LEY I. PLANTEAMIENTO GENERAL


l.Diversas acepciones. El término ley tiene diversas acepciones o significaciones, que guardan entre ellas cierta analogía, pues aunque son distintas tienen algo común o semejante. En un sentido muy general, se denomina «ley» a todo lo que regula un acto u operación, sea cualquiera su especie; en este sentido amplio puede decirse que la «ley» es una obra u ordenación de la razón que expresa un deber ser. Así «es posible hablar tanto de leyes físicas como de leyes técnicas y de leyes morales. La ley física es la que determina el comportamiento de un agente puramente natural; p. ej., la ley de la caída de los graves. La ley técnica ordena un acto humano hacia un fin restringido y no último; tal es el caso de todas las reglas de las artes. Por el contrario, la ley moral habrá de ser aquella que regule los actos humanos en tanto que humanos, es decir, no según un valor relativo, sino según su valor absoluto, o sea, como realizados por un último fin» (A. Millán Puelles, Fundamentos de Filosofía, 7 ed. Madrid 1970, 627). Las leyes divinas (ley eterna, ley natural, ley divino-positiva) son obra de la razón y de la voluntad divinas que expresa a través de ellas un deber vinculante que abarca a toda la creación, aunque de diverso modo, según la naturaleza dada por Dios a cada creatura. Las leyes humanas (civiles o eclesiásticas) son obras de la razón y de la voluntad humanas que expresan también un deber ser vinculante, que abarca a todos los sujetos a la autoridad del legislador.
      Cabe hacer la aclaración de que tanto las leyes físiconaturales que rigen la naturaleza física cuanto las leyes morales que rigen al hombre en su dimensión de ser racional y libre son, en último término, emanadas por la razón divina. Pero el conocimiento y formulación de todas estas leyes, es obra de la razón humana, en cada caso de distinta manera, que puede equivocarse en algunos casos porque no es infalible en concreto, aunque en general el conocimiento (v.) tiende a la verdad (v.). Al margen queda la ley divino-positiva, ya que ella es formulada por Dios, directamente o a través de hombres elegidos para ello. Cabe así un progreso en el conocimiento y formulación de las leyes, que sigue procesos diversos en las ciencias naturales y en las ciencias humanas y morales (V. INVESTIGACIÓN VI, 1, y ÉTICA II; V. t. GNOSEOLOGÍA; EPISTEMOLOGÍA).
      Para Kant (v.) «las leyes son o leyes de la naturaleza o leyes de la libertad. La ciencia de las primeras se llama Física; la de las segundas, Ética; aquélla también suele llamarse teoría de la naturaleza, y ésta, teoría de las costumbres» (Metafísica de las costumbres, ed. Madrid 1911, 11). Y afirma que la ley natural es comprobativa y que expresa las relaciones constantes observadas en la naturaleza, en tanto que la ley moral es imperativa como expresión del imperativo categórico. La primera se refiere a lo que es, la segunda a lo que debe ser; la primera tiene que ser, la segunda puede no ser, aunque debe ser. Kant desvincula así a la moralidad del ser; para él la ley natural se reduce a la ley natural física, que es la única que se deduciría de la naturaleza de las cosas; en cambio, la ley moral, la que pertenece al reino de la Ética, no deduce su obligatoriedad de la naturaleza del hombre, sino que sólo se puede obtener a priori de la razón pura (A. Verdross, o. c. en bibl., 228). Por tanto, según Kant, el deber ser moral no nace de la finalidad del ser humano, no surge de su específica y teleológica naturaleza, sino que le sería impuesto al hombre como un imperativo categórico.
      La preocupación kantiana de excluir el utilitarismo (v.) de la Ética lo conduce a dejar la finalidad al margen de los actos humanos; y por este camino concluye en una prédica del deber por el deber mismo. Como bien anota I. Corts Grau «importa rectificar toda desviación egoísta de la Ética, pero resulta inhumano desconectar el orden ético-jurídico del eudemológico» (o. c. en bibl., 125). Kant llegó a ese resultado inhumano al no ser capaz de distinguir entre la ética de la eudemonía (del bien) y la ética del placer, al englobar a pensamientos tan distintos como los de Aristóteles (v.). y Epicuro (v.) en una misma crítica a la ética de bienes. La cudemonía aristotélica no es el placer, sino la virtud (v.); y este fin lo da la constitución metafísica del hombre, con la jerarquía funcional que de ella resulta. Rechazado todo fin como fundamento de la moralidad, divorciada ésta del orden del ser, no queda a Kant otro fundamento que una ley puramente formal «que puede ser a priori un principio determinante de la razón práctica» (Critique ele la raison pralique, ed. París 1944, 86).
