JESUCRISTO, I. LA PERSONA DE JESUCRISTO Y LA HISTORIA I


1. Cronología de la vida de Jesús. 2. Historicidad de la persona de Jesús. 3. Interpretaciones no cristianas sobre Cristo.
     
      1. Cronología de la vida de Jesús. Nacimiento. Según los relatos evangélicos, Jesús de Nazaret nació «en los días del rey Herodes» (Mt 2,1; Le 1,5.26). Después de la muerte de éste, el niño Jesús volvió de Egipto, cuando Arquelao, hijo de Herodes, gobernaba todavía en Judea como tetrarca (Mt 2,19-22). Ahora bien, Herodes I el Grande (v.) murió en el a. 750 de la fundación de Roma, es decir, unos cuatro o cinco años antes de la Era común, ya que el cómputo establecido por Dionisio el Exiguo (s. v) tiene un error inicial de al menos cuatro años. Herodes murió poco antes de la Pascua, y poco después de un eclipse de luna, que se suele datar en el 12-13 mar. del 4 a. C. No se puede precisar más sobre el año del nacimiento de Jesús, ya que la alusión de Le 2,1-2 al censo de Quirino es diversamente traducida, y no da especiales luces sobre su fecha exacta (cfr. E. Schürer, Geschichte des jüdischen Volkes, I, 4 ed. Leipzig 1909, 415-417; F. Josefo, Antiquitates judaicae, XVII, Vi,4; Viii,l; iX,213; id, De bello judaico, 1I,i,3).
      Principio de la vida pública. Según Lc 3,1-2 la predicación de Juan Bautista (v.) a orillas del Jordán -poco antes del bautismo de Jesús- tuvo lugar en el «año quintodécimo del reinado de Tiberio César». El emperador anterior, Augusto (v.), murió el 9 ag. 14 d. C.; suponiendo que el cómputo del evangelista es a partir de la muerte de éste, el año quintodécimo de Tiberio (v.) nos lleva al 28-29 de la Era común. En cambio, si el punto de partida es el a. 12, fecha en que Tiberio fue asociado a Augusto como collega imperii, la fecha del evangelista coincide con el 26-27 de nuestra Era. Por otra parte, es posible que S. Lucas utilice el sistema judío de computar los años a partir del comienzo del año civil en otoño, y entonces la datación puede fluctuar algún año más. Ahora bien, el evangelista declara que Jesús al iniciar su ministerio público tenía «unos treinta años» (Le 3,23), cifra aproximativa que alude a la madurez personal exigida por la tradición judía para entrar al servicio del Templo o para ejercer cargos públicos. El dato de lo 2,20 sobre la iniciación de la construcción del Templo de Jerusalén -«cuarenta y seis años han empleado en edificar este templo»- no nos sirve mucho, ya que no sabemos con exactitud en qué año de la vida de Jesús se profirieron estas palabras de sus interlocutores. La construcción se inició en el año octavo de Herodes, es decir, en el 20 a. C.; en este supuesto, la afirmación nos lleva al a. 26-27 de la Era común (sobre la iniciación del Templo por Herodes, cfr. F. Josefo, Antiquitates judaicae, XV,xi,l; cfr. también E. Schürer, o. c., 1,369).
      Duración del ministerio público. El relato del Evangelio de S. Juan supone al menos tres Pascuas en la vida pública del Maestro: la primera, cuando Jesús se encontraba en Jerusalén (lo 2,12.23); la segunda, en relación con la multiplicación de los panes (lo 6,4); y la tercera, el día antes de su Pasión (lo 13-14). Esto implica que su ministerio público duró al menos dos años y unos meses. Por su parte, los Evangelios sinópticos sólo mencionan la última Pascua, por eso sus relatos parecen desarrollarse en el marco cronológico de un solo año.
      Fecha de la muerte. Tanto los Sinópticos como S. Juan coinciden en que Jesús murió un viernes (Mt 27,62; Me 15,42; Le 23,54; lo 19,31). Y según la precisión de lo 18,28 -«los judíos no entraron en el pretorio para no contaminarse y poder comer la Pascua»- Jesús murió el 14 de Nisán, día tradicional para la manducación de la Pascua (v.). Al día siguiente era «el día grande», que coincidía aquel año con el sábado (lo 19,31). Por otra parte, la última Cena de Jesús (v. CENA DEL SEÑOR) tuvo lugar «antes de la fiesta de la Pascua» (lo 13,1). El «gran día» era el 15 de Nisán. Y, además, los Sinópticos dan a entender que el día de la muerte de Jesús era laborable (el episodio de Simón de Cirene que volvía de trabajar en el campo, Mt 27,32; Me 15,21; Le 23,26; la deposición de la cruz, Mt 27,57-60; Me 15,42-46; Le 23,50-54). Ahora bien, por cálculos astronómicos se pueden determinar los años en que el 14 de Nisán cayó en viernes por aquella época; son posibles las fechas del 13 abr. 27 de la Era común; 18 mar. 29; 7 abr. 30, y 3 abr. 33 de nuestra Era. No obstante, conviene tener en cuenta que en tiempos de Jesús (v. CRONOLOGÍA II) el primer día del mes no se determinaba por cálculos matemáticos, sino por observaciones empíricas sobre la aparición de la nueva luna, a base de testigos; y la observación de éstos variaba según las condiciones atmosféricas; de ahí que podía haber la diferencia de un día para fijar el solemne 14 de Nisán de la celebración de la Pascua.
      Los Evangelios sinópticos suponen que la última Cena de Jesús tiene carácter de convite pascual (Mt 26,17; Me 14,12; Le 22,7); y Jesús dice abiertamente antes de co menzar la Cena: «Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de morir» (Le 22,15). En cambio, S. Juan dice que al día siguiente, viernes, los judíos no quisieron entrar en el pretorio de Pilatos para poder celebrar la cena pascual (lo 18,28). Esta aparente contradicción tiene diversas explicaciones a base de un diverso cómputo en la determinación de los días del mes según las diferentes observaciones empíricas sobre la aparición de la nueva luna. Otra explicación, muy en boga, se basa en la diversa fijación de la fecha de la Pascua entre las diferentes escuelas de fariseos y saduceos, como consta por los escritos rabínicos. Así, Jesús habría seguido el cómputo de los fariseos, celebrando la Pascua el 13 de Nisán, mientras que la clase dirigente seguiría la fecha de los saduceos, el 14 de Nisán (cfr. H. L. Strack, P. Billerbeck, Konunenlar zum Neuen Testament aus Talmud und Midrasch, 11, Munich 1922-29, 312-353; Staumberger, en «Biblica» 9, 1928, 57-77).
      2. Historicidad de la persona de Jesús. a) Los datos evangélicos. Los cuatro Evangelios (v.) son unas biografías fragmentarias de Jesús con una finalidad eminentemente religiosa y pastoral, ya que los Apóstoles no pretendían en su predicación satisfacer meras curiosidades históricas, sino exponer los hechos y doctrinas fundamentales de Jesús, sentando las bases de la fe en Él como Mesías, Hijo de Dios y Salvador de la Humanidad; sin embargo, a través de los relatos evangélicos es fácil sorprender el trasfondo histórico de la sociedad en la que vivió Jesús, y confrontarlo con los datos que nos proporcionan las obras de Flavio Josefo (v.), que escribe seis lustros después de Jesucristo, y con otros escritos rabínicos, y aun con los de los historiadores romanos Tácito (v.) y Suetonio (v.).
