. LIBERALIDAD).
Los Padres de la Iglesia dijeron frecuentemente que pertenecía a los pobres cuanto poseían los ricos en sobreabundancia, ya no como propietarios, sino como meros administradores al servicio del pobre. El tono oratorio de sus homilías puede explicar en parte semejantes afirmaciones categóricas. También hay que tener presente la gran indigencia de la mayor parte de la población en aquella sociedad de enormes desequilibrios económicos, así como la falta de posibilidades para aplicar entonces útilmente las riquezas sobrantes en forma distinta de la l., con un rendimiento más estimable en aumento de las riquezas y valores humanos. De suerte que aquellos predicadores de la justicia pudieron presentar en todo su relieve la función social de los bienes terrenos, urgiendo a los ricos de entonces su cumplimiento precisamente en la forma concreta de l., a falta de mejor aplicación. En realidad, la dádiva al pobre en cuanto necesitado de la l. no es obra de justicia, sino de caridad: «No son estos deberes de justicia, sino de caridad cristiana, salvo en los casos de necesidad extrema» (León XIII, Ene. Rerum novarum, 16); en esos casos la justicia exige no impedir al necesitado la apropiación de lo indispensable para superar su necesidad, y la caridad pide que se le dé espontáneamente. Aun entendidas al pie de la letra las reclamaciones de los Padres, no se trataba de I. por actos de caridad, sino más bien de actos de justicia social (V. JUSTICIA IV) en el reparto de los bienes según las exigencias de esta virtud en aquellas concretas circunstancias. «Habéis recibido fortuna más abundante que los otros; no es para que la disfrutéis a solas, sino para que seáis administradores en servicio de los demás» (S. Juan Crisóstomo, Homilía 2 sobre Lázaro: PG 48,988). «¿Por qué nadas tú en la abundancia, mientras otros tienen que mendigar? ¿No es para que tú tengas el mérito del buen administrador y él la recompensa de su paciencia? El pan que tú conservas pertenece al hambriento; el manto que guardas en tu ropero, al desnudo; al que va con los pies descalzos, el calzado que se estropea en tu casa; al necesitado, el dinero que escondes en tus cofres. Cometes de esa suerte tantas injusticias cuantos donativos pudieras haber hecho» (S. Basilio, Homilía VI, Destruam horrea: PG 31,276). Para un estudio de la acción caritativa de la Iglesia a lo largo de la historia, V. BENEFICENCIA II.
En realidad no es desacertado invocar las exigencias de la justicia social cuando se trata de determinar el destino de lo superfluo. S. Tomás enseña que el deber de darlo al prójimo es «deber legal», es decir, deber que pertenece a la justicia (v.) legal o social, que mira a las relaciones del individuo con la sociedad. Y, efectivamente, los bienes superfluos para el estado de cada uno se deben, por verdadera obligación de justicia, en razón de su destino primario, al servicio de los demás. Pero se deben, o en forma de I. por caridad para con los pobres, o en forma de justicia social empleándolos en fines de utilidad común. Pío XI declaró en la Ene. Quadragesimo anno: «Tampoco quedan en absoluto al arbitrio del hombre las rentas libres... sino que, por el contrario... los ricos están obligados por el precepto gravísimo de practicar la limosna, la beneficencia y la liberalidad... Nos colegimos que el empleo de los grandes capitales para dar más amplias facilidades al trabajo de los asalariados, siempre que este trabajo se destine a la producción de bienes verdaderamente útiles, debe considerarse como la obra más digna de la virtud de la liberalidad, y sumamente apropiada a las necesidades de nuestro tiempo.»
Por consiguiente, aunque los bienes superfluos se deben emplear siempre en forma provechosa para la sociedad, no es obligatorio, ni siquiera lo más inteligente y útil, gastarlos siempre en I. Es mejor poner en circulación el capital, y servir al bien social brindando trabajo bien retribuido a los pobres, aumentando con su colaboración las riquezas de la humanidad, y manteniendo de paso en los ricos el estímulo necesario para que sigan arriesgando sus bienes con la esperanza de verse compensados con ciertas ganancias.

