Ley Eterna y Ley Natural
 

Ya se han tratado las cuestiones fundamentales sobre la ley, desde un punto de vista moral, en II; como continuación se hace aquí un análisis sistemático y particularizado de los diferentes tipos de ley.

A. Ley eterna. La ley eterna, es la fuente primaria de todas las leyes y representa la norma suprema de toda moralidad. Se designa con este nombre a la sabiduría divina, en cuanto que ordena el mundo de modo que cada criatura cumple su fin -la gloria de Dios- de un modo peculiar y propio, según su naturaleza.
S. Agustín definió la ley eterna «como la Razón divina o Voluntad de Dios que manda conservar el orden natural y prohibe quebrantarlo» (Contra Faustum, l. 22, c. 27: PL 42,418). S. Tomás situó esta ley dentro de la Providencia (v.), que es como la ejecución de esta ley en cada criatura, algo más que una simple idea ejemplar divina: «Así como la razón de la divina sabiduría -en cuanto todas las cosas han sido creadas por ella- tiene carácter de arte, de ejemplar de idea, así esa misma razón de la sabiduría divina, en cuanto mueve todas las cosas hacia su debido fin, tiene carácter de ley. Y, según esto, la ley eterna no es otra cosa que la razón de la divina sabiduría en cuanto dirige todos los actos y movimientos» (Sum. Th. 1-2 q93 al).
La ley eterna no se identifica, pues, con la Providencia, aunque está incluida en ella, ya que la Providencia, además de disponer lo que deben hacer las criaturas para lograr su fin, determina dar de su parte el concurso divino y los auxilios que ellas necesitan. Tampoco se identifica con las Ideas divinas, pues la ley eterna además de una norma de Inteligencia, implica un decreto de la Voluntad divina, un decreto eficaz o práctico de la divina Inteligencia, dirigida al gobierno y dirección de las creaturas.
Esta ley eterna obtiene en el tiempo su efecto con la aparición de las creaturas, regula a los seres creados y los conduce a su fin por el movimiento impreso en las entrañas de su ser, es decir, por su naturaleza. La diversidad de naturalezas creadas implica la diversidad con que Dios ordena a sus creaturas a su último fin mediante su ley eterna (v. I, 8). Los seres sin razón son movidos por ella necesariamente; el hombre se somete a ella al obrar moralmente, conforme a su razón. En el primer caso, pasiva y ciegamente, activa y conscientemente, en el otro. «El hombre participa, por tanto, de los planes de Dios -ley eterna, providencia- de una manera peculiar, con una dimensión más elevada de participación que en el caso de las criaturas irracionales. Participa siendo capaz de adherirse, en el doble aspecto de conocer y amar en ellos el camino hacia su Creador: su modo de participación le permite así apropiarse subjetivamente del bien objetivo a que está destinado por Dios» (R. García de Haro, o. c. en bibl., 15).

Propiedades. La ley eterna es el fundamento objetivo y último del orden moral. Como dice Derisi, la norma constitutiva objetiva del orden moral es, formalmente hablando, la ordenación final de las cosas a su fin, o lo que es lo mismo, materialmente hablando, el orden de la naturaleza de los seres. Este orden final se nos presenta como conduciéndonos a nuestro último fin (a la perfección ontológica y felicidad del hombre y a la glorificación formal de Dios) y a la vez como necesariamente imperado por su divino Autor, ya que Dios es libre para crear, pero una vez creados los seres necesariamente ha de ordenarlos hacia Sí, como a último fin, y ha de querer que se cumpla esa ordenación. Si, por otra parte, ha querido la libertad de la creatura racional, como consecuencia de su Voluntad de obtener de ella una gloria formal, ha debido imponerle su fin y la norma consiguiente para lograrlo con sus actos humanos, con una necesidad compatible con aquella libertad psicológica, con una necesidad moral, con una ley obligatoria. En suma, la eficaz ordenación del hombre a su fin último, realizada de acuerdo con su naturaleza inteligente y libre, no ha podido existir en Dios, sino como ley moral (cfr. O. N. Derisi, o. c. en bibl., 386-387).
La ley eterna, por identificarse con la Sabiduría divina, es inmutable. En sí misma, perfectamente y con plenitud, sólo es conocida por Dios mismo y por los bienaventurados en la visión beatífica. Fuera de esa visión, las criaturas racionales (hombre y ángeles), la conocen más o menos, en cuanto todo conocimiento de lo verdadero es participación de la verdad divina y, por consiguiente, de la ley eterna que irradia a través de la creación. «Dios hace partícipe al hombre de esta ley suya, de modo que el hombre, por disposición suave de la Providencia divina, puede siempre y cada vez más, conocer la inmutable verdad» (Conc. Vaticano II, Decl. Dignitatis hamanae, 3). Esta participación se ha realizado por dos vías diversas: una natural, es decir, a través de la misma Creación (v.); otra sobrenatural, cuando Dios se reveló progresivamente a los hombres, y, llegada la plenitud de los tiempos, a través de su Hijo Jesucristo (v. REVELACIÓN).
La ley eterna ejerce su eficacia de la manera más absoluta y universal, aun en la actuación libre del hombre, pues aunque al obrar culpablemente el mal puede sustraerse a la fuerza directiva de la ley eterna, sin embargo, entonces cae de lleno en su fuerza coactiva, teniendo que sufrir pasivamente el influjo divino.

