JESUCRISTO, I. LA PERSONA DE JESUCRISTO Y LA HISTORIA I
1. Cronología de la vida de Jesús. 2. Historicidad de la persona de Jesús. 3.
Interpretaciones no cristianas sobre Cristo.
1. Cronología de la vida de Jesús. Nacimiento. Según los relatos
evangélicos, Jesús de Nazaret nació «en los días del rey Herodes» (Mt 2,1; Le
1,5.26). Después de la muerte de éste, el niño Jesús volvió de Egipto, cuando
Arquelao, hijo de Herodes, gobernaba todavía en Judea como tetrarca (Mt
2,19-22). Ahora bien, Herodes I el Grande (v.) murió en el a. 750 de la
fundación de Roma, es decir, unos cuatro o cinco años antes de la Era común, ya
que el cómputo establecido por Dionisio el Exiguo (s. v) tiene un error inicial
de al menos cuatro años. Herodes murió poco antes de la Pascua, y poco después
de un eclipse de luna, que se suele datar en el 12-13 mar. del 4 a. C. No se
puede precisar más sobre el año del nacimiento de Jesús, ya que la alusión de Le
2,1-2 al censo de Quirino es diversamente traducida, y no da especiales luces
sobre su fecha exacta (cfr. E. Schürer, Geschichte des jüdischen Volkes, I, 4 ed.
Leipzig 1909, 415-417; F. Josefo, Antiquitates judaicae, XVII, Vi,4; Viii,l; iX,213;
id, De bello judaico, 1I,i,3).
Principio de la vida pública. Según Lc 3,1-2 la predicación de Juan
Bautista (v.) a orillas del Jordán -poco antes del bautismo de Jesús- tuvo lugar
en el «año quintodécimo del reinado de Tiberio César». El emperador anterior,
Augusto (v.), murió el 9 ag. 14 d. C.; suponiendo que el cómputo del evangelista
es a partir de la muerte de éste, el año quintodécimo de Tiberio (v.) nos lleva
al 28-29 de la Era común. En cambio, si el punto de partida es el a. 12, fecha
en que Tiberio fue asociado a Augusto como collega imperii, la fecha del
evangelista coincide con el 26-27 de nuestra Era. Por otra parte, es posible que
S. Lucas utilice el sistema judío de computar los años a partir del comienzo del
año civil en otoño, y entonces la datación puede fluctuar algún año más. Ahora
bien, el evangelista declara que Jesús al iniciar su ministerio público tenía
«unos treinta años» (Le 3,23), cifra aproximativa que alude a la madurez
personal exigida por la tradición judía para entrar al servicio del Templo o
para ejercer cargos públicos. El dato de lo 2,20 sobre la iniciación de la
construcción del Templo de Jerusalén -«cuarenta y seis años han empleado en
edificar este templo»- no nos sirve mucho, ya que no sabemos con exactitud en
qué año de la vida de Jesús se profirieron estas palabras de sus interlocutores.
La construcción se inició en el año octavo de Herodes, es decir, en el 20 a. C.;
en este supuesto, la afirmación nos lleva al a. 26-27 de la Era común (sobre la
iniciación del Templo por Herodes, cfr. F. Josefo, Antiquitates judaicae,
XV,xi,l; cfr. también E. Schürer, o. c., 1,369).
Duración del ministerio público. El relato del Evangelio de S. Juan supone
al menos tres Pascuas en la vida pública del Maestro: la primera, cuando Jesús
se encontraba en Jerusalén (lo 2,12.23); la segunda, en relación con la
multiplicación de los panes (lo 6,4); y la tercera, el día antes de su Pasión
(lo 13-14). Esto implica que su ministerio público duró al menos dos años y unos
meses. Por su parte, los Evangelios sinópticos sólo mencionan la última Pascua,
por eso sus relatos parecen desarrollarse en el marco cronológico de un solo
año.
Fecha de la muerte. Tanto los Sinópticos como S. Juan coinciden en que
Jesús murió un viernes (Mt 27,62; Me 15,42; Le 23,54; lo 19,31). Y según la
precisión de lo 18,28 -«los judíos no entraron en el pretorio para no
contaminarse y poder comer la Pascua»- Jesús murió el 14 de Nisán, día
tradicional para la manducación de la Pascua (v.). Al día siguiente era «el día
grande», que coincidía aquel año con el sábado (lo 19,31). Por otra parte, la
última Cena de Jesús (v. CENA DEL SEÑOR) tuvo lugar «antes de la fiesta de la
Pascua» (lo 13,1). El «gran día» era el 15 de Nisán. Y, además, los Sinópticos
dan a entender que el día de la muerte de Jesús era laborable (el episodio de
Simón de Cirene que volvía de trabajar en el campo, Mt 27,32; Me 15,21; Le
23,26; la deposición de la cruz, Mt 27,57-60; Me 15,42-46; Le 23,50-54). Ahora
bien, por cálculos astronómicos se pueden determinar los años en que el 14 de
Nisán cayó en viernes por aquella época; son posibles las fechas del 13 abr. 27
de la Era común; 18 mar. 29; 7 abr. 30, y 3 abr. 33 de nuestra Era. No obstante,
conviene tener en cuenta que en tiempos de Jesús (v. CRONOLOGÍA II) el primer
día del mes no se determinaba por cálculos matemáticos, sino por observaciones
empíricas sobre la aparición de la nueva luna, a base de testigos; y la
observación de éstos variaba según las condiciones atmosféricas; de ahí que
podía haber la diferencia de un día para fijar el solemne 14 de Nisán de la
celebración de la Pascua.
