JESUCRISTO, IMITACIÓN DE


La i. de J. constituye uno de los temas fundamentales de la ascética y de la predicación cristianas, ya que es una de las formas más gráficas y concretas de expresar la centralidad de Cristo con respecto a la vida de los hombres. El tema de la i., por lo demás, ocupa un lugar importante en todo estudio sobre la educación y desarrollo de la personalidad, la psicología social y colectiva, etc. Esto hace necesario comenzar la exposición teológica sobre la i. de J. con una referencia amplia a la S. E., ya que la idea de i. de J. no proviene de influencia de la pedagogía o de otra experiencia humana, sino que deriva directamente de la vida de Cristo y tiene características peculiares; proceder con un diverso orden metodológico es exponerse al riesgo de oscurecer el genuino sentido teológico de esta cuestión.
      La imitación de Jesucristo en la Sagrada Escritura. El vocabulario sobre la i. de Cristo no deriva de experiencias extrabíblicas, ni tampoco de la teología veterotestamentaria, sino que depende directamente de la praxis y modo de J., y más concretamente de su relación con los discípulos.
      Jesús, cuando inicia su predicación, lo hace adaptándose en gran parte a un modelo muy difundido en su época: el modo de proceder de los rabinos. A partir de la época posexílica, el desarrollo de una piedad judía absolutamente centrada en la observancia de la Ley, trae consigo la necesidad de un estudio detenido de esa Ley y de las cuestiones que en torno a ella podían surgir (v. LEY VII, 3). Nace así la clase de los escribas (v.) como distinta de la sacerdotal, y se va perfilando un método de enseñanza específico. El rabino (v.) se rodea de un grupo de discípulos a los que va trasmitiendo sus conocimientos. Esa enseñanza no era exclusivamente teórica -aunque la resolución de las cuestiones o dificultades ocupaba una parte importante-, sino que presuponía la trasmisión de un estilo de vivir. Por eso el discípulo seguía al Maestro o Rabino, le acompañaba en su tránsito de una ciudad a otra, observaba su modo de reaccionar, y la enseñanza teórica partía muchas veces de las incidencias de la jornada o de detalles concretos. En otras palabras, el discípulo aprendía en la medida en que asimilaba el espíritu del Rabino y le imitaba. Una enseñanza así requiere como fundamento una comunidad de vida y el reconocimiento de la superioridad del Maestro: por eso los discípulos le prestaban servicios (eran, en cierto modo, a la vez alumnos y sirvientes), y, cuando caminaban, marchaban no a su misma altura, sino un poco más atrás. Este gesto de «seguir al maestro» es tan característico que viene a ser usado como una definición del discipulado (cfr. 1 Reg 19,19-31).
      Todos esos rasgos los encontramos en la vida de Cristo. Sus discípulos (v.), y especialmente los Doce, le siguen y. acompañan; y la enseñanza que reciben se ajusta a métodos propios de un Rabino. Más aún, era efectivamente designado con esa palabra: Rabbí, Maestro (cfr. loh 1,38; Mc 10,51, etc.). Y, cuando al comienzo de su vida pública, se dirige a sus discípulos para llamarlos, usó precisamente las expresiones consagradas: sígueme, venid detrás de mí (cfr. Mt 4,20; lo 1,43, etc.).
      Pero este último rasgo que acabamos de citar nos lleva a advertir las profundas modificaciones que J. introduce en el cuadro del discipulado rabínico. Porque de ordinario eran los discípulos los que decidían seguir a un Maestro, los que escogían al Rabino de quien iban a aprender. Cristo en cambio obra exactamente al contrario, es Él quien llama y elige: «No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros» (lo 15,16). Al actuar así, J. manifiesta su dignidad mesiánica, y da a la relación Maestro-discípulo una dimensión absolutamente nueva.
