JUDAIZANTES
Con este nombre se designa a los conversos al cristianismo de procedencia
judaica que, más tarde, apostataban de la fe católica volviendo, total o
parcialmente, a sus antiguas creencias y prácticas religiosas. A veces se empleó
para designarlos (en la península Ibérica) el término marranos, bajo el que se
incluían también los pseudoconversos procedentes del islamismo. En Mallorca se
les denominó chuetas. Pseudoconversiones de judíos por motivos políticos y
económicos han tenido lugar en numerosos países y épocas siendo este fenómeno
una de las causas que motivaron la instauración de los tribunales de la
Inquisición medieval en Europa. Sin embargo, las circunstancias históricas por
las que atravesó la península Ibérica desde la época visigoda hicieron que este
fenómeno adquiriese aquí proporciones desconocidas en otros países, por lo que
suele reservarse el término j. para los criptojudíos hispano-portugueses.
El a. 633 el rey visigodo Sisebuto, ante el fervor proselitista de los
numerosos judíos que habitaban en su territorio, promulgó un edicto poniéndolos
ante la alternativa de convertirse al cristianismo o abandonar el reino. Muy
pocos se acogieron al destierro y la mayoría aceptaron el Bautismo, aunque, en
secreto, seguían practicando las ceremonias judaicas. Actitud similar tomaron
los reyes Chintila, Recesvinto y, especialmente, Wamba, que renovó los decretos
de Sisebuto provocando gran cantidad de conversiones falsas entre los judíos. La
jerarquía eclesiástica peninsular, reunida en los Concilios de Toledo (v.),
manifestó su disconformidad con la política religiosa de los reyes, condenando
las conversiones forzadas; por otra parte, ya que los bautismos, aunque
ilícitos, habían sido válidos (v. BAUTISMO III), declaró que volver al judaísmo
abierta u ocultamente debía considerarse apostasía y prohibirse en absoluto.
Tras la invasión árabe, a la que tan activamente colaboraron, los judíos
vivieron una larga etapa de paz bajo la tolerancia religiosa de los Omeyas (v.)
ocupando importantes puestos económico-políticos en la estructura de la sociedad
califal. Mas la llegada de almorávides (v.) y almohades (v.) desencadenó fuertes
persecuciones que provocaron la emigración hebrea a los reinos cristianos, donde
fueron acogidos con benevolencia y franca tolerancia. El fervor proselitista de
los hebreos peninsulares, de una parte, y, de otra, la prosperidad material que
fueron alcanzando, así como la impopular profesión de recaudadores de impuestos
que con frecuencia ostentaron, fueron creando en torno suyo un clima de
aversión, creciente a lo largo de todo el s. xiv, que culminó con las matanzas
populares de 1391. Iniciadas en Sevilla por la predicación del fanático
arcediano de Écija, Hernán Martínez (condenado por el arzobispo), se propagaron
a Córdoba, Andalucía, Valencia (donde los judíos fueron salvados de morir
gracias a la enérgica acción de S. Vicente Ferrer), Toledo, Barcelona (quizá la
más sangrienta), Mallorca, Lérida y, en menor proporción, Aragón y Castilla la
Vieja. Como consecuencia hubo conversiones en masa. «Pero qué especies de
conversiones eran éstas, fuera de las que produjo con caridad y mansedumbre Fr.
Vicente Ferrer..., fácil es de adivinar... De esos cristianos nuevos, los más
judaizaban en secreto; otros eran gente sin Dios ni Ley: malos judíos antes y
pésimos cristianos después. Los menos en número, aunque entre ellos los más
doctos, estudiaron la nueva ley, abrieron sus ojos a la luz y creyeron» (M.
Menéndez Pelayo, o. c. en bibl. 1, 637). De este modo el problema de los j. se
planteó en toda su crudeza. Para evitar el sacrilegio y la apostasía se impuso
una labor de catequesis que tornase, en la medida de lo posible, en sinceros a
los pseudoconversos, y en conversos a los judíos públicos. Labor que tuvo sus
máximos exponentes en el ya mencionado Vicente Ferrer (v.) y en algunos
celosísimos conversos del judaísmo, como Pablo de Santa María y jerónimo de
Santa Fe. Este último sostuvo en 1413, a instancias de Benedicto XIII, la famosa
disputa de Tortosa que produjo en el reino de Aragón gran número de conversiones
sinceras especialmente de rabinos ilustres y doctos.