Los Evangelios sinópticos suponen que la última Cena de Jesús tiene
carácter de convite pascual (Mt 26,17; Me 14,12; Le 22,7); y Jesús dice
abiertamente antes de co menzar la Cena: «Ardientemente he deseado comer esta
Pascua con vosotros antes de morir» (Le 22,15). En cambio, S. Juan dice que al
día siguiente, viernes, los judíos no quisieron entrar en el pretorio de Pilatos
para poder celebrar la cena pascual (lo 18,28). Esta aparente contradicción
tiene diversas explicaciones a base de un diverso cómputo en la determinación de
los días del mes según las diferentes observaciones empíricas sobre la aparición
de la nueva luna. Otra explicación, muy en boga, se basa en la diversa fijación
de la fecha de la Pascua entre las diferentes escuelas de fariseos y saduceos,
como consta por los escritos rabínicos. Así, Jesús habría seguido el cómputo de
los fariseos, celebrando la Pascua el 13 de Nisán, mientras que la clase
dirigente seguiría la fecha de los saduceos, el 14 de Nisán (cfr. H. L. Strack,
P. Billerbeck, Konunenlar zum Neuen Testament aus Talmud und Midrasch, 11,
Munich 1922-29, 312-353; Staumberger, en «Biblica» 9, 1928, 57-77).
2. Historicidad de la persona de Jesús. a) Los datos evangélicos. Los
cuatro Evangelios (v.) son unas biografías fragmentarias de Jesús con una
finalidad eminentemente religiosa y pastoral, ya que los Apóstoles no pretendían
en su predicación satisfacer meras curiosidades históricas, sino exponer los
hechos y doctrinas fundamentales de Jesús, sentando las bases de la fe en Él
como Mesías, Hijo de Dios y Salvador de la Humanidad; sin embargo, a través de
los relatos evangélicos es fácil sorprender el trasfondo histórico de la
sociedad en la que vivió Jesús, y confrontarlo con los datos que nos
proporcionan las obras de Flavio Josefo (v.), que escribe seis lustros después
de Jesucristo, y con otros escritos rabínicos, y aun con los de los
historiadores romanos Tácito (v.) y Suetonio (v.).
La figura de Jesús no es un fantasma histórico proyectado en una época
incontrolable dentro de la Historia universal. Jesús aparece en una de las
épocas más lúcidas de la Historia antigua, en una encrucijada geográfica bien
conocida por los historiadores romanos. S. Lucas precisa bien los contornos
históricos de los tiempos en que se inicia la predicación del Maestro de Nazaret:
«El año quintodécimo del imperio de Tiberio César, siendo gobernador de Judea
Poncio Pilato, tetrarca de Galilea Herodes, y Filipo, su hermano, tetrarca de
Iturea y de la Traconitide, y Lisania tetrarca de Abilene, bajo el pontificado
de Anás y Caifás, fue dirigida la palabra de Dios a Juan, hijo de Zacarías, en
el desierto...» (Le 3,1-2). Todos estos personajes son controlables por la
crítica histórica a base de textos extraevangélicos, desde el emperador reinante
hasta los minúsculos reyezuelos de Palestina que señoreaban el país después de
la muerte de Herodes (v. TIBERIO; HERODES; PILATO).
A través de los escritos de Flavio Josefo podemos conocer el ambiente
social, político y religioso de los tiempos inmediatos a la insurrección contra
los romanos por los años 60 de nuestra Era. Los relatos evangélicos reflejan el
estado de semiindependencia en que se encontraba la sociedad judía antes de la
explosión nacionalista: los distintos partidos políticos y religiosos que
aparecen son los mismos y tienen idénticas características que los descritos por
Flavio Josefo. Así, dice acertadamente L. de Grandmaison: «La sociedad palestina
anterior a estas grandes conmociones y en un estado de relativo equilibrio es la
que nuestros Evangelios suponen y pintan con exactitud maravillosa. El horizonte
es limitado, el de Galilea y Judea. Todas las alusiones dicen relación a las
costumbres, al lenguaje y a los hábitos de espíritu y condiciones que
prevalecían bajo el hijo de Herodes. Aquel pequeño mundo revive con el increíble
eslabonamiento de sus autoridades imperial, real, nacional y aristocrática. La
magistratura del Sanedrín es todavía competente y temible; es capaz de arrojar
de la Sinagoga...; los cambios visibles, y lo que se podría llamar la danza de
los sacerdotes en las manos de Agripa y, después, de los procuradores romanos,
no ha comenzado todavía. Los partidos tan característicos se disputan ya su
influencia: saduceos, llenos de altivez, herodianos oportunistas, fariseos y
hasta celotas. Pero aún no se habían levantado los unos contra los otros, como
lo hicieron en el tercer cuarto de siglo; y los extremistas no dominan aún. Todo
el aparato ritual, social e internacional del Templo, los sacrificios, los
impuestos, las fiestas, las solemnidades son respetados como sagrados, están
llenos de esplendor. El sabatismo exagerado de los casuistas, el lujo de las
grandes familias sacerdotales, la afectación de los puritanos orando en las
plazas..., la autoridad de los escribas y doctores, sentados en la cátedra de
Moisés. Todo nos remite a una sociedad aún no dividida profundamente, ni
amenazada, ni incierta del porvenir, al judaísmo todavía floreciente del segundo
cuarto de nuestro primer siglo» (/ésos-Christ, Sa Personne, son Inessage, ses
preuves, 1, París 1928, 123).