      Porque, en primer lugar, Cristo no es un Maestro como los otros. Su enseñanza no es una mera explicación de la Ley y una resolución de casos particulares, sino que va mucho más hondo, desentrañando el sentido definitivo de la voluntad de Dios, y tratando la Antigua Ley con una libertad soberana: «enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los doctores» (Mt 7,29). Por otra parte, J. se revela no sólo como un Maestro, sino como Aquel que anuncia la salvación definitiva, y que la anuncia realizándola con su propia vida.
      Precisamente por eso las exigencias de J. con respecto a sus discípulos van mucho más allá de las que un rabino pedía a sus seguidores. Esa relación no fue nunca la de una mera enseñanza profesional, que habilitaba al discípulo para cumplir una función social ya reconocida en la comunidad israelita. J. pide a sus discípulos una entrega total: «Si alguno viene a mí y no aborrece a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas y aun a su propia vida, no puede ser mi discípulo» (Le 14,26). El discípulo debe reconocer a J. como al Cristo, como al Mesías: «Vosotros, ¿quién decís que soy yo? Respondiendo Pedro le dijo: Tú eres el Mesías» (Me 8,29; cfr. Mt 16,13 ss.; lo 6,67 ss.). Esa fe en J. es el fundamento de las exigencias de entrega: ante la llegada de la plenitud de los tiempos y la venida definitiva de Dios entre los hombres, toda otra realidad palidece y el discípulo ha de estar dispuesto a renunciar a cualquier cosa que le separe de Cristo o que dificulte su misión de darlo a conocer a los hombres.
      Desde el momento de su encuentro con J. los discípulos son invitados a hacer de J. el centro y el contenido de su existencia, de una manera que trasciende absolutamente la comunidad de vida y la imitación rabínica, y que desemboca en una idea de seguimiento que equivale a participar de la vida y del destino de Cristo: «No es el siervo mayor que su señor. Si me persiguieron a mí, también a vosotros os perseguirán» (lo 15,20; cfr. Le 21, 12; Mt 23,34). El texto más tajante en este sentido, es el logion que habla de «llevar la Cruz», y que nos conservan los sinópticos: «El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame» (Me 8,34; cfr. Mt 10,38; 16,24; Le 9,23; 14,27). Es posible que J. se haya servido aquí de una expresión de origen rabínico, pues a veces la idea de recibir una doctrina o enseñanza se indicaba con la expresión «llevar una carga» -y en este caso esa expresión estaría relacionada con la de Mt 11,30-, pero, al usarla, le da un nuevo sentido: en todos los textos la frase de llevar la cruz está íntimamente unida a la de negarse a sí mismo, renunciar a la propia vida por Cristo y su Evangelio. Cuando, con la muerte de Cristo, el plan de Dios se revela plenamente a los discípulos, el sentido de esas palabras quedará patente: es discípulo el que es asumido en el destino y en la obra de J.
      Los textos a los que hasta ahora nos hemos referido, recogen palabras dirigidas por Cristo a aquellos que le siguieron de hecho en su caminar por Palestina; todos ellos suponen, por tanto, una comunidad material de vida con J. La predicación apostólica al narrar las palabras y los hechos de Cristo, lo hace mostrando todo su sentido: las indicaciones dirigidas por J. a sus discípulos no estaban dirigidas exclusivamente a ese reducido grupo histórico, o mejor dicho, estaban dirigidas a los discípulos en cuanto testigos y enviados; lo dicho a ellos tiene, pues, por destinatario último la comunidad cristiana toda entera. Al obrar así los Apóstoles no pierden el sentido histórico concreto, como lo manifiesta la terminología: la palabra griega que significa seguir (akolouthein) con pocas excepciones (Apc 14,4; 1 Pet 2,21), aparece sólo en los Evangelios; y las expresiones discípulos y discipulado tienen un uso parecido: además de en los Evangelios, las encontramos algunas veces en los Hechos (p. ej., 6,1; 11,26), pero luego desaparecen del vocabulario bíblico. Este hecho no hace sino dar más realce a la decisión de fondo.