      Sin embargo, es preciso re-vincular la ley natural física, perteneciente al orden físico, con la ley natural moral, perteneciente al orden moral, en el campo más amplio del orden del ser. «De esta forma tiene que ser posible el conocimiento de unas normas que expresen las tendencias naturales, es decir, el movimiento ontológico de los seres morales hacia sus fines propios y específicos, lo mismo que pueden conocerse las estructuras de los seres físiconaturales y formularse juicios que se denominan leyes físico-naturales. El carácter diferencial de un orden y otro no radica en este grado de consideración, sino en la forma en que se llevan a cabo estas tendencias en prosecución de los fines; en un orden la forma es `elícita', es decir, razonable y libre; mientras que en el otro es `innata', puramente natural y necesaria» (A. de Asís, o. c. en bibl., 51 ).
      Asimismo, y a pesar de lo sostenido por la doctrina kantiana, tanto la ley natural física cuanto la ley natural moral, engloban un deber ser, ya que establecen un vínculo entre un «antes» y un «después». Cierto es que los científicos, después de Newton (v.), se refirieron al carácter necesario de la consecuencia, dado determinado supuesto, pero también es cierto que hoy ese requisito de necesidad se sustituye por el carácter de probabilidad, dejando de lado la cuestión de infalibilidad de tales leyes. Porque como ya hemos dicho la formulación de estas leyes es obra de la falible razón humana. En este sentido escribe Desiderio Papp que «la tarea cardinal de la ley científica es prever; la relación constante entre dos o más fenómenos, implícita en su enunciado, debe permitir calcular el uno partiendo del otro. La previsión no puede nunca ser completa, dado que entre lo real y la ley subsiste siempre un margen más o menos grande, donde la ley está excluida» (o. c. en bibl., 95). Todo progreso en la formulación de las leyes naturales físicas significa un mayor ajuste, una mayor coincidencia, entre estas últimas y el orden objetivo al que se refieren y prueba el carácter provisorio de nuestros conceptos científicos. Antiguos axiomas e hipótesis son reemplazados por nuevos axiomas y nuevas hipótesis, ya que la actividad legisladora de las ciencias «está necesariamente fundada sobre axiomas e hipótesis» (ib. 116). Las nuevas leyes confirmadas por la experiencia, nos permitirán prever mejor los fenómenos y avanzar en el dominio de las cosas. Pero esto no invalida, sino que perfecciona la formulación anterior. Según el mismo Papp, «la historia de la física no conoce ningún ejemplo de una ley debidamente confirmada por la experiencia, que hubiera tenido que ser rechazada como falsa, a la luz de conocimientos ulteriores. Ocurre que la ley posterior, más amplia y más general, envuelve la ley anterior. El pensamiento científico progresa por envolvimiento y no por desenvolvimiento» (ib. 80).
      La estructura de las leyes de la naturaleza física implica siempre de algún modo la referencia a un deber ser. Carnelutti escribe que «si supuesta la existencia de un estado de la naturaleza, podemos establecer el estado consecutivo antes de que exista, ¿cómo no ver que también la ley natural (física) expresa no tanto lo que es cuanto lo que debe ser?» (o. c. en bibl., 30). Por otra parte, la oposición entre la causalidad y la finalidad va desapareciendo en las formulaciones de los científicos. Superado el positivismo (v.), el científico vuelve a tomar en cuenta la finalidad y la racionalidad ínsitas en el orden del Universo, recordando la afirmación de Aristóteles: «nada ocurre en la naturaleza sin causa racional» (Tratado del Cielo, libro 11) (v. CAUSA; FIN). Por lo demás, respecto a las «leyes» de la naturaleza física, v. TFORíA CIENTÍFICA; HIPÓTESIS CIENTÍFICA.