En efecto, la coincidencia sustancial de los datos evangélicos y de los
escritos judíos es notoria, ya que no se ha podido señalar ninguna contradicción
entre esta doble serie de fuentes, lo que es una garantía de honestidad
histórica en los relatos evangélicos. Aparte de esta armonía con el ambiente
histórico y socio-religioso de la época, el mismo modo en que están redactados
los Evangelios ofrece una nueva garantía de seriedad historiográfica; son
escritos sobrios y fragmentarios, sin pretensiones de reconstruir totalmente los
hechos. Los Apóstoles (v.), al predicar, daban datos sobre la vida de Jesús, no
tanto para satisfacer la curiosidad histórica de su auditorio, cuanto para
enmarcar históricamente o para destacar sus afirmaciones doctrinales. Son
fundamentalmente unos catequistas -«ministros de la palabra»- que buscan
convencer y conmover religiosamente a sus oyentes para que acepten el mensaje
sobrenatural del Maestro venerado que se ha manifestado como Mesías e Hijo de
Dios y con una finalidad salvífica hacia todos los hombres. Por eso, los relatos
evangélicos, basados en la predicación apostólica, resultan a veces desconexos y
fragmentarios, aunque sin cuadros artificiales ni rellenos literarios. Un autor
falsario, que hubiera pretendido forjar una biografía completa de Jesús conforme
a las exigencias dogmáticas de la segunda generación cristiana, habría rellenado
los vacíos históricos de la vida del Maestro, completando posibles afirmaciones
fragmentarias y oscuras, etc. En cambio, los relatos evangélicos presentan con
naturalidad los hechos como emanados de testigos oculares; y los detalles
históricos sólo aparecen cuando sirven para destacar el mensaje doctrinal.
Otros indicios de historicidad de los relatos evangélicos son el empleo de
frases y términos que estaban en uso en tiempos de Jesús, y que en cambio no
vuelven a aparecer en la primera generación cristiana. Así, la expresión Hijo
del hombre (v. MESÍAS), tantas veces empleada por el Maestro, tiene pleno
sentido en el ambiente de expectación mesiánica de la sociedad judía de los
tiempos de Jesús, pero no vuelve a emplearse en la literatura apostólica. Otro
tanto se puede decir de las frases Reino de los cielos (v. REINO DE DIOS) o hijo
de David, que en la terminología de los escritos apostólicos es sustituida por
sus equivalentes de Iglesia (v.) y Señor o Kyrios. Todo esto prueba que los
relatos evangélicos reproducen lo escuchado por los contemporáneos del Maestro.
Además, los lexicólogos destacan el fondo aramaico de las parábolas y
expresiones de Jesús, particularmente en la formulación rítmica del Padre
nuestro. ¿Cómo un autor greco-romano habría de emplear la expresión aramea
«santificado sea tu nombre», si no existiese una tradición antigua que provenía
de los mismos labios del Maestro? Incluso las enseñanzas evangélicas
fundamentales se hallan en los relatos de los Sinópticos en un estado
embrionario, sin haber adquirido el desarrollo teológico de las epístolas de S.
Pablo, algunas de las cuales son anteriores a la redacción de los primeros
Evangelios. Un autor falsario, tratando de reflejar la fe de la primera
comunidad cristiana, habría concretado y explicitado más los conceptos
teológicos conforme a los esquemas doctrinales del Apóstol de las gentes.
No se concibe que un admirador de los Apóstoles hubiera resaltado la
rudeza de éstos y su falta de comprensión del mensaje de Cristo, como aparece en
los relatos evangélicos. Todo esto arguye arcaísmo y autenticidad documental. Y
así, reconocen que antes de la efusión del Espíritu Santo el día de Pentecostés
no habían comprendido plenamente el misterio profundo sobrenatural de la Persona
y mensaje del Maestro.
Las intervenciones y declaraciones de Jesús son extremadamente sobrias,
conforme a las circunstancias, huyendo de toda fantasmagoría imaginativa al
estilo de los libros apócrifos (v.). Por eso, su carácter mesiánico y su
dignidad divina se manifiestan gradualmente y por revelaciones escalonadas. Nada
de espectacular o artificioso: lo humano se conjuga admirablemente con lo divino
en su Persona, y habitualmente el velo de su humanidad encubre los esplendores
de su divinidad. Sus milagros (v.) no son manifestación ostentosa de un
mesianismo triunfalista y aparatoso, sino que los realiza sencillamente y a
veces como contra su voluntad para remediar una necesidad o confirmar la fe del
auditorio. Su carácter mesiánico y su naturaleza divina se desprenderán, no
tanto de hechos desconectados, como del conjunto de su vida y doctrina. Un autor
falsarío hubiera evitado las frases veladas que emplea en los comienzos Jesús al
enunciar sus pretensiones mesiánicas. Sólo cuando culmine su obra manifestará
paladinamente ante el Sanedrín su carácter superior trascendente y su dignidad
mesiánica conforme a las profecías de Daniel (Mt 26,64).