B. Ley natural. El tema de la ley natural ha sido y es uno de los más debatidos, porque en él confluyen las distintas y, a veces, antitéticas concepciones filosóficoteológicas del hombre y del mundo. Tema siempre actual, cuando parece descartado, resucita con incontenible pujanza (cfr. H. Rommen, Die ewige Wiederkehr des Naturrechts, Munich 1936).
La ley natural es un pilar básico de la moral, también de la moral cristiana. El Magisterio eclesiástico, ha insistido repetidamente en su enseñanza, «pues es cosa averiguada que la fuente primaria y más profunda de los males que hoy afligen a la sociedad moderna brota de la negación, del rechazo de una norma universal de rectitud moral, tanto en la vida privada de los individuos, como en la vida política y en las mutuas relaciones internacionales; la misma ley natural queda sepultada bajo la detracción y el olvido» (Pío XII, Enc. Summi pontificatus, 20 oct. 1939: Denz.Sch. 3780).
A pesar de las antagónicas concepciones de la ley natural debidas a diferentes presupuestos filosófico-teológicos (v. III, 3), permanece en el pensamiento humano una constante indiscutible: la existencia de una norma de conducta o de una instancia superior, llamada ley natural, a la cual se apela cuando las leyes positivas o las costumbres de los pueblos resultan injustas e insostenibles. De ella brotan los derechos fundamentales de la persona humana, anteriores a toda codificación. Es común a todas las gentes en su contenido y en su conocimiento, porque se funda en el ser del hombre y de las cosas (v. I, 8).

l. Terminología. Hoy casi son sinónimos ley natural y Derecho natural; no así en los autores clásicos. Para ellos la ley natural abarca la fundamentación de toda actividad moral del hombre, mientras que el Derecho natural (v.), como parte de la misma ley natural, queda restringido a la regulación de las exigencias de la justicia. En esta exposición se tendrá en cuenta esta precisión terminológica.
No se entiende aquí ley natural en el sentido de las ciencias biológicas o cósmicas (constancia en el desarrollo de los procesos físicos o biológicos), ni en el sentido estoico (v.), ni en el sentido del naturalismo de Pufendor (v.), Hobbes (v.), Locke (v.), etc. (ley cuasi instintiva con que se regía el hombre en un supuesto estadio presocial, «en los bosques»), ni tampoco en el sentido del iusnaturalismo (v.) de Grocio (ley del hombre considerado como algo cerrado en sí mismo, abstracción hecha, aunque hipotética, de Dios). Aquí se trata del sentido amplio en que es usado este término por el Magisterio de la Iglesia, en el cual se recoge la mejor tradición de la filosofía perenne.