      Porque esa decisión equivale a poner de manifiesto en qué consiste verdaderamente el ser discípulo o seguidor de Cristo. S. Juan en su Evangelio, al referirse a los discípulos se esfuerza constantemente por mostrar que la comunidad material de vida con J. es sólo el presupuesto y el símbolo de una realidad más honda: lo que define en realidad al discípulo es la fe. Por eso repite constantemente la expresión «los discípulos creyeron en Jesucristo» (cfr. lo 2,11; 6,65 ss., etc.) y las frases «creer en Jesucristo» son usadas como equivalentes (compárese 8,12 con 12,46), etc. Especial mención merece el cap. 10 (la parábola del buen pastor), donde las ideas de fe, seguimiento y entrega se entremezclan hasta formar casi una unidad. S. Juan nos hace advertir además que seguir al Señor y participar de su destino es algo que debe ser entendido no desde la mera perspectiva de su existencia temporal, sino a la luz de la totalidad de su ser; en otras palabras, seguir a Cristo no es sólo acompañarle y participar de la cruz, sino que todo eso es camino hacia la comunión perfecta con Cristo en los cielos: seguir a Cristo es un acontecimiento que comienza en el tiempo, pero cuya culminación se sitúa en la eternidad. En el discurso de despedida (lo 13,31 ss.), J. anuncia a sus discípulos la separación advirtiéndoles precisamente que, de momento, no pueden seguirle, ir a donde Él va (13,33); es necesario que J. se vaya y que vuelva luego, para que entonces el discípulo pueda estar junto a Él (14,3). Mientras tanto, en ese tiempo de espera, los cristianos tienen una garantía de que J. no los ha abandonado y que, por tanto, cumplirá sus promesas: el mandamiento del amor, la posibilidad de amar a los demás, tal y como J. nos ha amado (13,34-35).
      Al meditar en su experiencia de discípulo, para trasmitirla a cristianos de la segunda generación -que, por tanto, no han podido ver a Cristo con los ojos de la carne ni seguirle materialmente-, el apóstol Juan desemboca en la profundización de la idea de seguimiento que presupone todo el misterio de Cristo. Un itinerario muy similar encontramos en S. Pablo. El punto de partida de su pensamiento lo constituye la profunda transformación que en el hombre supone la fe, la justificación, la venida del Espíritu Santo. Esa novedad de vida cambia radicalmente la situación humana, destrozando y anulando todo lo viejo. La importancia de esa vida, de esa fuerza del Evangelio, es, para el Apóstol, lo único que cuenta: y, en su lucha con las pretensiones erróneas de algunos judeo-cristí anos (v.), no vacila en proclamar que el haber conocido personalmente a J. no es un título de orgullo: «Desde ahora a nadie conocemos según la carne; y aun a Cristo, si le conocimos según la carne, ahora no lo conocemos así. De suerte que el que es de Cristo se ha hecho criatura nueva, y lo viejo pasó, se ha hecho nuevo» (2 Cor 5,16-17). El verdadero conocer a Cristo es el conocer de la fe, en virtud de la cual Cristo viene a nosotros y sus fuerzas nos dan una vida nueva. El encuentro con Cristo es tan real ahora como cuando recorrió las ciudades y lugares de Palestina. En la fe y en los sacramentos Cristo se hace presente y nos incorpora a. su destino: «Con Cristo hemos sido sepultados por el bautismo para participar en su muerte, para que como Él resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva» (Rom 6,4). Con una terminología diversa, S. Pablo expresa, sin embargo, las mismas perspectivas que S. Juan: la idea de seguimiento se amplía hasta incluir la participación en el destino total de Cristo; no es por eso extraño que los dos Apóstoles insistan en poner de relieve que la llamada a incorporarse a Cristo es la consecuencia de la voluntad salvadora de Dios Padre que nos atrae hacia sí (cfr. lo 6,37.44.65; Rom 8,29-30; 9,16 ss.).