Los Evangelios sinópticos no están escritos por personas que tengan la
obsesión de divinizar a Jesús a toda costa, sino que ofrecen con naturalidad el
testimonio de su figura y su actuar humanos, sin temor de rebajarlo de su
condición divina. Sabemos que algunos copistas de los s. in-iv se atrevieron a
pasar por alto algunos relatos evangélicos, porque les resultaban escandalosos o
contrarios a la dignidad del Maestro, como el sudor de sangre y su estado de
postración, en Getsemaní, o el perdón de la adúltera. Si los relatos evangélicos
fueran obra de un falsario posterior a la generación apostólica, habría callado
todo lo que parecía comprometer la dignidad divina del Maestro ante los fieles
que le reconocían como Dios; y así, habría sacrificado la humanidad de Jesús en
beneficio de su divinidad. En cambio, los evangelistas relatan con naturalidad
los hechos y las palabras de Jesús, aun las que pudieran parecer desconcertantes
a ciertos lectores. No tratan, pues, de «idealizar» la figura humana de Jesús.
En efecto, el Cristo de los Evangelios es el Jesús real, el Jesús de la
historia, que con sus profundidades psicológico-teológicas es el mismo Cristo
que proclama la fe en las primeras generaciones cristianas, en cuanto que en la
figura, hechos y declaraciones históricas de Jesús se halla todo lo que
explícitamente y de modo más claro se formulará en las confesiones litúrgicas
sobre Cristo. No hay contraposición entre el Jesús de la historia y el Cristo de
la fe, sino explicitación entre ambas perspectivas, o manifestación teológica de
hechos históricos con hondas implicaciones doctrinales. S. Pablo desentraña
ampliamente esas virtualidades en orden a la vida de la fe de los cristianos.
Esto prueba que tres lustros después de la desaparición del Maestro existía en
la Iglesia primitiva un esquema teológico-dogmático ya claro, que servía de base
a la fe de los creyentes. El fundamento de estas formulaciones
dogmático-litúrgicas se halla en los hechos históricos y la tradición apostólica
que recogen los relatos evangélicos. Por eso, en las diversas iglesias
cristianas esparcidas por los lugares más lejanos del Imperio romano se
profesaba la misma fe sobre la vida y mensaje doctrinal del Maestro; y esto es
una prueba de que todos los predicadores apostólicos se hacían eco de unos
mismos hechos históricos de la vida de Jesús.
Los Apóstoles son tajantes en su afirmación de la verdad de los hechos
históricos a los que se refieren, y en no admitir que se pongan en duda o se
introduzcan innovaciones o interpretaciones que se aparten de esos hechos y de
la doctrina de Cristo: «no fue siguiendo artificiosas fábulas como os dimos a
conocer el poder y la venida de nuestro Señor Jesucristo, sino como quienes han
sido testigos oculares de su majestad», dice S. Pedro (2 Pet 1,16). La
permanencia en la doctrina recibida, contra los falsos doctores y los
«seductores que no confiesan que Jesucristo ha venido en carne» (2 lo 7), es el
tema de la segunda Epístola de S. Juan y de otros escritos apostólicos; S.
Pablo, tratando otro asunto, pero enunciando un principio de valor general,
llega a escribir a los Gálatas: «aunque nosotros o un ángel del cielo os
anunciase otro evangelio, distinto del que os hemos anunciado, sea anatema» (Gal
1,8 ss.) (v. t. lo que se dirá más adelante, en el n° 5, sobre la identidad del
Jesús de la historia con el Cristo de la fe).
La misma semblanza espiritual y moral de Jesús que se desprende de los
relatos evangélicos es tan elevada y sobrehumana, que no puede ser creación de
un genio humano y menos del anonimato colectivo. Como decía el mismo Rousseau
sería «inconcebible que muchos hombres de acuerdo hubieran fabricado... y
falseado el personaje de los Evangelios. Jamás autores judíos hubieran
encontrado ni este tono ni esta moral. El Evangelio tiene caracteres de verdad
tan grandes, tan claros, tan perfectamente inimitables, que el inventor sería
más admirable que el héroe» (Émile, IV). En efecto, en la historia conocemos
deificaciones artificiales de héroes que han dejado huella en un pueblo;
conocemos también esas apoteosis (v.) progresivas, que poco a poco van
deshumanizando el personaje histórico, para colocarlo en un trasmundo etéreo y
sin contornos definidos. Pero en el caso de Cristo no encontramos huellas de
esta glorificación progresiva hasta escalar las alturas de la divinidad. El
Cristo de la fe sigue siendo el mismo Jesús de la historia con su plena y total
humanidad. Lo divino aparece sin destruir lo humano, y a su vez lo humano está
aureolado por lo divino, pero sin confundirse ambas esferas en la perspectiva
del creyente; el cristiano de las primeras generaciones apostólicas no supone
que Jesús sea un hombre divinizado, es decir, absorbido en lo divino, sino que
la naturaleza humana permanece aun después de su glorificación. Por otra parte,
la preocupación por mantener intacta la doctrina, por guardar el depósito de la
fe (v.) sin cambios -preocupación consustancial al cristianismo desde sus
comienzos- no solamente no favorece las «creaciones anónimas colectivas» ni las
modificaciones progresivas, sino que las impide.
Además, los evangelistas eran judíos y, como tales, radicalmente
monoteístas, sin propensión a divinizar a nadie, ni siquiera al esperado Mesías.
¿Cómo, pues, iban a sentirse tentados a divinizar a un judío contemporáneo que
muere fracasado en 1. cruz? Los Apóstoles, gentes de pueblo, realistas y
desconfiados, sólo creen lo que ven y palpan; por eso sólo después de la
resurrección de Jesús se percatan de que Éste seguía viviendo a la diestra del
Padre en igualdad de poder. Poseídos de esta visión del crucificado se lanzan
por todos los ámbitos del Imperio a predicar que el Jesús de Nazaret, con el que
han convivido, es el mismo Dios, el Creador de cielos y tierra.