      La figura de Jesús no es un fantasma histórico proyectado en una época incontrolable dentro de la Historia universal. Jesús aparece en una de las épocas más lúcidas de la Historia antigua, en una encrucijada geográfica bien conocida por los historiadores romanos. S. Lucas precisa bien los contornos históricos de los tiempos en que se inicia la predicación del Maestro de Nazaret: «El año quintodécimo del imperio de Tiberio César, siendo gobernador de Judea Poncio Pilato, tetrarca de Galilea Herodes, y Filipo, su hermano, tetrarca de Iturea y de la Traconitide, y Lisania tetrarca de Abilene, bajo el pontificado de Anás y Caifás, fue dirigida la palabra de Dios a Juan, hijo de Zacarías, en el desierto...» (Le 3,1-2). Todos estos personajes son controlables por la crítica histórica a base de textos extraevangélicos, desde el emperador reinante hasta los minúsculos reyezuelos de Palestina que señoreaban el país después de la muerte de Herodes (v. TIBERIO; HERODES; PILATO).
      A través de los escritos de Flavio Josefo podemos conocer el ambiente social, político y religioso de los tiempos inmediatos a la insurrección contra los romanos por los años 60 de nuestra Era. Los relatos evangélicos reflejan el estado de semiindependencia en que se encontraba la sociedad judía antes de la explosión nacionalista: los distintos partidos políticos y religiosos que aparecen son los mismos y tienen idénticas características que los descritos por Flavio Josefo. Así, dice acertadamente L. de Grandmaison: «La sociedad palestina anterior a estas grandes conmociones y en un estado de relativo equilibrio es la que nuestros Evangelios suponen y pintan con exactitud maravillosa. El horizonte es limitado, el de Galilea y Judea. Todas las alusiones dicen relación a las costumbres, al lenguaje y a los hábitos de espíritu y condiciones que prevalecían bajo el hijo de Herodes. Aquel pequeño mundo revive con el increíble eslabonamiento de sus autoridades imperial, real, nacional y aristocrática. La magistratura del Sanedrín es todavía competente y temible; es capaz de arrojar de la Sinagoga...; los cambios visibles, y lo que se podría llamar la danza de los sacerdotes en las manos de Agripa y, después, de los procuradores romanos, no ha comenzado todavía. Los partidos tan característicos se disputan ya su influencia: saduceos, llenos de altivez, herodianos oportunistas, fariseos y hasta celotas. Pero aún no se habían levantado los unos contra los otros, como lo hicieron en el tercer cuarto de siglo; y los extremistas no dominan aún. Todo el aparato ritual, social e internacional del Templo, los sacrificios, los impuestos, las fiestas, las solemnidades son respetados como sagrados, están llenos de esplendor. El sabatismo exagerado de los casuistas, el lujo de las grandes familias sacerdotales, la afectación de los puritanos orando en las plazas..., la autoridad de los escribas y doctores, sentados en la cátedra de Moisés. Todo nos remite a una sociedad aún no dividida profundamente, ni amenazada, ni incierta del porvenir, al judaísmo todavía floreciente del segundo cuarto de nuestro primer siglo» (/ésos-Christ, Sa Personne, son Inessage, ses preuves, 1, París 1928, 123).
      En efecto, la coincidencia sustancial de los datos evangélicos y de los escritos judíos es notoria, ya que no se ha podido señalar ninguna contradicción entre esta doble serie de fuentes, lo que es una garantía de honestidad histórica en los relatos evangélicos. Aparte de esta armonía con el ambiente histórico y socio-religioso de la época, el mismo modo en que están redactados los Evangelios ofrece una nueva garantía de seriedad historiográfica; son escritos sobrios y fragmentarios, sin pretensiones de reconstruir totalmente los hechos. Los Apóstoles (v.), al predicar, daban datos sobre la vida de Jesús, no tanto para satisfacer la curiosidad histórica de su auditorio, cuanto para enmarcar históricamente o para destacar sus afirmaciones doctrinales. Son fundamentalmente unos catequistas -«ministros de la palabra»- que buscan convencer y conmover religiosamente a sus oyentes para que acepten el mensaje sobrenatural del Maestro venerado que se ha manifestado como Mesías e Hijo de Dios y con una finalidad salvífica hacia todos los hombres. Por eso, los relatos evangélicos, basados en la predicación apostólica, resultan a veces desconexos y fragmentarios, aunque sin cuadros artificiales ni rellenos literarios. Un autor falsario, que hubiera pretendido forjar una biografía completa de Jesús conforme a las exigencias dogmáticas de la segunda generación cristiana, habría rellenado los vacíos históricos de la vida del Maestro, completando posibles afirmaciones fragmentarias y oscuras, etc. En cambio, los relatos evangélicos presentan con naturalidad los hechos como emanados de testigos oculares; y los detalles históricos sólo aparecen cuando sirven para destacar el mensaje doctrinal.
      Otros indicios de historicidad de los relatos evangélicos son el empleo de frases y términos que estaban en uso en tiempos de Jesús, y que en cambio no vuelven a aparecer en la primera generación cristiana. Así, la expresión Hijo del hombre (v. MESÍAS), tantas veces empleada por el Maestro, tiene pleno sentido en el ambiente de expectación mesiánica de la sociedad judía de los tiempos de Jesús, pero no vuelve a emplearse en la literatura apostólica. Otro tanto se puede decir de las frases Reino de los cielos (v. REINO DE DIOS) o hijo de David, que en la terminología de los escritos apostólicos es sustituida por sus equivalentes de Iglesia (v.) y Señor o Kyrios. Todo esto prueba que los relatos evangélicos reproducen lo escuchado por los contemporáneos del Maestro. Además, los lexicólogos destacan el fondo aramaico de las parábolas y expresiones de Jesús, particularmente en la formulación rítmica del Padre nuestro. ¿Cómo un autor greco-romano habría de emplear la expresión aramea «santificado sea tu nombre», si no existiese una tradición antigua que provenía de los mismos labios del Maestro? Incluso las enseñanzas evangélicas fundamentales se hallan en los relatos de los Sinópticos en un estado embrionario, sin haber adquirido el desarrollo teológico de las epístolas de S. Pablo, algunas de las cuales son anteriores a la redacción de los primeros Evangelios. Un autor falsario, tratando de reflejar la fe de la primera comunidad cristiana, habría concretado y explicitado más los conceptos teológicos conforme a los esquemas doctrinales del Apóstol de las gentes.
      No se concibe que un admirador de los Apóstoles hubiera resaltado la rudeza de éstos y su falta de comprensión del mensaje de Cristo, como aparece en los relatos evangélicos. Todo esto arguye arcaísmo y autenticidad documental. Y así, reconocen que antes de la efusión del Espíritu Santo el día de Pentecostés no habían comprendido plenamente el misterio profundo sobrenatural de la Persona y mensaje del Maestro.
      Las intervenciones y declaraciones de Jesús son extremadamente sobrias, conforme a las circunstancias, huyendo de toda fantasmagoría imaginativa al estilo de los libros apócrifos (v.). Por eso, su carácter mesiánico y su dignidad divina se manifiestan gradualmente y por revelaciones escalonadas. Nada de espectacular o artificioso: lo humano se conjuga admirablemente con lo divino en su Persona, y habitualmente el velo de su humanidad encubre los esplendores de su divinidad. Sus milagros (v.) no son manifestación ostentosa de un mesianismo triunfalista y aparatoso, sino que los realiza sencillamente y a veces como contra su voluntad para remediar una necesidad o confirmar la fe del auditorio. Su carácter mesiánico y su naturaleza divina se desprenderán, no tanto de hechos desconectados, como del conjunto de su vida y doctrina. Un autor falsarío hubiera evitado las frases veladas que emplea en los comienzos Jesús al enunciar sus pretensiones mesiánicas. Sólo cuando culmine su obra manifestará paladinamente ante el Sanedrín su carácter superior trascendente y su dignidad mesiánica conforme a las profecías de Daniel (Mt 26,64).