2. Definición. La ley natural recibe su fuerza de la ley eterna, fundamento último y objetivo de todo el orden moral. En relación con ella, es según famosísima definición aquiniana, una excelente participación en la naturaleza racional del hombre. Desde el mismo instante en que Dios creó al hombre, dotándole de libre albedrío, se hizo necesario que Dios comunicara su ley a la criatura humana, ilustrándole sobre lo que debía hacer o evitar para conseguir su último fin.
Los seres irracionales participan de la ley eterna de modo mecánico y pasivo en el teleotropismo irresistible impreso por ella en las entrañas de su naturaleza. Los seres racionales, en cambio, participan de la ley eterna de modo activo y consciente, en cuanto que por su entendimiento y voluntad son capaces de percibir la formalidad «reguladora» y «preceptiva» de dicha ley y el modo específico humano de cumplirla, «proveyendo para sí y para otros», es decir, rigiéndose con iniciativa y autodeterminación, como lo pide toda actividad intelectido-volitiva. De este modo, el teleotropismo, impreso también en las entrañas del ser humano por la ley eterna, es consciente, libre y responsable; se hace colaboración (cfr. S. Tomás, Sum. Th. 1-2 q91 al; q93 a6; León XIII, Enc. Libertas prestan tissimum, 20 jun. 1888).

Presupuesta esta relación con la ley eterna, la ley natural puede ser definida como el orden o norma moral fundada en el ser del hombre considerado como creatura personal, norma que es conocida por las solas luces de la razón e intimada por la conciencia (v.). Cabe destacar los dos fundamentos sobre los que descansa esta definición. El fundamento óntico u objetivo es el ser creatural personal del hombre, que, en sí mismo considerado, entraña unas relaciones con Dios, con los demás hombres y con el cosmos, las cuales son patrimonio de todo hombre. El fundamento noético o subjetivo es la simple capacidad cognoscitiva humana, que, normalmente desarrollada, percibe, sin necesidad de revelación sobrenatural, los valores morales inmersos en dichas relaciones y que le son intimados por la conciencia, sin necesidad de coacción legislativa alguna positiva.
Definida de otro modo con Schüller, la ley natural, desde un punto de vista objetivo, sería «el conjunto de normas morales que funda su validez y contenido en el ser natural del hombre»; y, desde un punto de vista cognoscitivo, sería «el conjunto de normas morales... que, fundamentalmente, son accesibles al conocimiento humano, según su modo característico de razonar, independiente de la revelación de una Palabra divina» (La théologie morale peut-elle se passer du droit natural?, «Nouvelle Rev. Théologique» 88, 1966, 451).

3. La ley natural en la Revelación. En la S. E. no se encuentra el término «ley natural». Pero sí se hallan, reconocidos práctica y teóricamente, sus elementos esenciales constitutivos.
La predicación de Cristo y de los Apóstoles, continuamente presuponen en los oyentes los conceptos fundamentales de bien-mal, justo-injusto, virtud-vicio... (de otro modo el diálogo revelador hubiera sido imposible); reconocen el valor del juicio moral humano y apoyan la aceptación de su mensaje salvador en la radical tendencia humana a la felicidad (Mt 4,17; 5,1-12). Los primeros cristianos acuden a la reflexión prudencial para averiguar la voluntad divina, cuando ésta no aparece clara y manifiesta en la predicación de Cristo (cfr. C. Spicq, Teología moral del Nuevo Testamento, 1, Pamplona 1970, 397-409).
El texto más amplio y explícito sobre la ley natural se lo debemos a S. Pablo en el clásico pasaje de Rom I, 18-32. En él enseña que los gentiles, sin Revelación sobrenatural alguna, mediante la sola actividad cognoscitiva, raciocinando a partir de las creaturas, es decir, de su condición creatural (v. CREACIÓN), consiguieron un conocimiento tal de Dios (v. DIOS IV), principio y fin de las cosas, que entrañaba el simultáneo conocimiento de la absoluta obligación religioso-moral de reconocerle como Dios, adorándole y glorificándole. Por eso son inexcusables al rechazar este deber y caer en la idolatría, con la secuela del desorden moral subsiguiente. En este sentido interpretó el pasaje el Conc. Vaticano I (cfr. Denz.Sch. 3004, 3026, Según las actas conciliares se trata de un conocimiento vital de Dios, que incluye el conocimiento del consiguiente comportamiento moral del hombre, al menos en sus principios fundamentales.
La enseñanza de S. Pablo es más explícita aún en Rom 2. Contra los judíos, que presumían frente a los gentiles del conocimiento de la Ley (v. VII, 4), S. Pablo enseña que lo definitivo es su cumplimiento (vers. 12-13; 25-26), porque Dios, no aceptador de personas (vers. II), juzgará a cada uno según verdad, según sus obras (vers. 6-10; 25-26); en razón de lo cual judíos y gentiles están en idénticas condiciones, porque los gentiles, aun sin conocer la Ley, guiados por la razón natural, pueden conocer lo esencial de sus preceptos, ya que lo sustancial de ella lo llevan inscrito en sus corazones, en lo íntimo de su ser, y lo detecta la conciencia en sus juicios aprobatorios o recriminatorios, y así son ley para sí mismos (vers. 14-15). En otras palabras, la Ley no crea la noción de bienmal moral. Y por eso independientemente de ella, puede descubrir el pagano la ley natural en su conciencia por propia reflexión a partir de la condición creatural de las cosas y del análisis de sí mismo.
Existe, por tanto, un cúmulo de preceptos morales comunes a judíos y gentiles, cuyo fundamento, al no ser la Revelación, no puede ser otro que el común ser humano, en el que se identifican gentiles y judíos. Por esta razón la ley natural es válida también para los cristianos. Su incumplimiento excluye del Reino de los cielos (cfr. catálogos de pecados en I Cor 6,9-11; Gal 5,19-21; I Tim 1, 9-11).