Por lo que se refiere al ámbito romano, cuando se redactan los Evangelios,
el tipo ideal filosófico es el estoico, impávido ante el dolor y la muerte.
Ahora bien, los evangelistas lejos de crear un tipo ficticio, impasible ante el
dolor, presentan a Jesús participando de todas las emociones de la vida en su
dimensión noblemente humana. Jesús llora ante el sepulcro de su amigo Lázaro y
ante la ciudad de Jerusalén, siente aversión al cáliz de dolor que le presenta
el Padre, y antes de su muerte da un grito que puede parecer de angustia. Todo
en la persona de Jesús es naturalidad y misterio al mismo tiempo. Su tipo ideal
no encaja dentro de los moldes convencionales de las distintas escuelas
filosóficas o pedagógicas, sino que las trasciende. «Cada hombre posee una
fisonomía individual, consistente en que ciertas fuerzas, ciertas energías o
ciertas cualidades se destacan en primera línea, mientras que otras, por ese
mismo hecho, quedan relegadas al último término. Esta oposición de relieves y
huecos, de luces y sombras sobre un fondo de naturaleza humana común a todos,
constituye la fisonomía de los individuos. Ahora bien, ¿ocurre cosa parecida con
Cristo? ¿Puede afirmarse que en El la razón, por ejemplo, predomina sobre el
sentimiento, o viceversa? ¿Prevalece en Él la energía sobre la prudencia, o la
prudencia sobre la energía? ¿Es la sensibilidad del corazón y una gravedad
acompañada de seriedad lo que le caracteriza, o bien es la libre serenidad del
pensamiento? ¿Es, como hoy se dice, un intelectual o bien un hombre de acción?
Considerando cualquiera de sus rasgos nos sentimos siempre inclinados a tomar
ese trazo como característica más saliente; yendo, empero, más allá, y
escuchando la continuación de sus discursos, advertimos bien pronto que todos
los demás rasgos de su persona gozan de un igual grado de relieve» (P. Morawski,
cit. por P. Buisse, Jesús ante la crítica, Barcelona 1930, 25-26).
El mismo mensaje de Cristo está por encima de toda época y raza. Jesús es
tan original en sus enseñanzas que rompe con la estrecha mentalidad judía. Como
dice P. Morawski, «Sócrates, según las descripciones que nos han dejado sus
discípulos, es griego hasta la médula de sus huesos; su idea del mundo parte del
punto de vista helénico. Cicerón es romano de su época; la esfera de sus
concepciones y sentimientos no es ni más amplia ni más distinta de la que
permite el ambiente en que vivió. Un judío en la época de Cristo debía tener un
horizonte de pensamientos y de sentimientos aún más restringido, a causa del
espíritu nacionalista estrecho y fanático. Por el contrario, en Jesús todo
aparece universalmente humano, todo parece situado más allá de las fronteras del
espacio y del tiempo; todo en Él es igualmente accesible a cada época y a cada
nación... ¿Hay alguien que al leer el Evangelio tenga la impresión de que Jesús
de Nazaret es para él un extranjero?» (cit. por P. Buisse, o. c., 26).
La personalidad religiosa y moral de Jesús es un enigma psicológico; su
proceder está fuera de todo posible para- , lelo histórico: «¿Puede concebirse
que un joven sencillo, artesano, porfíe, por una parte, en modificar las
convicciones mesiánicas de todo un pueblo obstinado, y por otra, que dé
principio a su obra sin vacilaciones ni tanteos, con la plena conciencia, desde
el primer momento, de la grandeza de sus designios; y lo que es más, con la
certeza del triunfo? ¿Puede concebirse cómo ese hombre, que sabe y posee su
ciencia del Padre eterno, revele al mismo tiempo en su conducta una humildad
profunda y sin desfallecimientos? Semejante enigma psicológico..., ese tipo de
belleza moral que resume en sí mismo el conjunto de todas las cualidades que los
genios y los héroes no poseen sino en parte..., ningún autor hubiera podido
inventarlo» (P. Buisse, o. c., 27).
Son tales los indicios de realismo en los relatos evangélicos, y tal la
originalidad de la figura y mensaje de Jesús, . que es imposible concebirlos
como creación de un falsario. Así lo confiesa incluso el racionalista A.
Jülicher: «Si la imagen total de Jesús de Nazaret que dan los Sinópticos
despliega toda la magia de la realidad, no proviene ello del arte literario de
los evangelistas, antes bien, éstos hubieran menester de él; ni tampoco ello
deriva de la facultad creadora de poesía de hombres que les habían precedido,
sino que obedece al hecho de que, humildemente aplicados a eclipsarse a sí
mismos, describían a Jesús como lo habían encontrado descrito en las comunidades
cristianas; y esa descripción que hallaban hecha enteramente respondía
esencialmente al original... La semejanza del retrato es tal, que un maestro en
Historia, equipado con todos los aparejos de la ciencia e iniciado en todas las
técnicas del arte, no lo hubiera hecho mejor» (Einleitung in das Neue Testament,
7 ed. Tubinga 1931, 333). Por eso concluye J. Weiss: «Aun cuando descubriéramos
hoy una inscripción en la que el procurador Poncio Pilato atestiguase
solemnemente que había hecho crucificar tal o cual día a Jesús, este hecho no
aumentaría la fuerza del testimonio contenido en los Evangelios» (fesus von
Nazareth Mythus oder Geschichte?, Tubinga 1910, 171) (V. t. EVANGELIOS).