      Esa realidad profunda, teológica y sacramental, está en la raíz de las enseñanzas paulinas sobre la i. de Cristo. Las palabras i. o imitar no son muy frecuentes en el Apóstol (aparecen en total nueve veces en las Epístolas), la realidad que expresan es, sin embargo, constante, hasta el punto de que es posible afirmar que la totalidad de las enseñanzas morales de S. Pablo puede resumirse en torno a la idea de i. Es necesario tener presente, sin embargo, que, para S. Pablo, la i. no es un presupuesto de la incorporación a Cristo, sino al contrario, una consecuencia. El Apóstol nunca argumenta diciendo: «si queréis incorporaros a Cristo, imitad su vida», sino que siempre sigue el esquema inverso: «puésto que Cristo habita en vosotros haced las obras de Cristo»; es la realidad de Cristo en el cristiano, la que engendra el deber de actuar a i. suya (cfr. Gal 3,27; 1 Cor 5,7; Eph 5,8). En plena coherencia con esa perspectiva, S. Pablo apenas hace referencia a ejemplos concretos dados por J. durante su vida terrena; a lo que quiere invitar al cristiano no es a reproducir en su materialidad lo que fue la vida de Cristo, sino a captar su sentido último, «los sentimientos de Cristo» (cfr. Philp 2,5), en quien se nos revela el misterio escondido en Dios. Por eso, para S. Pablo, la i. de Cristo y la i. de Dios forman una unidad, en la que se resume el sentido total de la vocación cristiana: «Sed imitadores de Dios, como hijos amados, y caminad en el amor, como Cristo nos amó y se entregó por nosotros en oblación y sacrificio de fragante y suave olor» (Eph 5,1-2).
      Líneas centrales de una teología de la imitación de Cristo. La exposición bíblica que se ha hecho, permite resumir brevemente las líneas centrales de una reflexión teológica sobre el tema.
      Ante todo se debe poner de relieve que el ideal de la i. de Cristo no es algo meramente ético, es decir, la simple proposición de un modelo, aunque más excelso que otros (como tendía a pensar la teología de la época de la Ilustración y posteriormente la teología liberal), sino algo teologal, que supone una vida de un orden nuevo. Y esto por diversos motivos: a) En primer lugar, porque la i. no debe ser concebida como un prerrequisito o una condición para la gracia. La salvación es don gratuito de Dios, y todo lo que sea presentar a Dios como dependiente de un obrar humano, falsifica la realidad. La i. es una consecuencia del don divino: es porque Dios nos salva, y para salvarnos se hace presente en Cristo, por lo que podemos y debemos hablar de i. La i. de Cristo es, por tanto, una manifestación de la nueva vida recibida, una parte -y parte fundamental- del testimonio de Cristo que debe constituir la vida del cristiano. b) Además porque imitar a Cristo es introducirnos en el misterio de Dios. Imitar a Cristo es imitar su amor, cumplir su mandamiento de amarnos los unos a los otros «tal y como Él nos ha amado». Al proclamar que la realidad fundamental de la vida es el amor (v. CARIDAD), la superación del egoísmo, la entrega a los otros, el cristiano habla no en nombre de una simple experiencia humana, sino manifestando el sentido de la realidad, dando a conocer a Dios y anticipando el estado definitivo, el Reino de los Cielos. Prescindir de esta dimensión es adulterar por completo el tema de la i. de J.; como comentaba Kierkegaard (v.), criticando a los teólogos liberales de su tiempo, «una vez eliminado el horror de la eternidad (de la eterna felicidad o de la eterna condenación), querer imitar a Jesús es en el fondo una imaginación irrealizable. Porque solamente la seriedad de la eternidad puede obligar a mover a un hombre, para realizar y justificar ese paso» (Papirer, 1849, XI, A455).