      Los Evangelios sinópticos no están escritos por personas que tengan la obsesión de divinizar a Jesús a toda costa, sino que ofrecen con naturalidad el testimonio de su figura y su actuar humanos, sin temor de rebajarlo de su condición divina. Sabemos que algunos copistas de los s. in-iv se atrevieron a pasar por alto algunos relatos evangélicos, porque les resultaban escandalosos o contrarios a la dignidad del Maestro, como el sudor de sangre y su estado de postración, en Getsemaní, o el perdón de la adúltera. Si los relatos evangélicos fueran obra de un falsario posterior a la generación apostólica, habría callado todo lo que parecía comprometer la dignidad divina del Maestro ante los fieles que le reconocían como Dios; y así, habría sacrificado la humanidad de Jesús en beneficio de su divinidad. En cambio, los evangelistas relatan con naturalidad los hechos y las palabras de Jesús, aun las que pudieran parecer desconcertantes a ciertos lectores. No tratan, pues, de «idealizar» la figura humana de Jesús.
      En efecto, el Cristo de los Evangelios es el Jesús real, el Jesús de la historia, que con sus profundidades psicológico-teológicas es el mismo Cristo que proclama la fe en las primeras generaciones cristianas, en cuanto que en la figura, hechos y declaraciones históricas de Jesús se halla todo lo que explícitamente y de modo más claro se formulará en las confesiones litúrgicas sobre Cristo. No hay contraposición entre el Jesús de la historia y el Cristo de la fe, sino explicitación entre ambas perspectivas, o manifestación teológica de hechos históricos con hondas implicaciones doctrinales. S. Pablo desentraña ampliamente esas virtualidades en orden a la vida de la fe de los cristianos. Esto prueba que tres lustros después de la desaparición del Maestro existía en la Iglesia primitiva un esquema teológico-dogmático ya claro, que servía de base a la fe de los creyentes. El fundamento de estas formulaciones dogmático-litúrgicas se halla en los hechos históricos y la tradición apostólica que recogen los relatos evangélicos. Por eso, en las diversas iglesias cristianas esparcidas por los lugares más lejanos del Imperio romano se profesaba la misma fe sobre la vida y mensaje doctrinal del Maestro; y esto es una prueba de que todos los predicadores apostólicos se hacían eco de unos mismos hechos históricos de la vida de Jesús.
      Los Apóstoles son tajantes en su afirmación de la verdad de los hechos históricos a los que se refieren, y en no admitir que se pongan en duda o se introduzcan innovaciones o interpretaciones que se aparten de esos hechos y de la doctrina de Cristo: «no fue siguiendo artificiosas fábulas como os dimos a conocer el poder y la venida de nuestro Señor Jesucristo, sino como quienes han sido testigos oculares de su majestad», dice S. Pedro (2 Pet 1,16). La permanencia en la doctrina recibida, contra los falsos doctores y los «seductores que no confiesan que Jesucristo ha venido en carne» (2 lo 7), es el tema de la segunda Epístola de S. Juan y de otros escritos apostólicos; S. Pablo, tratando otro asunto, pero enunciando un principio de valor general, llega a escribir a los Gálatas: «aunque nosotros o un ángel del cielo os anunciase otro evangelio, distinto del que os hemos anunciado, sea anatema» (Gal 1,8 ss.) (v. t. lo que se dirá más adelante, en el n° 5, sobre la identidad del Jesús de la historia con el Cristo de la fe).
      La misma semblanza espiritual y moral de Jesús que se desprende de los relatos evangélicos es tan elevada y sobrehumana, que no puede ser creación de un genio humano y menos del anonimato colectivo. Como decía el mismo Rousseau sería «inconcebible que muchos hombres de acuerdo hubieran fabricado... y falseado el personaje de los Evangelios. Jamás autores judíos hubieran encontrado ni este tono ni esta moral. El Evangelio tiene caracteres de verdad tan grandes, tan claros, tan perfectamente inimitables, que el inventor sería más admirable que el héroe» (Émile, IV). En efecto, en la historia conocemos deificaciones artificiales de héroes que han dejado huella en un pueblo; conocemos también esas apoteosis (v.) progresivas, que poco a poco van deshumanizando el personaje histórico, para colocarlo en un trasmundo etéreo y sin contornos definidos. Pero en el caso de Cristo no encontramos huellas de esta glorificación progresiva hasta escalar las alturas de la divinidad. El Cristo de la fe sigue siendo el mismo Jesús de la historia con su plena y total humanidad. Lo divino aparece sin destruir lo humano, y a su vez lo humano está aureolado por lo divino, pero sin confundirse ambas esferas en la perspectiva del creyente; el cristiano de las primeras generaciones apostólicas no supone que Jesús sea un hombre divinizado, es decir, absorbido en lo divino, sino que la naturaleza humana permanece aun después de su glorificación. Por otra parte, la preocupación por mantener intacta la doctrina, por guardar el depósito de la fe (v.) sin cambios -preocupación consustancial al cristianismo desde sus comienzos- no solamente no favorece las «creaciones anónimas colectivas» ni las modificaciones progresivas, sino que las impide.
      Además, los evangelistas eran judíos y, como tales, radicalmente monoteístas, sin propensión a divinizar a nadie, ni siquiera al esperado Mesías. ¿Cómo, pues, iban a sentirse tentados a divinizar a un judío contemporáneo que muere fracasado en 1. cruz? Los Apóstoles, gentes de pueblo, realistas y desconfiados, sólo creen lo que ven y palpan; por eso sólo después de la resurrección de Jesús se percatan de que Éste seguía viviendo a la diestra del Padre en igualdad de poder. Poseídos de esta visión del crucificado se lanzan por todos los ámbitos del Imperio a predicar que el Jesús de Nazaret, con el que han convivido, es el mismo Dios, el Creador de cielos y tierra.
      Por lo que se refiere al ámbito romano, cuando se redactan los Evangelios, el tipo ideal filosófico es el estoico, impávido ante el dolor y la muerte. Ahora bien, los evangelistas lejos de crear un tipo ficticio, impasible ante el dolor, presentan a Jesús participando de todas las emociones de la vida en su dimensión noblemente humana. Jesús llora ante el sepulcro de su amigo Lázaro y ante la ciudad de Jerusalén, siente aversión al cáliz de dolor que le presenta el Padre, y antes de su muerte da un grito que puede parecer de angustia. Todo en la persona de Jesús es naturalidad y misterio al mismo tiempo. Su tipo ideal no encaja dentro de los moldes convencionales de las distintas escuelas filosóficas o pedagógicas, sino que las trasciende. «Cada hombre posee una fisonomía individual, consistente en que ciertas fuerzas, ciertas energías o ciertas cualidades se destacan en primera línea, mientras que otras, por ese mismo hecho, quedan relegadas al último término. Esta oposición de relieves y huecos, de luces y sombras sobre un fondo de naturaleza humana común a todos, constituye la fisonomía de los individuos. Ahora bien, ¿ocurre cosa parecida con Cristo? ¿Puede afirmarse que en El la razón, por ejemplo, predomina sobre el sentimiento, o viceversa? ¿Prevalece en Él la energía sobre la prudencia, o la prudencia sobre la energía? ¿Es la sensibilidad del corazón y una gravedad acompañada de seriedad lo que le caracteriza, o bien es la libre serenidad del pensamiento? ¿Es, como hoy se dice, un intelectual o bien un hombre de acción? Considerando cualquiera de sus rasgos nos sentimos siempre inclinados a tomar ese trazo como característica más saliente; yendo, empero, más allá, y escuchando la continuación de sus discursos, advertimos bien pronto que todos los demás rasgos de su persona gozan de un igual grado de relieve» (P. Morawski, cit. por P. Buisse, Jesús ante la crítica, Barcelona 1930, 25-26).