      Recordemos que el término finalidad es análogo y si bien ésta se encuentra en toda la Creación, ya que las diversas criaturas son atraídas por el Creador, quien es para ellas causa final y bien común supremo, las cosas inanimadas y los vegetales obran ejecutivamente, los animales instintivamente y los hombres electivamente respecto al fin. Por eso la finalidad existe tanto en el orden físico cuanto en el orden moral, pero de una manera análoga.
      Hemos afirmado que tanto la ley natural física cuanto la ley natural moral establecen un vínculo entre un antes y un después, reconocen una premisa y una conclusión. Sin embargo, esto no sucede en el pensamiento kantiano que se limita a señalar la conclusión sin poner las premisas. Estimamos que el error kantiano surge de su pretendida autonomía, que transforma a la razón humana de descubridora en creadora del orden moral, desvinculando a aquélla de los lazos objetivos que la subordinan a la ley natural, a la naturaleza y a Dios. Por eso la moral puramente formal sin fines ni contenido es parcial y falsa. Además, la falta de objetividad también le impide obtener el resultado apetecido, la demostración de la libertad, ya que «lo que el libre albedrío requiere no es la autonomía volitiva, la autolegislación, sino la distancia de la voluntad frente a los principios éticos, su movilidad ante ellos, la posibilidad de optar entre la violación y la obediencia. Pero semejante condición de distancia -arguye Hartmann- sólo es posible cuanto la ley moral no proviene de la voluntad que ha de acatarla o, lo que es igual, cuando representa una legislación no autónoma, sino heterónoma» (E. García Maynez, o. c. en bibl., 194).
      En cuanto a las llamadas «leyes» o «reglas técnicas», también son productos de la razón, necesarias para hacer bien alguna cosa. La nota particular de estas «reglas de arte» es que expresan un deber ser vinculante al que hay que ajustarse si queremos llegar al resultado perseguido. Las ciencias (v.) y las artes (v.), las primeras ordenadas a conocer y las segundas a la producción artística, las primeras pertenecientes al intelecto especulativo y las segundas al intelecto práctico, entran de lleno en el estudio de las «leyes» en sentido amplio. Tanto las leyes matemáticas y lógicas, cuanto las que rigen en la esfera de la música, la poesía, la escultura o la pintura, nos vinculan, aunque de diverso modo, con el camino a seguir, en el primer caso para conocer los objetos indagados, y en el segundo para producir obras de arte.
      2. Etimología. La palabra ley deriva del término latino lex; pero respecto al origen del mismo los autores no están de acuerdo. Según Littré, los etimologistas latinos refieren esta voz a ligare (ligar) y no a legere (leer); esta primera interpretación, que hace derivar el término «ley» de ligare, fue propuesta por Casiodoro y recogida entre otros por S. Buenaventura y S. Tomás; se subraya en ella el carácter vinculante y obligatorio de la ley. La segunda interpretación ya fue indicada por Varrón al afirmar que se derivaba de legere porque la ley se leía a la muchedumbre a fin de que nadie pudiera alegar ignorancia; es señalada también por Cicerón, para quien según el uso vulgar se dice lex de legendo, porque se puede leer, ya que está escrita; S. Isidoro, en sus Etimologías, recoge esta interpretación. Pero hay una tercera: en el tratado De legibus, antes de señalar la interpretación vulgar aludida, Cicerón escribe que lex deriva de deligere (elegir), ya que la ley señala una elección que atribuye a cada uno lo suyo, constituyendo la regla de lo justo y lo injusto; esta etimología es recogida por Séneca y S. Agustín. Por fin, Carlos Soria se hace eco de cómo modernamente se ha querido a veces encontrar la fuente de la palabra lex en la raíz sánscrita lagh, que indica la idea de establecer (o. c. en bibl., 5).
      La primera y última interpretaciones consignadas pueden abarcar el concepto amplio de ley que hemos expuesto, porque toda ley liga, enlaza, un antes y un después; asimismo, toda ley es establecida por la razón divina o humana. La segunda interpretación sirve sólo para la ley escrita, la que se lee; quedan fuera de su ámbito las leyes «no escritas» y, por tanto, el concepto sólo abarca a las diferentes leyes positivas, puestas, escritas, por Dios o los hombres. La tercera interpretación abarca tanto a la ley natural -moral y jurídica, ley no escritacuanto a las leyes positivas promulgadas por Dios o por los hombres, siempre que se refieran al hombre en su aspecto racional y libre, en su faz electiva, donde tiene relevancia lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto.