b) Datos históricos sobre Jesús en los escritos paulinos. A pesar de que
los escritos de S. Pablo (v.) son de índole epistolar y ocasionales, es decir,
dirigidos a iglesias locales con problemas particulares de carácter pastoral y
doctrinal, encontramos tales datos alusivos a la vida de Jesús que fuerzan a
cualquier lector objetivo a considerar a Pablo de Tarso no como un visionario
místico que inventa un personaje, centro de sus lucubraciones teológicas de
salvación, sino como a un Apóstol que trabaja sobre los datos de la tradición
histórica reflejada en los Evangelios. Como tal, da por supuestos unos hechos
que nadie de sus oyentes pone en duda. Puesto que no ha sido testigo inmediato
de los hechos de Jesús, como lo eran los demás Apóstoles, no pretende descubrir
nuevos datos sobre la vida del Maestro, y se atiene, como convertido, a los que
le proporcionen los testigos inmediatos oculares que aún viven, y a los que en
alguna ocasión apela para reforzar su doctrina, que no es distinta de la de los
demás Apóstoles. Para su esquema catequético le bastan, en general, los hechos
sustanciales: la encarnación real de Dios en un hombre de la dinastía davídica,
su muerte en la cruz y su resurrección. Así, afirma que Cristo, «teniendo la
forma (naturaleza) de Dios, se anonadó, tomando la forma (naturaleza) de siervo
y haciéndose semejante a los hombres; y en la condición de hombre se humilló,
hecho obediente hasta la muerte, y muerte de cruz, por lo cual Dios le exaltó...
para que toda lengua confiese que Jesucristo es Señor para gloria de Dios Padre»
(Philp 2,6-11).
Pablo no podía presentar ante la opinión de los fieles la riqueza de
experiencias personales de los demás Apóstoles. Pero constantemente insiste en
la humanidad real de Cristo. En primer lugar, presenta a Cristo apareciendo en
un momento concreto de la historia, en la «plenitud de los tiempos» dentro del
esquema de maduración de los designios salvíficos de Dios sobre la humanidad.
Así dice en Gal 4,4: «Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su
hijo, nacido de mujer, bajo la Ley»; y en Rom 1,1-4 se dice de Cristo que es
«nacido de la raza de David según la carne». Cristo, pues, pertenece realmente a
la raza humana porque ha nacido de una mujer histórica, de la descendencia de
David. Estas afirmaciones solemnes están hechas unos veinte años después de la
muerte de Jesús, y antes de haber sido redactados los Evangelios sinópticos.
En otros textos de la Epístola a los Romanos se insiste en la pertenencia
de Jesús a la raza de Abraham (Rom 8, 3-4; 9,3-5). En Gal 1,19 habla de
Santiago, «hermano del Señor»; era el título honorífico y de veneración que los
cristianos de Jerusalén daban a los parientes próximos de Jesús; y como tales
gozaron de gran estima en la primitiva comunidad de Jerusalén (v. HERMANOS DE
JESús). El texto de S. Pablo, pues, muestra que Jesús ha vivido en Palestina y
en el seno de una familia conocida de los primeros cristianos de Jerusalén; no
es un fantasma creado por su imaginación, por exigencias de un esquema teológico
preconcebido. No necesita probar la existencia histórica de Jesús, que para él
es la gran realidad como «Cristo crucificado, escándalo para los judíos y
estulticia para los gentiles» (1 Cor 1,23). Así, un crucificado en Palestina era
la base de la fe y la esperanza de Pablo y de los cristianos que catequiza. Era
una realidad desconcertante, pero había que aceptarla como un hecho que tuvo
lugar en un momento concreto en Jerusalén.
Cuando Pablo predicaba en torno a este hecho de la muerte redentora de
Jesús, vivían aún centenares de personas que habían sido testigos oculares de la
crucifixión de Jesús y de su resurrección. En las polémicas, Pablo remite a la
autoridad de los testigos oculares, Cefas, Juan y Santiago, y a otros
«quinientos hermanos a quienes se apareció Jesús resucitado, y de los cuales
muchos viven aún» (1 Cor 15,6). Más tarde, escribiendo a Timoteo, dice que Jesús
«hizo la buena confesión en presencia de Poncio Pilato» (1 Tim 6,13), personaje
bien conocido en la historia evangélica y en los escritos de los historiadores
romanos, así como en los de Flavio Josefo, de la generación inmediata posterior
a la de Jesús. Y en 1 Cor 15,3-8 resume su predicación catequética con estas
palabras bien concretas: «Pues a la verdad os he trasmitido lo que yo mismo he
recibido, que Cristo murió por nuestros pecados..., que fue sepultado, que
resucitó al tercer día... y que se apareció a Cefas, luego a los Doce. Después
se apareció una vez a más de quinientos hermanos, de los cuales muchos viven
todavía, y algunos murieron; luego se apareció a Santiago, luego a todos los
apóstoles, y después de todos, como a un abortivo, se apareció a mí». Escribe
esto S. Pablo apenas unos veinticinco años después de la desaparición del
Maestro, cuando su recuerdo estaba aún fresco, y sobrevivían muchos de los que
habían sido testigos de sus hechos, y habían oído sus palabras.
