LAICISMO II.


2. Valoración teorética. Los términos que evocan no sólo una doctrina sino una época histórica, plantean problemas delicados al momento de emitir una valoración doctrinal, ya que toda época histórica es compleja y resulta imposible dar sobre ella un juicio unívoco. Así sucede de hecho con la coyuntura que se inicia a finales del s. xviii, y en la que adquiere carta de naturaleza el tér mino 1.: en esa época, en efecto, tiene lugar el tránsito del llamado Antiguo Régimen a una nueva configuración de la convivencia y del orden político, cambio histórico de gran magnitud y en el que influyen factores de muy diverso tipo, sociales, ideológicos, económicos, demográficos, etc.
      Como todo cambio histórico, también ése invitaba al hombre a repensar su lugar en el mundo y en la historia, y por tanto la concepción de la política, las relaciones entre ésta y la religión, etc. Es ahí donde debe situarse el l., que es una doctrina filosófico-política que intenta interpretar el movimiento histórico a la vez que configura su desarrollo. Es, pues, en este sentido -y no en sus posibles motivaciones coyunturales, etc- como lo juzgaremos.
      Por 1. se entiende aquella doctrina que postula una actitud de indiferentismo de la política ante lo religioso y lo trascendente, y especialmente ante toda religión positiva; y -en términos equivalentes, pero que expresan mejor la intención de fondo de esta doctrina- la búsqueda de unas bases éticas «neutras» ante la religión y ante la metafísica sobre las que edificar la convivencia políticosocial. Los presupuestos teoréticos de esta posición son claros: el racionalismo (v.) de la Ilustración (v.) y, más inmediatamente, el deísmo (v.), con su consideración del mundo como una realidad que funciona por sí misma una vez creada por Dios, y la consiguiente negación de la providencia (v.) y la consideración de la religión como algo meramente opcional y no como la expresión de una obligación consustancial al hombre dado su carácter de creatura.
      La realidad es, sin embargo, que el hombre es un ser religioso por naturaleza. Y con esto queremos decir no sólo que el hambre tiende a la religión, sino que de hecho no puede vivir ni un solo instante sin ella: si la niega, lo que hace es en realidad entregarse en manos de pseudoreligiones, convirtiendo en absoluto algún valor relativo. El Estado, expresión e instrumento de la convivencia humana, no puede por eso prescindir de una fundamentación ético-religiosa: si pretende cortar toda relación con ella, se verá abocado a la necesidad de crear él mismo una pseudo-religión en la que fundamentar sus decisiones, es decir, a desembocar en un «Estado ético» en el sentido hegeliano, es decir, creador de la ética y, por tanto, destructor de toda libertad y autonomía individuales. La evolución política que ha presenciado el mundo occidental desde mediados del s. xlx lo ha puesto claramente de relieve: el liberalismo (v.) positivista, con sus pretensiones de neutralidad, ha entrado en crisis, revelándose incapaz de contener los movimientos totalitarios a los que no conseguía oponer -ya que se lo impide su propio punto de partida- una visión sustantiva, y no meramente formal, del hombre y de su destino.
      El problema de la convivencia cívica, y el de la convivencia entre personas de diferentes creencias religiosas, tradiciones culturales, etc., es un problema real, en todo tiempo y de modo especial en la época contemporánea. Pretender resolverlo postulando la separación programática entre política y religión es condenarse a hacerlo insoluble, ya que es precisamente el reconocimiento de la dimensión religiosa del hombre lo que lleva a fundamentar radicalmente la trascendencia de la persona y, por tanto, a poner de relieve la necesidad del respeto a la intimidad de las conciencias y los consiguientes límites de toda autoridad estatal (cfr. Conc. Vaticano II, Declaración Dignitatis humanae, 1-3).
      Lo que se requiere es, pues, no un Estado «neutro» ante lo religioso, sino, al contrario, un Estado que reconozca la realidad de la religión y, por tanto, la trascendencia de la persona y los límites intrínsecos a su propia autoridad. Afirmación ésta que vale en todo caso, también -y esto pone de manifiesto el error de toda visión teocrática o clerical de la política- en el de un estado de inspiración cristiana. Desde una perspectiva estrictamente teológica, diríamos que es la situación pre-escatológica en la que se encuentra la humanidad lo que impide todo monismo, ya que el Estado debe respetar la libertad de la Iglesia y ésta a su vez no puede pretender subsumir al Estado, subordinándolo a sus propios órganos jerárquicos, sino que debe respetar su legítima autonomía.
     
      V. t.: ESTADO II; LEY NATURAL (LEY VII, 1); DERECHO Y MORAL; ÉTICA Y MORAL (ÉTICA II); RELIGIÓN I, 1 y II; AUTONOMÍA DE LO TEMPORAL (AUTONOMÍA III); IGLESIA IV, 5-7; LIBERTAD IV; CLERICALISMO Y ANTICLERICALISMO II; SECULARIZACIÓN.
     
     

BIBL.: B. EMONET, Laicisme, en Dictionnaire apologétique de la foi catholique, II, París 1924, 1767-1810; A. LATREILLE, La laicidad, Madrid 1962; J. MULLOR, La nueva cristiandad, 2 ed. Madrid 1968; T. JIMÉNEZ URRESTI, Estado e Iglesia, Vitoria 1958; J. M. GONZÁLEZ DEL VALLE y T. RINCÓN, Iglesia, Estado y conciencia cristiana, Madrid 1971; VARIOS; La libertad religiosa. Análisis de la declaración «Dignitatis humanae», Madrid 1966; y, en general, la incluida en las voces a las que se remite más arriba.

 

J. L. ILLANES MAESTRE.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991