      3. La esencia de la ley moral. El estudio de las diversas leyes fisiconaturales, biológicas, psicológicas, lógicas, matemáticas, etc., corresponde a sus diversas ciencias (v.) y a la filosofía de la naturaleza o cosmología (v.); igualmente las leyes de las artes son estudiadas por la estética (v.), la técnica (v.), etc. Nos ocuparemos aquí a partir de ahora, de las leyes morales en sentido estricto, cuyo estudio científico a la luz de la pura razón humana corresponde a la parte de la Filosofía llamada Ética (v.) o Moral (v.). También el Derecho (v.), bajo un cierto aspecto (v. DERECHO Y MORAL), estudia las leyes morales (v. ttt); y, asimismo, la Teología moral (v.) estudia la ley moral (v. ti), pero bajo la luz de la razón iluminada por la Revelación (v. vn).
      La mejor expresión de la esencia de la ley es la conocida definición elaborada por Santo Tomás en su Suma Teológica: «la ley es una ordenación de la razón, dirigida al bien común, promulgada por aquel que tiene el cuidado de la comunidad» (Sum. Th. 1-2 q90 a4). S. Tomás trata de la ley moral en la segunda parte de la Suma, parte que estudia «el movimiento de la criatura racional hacia Dios», movimiento que depende de su término y para el que Dios es el último fin; movimiento que se realiza a través de los actos propiamente humanos que entran de lleno en la esfera moral y que reciben tal carácter de la ley, la cual viene a ser como una ayuda de Dios a la criatura y «la cual les impone concretamente el orden a sus respectivos fines, y, en definitiva, al Bien último» (C. Soria, o. c. en bibl., 4). La definición de S. Tomás abarca, así, a la ley eterna, en tanto ésta es regla y medida de la actividad racional y libre del hombre, quien la conoce a través de su participación en ella que constituye la ley natural moral (v. VII, 1) y de los mandatos expresamente ordenados por Dios a través de la ley positiva divina (v. VII, 2-4) y también de la ley humana positiva (v. VII, 5) derivada de la ley natural por conclusión o por determinación.
      Como bien resume Millán Puelles, «de una manera esencial, la ley se encuentra en el ser que la establece y que mediante ella ordena o dirige los actos humanos. Lo que regula el dinamismo de éstos hacia su fin último se halla, pues, de una manera esencial, en Dios. Como Dios no se mide por el tiempo, la ordenación divina se llama ley eterna; aunque previamente considerada, como algo recibido en la criatura, comienza con esta misma. De un modo participado la ley se halla en quien por ella es regido. Si éste la posee (cognoscitivamente) mediante una inclinación de la naturaleza, la ley se denomina, en este sentido, ley natural; si, por el contrario, es precisa una comunicación o promulgación especial, se denomina ley positiva, que se subdivide en divina y humana, según que su promulgador sea Dios o el hombre. No hay, sin embargo, inconveniente alguno en que la ley natural sea también objeto de notificación positiva, para una mayor facilidad de su conocimiento. De aquí la distinción entre ley positiva per accidens y ley positiva per se. Todos los preceptos del Decálogo, con excepción del tercero, son accidentalmente positivos como ley divina. La ley humana accidentalmente positiva se suele designar con el nombre de «derecho de gentes», mientras que se llama «ley civil» a la ley humana esencialmente positiva (civil, en el sentido de que no concierne al hombre más que como ciudadano de un determinado pueblo o colectividad). Resulta así que la ley, considerada como algo participado, se divide, en conjunto, de la siguiente manera: 1°, ley natural y ley positiva; 2°, ley positiva divina y ley positiva humana; 3°, la ley positiva divina puede serlo per accidens y per se; 4°, la ley positiva humana se subdivide en ley humana positiva per accidens y ley humana positiva per se, siendo esta última la ley civil. Pero teniendo en cuenta, por una parte, que la Ética, como disciplina filosófica, no se puede ocupar de lo que es objeto de Revelación (tal es el caso de la ley positiva per se), y, por otra, que la ley accidentalmente positiva es esencialmente natural, lo único que aquí importa lo constituyen la ley natural y la ley civil, aunque no por un título idéntico. De la ley natural interesa su misma existencia y su contenido; de la ley civil, únicamente importa, de un modo general, la cuestión de su fundamentación ética, ya que el estudio histórico y descriptivo de la multitud de leyes civiles no compete a la moral, sino a la ciencia jurídica positiva» (Fundamentos de Filosofía, 629).