Aparte de las referencias a los hechos fundamentales de la vida de Jesús,
el apóstol alude también a otros hechos y a sus enseñanzas concretas, citando
sus palabras (1 Cor 7,10; Rom 14,14), incluso algunas no, recogidas por los
evangelistas (1 Cor 9,14; 1 Tim 5,1; Rom 12,14.17). Habla de los «preceptos del
Señor» (Gal 6,2; 1 Tim 5,18); y nos dice que Jesús abrazó una vida de pobreza (2
Cor 8,19), de sujeción a la Ley (Fil 2,8), de obediencia al Padre (Rom 5,15-19),
de santidad (Rom 1,4), que se entregó voluntariamente a sus enemigos (Gal 1,4;
2,20) y a los judíos (1 Thes 2,19), a los príncipes de este mundo (Eph 1,7;
2,13). Antes de morir instituyó la Eucaristía (1 Cor 11,23-26). Murió por
Pascua, en tiempo de los Ázimos (1 Cor 5,6-8). Los verdugos le suspendieron con
clavos de la cruz (Col 2,12; 1 Cor 2,2), en las cercanías de Jerusalén (Heb
12,12). Sepultado (1 Cor 15,4), resucitó al tercer día (1 Thes 1,10; Gal 1,1; 1
Cor 6,14; 2 Cor 4,14). Por eso los cristianos consideran el domingo como día del
Señor (1 Cor 16,2). Después de haber subido a los cielos (Eph 4,4-12), se halla
sentado a la diestra del Padre (Eph 1,20; 2,6), de donde vendrá a juzgar a los
vivos y a los muertos (1 Thes 1,10; 4,16; 2 Thes 1,7; Philp 3,20). Todos estos
rasgos que incidentalmente aparecen en la pluma de S. Pablo, tomados de diversas
cartas ocasionales y con problemáticas diversas, reflejan bien la silueta de un
ser histórico, centro de su mensaje teológico.
c) La existencia histórica de Jesús en los escritos judíos. El judaísmo
oficial desde el principio mantuvo una actitud de hostilidad y desprecio hacia
el movimiento religioso iniciado por el artesano de Nazaret, que se había
arrogado títulos de profeta. Lo consideró una secta herética, al margen de los
intereses nacionalistas de la sociedad judía. Por eso en sus escritos del s. t
impera un silencio despectivo. Con todo, Flavio Josefo (v.), escribiendo antes
del final del s. t, alude a la persona histórica de Jesús de Nazaret en dos
ocasiones. Hablando de Santiago el Menor (v.), dice que era «hermano de Jesús,
llamado Cristo»; y concreta que aquél fue muerto en el a. 62 de la Era común por
intrigas del sumo sacerdote Hanán, hijo de Anás, que figura en los relatos
evangélicos sobre la pasión de Jesús (F. Josefo, Antiquitates judaicae, XX,ix,1).
Habla también de la muerte del Bautista, coincidiendo sustancialmente en sus
apreciaciones con las afirmaciones de los evangelistas. En otro texto, el autor
judío alude, de modo más concreto, a la persona de Jesús de Nazaret. En efecto,
después de mencionar la violenta represión organizada por Pilato contra los
judíos, con motivo de su proyecto de una nueva traída de aguas a Jerusalén,
dice: «En ese tiempo fue cuando apareció Jesús, hombre sabio (si se le puede
llamar hombre). Pues fue el ejecutor de obras admirables, el Maestro de los que
reciben con alegría la verdad y arrastró a muchos judíos y a otros procedentes
del helenismo. (Era el Cristo.) Denunciado por los de nuestra nación, Pilato le
condenó a suplicio de cruz; mas quienes le habían amado desde el principio no
cesaron de seguirle (porque se les apareció al tercer día resucitado, según lo
habían anunciado los divinos profetas, así como otras maravillas). Y hasta el
presente subsiste la secta que por seguirle ha recibido el nombre de cristianos»
(F. Josefo, Antiq. jud., XVIII,iii,3).
Este singular texto ha sido muy discutido por la crítica por ser demasiado
explícito y admirativo de la persona del fundador del cristianismo, cosa extraña
en boca de un judío de una época en que los cristianos eran sistemáticamente
odiados, despreciados y silenciados por los representantes del judaísmo. Con
todo, Harnack, Sanday y Burkitt mantienen su autenticidad, mientras que Batiffol
y Lagrange se inclinan por la negativa (sobre esta cuestión véase la'amplia nota
de L. de Grandmaison, o. c., 1,189 ss.). Entre las dos posiciones nos parece la
más aceptable la opinión de Reinach, quien considera el texto fundamentalmente
auténtico, aunque con interpolaciones cristianas de las frases admirativas que
hemos puesto entre paréntesis. De hecho, la tradición manuscrita del pasaje es
segura críticamente, ya que el texto aparece en todos los manuscritos de la obra
de Flavio Josefo. Figura además en todas las versiones, incluso en versiones
árabes anteriores a los manuscritos griegos más usuales, y es reproducido por
Eusebio en su Historia eclesiástica. De otra parte, no cabe duda de que este
escritor judío, que vivía en Roma y escribía a fines de la primera centuria,
tenía que conocer la nueva secta y sus orígenes, aunque procurara silenciarla
como solía hacer con todos los movimientos mesianistas que pudieran excitar el
celo de los dominadores romanos. Es, pues, perfectamente verosímil una alusión
incidental a la persona de Jesús y al movimiento religioso por él iniciado. Al
texto en el que menciona a Santiago el Menor, «hermano de Jesús», no se le
oponen reparos críticos.