4. Naturaleza humana y ley natural. Si la ley natural es participación de la ley eterna mediante la naturaleza racional o humana, ésta constituye su fundamento objetivo próximo. Tal y como ésta sea, será aquélla. Y los errores sobre la naturaleza (v.) humana revertirán inevitablemente sobre el concepto de ley natural. Es necesario, pues, precisar qué idea de naturaleza subyace como presupuesto constitutivo de la ley natural. Sin entrar en disquisiciones meticulosas -basta ahora un conocimiento «experimental», de sentido común-, por naturaleza humana se entiende el núcleo de realidades creadas corpóreoespirituales (alma y cuerpo), que, en unión sustancial, constituyen al hombre (v.) en su totalidad, lo especifican en relación con los demás seres y sin las cuales el hombre no podía existir ni imaginarse. Es un dato que subsiste, como un denominador común constante, en la vida entera de todos los hombres. El hecho de que sea un concepto abstracto no significa que sea irreal o impersonal, puesto que existe individualizado y personalizado (v. PERSONA). El que sea un núcleo permanente tampoco significa que sea estático; es esencialmente dinámico, raíz última de la tendencia irrenunciable del hombre a su pleno desarrollo en la consecución de su fin, Dios.
La naturaleza humana así entendida permanece inmutable en los diversos estados en que puede realizarse concretamente: estado de naturaleza pura, de naturaleza elevada, de naturaleza caída y redimida. Esta naturaleza es obra de Dios y no ha sido sustancialmente alterada por el pecado original. Los postulados morales que se derivan de ella son siempre válidos, antes y después del pecado original y en cualquier situación imaginable.

5. Valor imperativo absoluto de la ley natural. Por el simple hecho de su condición de creatura la naturaleza racional es huella o imagen análoga de su Creador, del que recibe el ser: toda creatura es esencialmente teocéntrica, existe para Dios. Negar esta analogía o dependencia equivaldría a conceder carácter absoluto a la creatura, lo cual es un contrasentido. En este ser-creado-a-imagen-deDios, que es el hombre, se manifiesta la Voluntad divina absoluta de que tal imagen no sea profana, pues Dios no puede no amar su Ser divino aun analógicamente participado por las creaturas. Así la naturaleza humana racional, al ser percibida por el hombre como imagen de Dios, cobra un valor absoluto de norma de conducta.