      Señalemos que algunos aspectos de la ley eterna parcialmente expresados a través de las leyes físico-naturales, los trata a veces S. Tomás en diversas partes de la Suma Teológica, especialmente en las cuestiones acerca de La Providencia divina, en el tratado de la Creación en general, en el de la creación corpórea, en el del hombre, y en el del Gobierno del mundo. Finalmente, referencias a las leyes o reglas técnicas se encuentran en el tratado de los hábitos y virtudes en general (Sum. Th. 1-2 q57 a3-4), al estudiar si el hábito intelectual del arte es una virtud y si la prudencia es virtud distinta del arte.
      4. La ley, obra de la razón. La primera nota señalada por la definición es el carácter racional de toda ley. La ley es un producto, una ordenación de la razón, el resultado de un acto de la razón. Todo obrar busca un fin, el que en su orden tiene naturaleza de bien; el fin que tiene razón de primer principio es aquel que nos confiere nuestra perfección plena. Ahora bien, pertenece a la razón ordenar en vista al fin y ella es el primer principio en el orden universal del obrar. Y lo que es primer principio de un orden cualquiera, es, de éste, la regla y la medida.
      El hombre es ser racional y libre y la razón y la voluntad lo constituyen en su ser y en su obrar; por eso la medida de esos actos debe ser una medida racional. Hemos dicho que los actos humanos se configuran en orden a un fin y como es propio de la razón determinar el orden que se orienta al fin, la ley es algo de la razón. «Sólo la facultad que es capaz de concebir las nociones de fin y de medio -escribe Lachance- es apta para legislar... Luego, el establecimiento del orden que va al fin, es obra propia de la razón» (o. c. en bibl., 105). La razón humana, que de suyo no es regla y medida pues debe estar reglada y medida por el objeto, lo es, sin embargo, en cuanto participa de la ley eterna, esto es, de la razón divina, que es regla y medida de las cosas.
      También se prueba que la ley pertenece a la razón, por los actos que se le asignan (mandar, prohibir, permitir, castigar). Por eso la ley es un dictamen, algo imperativo, fruto del imperio de la razón (C. Soria, o. c. 18). El consejo y el juicio, también actos de la razón práctica, preparan la elaboración que se consuma en el acto de imperio. Ahora bien, el consejo, el juicio y el imperio son actos propios de la prudencia, perteneciendo los dos primeros a su aspecto cognoscitivo y el último a su aspecto directivo. Por eso la prudencia (v.) es la virtud específica del legislador. Ya S. Tomás se había planteado la cuestión de que «la ley no es objeto de la justicia, sino más bien de la prudencia; y de aquí que Aristóteles mismo ponga el arte de legislar como parte de la prudencia...» (Sum. Th. 2-2 q57 al). A lo que responde afirmando que «así como de las obras exteriores que se realizan por el arte, preexiste en la mente del artista cierta idea, que es la regla del arte, así también la razón determina lo justo de un acto conforme a una idea preexistente en el entendimiento como cierta regla de prudencia. Y si ésta se formula por escrito recibe el nombre de ley (ib.). La última afirmación implica una restricción del concepto de ley que se identificaría con una parte de ellas, las escritas, quedandó fuera de las leyes «no escritas» (ley eterna y ley natural), obra de la prudencia y providencia divinas. Pero en el contexto encontramos las razones de la restricción: S. Tomás está aquí comentando el pensamiento de S. Isidoro, quien se refiere a la ley positiva cuando habla de «constitución escrita».