La sociedad española acogió, en principio, muy bien a los conversos, que
obtuvieron posiciones relevantes incluso en el clero y en el ejército, al tiempo
que crecía la prosperidad material de sus familias y que éstas se mezclaban con
las nobles de cristianos viejos. Más tarde, al aumentar el número de relapsos,
como consecuencia del constante contacto con los judíos públicos, las buenas
relaciones se fueron enturbiando hasta desembocar en feroz aversión a los
cristianos nuevos, aversión en la que se llegó a no distinguir al converso
sincero del fingido. Tras nuevas matanzas en 1472-74, la situación se hizo tan
tensa que obligó a los Reyes Católicos (v.) a la expulsión (1492) de los judíos
públicos (lo que produjo nuevas conversiones fingidas) y al establecimiento de
la Inquisición (v.) para atajar los sacrilegios de los j. (bula de Sixto IV;
1482). La expulsión de España arrojó sobre Portugal cantidades numerosas de
judíos. Manuel 1 (v.), sin dejarles la alternativa de la expulsión, obligó a
bautizarse a los hebreos con lo que el problema de los falsos conversos se hizo
en Portugal más agudo aún de lo que había sido en el resto de la península.
También aquí fue necesaria la Inquisición, establecida durante el reinado de
Juan 111.
Los procesos inquisitoriales pusieron de manifiesto el gran número de j. y
de sacrilegios que se cometían. El rigor de las sentencias impulsó a muchos de
ellos a abandonar la península (de Portugal no pudieron salir libremente hasta
la llegada de Felipe II) declarándose abiertamente judíos tras la salida. Los
puntos de establecimiento de estos sefardíes (judíos originarios de la península
Ibérica), cultural y económicamente superiores a los judíos askenazíes (de
Alemania y Polonia), fueron diversos: un grupo se estableció en África del
Norte, desde donde posteriormente emigraron a Italia (Ferrara y Livorno
principalmente); otro pasó a América; otros se incorporaron, al imperio turco
congregándose sobre todo en Salónica; muchos portugueses, desde Felipe II,
pasaron a las posesiones lusitanas de ultramar; los puntos preferidos, sin
embargo, fueron los puertos de la Europa atlántica, Bayona, Burdeos, Nantes,
Hamburgo y, especialmente, Amsterdam, cuya sinagoga fue el centro del judaísmo
europeo durante siglos, y adonde fueron acudiendo en número creciente los
pseudoconversos peninsulares. La fe de estos judíos apóstatas del cristianismo
era judaica en lo esencial, pero con elementos tomados del cristianismo. En
muchos casos desembocó en escepticismo, materialismo y librepensamiento. Entre
los apóstatas que alcanzaron fama por su actividad científica o literaria cabe
mencionar a los médicos Amato Lusitano (Juan Rodrigo de Castello-Branco),
Abraham Zacuth, Rodrigo de Castro y Elías de Montalto; a los filósofos Isaac
Cardoso, Orobio de Castro y Uriel da Costa; y a los poetas y escritores Esteban
Rodríguez de Castro, Moseh Pinto Delgado, David Abenatar Melo, Israel López
Laguna, Antonio Enríquez Gómez y Miguel de Barrios (cfr. M. Menéndez Pelayo, o.
c. 11,205-229).
Los que quedaron en la península tuvieron vedado el acceso al clero y al
ejército, aunque su conversión tuese sincera, hasta el s. xvi11. En Mallorca
hasta el xx. No obstante, muchos de ellos conseguían ingresar en el estado
clerical, por el que sentían gran predilección. Mencionemos, p. ej., el caso de
S. Juan de Ávila y de sus numerosos discípulos.
V. t.: HEBREOS II.
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JOSEMARIA REVUELTA.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991