6. Autonomía y teonomía de la ley natural. De este modo se conjugan estos dos aspectos de la ley natural aparentemente contradictorios. El propio ser humano es y se experimenta como norma del bien y del mal, como fuente de normas de conducta (auto-Domos); ningún legislador exterior se las impone. Es bueno o malo lo que conviene o repugna a su ser «adecuadamente» considerado. Pero esto es sólo posible si se le considera como creaturaa-imagen-de-Dios, como participación análoga de la autonomía divina. Buscar y cumplir, por tanto, la ley natural es buscar y cumplir la voluntad divina. Por eso es insostenible la teoría de Grocio (v.) sobre la ley natural «aun en la hipótesis de que no existiese Dios» (De iure belli et pacis, Prolegomena, II).

7. Juicios o principios morales de la ley natural. La actividad racional del hombre traduce en principios o juicios formalmente morales las estructuras y tendencias fundamentales de la naturaleza humana, a la cual pertenece la misma razón. De todos ellos, el primero, por su evidencia, es: «Hay que obrar el bien y evitar el mal». Este principio es tan inmutable que no admite posibilidad de excepción y tan universal que se identifica con el uso de la razón y nadie seriamente lo niega. El hecho de que puedan existir opuestos pareceres acerca de lo que es bueno o malo, no afecta al principio en sí, sino a su aplicación.
Este principio universal, formulación imperativa de la tendencia innata del hombre hacia el bien, se concreta en otros más particulares, también cuasievidentes, que
regulan tendencias parciales de la naturaleza humana, tendencias que podrían resumirse en las relaciones del hombre consigo mismo, con el cosmos, con los demás hombres y con Dios, su Creador.
Al ser el hombre espíritu encarnado y como internamente estructurado, es postulado de ley natural guardar en él la debida jerarquía, de modo que, el componente corporal no domine al espiritual, ni éste abuse de aquél como de un objeto o instrumento extraño. El espíritu humano no es moralmente libre en relación con su cuerpo. Por eso es ilícito el suicidio, la mutilación, la masturbación...
Por ser el hombre la única creatura terrestre a la cual Dios ama por sí misma, es postulado de la ley natural el dominar y someter el cosmos en beneficio propio. Como el hombre es un ser social por su íntima naturaleza, que no puede vivir ni desarrollar sus cualidades sin relacionarse con los demás hombres, que tienen la misma naturaleza, el mismo origen e idéntico destino, es postulado de la ley natural reconocer en ellos una dignidad similar a la propia, que excluya todo odio y establezca una convivencia modelada en la verdad, en la justicia y en el amor. Por eso es ilícita toda instrumentalización del hombre y son inviolables sus derechos fundamentales (v. DERECHOS DEL HOMBRE), y es rechazable toda ética exclusivamente individualista.
Dado que el hombre es un ser creado, es postulado de ley natural, sin sombra alguna de posible excepción, el reconocimiento de sus deberes de reverencia, de amor y gratitud a Dios, su Creador.