Cuantía de la limosna obligatoria. Constando el deber de invertir todos los bienes superfluos en utilidad de la sociedad, pero no siendo ni obligatorio ni razonable repartirlos todos en l., se plantea entonces el problema de determinar la cantidad de bienes sobrantes que se haya de dar a los pobres. No existe norma fija. Un recto criterio tiene que tomar en cuenta y conjugar razonablemente, de una parte, la necesidad del prójimo que pide I. y al cual se quiere socorrer; de otra, el grado de «superfluidad» que representan los bienes con relación a la vida o al estado del que ha de practicar la I.
He aquí el criterio que proponemos: Se ha de socorrer, por grave obligación, la necesidad extrema del prójimo echando mano de lo superfluo para la vida, en proporción suficiente para remediar aquella necesidad; la necesidad grave, con lo superfluo al estado o posición económico-social legítimamente adquirida, asimismo con obligación grave si los bienes superfluos no se destinan a otras obras piadosas o de interés social; la necesidad común, también con lo superfluo al estado, pero no socorriendo cada necesidad conocida, sino de vez en cuando, y según muchos sin obligación grave mientras la necesidad no pase de común (cfr. Arregui-Zalba, Compendio de Teología moral, Bilbao 1964, n° 142; allí mismo se indica la proporción en que, según el organismo Caritas española, se habría de dedicar a I. una parte de lo superfluo).

Ejercicio de la limosna. Un buen cristiano no se contenta con practicar la I. según el espíritu de altruismo que va penetrando en todas las conciencias como resultado del desarrollo del sentido social. Debe practicarla con espíritu cristiano sobrenatural, que la constituya en obra de caridad fundada en Dios y motivada por su amor. Pero además ha de vivirla generosamente, por encima de lo estrictamente obligatorio para cumplir el deber, llegándose a privar de satisfacciones que una vida sobria puede suprimir razonablemente -y que debe suprimir mientras haya tantos miserables en el mundo-, para destinar con largueza los bienes ahorrados de ese modo a satisfacer las necesidades del prójimo. La I. practicada con semejante espíritu y en semejante medida merece en la Escritura los mayores elogios. Es, además, en particular modo obligatoria (y en las amonestaciones de la Iglesia se junta con la penitencia y la oración para santificar los tiempos especialmente señalados para la conversión a Dios) cuando grandes sectores de la humanidad se encuentran en situación de pobreza o de miseria. Toda forma de lujo (v.) próxima al capricho, cuanto más al despilfarro, es censurable en estas circunstancias.

V. t.: BENEFICENCIA; RIQUEZA; LIBERALIDAD; PROPIEDAD; CARIDAD; MISERICORDIA 1l.


M. ZALBA ERRO.
 

BIBL.: JUAN XXIII, Discurso radiofónico sobre la limosna, 11 sept. 1962: AAS 54 (1962) 682; íD, Mater et Magistra, AAS 53 (1961) 430; C. SPIcQ, L'aumóne, obligation de justice ou de charité?, en Mélanges Mandonnet, I, París 1930, 245-264; L. BOUVIER, Le précepte de l'aumóne chez Saint Thomas, Montreal 1935; P. CHRISTOPHE, Les deuoirs moraux des riches, París 1964; H. Llo, Superfluum in doctrina Alexandri Halensis eiusque schola, Roma 1953; íD, Estne obligatio iustitiae subeenire pauperibus?, Roma 1957; E. ARREDONDO, Elogio de la limosna, Madrid 1957; CÁRITAS ESPAÑOLA, Comunicación cristiana de bienes en el N. T., 2 ed. Madrid 1959; l. A. GARIN, El precepto de la limosna en un comentario inédito del Maestro fray Domingo de Soto sobre la cuestión 32 de la 11-11 de S. Tomás, Santiago de Chile 1949; P. PALAZZINI, Eleemosyna, en Dictionariurn morale et canonicum, II, Roma 1965, 247-252; H. HERING, Charité d'hier, justice d'aujourd'hui?, en Miscellanea Moralia Janssen, I, Gembloux 1949, 308-328.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991