      El mismo mensaje de Cristo está por encima de toda época y raza. Jesús es tan original en sus enseñanzas que rompe con la estrecha mentalidad judía. Como dice P. Morawski, «Sócrates, según las descripciones que nos han dejado sus discípulos, es griego hasta la médula de sus huesos; su idea del mundo parte del punto de vista helénico. Cicerón es romano de su época; la esfera de sus concepciones y sentimientos no es ni más amplia ni más distinta de la que permite el ambiente en que vivió. Un judío en la época de Cristo debía tener un horizonte de pensamientos y de sentimientos aún más restringido, a causa del espíritu nacionalista estrecho y fanático. Por el contrario, en Jesús todo aparece universalmente humano, todo parece situado más allá de las fronteras del espacio y del tiempo; todo en Él es igualmente accesible a cada época y a cada nación... ¿Hay alguien que al leer el Evangelio tenga la impresión de que Jesús de Nazaret es para él un extranjero?» (cit. por P. Buisse, o. c., 26).
      La personalidad religiosa y moral de Jesús es un enigma psicológico; su proceder está fuera de todo posible para- , lelo histórico: «¿Puede concebirse que un joven sencillo, artesano, porfíe, por una parte, en modificar las convicciones mesiánicas de todo un pueblo obstinado, y por otra, que dé principio a su obra sin vacilaciones ni tanteos, con la plena conciencia, desde el primer momento, de la grandeza de sus designios; y lo que es más, con la certeza del triunfo? ¿Puede concebirse cómo ese hombre, que sabe y posee su ciencia del Padre eterno, revele al mismo tiempo en su conducta una humildad profunda y sin desfallecimientos? Semejante enigma psicológico..., ese tipo de belleza moral que resume en sí mismo el conjunto de todas las cualidades que los genios y los héroes no poseen sino en parte..., ningún autor hubiera podido inventarlo» (P. Buisse, o. c., 27).
      Son tales los indicios de realismo en los relatos evangélicos, y tal la originalidad de la figura y mensaje de Jesús, . que es imposible concebirlos como creación de un falsario. Así lo confiesa incluso el racionalista A. Jülicher: «Si la imagen total de Jesús de Nazaret que dan los Sinópticos despliega toda la magia de la realidad, no proviene ello del arte literario de los evangelistas, antes bien, éstos hubieran menester de él; ni tampoco ello deriva de la facultad creadora de poesía de hombres que les habían precedido, sino que obedece al hecho de que, humildemente aplicados a eclipsarse a sí mismos, describían a Jesús como lo habían encontrado descrito en las comunidades cristianas; y esa descripción que hallaban hecha enteramente respondía esencialmente al original... La semejanza del retrato es tal, que un maestro en Historia, equipado con todos los aparejos de la ciencia e iniciado en todas las técnicas del arte, no lo hubiera hecho mejor» (Einleitung in das Neue Testament, 7 ed. Tubinga 1931, 333). Por eso concluye J. Weiss: «Aun cuando descubriéramos hoy una inscripción en la que el procurador Poncio Pilato atestiguase solemnemente que había hecho crucificar tal o cual día a Jesús, este hecho no aumentaría la fuerza del testimonio contenido en los Evangelios» (fesus von Nazareth Mythus oder Geschichte?, Tubinga 1910, 171) (V. t. EVANGELIOS).
      b) Datos históricos sobre Jesús en los escritos paulinos. A pesar de que los escritos de S. Pablo (v.) son de índole epistolar y ocasionales, es decir, dirigidos a iglesias locales con problemas particulares de carácter pastoral y doctrinal, encontramos tales datos alusivos a la vida de Jesús que fuerzan a cualquier lector objetivo a considerar a Pablo de Tarso no como un visionario místico que inventa un personaje, centro de sus lucubraciones teológicas de salvación, sino como a un Apóstol que trabaja sobre los datos de la tradición histórica reflejada en los Evangelios. Como tal, da por supuestos unos hechos que nadie de sus oyentes pone en duda. Puesto que no ha sido testigo inmediato de los hechos de Jesús, como lo eran los demás Apóstoles, no pretende descubrir nuevos datos sobre la vida del Maestro, y se atiene, como convertido, a los que le proporcionen los testigos inmediatos oculares que aún viven, y a los que en alguna ocasión apela para reforzar su doctrina, que no es distinta de la de los demás Apóstoles. Para su esquema catequético le bastan, en general, los hechos sustanciales: la encarnación real de Dios en un hombre de la dinastía davídica, su muerte en la cruz y su resurrección. Así, afirma que Cristo, «teniendo la forma (naturaleza) de Dios, se anonadó, tomando la forma (naturaleza) de siervo y haciéndose semejante a los hombres; y en la condición de hombre se humilló, hecho obediente hasta la muerte, y muerte de cruz, por lo cual Dios le exaltó... para que toda lengua confiese que Jesucristo es Señor para gloria de Dios Padre» (Philp 2,6-11).
      Pablo no podía presentar ante la opinión de los fieles la riqueza de experiencias personales de los demás Apóstoles. Pero constantemente insiste en la humanidad real de Cristo. En primer lugar, presenta a Cristo apareciendo en un momento concreto de la historia, en la «plenitud de los tiempos» dentro del esquema de maduración de los designios salvíficos de Dios sobre la humanidad. Así dice en Gal 4,4: «Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su hijo, nacido de mujer, bajo la Ley»; y en Rom 1,1-4 se dice de Cristo que es «nacido de la raza de David según la carne». Cristo, pues, pertenece realmente a la raza humana porque ha nacido de una mujer histórica, de la descendencia de David. Estas afirmaciones solemnes están hechas unos veinte años después de la muerte de Jesús, y antes de haber sido redactados los Evangelios sinópticos.
      En otros textos de la Epístola a los Romanos se insiste en la pertenencia de Jesús a la raza de Abraham (Rom 8, 3-4; 9,3-5). En Gal 1,19 habla de Santiago, «hermano del Señor»; era el título honorífico y de veneración que los cristianos de Jerusalén daban a los parientes próximos de Jesús; y como tales gozaron de gran estima en la primitiva comunidad de Jerusalén (v. HERMANOS DE JESús). El texto de S. Pablo, pues, muestra que Jesús ha vivido en Palestina y en el seno de una familia conocida de los primeros cristianos de Jerusalén; no es un fantasma creado por su imaginación, por exigencias de un esquema teológico preconcebido. No necesita probar la existencia histórica de Jesús, que para él es la gran realidad como «Cristo crucificado, escándalo para los judíos y estulticia para los gentiles» (1 Cor 1,23). Así, un crucificado en Palestina era la base de la fe y la esperanza de Pablo y de los cristianos que catequiza. Era una realidad desconcertante, pero había que aceptarla como un hecho que tuvo lugar en un momento concreto en Jerusalén.