8. Propiedades. a) Universalidad. Los principios de la ley natural tienen validez universal en cuanto que afectan a todos los hombres, sin excepción, puesto que todos poseen idéntica naturaleza humana, aunque de un modo personal. No obsta el no-uso consciente de la razón, como en los niños y amentes, pues son también hombres. Es, por tanto, inmoral inducirlos a comportamientos, como al homicidio o la blasfemia, contrarios a dichos postulados fundamentales.
La ley natural, aunque universal, es también personal, ya que la naturaleza humana existe en cada uno personalizada, enriquecida con los datos individuantes que complementan -nunca contradicen- sus exigencias universales. En virtud de estos datos la ley natural exige un cumplimiento personal, original, no estandarizado.
b) Inmutabilidad. Es consecuencia de la dimensión permanente e inmutable de la naturaleza humana, que es también principio dinámico de desarrollo en todos y cada uno de los hombres. En la medida en que ella es inmutable lo es también la ley natural, aunque cabe una mutabilidad perfectiva, bien por el progresivo conocimiento del hombre, bien por adición, como ocurre en las concreciones hechas por la ley humana (v. VII, 5), y, sobre todo, en el perfeccionamiento al que ha sido elevada gratuitamente por la Ley de Cristo (v. VII, 4).
Esta mutabilidad es posible porque los postulados fundamentales de la ley natural permanecen intactos; sólo son, o mejor conocidos, o más concretados, o sobrenatural izados (v. SOBRENATURAL). Pero no es posible la que pudiéramos llamar mutabilidad por sustracción o dispensa, como si dejasen de obligar postulados radicales de la ley natural, tales como el homicidio o adulterio, por la simple evolución de la cultura o el simple cambio, sin más, de circunstancias. Las razones ya fueron dadas anteriormente; la Voluntad divina manifestada en la ley natural es absoluta. Los cambios que se objetan son sólo aparentes, ya porque se confunde la ley natural con una formulación esquemática (necesariamente incompleta, p. ej., «no matar», sin precisar «al inocente o en justa defensa»), ya porque cambia sustancialmente la realidad en tales casos y, por tanto, la relación de conveniencia o disconveniencia con la naturaleza humana. Este cambio de realidad es lo que llaman «dispensa impropia» los autores clásicos. La epiqueya (v.) propia de las leyes humanas no puede concebirse para la ley natural, pues ésta no puede estar en contradicción con un caso personal.
Se desprende por sí sola la falsedad de la ética de situación (v.). Al concepto íntegro, y valioso, de «situación personal» pertenece esencialmente y como dato primario la naturaleza humana. No porque la persona sea un modo superior de individuación -el modo propio de un ser espiritual- escapa a la regla general de la relación entre una naturaleza y el individuo que la realiza. Querer eximirse de la ley natural universal para adecuarse a la situación es un contrasentido.
c) Cognoscibilidad. Según enseña el Magisterio de la Iglesia, la ley natural puede ser conocida, al menos en sus principios fundamentales, por la razón (v.) humana. Esta doctrina se basa en una declaración dogmática del Conc. Vaticano I («Dios principio y fin de todas las cosas, puede ser conocido con certeza por la luz natural de la razón humana partiendo de las cosas creadas»; cfr. Denz.Sch. 3004), que el Magisterio ordinario de los Romanos Pontífices ha interpretado legítimamente como referido también a los primeros principios de la ley natural (cfr. Pío XI, Enc. Casti connubii, 31 die. 1930; Pío XII, Enc. Humani generis, 12 ag. 1950).
Por otra parte, en la S. E., a la vez que se nos revela la existencia de la ley natural, se entrevé la dificultad de su pleno conocimiento natural y el hecho de la parcial y culpable ignorancia de la misma (cfr. Rom 1,24-32). Por eso, en ayuda del hombre acude Dios con su Revelación gratuita. El Magisterio de la Iglesia enseña que, en la situación histórica del hombre, a la «divina Revelación hay ciertamente que atribuir que aquello que en las cosas divinas no es de suyo inaccesible a la razón humana, pueda ser conocido por todos... de modo fácil, con firme certeza y sin mezcla de error alguno» (cfr. Conc. Vaticano I, Denz.Sch. 3005), palabras que Pío XII repite textualmente respecto a las «verdades morales que de por sí no se hallan fuera del alcance de la razón» (cfr. Enc. Humani generis, Denz.Sch. 3876). Se debe recalcar que la Revelación divina no da al hombre el «poder conocer» la ley natural, pues esto es una consecuencia del poder cognoscitivo de la inteligencia humana, sino el «poder conocer mejor», esto es «por todos, fácilmente...».
Esta facilitación se realiza mediante la Revelación de verdades, que iluminan la inteligencia, y mediante la gracia (v.), que rectifica la voluntad, facilitando la captación de los valores morales. La gracia es también necesaria para subvenir la flaqueza operativa moral (no la impotencia física) del hombre, causada por el pecado original, y así pueda éste cumplir la ley natural durante largo tiempo, con sus propias fuerzas o, en terminología escolástica «integralmente».
Al Magisterio (v.) de la Iglesia le compete interpretar auténtica y legítimamente la ley natural, Magisterio cuya «misión es (por voluntad de Cristo) exponer y enseñar auténticamente la Verdad, que es Cristo, y, al mismo tiempo, declarar y confirmar con su autoridad los principios de orden moral que fluyen de la naturaleza humana» (Conc. Vaticano II, Decl. Dignitatis humanae, 14). O como explica Paulo VI, «es incontrovertible... que Jesucristo, al comunicar a Pedro y a los Apóstoles su autoridad divina y al enviarlos a enseñar a todas las gentes sus mandamientos, los constituía en custodios e intérpretes auténticos de toda ley moral... también de la natural, expresión de la voluntad de Dios, cuyo cumplimiento fiel es igualmente necesario para salvarse» (Enc. Humanae vitae, 25 jul. 1968; V. t. MAGISTERIO ECLESIÁSTICO, 4).
Respecto a la ignorancia de la ley natural, puede decirse que los imperativos primarios no pueden ser ignorados sin culpa por un hombre normalmente desarrollado, porque los lleva inscritos en su corazón y en su mente (v. IGNORANCIA III). El error más o menos inculpable puede darse -se da-, en las aplicaciones concretas de esos imperativos, a causa del influjo del mal ambiente, de las pasiones y malas costumbres y de la simple deficiencia humana en el conocimiento de lo particular y contingente (cfr. S. Tomás De Malo, 815,2).
d) Valor soteriológico de su cumplimiento. Siendo la ley natural una parte de la ley divina, su observancia queda incluida para el cristiano en la de la ley divino-positiva (v. VII, 2-4), ya que la gracia no destruye, sino que eleva la naturaleza humana. Conviene recordar que el cumplimiento de la ley natural sin la elevación que da la gracia, por los solos recursos humanos, no tiene efecto salvífico alguno sobrenatural (v. PELAGIo), aparte de que no se podría perseverar en su cumplimiento durante largo tiempo.
Sin embargo, dado que todo hombre está llamado a un único fin último sobrenatural (la visión beatífica) y que Dios tiene una auténtica voluntad salvífica universal, para aquellos a quienes no ha llegado la predicación evangélica, el cumplimiento de la ley natural -que incluye total disponibilidad de obediencia a la Voluntad divina, como quiera que ésta se manifieste- es asumido, bajo la acción de Dios en ellos, en camino de salvación: «Quienes ignorando sin culpa el Evangelio de Cristo y su Iglesia, buscan a Dios con sincero corazón y se esfuerzan, bajo la gracia, en cumplir con obras su Voluntad, reconocida por el dictamen de la conciencia, pueden conseguir la salvación eterna» (Conc. Vaticano II, Const. Lumen gentium, 16; cfr. Gaudium et spes, 22; Pío IX, Enc. Quanto conficiamur moerore, 10 ag. 1863, Denz.Sch. 2866).