      La i. se nos aparece así como dependiente y subordinada al seguimiento. Porque imitar a Cristo es incorporarnos a su vida divina y, por tanto, ser sacados de nosotros mismos; porque además la i. es posible sólo porque Cristo nos ha abierto camino y su gracia nos hace posible recorrerlo. Pero a la vez hay que decir que la i. da contenido y seriedad al seguimiento, porque donde se manifiesta que el seguimiento no es una palabra vana, sino realidad plena, es precisamente en el esfuerzo diario por realizar el espíritu de Cristo en la situación concreta en que debe vivir cada uno. De ahí el lugar central que en la vida cristiana debe ocupar la meditación sobre la vida de Cristo. «Quien me sigue no anda en tinieblas, dice el Señor. Estas palabras son de Cristo, y con ellas nos amonesta que imitemos su vida y costumbres, si queremos verdaderamente ser iluminados, y vernos libres de toda ceguera de corazón. Sea, pues, todo nuestro afán meditar la vida de Jesús» (Kempis, La imitación de Cristo, 1.1, c.l). Es necesario que todo cristiano se sitúe ante la vida de Cristo con actitud de oyente, dispuesto a dejarse juzgar por las obras de J., y a conformar su vida de acuerdo con ese juicio. «Ojalá fuera tal tu compostura y tu conversación que todos pudieran decir al verte o al oírte hablar: éste lee la vida de Jesucristo» (J. Escrivá de Balaguer, Camino, 23 ed. Madrid 1965, no 2).
      Durante algunas épocas, la i. de Cristo se ha presentado como un ideal predicable sólo a algunos miembros de la Iglesia, llamados con una vocación especial -los religiosos-, pero no aplicable, en cambio, a la totalidad de los cristianos. Es necesario, sin embargo, señalar con claridad que todo cristiano está llamado a seguir a Cristo, y a seguirle con absoluta radicalidad (v. SANTIDAD IV). Los textos neotestamentarios citados en la primera parte de este artículo no dejan lugar a dudas: las exigencias de J. con respecto a sus discípulos no son algo marginal o accidental, sino que constituyen el núcleo de la llamada; y los textos apostólicos nos hacen ver que esas palabras se aplican no sólo a un reducido grupo de los primeros, sino a todos los cristianos. Es obvio, por lo demás, que algunas de las condiciones materiales del modo de vivir de J. y de quienes le rodeaban, no son trasmisibles a todos: están vinculadas a las condiciones sociales de la época o a las características específicas de la misión peculiar de los Apóstoles. Los escritos de S. Juan y S. Pablo nos ayudan a descubrir que imitar a Cristo no es reproducir unas condiciones materiales de existencia, sino penetrarse de un espíritu y de un modo de sentir, que deben informar la vida de cualquier discípulo del Señor, sean cuales sean sus cualidades, su estado de vida, o su función específica. A todo cristiano se le exige la superación radical del egoísmo, una fe que transforme la vida y una obediencia íntegra al mandato de la caridad, es decir, la necesidad de elegir según Cristo, abandonando todo lo que de algún modo pueda dificultar el seguimiento y estando dispuesto a, si fuera preciso, sacrificar cualquier cosa, incluso la propia vida.
     
      V. t.: SANTIDAD IV; PERFECCIÓN; VOCACIÓN; VOLUNTAD DE DIOS; FELICIDAD II; ESPIRITUALIDAD Y ESPIRITUALIDADES; APOSTOLADO II.
     
     

BIBL.: A. SCHULZ, Suivre et imiter le Christ, París 1966; G. BOUWMAN, L'imitazione di Cristo nella Biblia, Roma 1967; F. VALENTIN y M. BRENTON, Imitación de Cristo, en Christus, Madrid 1962; 1. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Cristo presente en los cristianos y El triunfo de Cristo en la humildad, Madrid 1969; R. GUARDINi, El Señor, Madrid 1954. V. t. la bibl. de los artículos ESPIRITUALIDAD II y MISTICA II.

 

J. L. ILLANES MAESTRE.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991