      Cuando Pablo predicaba en torno a este hecho de la muerte redentora de Jesús, vivían aún centenares de personas que habían sido testigos oculares de la crucifixión de Jesús y de su resurrección. En las polémicas, Pablo remite a la autoridad de los testigos oculares, Cefas, Juan y Santiago, y a otros «quinientos hermanos a quienes se apareció Jesús resucitado, y de los cuales muchos viven aún» (1 Cor 15,6). Más tarde, escribiendo a Timoteo, dice que Jesús «hizo la buena confesión en presencia de Poncio Pilato» (1 Tim 6,13), personaje bien conocido en la historia evangélica y en los escritos de los historiadores romanos, así como en los de Flavio Josefo, de la generación inmediata posterior a la de Jesús. Y en 1 Cor 15,3-8 resume su predicación catequética con estas palabras bien concretas: «Pues a la verdad os he trasmitido lo que yo mismo he recibido, que Cristo murió por nuestros pecados..., que fue sepultado, que resucitó al tercer día... y que se apareció a Cefas, luego a los Doce. Después se apareció una vez a más de quinientos hermanos, de los cuales muchos viven todavía, y algunos murieron; luego se apareció a Santiago, luego a todos los apóstoles, y después de todos, como a un abortivo, se apareció a mí». Escribe esto S. Pablo apenas unos veinticinco años después de la desaparición del Maestro, cuando su recuerdo estaba aún fresco, y sobrevivían muchos de los que habían sido testigos de sus hechos, y habían oído sus palabras.
      Aparte de las referencias a los hechos fundamentales de la vida de Jesús, el apóstol alude también a otros hechos y a sus enseñanzas concretas, citando sus palabras (1 Cor 7,10; Rom 14,14), incluso algunas no, recogidas por los evangelistas (1 Cor 9,14; 1 Tim 5,1; Rom 12,14.17). Habla de los «preceptos del Señor» (Gal 6,2; 1 Tim 5,18); y nos dice que Jesús abrazó una vida de pobreza (2 Cor 8,19), de sujeción a la Ley (Fil 2,8), de obediencia al Padre (Rom 5,15-19), de santidad (Rom 1,4), que se entregó voluntariamente a sus enemigos (Gal 1,4; 2,20) y a los judíos (1 Thes 2,19), a los príncipes de este mundo (Eph 1,7; 2,13). Antes de morir instituyó la Eucaristía (1 Cor 11,23-26). Murió por Pascua, en tiempo de los Ázimos (1 Cor 5,6-8). Los verdugos le suspendieron con clavos de la cruz (Col 2,12; 1 Cor 2,2), en las cercanías de Jerusalén (Heb 12,12). Sepultado (1 Cor 15,4), resucitó al tercer día (1 Thes 1,10; Gal 1,1; 1 Cor 6,14; 2 Cor 4,14). Por eso los cristianos consideran el domingo como día del Señor (1 Cor 16,2). Después de haber subido a los cielos (Eph 4,4-12), se halla sentado a la diestra del Padre (Eph 1,20; 2,6), de donde vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos (1 Thes 1,10; 4,16; 2 Thes 1,7; Philp 3,20). Todos estos rasgos que incidentalmente aparecen en la pluma de S. Pablo, tomados de diversas cartas ocasionales y con problemáticas diversas, reflejan bien la silueta de un ser histórico, centro de su mensaje teológico.
      c) La existencia histórica de Jesús en los escritos judíos. El judaísmo oficial desde el principio mantuvo una actitud de hostilidad y desprecio hacia el movimiento religioso iniciado por el artesano de Nazaret, que se había arrogado títulos de profeta. Lo consideró una secta herética, al margen de los intereses nacionalistas de la sociedad judía. Por eso en sus escritos del s. t impera un silencio despectivo. Con todo, Flavio Josefo (v.), escribiendo antes del final del s. t, alude a la persona histórica de Jesús de Nazaret en dos ocasiones. Hablando de Santiago el Menor (v.), dice que era «hermano de Jesús, llamado Cristo»; y concreta que aquél fue muerto en el a. 62 de la Era común por intrigas del sumo sacerdote Hanán, hijo de Anás, que figura en los relatos evangélicos sobre la pasión de Jesús (F. Josefo, Antiquitates judaicae, XX,ix,1). Habla también de la muerte del Bautista, coincidiendo sustancialmente en sus apreciaciones con las afirmaciones de los evangelistas. En otro texto, el autor judío alude, de modo más concreto, a la persona de Jesús de Nazaret. En efecto, después de mencionar la violenta represión organizada por Pilato contra los judíos, con motivo de su proyecto de una nueva traída de aguas a Jerusalén, dice: «En ese tiempo fue cuando apareció Jesús, hombre sabio (si se le puede llamar hombre). Pues fue el ejecutor de obras admirables, el Maestro de los que reciben con alegría la verdad y arrastró a muchos judíos y a otros procedentes del helenismo. (Era el Cristo.) Denunciado por los de nuestra nación, Pilato le condenó a suplicio de cruz; mas quienes le habían amado desde el principio no cesaron de seguirle (porque se les apareció al tercer día resucitado, según lo habían anunciado los divinos profetas, así como otras maravillas). Y hasta el presente subsiste la secta que por seguirle ha recibido el nombre de cristianos» (F. Josefo, Antiq. jud., XVIII,iii,3).
      Este singular texto ha sido muy discutido por la crítica por ser demasiado explícito y admirativo de la persona del fundador del cristianismo, cosa extraña en boca de un judío de una época en que los cristianos eran sistemáticamente odiados, despreciados y silenciados por los representantes del judaísmo. Con todo, Harnack, Sanday y Burkitt mantienen su autenticidad, mientras que Batiffol y Lagrange se inclinan por la negativa (sobre esta cuestión véase la'amplia nota de L. de Grandmaison, o. c., 1,189 ss.). Entre las dos posiciones nos parece la más aceptable la opinión de Reinach, quien considera el texto fundamentalmente auténtico, aunque con interpolaciones cristianas de las frases admirativas que hemos puesto entre paréntesis. De hecho, la tradición manuscrita del pasaje es segura críticamente, ya que el texto aparece en todos los manuscritos de la obra de Flavio Josefo. Figura además en todas las versiones, incluso en versiones árabes anteriores a los manuscritos griegos más usuales, y es reproducido por Eusebio en su Historia eclesiástica. De otra parte, no cabe duda de que este escritor judío, que vivía en Roma y escribía a fines de la primera centuria, tenía que conocer la nueva secta y sus orígenes, aunque procurara silenciarla como solía hacer con todos los movimientos mesianistas que pudieran excitar el celo de los dominadores romanos. Es, pues, perfectamente verosímil una alusión incidental a la persona de Jesús y al movimiento religioso por él iniciado. Al texto en el que menciona a Santiago el Menor, «hermano de Jesús», no se le oponen reparos críticos.
      En el Talmud (v.) de Jerusalén y en el de Babilonia se recogen muchos datos deformados de la vida de Jesús, dando interpretaciones sectarias o irreverentes a sus palabras, pero jamás se niega su existencia histórica. Un panfleto arameo llamado Tólédót Yeshua (Vida de Jesús) presenta una biografía caricaturesca, que es, como lo ha caracterizado un crítico moderno, «una explosión de bajo fanatismo, de sarcasmo odioso y de fantasía grosera» (L. de Grandmaison, o. c., 1,11). Estas tradiciones talmúdicas fueron redactadas hacia el s. v, pero recogen otras anteriores, atribuidas a rabinos del s. ti. En el Talmud de Babilonia se lee:_ «El día señalado para la ejecución, antes de la fiesta de la Pascua, se suspendió en un patíbulo a Jesús de Nazaret por haber seducido y engañado a Israel con sus encantamientos». A mediados del s. ii S. Justino pone en boca de un interlocutor judío, Trifón, unas palabras que reflejan lo que pensaban entonces los judíos de Jesús: «Jesús, el galileo, suscitó una secta impía y enemiga de la Ley. Nosotros lo crucificamos. Sus discípulos robaron su cadáver del sepulcro durante la noche. Y engañan y seducen a los hombres diciendo que resucitó y subió a los cielos». De todos estos testimonios se deduce que los judíos de los primeros siglos nunca pusieron en duda el hecho de la existencia de Jesús. Conocían incluso los Evangelios, a los que llamaban despectivamente Avengillajón (escrito malo).