      Toda ley, pues, es esencialmente un acto de la razón, pero un acto de la razón que presupone una moción de la voluntad, que es fuerza y motor. Pero este apetito debe ser recto, la voluntad debe ser rectificada y ordenada al bien. Por eso escribe Lachance que en la confección de las leyes positivas «es menester que la voluntad del legislador esté impregnada de justicia. Para establecer el orden que va al bien común, es necesario, previamente, desearlo. Se necesita acallar las ambiciones desordenadas, purificar el querer de todo rasgo de parcialidad, y esto es obra de la justicia (v.). Pero, una cosa es rectificar el querer frente al fin y otra es elaborar el plan preciso que a él conduce efectivamente. Declarar o definir el derecho pertenece a la prudencia» (o. c. 121); y como la declaración o definición del derecho es obra propia de la ley, ésta es obra de la prudencia.
      5. Ley y bien común. Ordenación de la razón en orden al bien común. Tal es el comienzo de la definición que comentamos y que, por tanto, exige que toda ley se encuentre orientada al bien común (v.). Ley y bien común son términos análogos y el bien, común es el fin de la ley en general. O sea, que las distintas leyes persiguen diversos bienes comunes.
      Dios es el Bien común por orden al cual se constituye la ley eterna que es el dictamen de la razón y voluntad divinas, que ordenan los actos y movimientos de todas las criaturas, produciendo el orden universal (C. Soria, O. c. 24) (V. CREACIÓN III, 4; DIOS IV, 6).
      El bien común natural o intrínseco del universo es la finalidad de la ley natural, participación de la ley eterna, que el hombre conoce por connaturalidad gracias a la promulgación preceptiva efectuada a través de la sindéresis, o hábito de los primeros principios innatos en el entendimiento (v.).
      El bien común político es la causa final de la ley humana. Este bien común abarca todo aquello que puede perfeccionar a los hombres en la órbita de la sociedad temporal, incluyendo en el lugar que les corresponde todos aquellos bienes instrumentales que sirven como medios al bien honesto. Soaje Ramos escribe que «la ordenación al bien común compete principalmente a la prudencia política, primero en el gobernante y luego en los súbditos, y no a la justicia, a la que toca sólo ejecutar lo prescrito por la prudencia. Puede verse así cuán equivocado resulta emplazar en el centro de una doctrina política a la justicia; ésta, sin la regulación de la prudencia, no es siquiera virtud, es una mera afirmación de la voluntad que está condenada a desembocar en la anarquía o en el despotismo. Es preciso, particularmente en esta época de tan profunda desorientación, afirmar la misión política de la inteligencia que, nutrida de un saber de los verdaderos principios rectores de la vida colectiva y «rectificada» por la prudencia, sabe discernir con lucidez y con justeza los perfiles concretos de su auténtico bien común político, y sabe, sobre todo, prescribir con imperio lo que responda a sus exigencias» (o. c. en bibl., 104-105).
      El bien común sobrenatural es el fin de la ley divinopositiva, manifestación de la ley eterna, promulgada expresamente por Dios, que nos encauza hacia nuestro destino sobrenatural (v. VII, 2-4).
      6. Ley y autoridad. Demostrado que la ley es un producto de la razón, S. Tomás se pregunta si la razón de cualquier particular es capaz de hacer la ley. La ley es un dictamen imperativo que impone una dirección a los actos humanos encauzándolos hacia el bien común; y sólo puede mover eficazmente hacia el bien común una razón revestida de autoridad y potestad. Por tanto, dice, «legislar pertenece a la comunidad o a la persona pública que tiene el cuidado de la comunidad» (Sum. Th. 1-2 q90 a3).
      La ley eterna, la ley natural y la ley divino-positiva, provienen de Dios, creador, supremo gobernante, regulador y mensurador de todas las criaturas y sus actividades. La ley humana proviene de la autoridad del legislador o de la autoridad del conjunto de la comunidad que puede, a través de un obrar generalizado, notorio y continuado, dar nacimiento a normas jurídicas o sociales consuetudinárias. La ley humana proviene de la autoridad (v.) humana del legislador, cuya existencia y necesidad derivan de la naturaleza misma de la sociedad; ésta, para que sea tal, debe tener una unidad y un orden y, por consiguiente, una autoridad. Dicha autoridad es en último término, derivada de Dios ya que la autoridad es consustancial a la existencia de la sociedad, la cual es obra de Dios, como lo es la naturaleza sociable del hombre. Así, pues, sea cual sea el procedimiento concreto para elegir o determinar la autoridad, o la forma de ejercerse, siempre la fuerza u obligatoriedad de la ley humana, cuando es justa, viene en último extremo de Dios.