V. t.: BIEN COMÚN DERECHO NATURAL; DERECHO Y MORAL; DIOS IV; ÉTICA; IGNORANCIA; JUSTICIA.


ILDEFONSO ADEVA.
 

BIBL.: S. TOMÁS DE AQUINO, Suma Teológica, 1-2 q93-94; S. ÁLVAREz TURIENZo, La doctrina tomista de la ley eterna en relación con S. Agustín, en Thomistica morum principia, I, Roma 1960, 9-14; J. M. AUBERT, Ley de Dios, leyes de los hombres, Barcelona 1969, 55-127; ID, La doctrine du droit naturel selon saint Thomas, «Bulletin du Comité des Études» 23 (1958) 232-257; O. N. DERISI, Los fundamentos metafísicos del orden moral, 3 ed. Madrid"1969, 379-431; A. P. D'ENTREVEs, Derecho natural, Madrid 1972; F. FAVARA, De iure natural¡ in doctrina Papae P¡¡ XII, París 1966; J. FUCHs, Le droit naturel, París 1960, R. GARCÍA DE RARO, La conciencia cristiana, Madrid 1971, 13-47; E. HAMEL, Lo¡ naturelle et lo¡ du Christ, Brujas-París 1964; O. LoTTIN, Le droit naturel chez saint ThoMas et ses prédécesseurs, Brujas 1931; J. MARITAIN, Les droits de 1'homme et la lo¡ naturelle, París 1945; J. MESSNER, Ética social, política y económica a la luz del derecho natural, Madrid 1967, 13-154; J. NEWMAN, Consciente versus law. Reflection on the Evolution of Natural Law, Dublín 197l.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991