      d) Datos históricos sobre Jesús en los escritos paganos. El cristianismo surgió como un fermento que paulatinamente fue invadiendo la sociedad romana de abajo arriba. Por eso no podemos esperar en los escritores romanos de la generación apostólica alusiones concretas y explícitas sobre Jesús. Para los autores romanos de esos años, el movimiento cristiano era una simple secta de origen judío que carecía del relieve que les llevase a ocuparse de ella. Sólo en el s. ii, cuando era una fuerza que con su credo religioso podía amenazar los pilares del Imperio, negando la divinidad del emperador, y proclamando la fraternidad universal de todos los hombres, los intelectuales romanos se preocuparon de atacarle. Los impugnadores del cristianismo de mediados del s. ii -Celso (v.) y los gnósticos (v.)- tratan de desacreditar la persona de Jesús, pero jamás niegan su existencia histórica, conscientes de que eso hubiera desacreditado sus argumentaciones. De hecho, los apologistas cristianos que les salieron al paso -Ireneo, Justino- jamás tuvieron necesidad de entretenerse a probar el hecho de la existencia histórica de Jesús. Tertuliano, a fines del s. ii, da con precisión fechas cruciales de la vida de Jesús: n. en el 41 del reinado de Augusto, m. a la edad de 30 años en el año quintodécimo de Tiberio, bajo el consulado de Rubelio Gemino y de Rufo Gemino, el 8 de las calendas de abril, el día de Pascua (Adversus Judaeos, 8). Por su parte, S. Justino, polemizando hacia el 150 de la Era cristiana con los judíos, en su Apología dirigida al emperador Antonino Pío y a sus hijos adoptivos, Marco Aurelio y Lucio Vero, presenta a Cristo nacido hace siglo y medio, en tiempo del censo de Cirenio (Quirino), en una aldea judía a 35 estadios de Jerusalén, y que fue crucificado bajo Poncio PilL, o en tiempo de Tiberio; y apela a las actas oficiales redactadas bajo este Emperador (Apología I pro Christianis, 13,34.46; 35,13.53).
      Para conocer los hechos del Imperio romano del s. i sólo disponemos de los datos de Tácito y Suetonio, que escribieron a principios del s. ii. Pues bien, Tácito, escribiendo hacia el 116 habla del incendio de Roma por Nerón, afirma que éste, para disculparse, lo atribuyó a ciertas gentes detestadas por sus crímenes, a los que se les denomina cristianos: «Af flicti suppliciis christiani, genus humanum superstitionis novae ac maleficae» (Anuales, III, 15). El nombre de cristianos lo explica así: «Este nombre les viene de Cristo, al cual, bajo el principado de Tiberio, el procurador Poncio Pilato había entregado al suplicio; reprimida por el momento esta detestable superstición, penetró de nuevo no sólo en Judea, sino aun en Roma, adonde todo lo que hay de vergonzoso y afrentoso en el mundo afluye y encuentra su clientela» (o. c., 111,15.44). Tenemos aquí unas indicaciones precisas sobre la persona histórica de Cristo que coinciden con el marco histórico que dan los Evangelios. Quizá Tácito tomó sus datos de las actas imperiales, que sabemos manejó con profusión. Así, pues, según Tácito, la nueva secta tuvo origen en un ajusticiado judío que vivió en Palestina en tiempos de Poncio Pilato (v.) unos 80 años antes de redactar su obra. Nada de leyendas ni de mitos surgidos en una era lejana y oscura incontrolable por la crítica histórica.
      Plinio el Joven, amigo de Tácito y gobernador de Bitinia, escribía hacia el a. 112 al emperador Trajano pidiendo normas para actuar contra los cristianos acusados en panfletos anónimos. Y describe la conducta de éstos: «tienen reuniones matinales, cantan en honor de un tal Cristo, al que consideran como Dios; se comprometen con juramento a no cometer crímenes, hurtos, latrocinios, adulterios, a no faltar a la fidelidad; se reúnen para comer en comunidad» (Plinii Secundi, Epistolae, X,96). Y Suetonio parece aludir a Cristo cuándo habla incidentalmente de la expulsión de los judíos por el emperador Claudio en el 51-52, en estos términos: «Expulsó de Roma a los judíos, los cuales bajo el impulso de Chresto (impulsore Chresto) han sido una causa permanente de disturbios» (Vita Claudü, 25,4). Quizá los disturbios provinieron de los judíos que se revolvían contra la nueva secta de cristianos. En Act 18,3 se alude a un matrimonio judoo-cristiano expulsado de Roma bajo Claudio en el a. 52.
      Éstos son los textos de los escritores paganos romanos de los siglos i y ii en los que se alude a la persona de Jesús. Son en realidad incidentales, como conviene a la perspectiva de unos testigos que aún no lo han sido del pleno desarrollo del nuevo movimiento religioso. Si se conservaran las crónicas imperiales del s. t seguramente encontraríamos alusiones a los conflictos locales con las comunidades cristianas, como aparece en la carta de Plinio el joven.
      3. Interpretaciones no cristianas sobre Cristo. Jesús es el gran enigma de la historia: con su vida heroica, su mensaje trascendente de salvación, su nueva escala de valores, la proclamación de su divinidad, resulta algo que desborda todas las analogías con los genios religiosos de la humanidad. Ya S. Pablo decía que era un «escándalo» para los judíos, y una «locura» para los gentiles (1 Cor 1,23). Por eso, el mensaje evangélico choca con las concepciones del mundo judío y greco-romano de la época, y, en general, con toda actitud materialista y racionalista.
      Postura judía frente a Cristo. Los contemporáneos de Jesús le acusan de poseído de un espíritu maligno (Mt 9, 34). Esta interpretación se generaliza en los primeros escritos judíos: Jesús -dicen- es un mago que funda una secta -los minim- al margen de la ortodoxia judía. Por eso en el a. 100 el rabino Gamaliel 11 impreca contra los cristianos: «Que los nazarenos y minim (sectarios) perezcan al instante, que sean borrados del libro de la vida, y no sean contados entre los justos» (M. J. Lagrange, Le Messianisme chez les Juifs, París 1909, 339). Luego, surge una leyenda denigrante: Jesús es llamado Balaam, hijo de Beor, y se le apoda el bastardo, porque se le supone hijo ilegítimo de un soldado romano y de una tal Miriam, de profesión peluquera, casada con un tal Pappos de Yuddá, el cual llevó ti su supuesto hijo a Egipto para iniciarse en la magia. Excomulgado por sus maestros, muri-6 en Lydda acusado de hechicero y apóstata, por haberse proclamado «Hijo de Dios e hijo del hombre». Fue colgado de la cruz, como blasfemo, impostor y mago a los ata años de edad. Y se cita contra él su frase: «no he venido a abolir la Ley sino a completarla» (Talmud, trad. Sheabbat, 116). Esta caricatura panfletaria persistió a través de los siglos.
      Más tarde Maimónides (v.) considera a Jesús como traidor a su pueblo, pero estima su mensaje como un medio de dar a conocer al mundo pagano la Ley; y reconoce que gracias a Cristo la historia de Israel y la Biblia es conocida por gran parte de la humanidad (Mishna Thorah, XIV,6). B. Spinoza (v.) llama a Jesús el «mayor de los profetas»; es la «sabiduría de Dios que ha tomado en Cristo una naturaleza humana» (Tractatus theologico-politici, I,iv, 362). En la Encyclopaedia Judaica (Berlín 1928-34) se reconoce la superioridad espiritual y moral de Jesús como profeta. El rabino M. C. G. Montefiore escribe: «Jesús fue un sucesor auténtico de los grandes profetas anteriores al exilio...» (The Synoptics, I, Londres 1909, 104). Ésta es la opinión común en el judaísmo liberal actual.