      7. Ley y promulgación. La promulgación consiste en poner en conocimiento de los obligados las prescripciones de la ley. Es un requisito indispensable, ya que no puede ser obedecido o cumplido aquello que no se conoce. En el caso de la ley eterna, ésta es eterna por parte de Dios, «porque eterno es el Verbo divino y eterna es la escritura del libro de la vida. Pero por parte de la criatura que escucha, la promulgación no puede ser eterna» (Sum. Th. 1-2 q21 al). Y no puede ser eterna porque no es eterna ninguna criatura. La ley natural es promulgada mediante la impresión que Dios realiza en la naturaleza y en la mente de los hombres de los primeros principios que éstos naturalmente conocen. La ley positiva, divina y humana, recibe su promulgación solemne cuando es puesta en conocimiento de los hombres por medio del legislador respectivo, por sí o a través de sus representantes o enviados.
      8. Los tipos de ley moral. a) La ley eterna es obra de la prudencia divina destinada a regir todo lo creado ordenándolo en vistas al bien común del universo, reflejo del Bien común separado que es el mismo Dios. A través de la ley eterna (v. VII, 1), Dios ordena los actos y movimientos de las criaturas. De esta disposición de lo creado resulta el orden del universo, que, como el mismo nombre indica, es la unidad de una diversidad. Todo lo creado está sometido a la ley eterna, pues Dios no sólo da el ser y sustenta a sus criaturas, sino que también las somete a la ley.
      Ahora bien, «los seres inferiores, tanto animados como inanimados no pueden tender a Dios inmediatamente ni poseerlo propiamente como último fin, sino sólo reflejar las perfecciones divinas en su propio ser y movimientos y formar como partes en el orden total del universo, que es la representación o imitación creada más perfecta de la gloria y bondad de Dios... La ley eterna, que abarca tanto los seres racionales como irracionales, no es participada de la misma manera en todos ellos, ya que el hombre, además de la impresión pasiva que recibe en sus operaciones y movimientos puramente naturales, comunes a todos los seres, participa de un modo propio, racional, en el orden de la ley eterna, que le mueve hacia el último fin supremo, que es Dios» (C. Soria, o. c. 24).
      La ley eterna reside en Dios como Legislador y en las criaturas sujetas a dicha legislación, como sujetos regulados y medidos. Respecto a la criatura racional, la ley eterna es fuente y fundamento último del orden moral y jurídico y en este sentido toda ley que sea auténticamente tal se deriva de esa normatividad suprema.
      b) Ley natural. La criatura racional participa de una manera especial en la ley eterna, ya que a través de su inteligencia conoce parcialmente su contenido. Esta participación de la ley eterna en la criatura racional es la ley natural (v. VII, 1). Los hortibres están naturalmente dotados de principios especulativos y prácticos. Los primeros principios en ambos campos son evidentes por sí mismos. En el orden práctico, que es el orden del obrar, estos principios pertenecientes a la ley natural reciben una formulación normativa, preceptiva, y son conocidos así de forma innata por la conciencia (v.). Así la ley natural ordena: se debe hacer el bien y evitar el mal.
      De las primeras inclinaciones naturales que son paralelas a los primeros principios de la ley natural surgirá el contenido de la ética individual (inclinación racional a conservar la vida conforme a su naturaleza, lo que implica el desarrollo de la misma en el orden físico y espiritual hasta alcanzar el estado propio del hombre: el estado de virtud); de la ética familiar (inclinación, fundada en la diversidad de sexos, a la unión familiar y sexual para la comunicación de la vida y la educación de los hijos); y finalmente, de la ética social (inclinación racional a vivir en sociedad).