      Los intelectuales paganos frente a Cristo. El cristianismo era considerado al principio como una secta judía, de ahí que se le involucrara en el odio general contra el judaísmo, reinante en la sociedad romana (Cicerón, Pro Flacco, XXVIII,66). Así, Tácito dice de los cristianos que son «enemigos de la raza humana» (Annales, XV,44.8); se les acusa de fanáticos que llevan una vida oculta (Epistolae, X,96.8); y Suetonio las califica de «genus humanum superstitionis maleficae» (Vita Neronis, 16). Esta literatura difamatoria culmina en los ataques de Celso (v.), que conoce los relatos evangélicos y los deforma para atacar el cristianismo: el Jesús del Evangelio es -dice- un fracasado, un desequilibrado mental, y la idea de que sea Hijo de Dios es filosóficamente inadmisible (Orígenes, Contra Celsum, 1,12; II,31). Por su parte, Porfirio admira la ascesis de los cristianos y les pone como ejemplo para moralizar la sociedad romana decadente. Siente admiración por la persona de Jesús, que «era mortal por la carne, sabio por las obras... Fue santo y se elevó al cielo como las almas santas» (cfr. Lactancio, Institutiones divinae, IV,13.2: PG 6,484); pero lo considera inconstante y tímido ante la muerte, lo que no es propio de un sabio; debió haber predicado a los sabios y no a los ignorantes. Finalmente, Juliano el Apóstata (v.) se burla de Cristo, «Dios, nacido súbdito del César» (RE 111,20; PG 82,1120).
      Interpretación islámica de la persona de Cristo. Los datos del Corán sobre Cristo son extravagantes e incoherentes, porque Mahoma (v.) no conoció 'los Evangelios canónicos, sino los apócrifos. Admite el nacimiento virginal (Corán 3,42.53), y dice de Jesús que es el «Verbo de Dios que arrojó en María; es un Espíritu que viene de Dios» (Corán 5,169), pero no es un ser divino (Corán 4,169; 19,31), sino el mayor de los profetas antes de Mahoma (Corán 4,156). Su muerte fue sólo aparente; Dios hizo que los judíos crucificaran a otro parecido a Jesús; fue llevado al cielo y volverá al fin del mundo para juzgar a los hombres ante Dios (Corán 43,61). En la tradición islámica primitiva se mantiene este concepto de Cristo.
      Interpretaciones racionalistas. Con el Renacimiento surgió la concepción antropocéntrica del Universo, y el subjetivismo religioso que culmina en el protestantismo. Poco a poco se despojará a Cristo de su dimensión divina y se le relegará a la condición de un superprofeta moralista, transido de profunda espiritualidad. El deísmo (v.) inglés destaca de su mensaje sólo lo que refleja la moral natural. Más tarde, los librepensadores de la Ilustración (v.) -Diderot, Holbach y Voltaire- lanzan un ataque directo contra la persona de Jesús. Las acusaciones blasfemas de Voltaire son modelo del espíritu sectario, superando incluso a las de Celso: « Jesús es un paisano de Galilea, más espabilado que sus compatriotas, y, sin saber leer ni escribir, quiso formar una secta religiosa... Predicó una buena moralidad, sobre todo la igualdad que adula a la canalla...». Frente a esta actitud violenta, J. J. Rousseau (v.) habla admirativamente de Cristo, pero desconociendo su divinidad, y así dice que «el vuelo sublime que tomó su alma lo elevó siempre sobre los demás mortales, y desde los doce años hasta expirar en la más infame de las muertes, no se desmintió un momento» (cit. por L. de Grandmaison, o. c. 11,177). Kant (v.), sistematizando las ideas del deísmo inglés, dice que sólo importa la fe moral, «de la que Cristo ha sido el predicador más elocuente y testigo más persuasivo... es el Hombre por excelencia». En cambio, H. S. Reimarus (v.) califica a Jesús de impostor político-mesiánico. En plena euforia de la Revolución francesa, Ch. F. Depuis va más lejos y se le ocurre negar la existencia histórica de Cristo: es sólo la personificación de un mito astral (cit. por F. Vigouroux, Les livres Saints et la critique rationaliste, 11, 5 ed. París 1900-09, 353).
      También D. F. Strauss, iniciado en las teorías de Schleiermacher (v.), que proponía un Cristo místico sin consistencia histórica, llegó a negar la realidad de un Cristo histórico: éste era sólo la conceepción u objetivación del ideal religioso de la humanidad. Siguiendo las teorías de Hegel, consideró a Cristo como una simple encarnación de la idea en la historia. Más tarde, admitió la existencia histórica de Jesús de Nazaret, aunque, según él, fue idealizado y mitificado por la comunidad cristiana primitiva; y los relatos milagrosos de los Evangelios serían explicaciones infantiles de la catequesis primitiva cristiana. Por efecto de las profecías mesiánicas del A. T. se consideró a Jesús como Mesías; y llevados de sus ansias de salvación los cristianos lo «divinizaron». Strauss considera, según su teoría, que los relatos evangélicos tienen que ser de mediados del s. Ii, pues se necesita al menos un siglo para que se vaya creando el mito de Jesús-Dios, una vez desaparecidos los testigos de su presencia en la historia. Otro discípulo de Hegel, Baur, supone también que los Evangelios son del s. Ii (en contra de lo científicamente probado: son claramente de la segunda mitad del s. I), y que el cristianismo es fruto de una posición de compromiso entre la' interpretación judía de Cristo, preconizada por S. Pedro, y la gentilicia de S. Pablo; en realidad, Cristo sería un ideal místico, un avatar de la Idea en la historia.
      Renan (v.) considera a Jesús como el mayor profeta de la historia, puro hombre que fue divinizado por la admiración de sus discípulos. Llevado -dice- de una íntima hipersensibilidad religiosa, predicó la Buena Nueva de liberación de los espíritus en torno a la idea de Dios-Padre. Para ello había que desprenderse del egoísmo, la sensualidad y la ambición humana, centrando toda la atención en la vida eterna después de la muerte. Más tarde, meditando los vaticinios mesiánicos, y bajo la impresión de la predicación del Bautista, llegó a creerse el Mesías esperado en Israel. Así, en tensión creciente heroica se mantuvo hasta su trágico desenlace. En escritos posteriores a la Vida de Jesús, Renan declara que el ideal evangélico es contrario a las apetencias de la naturaleza humana. El ascetismo basado en una concepción excesivamente sobrenatural del hombre es contrario a los ideales de la humanidad perfectamente captados, según él, por el genio helénico. Mejor la sonrisa de Atenea, las caricias de Venus, los encantos de Apolo que la tragedia del Calvario.
      A. Loisy (v.) recoge la interpretación de Renan y Sabatier, insistiendo en que Jesús, obsesionado con la idea de un fin próximo del mundo, «predicó una moral de ciudad sitiada, de urgencia en sus radicalismos» (Jésus et la tradition évangélique, París 1910, 167). A. Harnack (v.) escribe que Jesús fue «divinizado» por la comunidad anónima cristiana primitiva, meditando en las profecías mesiánicas del A. T. Jesús no es el fundador de la Iglesia, sino la ocasión de que surgiera un movimiento espiritualista, que más tarde se organizó en sociedad jurídica.