      La ley natural prescribe los actos de todas las virtudes y es una para todos los hombres de todos los tiempos, en cuanto a los primeros principios comunes. Respecto a las conclusiones derivadas de esos principios es la misma para todos en la generalidad de los casos «pero puede fallar en algunos, a causa de particulares impedimentos: sea en el recto sentido, sea en su conocimiento, y esto porque algunos tienen la razón pervertida por una pasión o mala costumbre, o por mala disposición natural» (Sum. Th. 1-2 q94 a4). La ley natural es inmutable e indeleble en el plano de los primeros principios. Respecto a las conclusiones pueden variar de acuerdo a la variabilidad de la materia, y respecto a los principios secundarios «la ley natural puede oscurecerse en el corazón humano, sea por las malas persuasiones... sea por las costumbres perversas y los hábitos corrompidos» (Sum. Th. 1-2 q94 a6).
      c) Ley humana. La ley natural abarca sólo un pequeño conjunto de principios y de disposiciones que tienen la misma permanencia que la naturaleza humana y que los hombres deben aceptar para regir su conducta individual y social, so pena de sufrir «los castigos más crueles» como decían ya los antiguos. Ese conjunto de principios y de disposiciones es insuficiente para regir la vida de los hombres en sociedad. Por eso es necesaria la ley humana (v. VII, 5), que fundada en la ley natural, vincula principios y circunstancias y regula acabadamente la vida jurídica de una determinada comunidad. Puede decirse que la ley humana es también necesaria porque hay hombres propensos al vicio que no se conmueven fácilmente con palabras y a quienes «es necesario apartarlos del mal mediante la fuerza o el temor; así, desistiendo al menos de hacer el mal, dejarán tranquila la vida de los demás. Esta disciplina que obliga con el temor al castigo es la disciplina de las leyes» (Sum. Th. 1-2 q95 al).
      La ley humana puede derivarse de la natural por conclusión o por determinación. Así de la norma de la ley natural «no debe hacerse daño a otro» se puede deducir por conclusión que no se debe matar a otro; la ley natural exige que el que comete un asesinato sea castigado, pero la determinación de la pena es algo propio de la ley humana.
      d) Ley divino-positiva. Según Truyol y Serra es necesaria una ley divina positiva tendente a dar «una formulación más precisa a los preceptos de la ley natural cuando las concupiscencias de la humanidad caída hicieron debilitarse la llamada interior de la conciencia» (o. c. en bibl., 94). Es cierto que la ley divino-positiva precisa los preceptos de la ley natural, que reciben, o pueden recibir, a través de ella una promulgación explícita y solemne; pero sería erróneo hacer depender su necesidad de la caída original, pues si ésta no hubiera existido, también el hombre en el paraíso, al ser elevado a un orden sobrenatural, hubiera necesitado una norma superior a la ley natural, que le indicara el camino hacia su último fin sobrenatural. Véase el tema, más ampliamente, en VII, 2-4.
     
     

V. t.: ÉTICA; DERECHO; JUSTICIA; NORMA; BIEN COMÚN. BIBL.: A. DE Asís, Manual de Filosofía del Derecho, Granada 1959; J. M. AUBERT, Ley de Dios, leyes de los hombres, Barcelona 1969; F. CARNELUTTI, Arte del Derecho, Buenos Aires 1956,J. CORTs GRAU, Curso de Derecho natural, Madrid 1959; O. N. DERISi, Los fundamentos metafísicos del orden moral, 3 ed. Madrid 1969; E. GARCIA MAYNEZ, Ética, México 1966; L. LACHANCE, El concepto de derecho según Aristóteles y Santo Tomás, Buenos Aires 1953; P. LUMBRERAS, De lege, Roma 1953; l. MARITAIN, Los grados del saber, Buenos Aires 1968; 40 ss.; íD, Les droits de l'homme et la lo¡ naturelle, París 1947; J. MESSNER, Ética general y aplicada, Madrid 1969; D. PAPP, Filosofía de las leyes naturales, Buenos Aires 1945; S. RAMfREZ, Doctrina política de Santo Tomás, Madrid 1952; íD, El Derecho de gentes, Madrid 1955; A. D. SERTILLANGES, La Philosophie des lois, París 1946; G. SoAJE RAMOS, Sobre la politicidad del derecho, Mendoza 1958; C. SoRIA, Introducción al tratado de la Ley, en Suma Teológica de S. Tomás de Aquino, ed. bilingüe BAC, VI, Madrid 1956; A. TRUYOL SERRA, El Derecho y el Estado en San Agustín, Madrid 1944; A. VERDROSs, La filosofía del derecho en el mundo occidental, México 1962.

 

BERNARDINO MONTEJANO.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991