      Nietzsche (v.) considera a Cristo como la antítesis del ideal de la humanidad; su doctrina es un «mal mensaje» -Disenvangelio-, una doctrina quimérica de igualitarismo, de humanitarismo, de dimisión y de decadencia. Cristo no supo valorar lo positivo de la vida humana, tomando así una actitud negativa: no encolerizarse, no defenderse, sin iniciativa alguna. H. Gunkel (v.), por su parte, considera el mensaje cristiano como fruto de un sincretismo religioso a base del iranismo, budismo, mazdeísmo, pitagorismo, estoicismo e ideas esotéricas de las religiones de los misterios helénicas, sin tener en cuenta que tal sincretismo no sólo es contradictorio, sino también físicamente imposible. Jesús fue un gran profeta que predicó en tiempos de Tiberio un sentido profundamente religioso de la vida, siendo condenado a muerte por innovador. Los misterios de la concepción virginal, de la transfiguración y resurrección de Jesús son creaciones «míticas» de la fe de los primeros cristianos, que objetivaron sus deseos de salvación a la luz de las esperanzas mesiánicas del A. T. y de la expectación de los libros apocalípticos judíos, mezclados con los ritos de salvación del trasfondo helénico (Kyrios-Christos, Gotinga 1921). Esta hipótesis, ya propuesta por Strauss, todavía será la base de las teorías desmitificadoras de Bultmann (v.); el Cristo de los Evangelios no es el Jesús de Nazaret de tiempo de Tiberio, sino el Cristo de la fe, venerado como Dios en la segunda generación cristiana (R. Bultmann, Die Geschichte der synoptischen Tradition, Gotinga 1921).
      Finalmente, se ha pretendido presentar a Jesús como un simple plagiario del ideal religioso de los cenobitas de Qumrám (v.), pertenecientes a una secta espiritualista de tipo esenio, a orillas del mar Muerto; afirmación carewe de todo sentido, incluso historiográfico, pues las analogías afectan sólo al fondo común judío del mensaje cristiano, y no a lo específico del mensaje evangélico neotestament3rio (M. García Cordero, Los descubrimientos del desierto de Judá y los orígenes del cristianismo, «Ciencia Tomista», 1958, 59-137; J. M. Casciaro, Los manuscritos del Mar Muerto, «Nuestro Tiempo» III, n° 28, oct. 1956, 42-50). En general, todos estos autores, racionalistas, al partir del a priori de negar lo sobrenatural y lo milagroso, se ven forzados a deformar los datos e incluso los hechos históricos comprobados.
     
     

BIBL.: Entre las Vidas de Jesús hay que mencionar (orden alfabético de autores; se cita última edición, hasta la fecha, en castellano): P. BERTHE, Jesucristo, su vida, su pasión, su triunfo, Buenos Aires 1943; J. M. BOVER, Vida de Nuestro Señor Jesucristo, Barcelona 1956; R. L. BRUCKBERGER, La historia de Jesucristo, Barcelona 1966; J. M. CABODEVILLA, Cristo vivo, 5 ed. Madrid 1971; L. CRISTIANI, Jesucristo, Hijo de Dios, Salvador, Bilbao 1944; A. FERNÁNDEZ, Vida de Jesucristo, 2 ed. Madrid 1954; L. C. FILLION, Vida de N. S. Jesucristo, 8 ed. Madrid 1966; A. GOODIER, Vida pública de N. S. Jesucristo, 2 vol., Buenos Aires 1947; J. GUITTON, Jesús, 2 ed. Madrid 1965; W. HOLE, Vida de N. S. Jesucristo, Madrid 1941 (reproducción de láminas, que recogen los datos históricos, arqueológicos, etc.); J. JOMIER, La vida del Mesías, Barcelona 1966; J. LEBRETON, La vida y doctrina de Jesucristo, 4 ed. Madrid 1959; J. PREZ DE URREL, Vida de Cristo, 5 ed. Madrid 1966; F. PRAT, Jesucristo: su vida, su doctrina, su obra, 2 ed. México 1948; G. RICCIOTTI, Vida de Jesucristo, 8 ed. Barcelona 1963; D. Rors, Jesús en su tiempo, Barcelona 1954; F. J. SHEEN, Vida de Cristo, 5 ed. Barcelona 1968; C. VERSCHAEVE, Jesús, el Hijo del hombre, Barcelona 1959; F. M. WILLAM, Vida de Jesús en el país y pueblo de Israel, 4 ed. Madrid 1954. Un intento de elenco de las vidas de Cristo publicadas a lo largo de la historia puede verse en: A. MICHEL, Jésus-Christ, en DTC 8,1408-1411; R. AIGRAN, en Christus, Madrid 1962. Estudios históricos, apologéticos, exegéticos y críticos más importantes, sobre cuestiones particulares y de conjunto: M. J. LAGRANGE, Le judaisme avant Jésus-Christ, 2 vol., París 1935; J. BONSIRVEN, Le judaisme palestinien au temps de Jésus-Christ, 2 vol., París 1935; P. HEINISCH, Cristo, el Mesías, en el A. T., Barcelona 1966; VARIOS, La Venu du Messie, Tournai 1962; V. HOLZMEISTER, Chronologia Vitae Christi, Roma 1933; D. Rors (dir.), Las fuentes de la vida de Jesús, Andorra 1963; F. CEUPPENs, Theologia bíblica, III, De Incarnatione, 2 ed. Turín 1950; L. CERFAUX, Jesús en los orígenes de la Tradición, Bilbao 1970; J. HUBY, El Evangelio y los Evangelios, Buenos Aires 1949; M. J. LAGRANGE, El Evangelio de N. S. Jesucristo, 2 ed. Barcelona 1942 (hay ed. francesa de 1954); J. LEAL, Valor histórico de los Evangelios, 3 ed. Granada 1956; L. FILLION, Les miracles de N. S. Jésus-Christ, París 1909-10; P. BENOIT, La divinité de Jésus dans les Évangiles synoptiques, «Lumiére et vie» n° 9 (abr. 1953) 43-74; R. GUARDINI, La imagen de Jesús, el Cristo, en el Nuevo Testamento, Madrid 1967; íD, Realidad humana del Señor, Madrid 1960; J. ROSANAS, Cristo-Dios, Buenos Aires 1954; B. ALLO, El escándalo de Jesús, Buenos Aires 1949; P. BuISSE, Jesús ante la crítica, Barcelona 1930; F. M. BRAUN, Oú en est le probléme de Jésus?, BruselasParís 1932; M. LEPIN, Le probléme de Jésus, París 1936; J. GuITTON, El problema de Jesús, Madrid 1960; M. GARCíA CORDERO, Jesucristo como problema, Madrid-Salamanca 1961; W. TRILLING, Jésus devant l'histoire, París 1968; F. CANTERA, La cuestión de Jesús en el judaísmo moderno, «Sefarad» 6 (1946) 143-161; J. LEBRETON, Jésus-Christ, en DB (Suppl.) IV,966-1073; M. LEPIN, Jésus Messie et Fils de Dieu, París 1910; L. DE GRANDMAISON, Jesucristo, su persona, su mensaje, sus pruebas, 2 ed. Barcelona 1944; J. M. PONCE DE LEóN, Jesús, Legado divino, 2 ed. Buenos Aires 1942; J. LEAL, Jesucristo Dios y hombre, 2 vol., Granada 1942; J. ASENslo, Jesucristo, Profecía y Evangelio, Bilbao 1954; CH. PESCH, De Christo Legato divino, Friburgo Br. 1924; H. DIECKMANN, De Revelatione christiana, Friburgo Br. 1930; R. GARRIGOu-LAGRANGE, De revelatione, 5 ed. Roma 1950; K. ADAM, Jesucristo, 5 ed. Barcelona 1967 (11 ed. en 1945, con el título Jésus Christus); A. LANG, Teología fundamental, 1, La misión de Cristo, Madrid 1966.

 

M. GARCÍA CORDERO.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991