En el Talmud (v.) de Jerusalén y en el de Babilonia se recogen muchos
datos deformados de la vida de Jesús, dando interpretaciones sectarias o
irreverentes a sus palabras, pero jamás se niega su existencia histórica. Un
panfleto arameo llamado Tólédót Yeshua (Vida de Jesús) presenta una biografía
caricaturesca, que es, como lo ha caracterizado un crítico moderno, «una
explosión de bajo fanatismo, de sarcasmo odioso y de fantasía grosera» (L. de
Grandmaison, o. c., 1,11). Estas tradiciones talmúdicas fueron redactadas hacia
el s. v, pero recogen otras anteriores, atribuidas a rabinos del s. ti. En el
Talmud de Babilonia se lee:_ «El día señalado para la ejecución, antes de la
fiesta de la Pascua, se suspendió en un patíbulo a Jesús de Nazaret por haber
seducido y engañado a Israel con sus encantamientos». A mediados del s. ii S.
Justino pone en boca de un interlocutor judío, Trifón, unas palabras que
reflejan lo que pensaban entonces los judíos de Jesús: «Jesús, el galileo,
suscitó una secta impía y enemiga de la Ley. Nosotros lo crucificamos. Sus
discípulos robaron su cadáver del sepulcro durante la noche. Y engañan y seducen
a los hombres diciendo que resucitó y subió a los cielos». De todos estos
testimonios se deduce que los judíos de los primeros siglos nunca pusieron en
duda el hecho de la existencia de Jesús. Conocían incluso los Evangelios, a los
que llamaban despectivamente Avengillajón (escrito malo).
d) Datos históricos sobre Jesús en los escritos paganos. El cristianismo
surgió como un fermento que paulatinamente fue invadiendo la sociedad romana de
abajo arriba. Por eso no podemos esperar en los escritores romanos de la
generación apostólica alusiones concretas y explícitas sobre Jesús. Para los
autores romanos de esos años, el movimiento cristiano era una simple secta de
origen judío que carecía del relieve que les llevase a ocuparse de ella. Sólo en
el s. ii, cuando era una fuerza que con su credo religioso podía amenazar los
pilares del Imperio, negando la divinidad del emperador, y proclamando la
fraternidad universal de todos los hombres, los intelectuales romanos se
preocuparon de atacarle. Los impugnadores del cristianismo de mediados del s. ii
-Celso (v.) y los gnósticos (v.)- tratan de desacreditar la persona de Jesús,
pero jamás niegan su existencia histórica, conscientes de que eso hubiera
desacreditado sus argumentaciones. De hecho, los apologistas cristianos que les
salieron al paso -Ireneo, Justino- jamás tuvieron necesidad de entretenerse a
probar el hecho de la existencia histórica de Jesús. Tertuliano, a fines del s.
ii, da con precisión fechas cruciales de la vida de Jesús: n. en el 41 del
reinado de Augusto, m. a la edad de 30 años en el año quintodécimo de Tiberio,
bajo el consulado de Rubelio Gemino y de Rufo Gemino, el 8 de las calendas de
abril, el día de Pascua (Adversus Judaeos, 8). Por su parte, S. Justino,
polemizando hacia el 150 de la Era cristiana con los judíos, en su Apología
dirigida al emperador Antonino Pío y a sus hijos adoptivos, Marco Aurelio y
Lucio Vero, presenta a Cristo nacido hace siglo y medio, en tiempo del censo de
Cirenio (Quirino), en una aldea judía a 35 estadios de Jerusalén, y que fue
crucificado bajo Poncio PilL, o en tiempo de Tiberio; y apela a las actas
oficiales redactadas bajo este Emperador (Apología I pro Christianis, 13,34.46;
35,13.53).
Para conocer los hechos del Imperio romano del s. i sólo disponemos de los
datos de Tácito y Suetonio, que escribieron a principios del s. ii. Pues bien,
Tácito, escribiendo hacia el 116 habla del incendio de Roma por Nerón, afirma
que éste, para disculparse, lo atribuyó a ciertas gentes detestadas por sus
crímenes, a los que se les denomina cristianos: «Af flicti suppliciis christiani,
genus humanum superstitionis novae ac maleficae» (Anuales, III, 15). El nombre
de cristianos lo explica así: «Este nombre les viene de Cristo, al cual, bajo el
principado de Tiberio, el procurador Poncio Pilato había entregado al suplicio;
reprimida por el momento esta detestable superstición, penetró de nuevo no sólo
en Judea, sino aun en Roma, adonde todo lo que hay de vergonzoso y afrentoso en
el mundo afluye y encuentra su clientela» (o. c., 111,15.44). Tenemos aquí unas
indicaciones precisas sobre la persona histórica de Cristo que coinciden con el
marco histórico que dan los Evangelios. Quizá Tácito tomó sus datos de las actas
imperiales, que sabemos manejó con profusión. Así, pues, según Tácito, la nueva
secta tuvo origen en un ajusticiado judío que vivió en Palestina en tiempos de
Poncio Pilato (v.) unos 80 años antes de redactar su obra. Nada de leyendas ni
de mitos surgidos en una era lejana y oscura incontrolable por la crítica
histórica.
Plinio el Joven, amigo de Tácito y gobernador de Bitinia, escribía hacia
el a. 112 al emperador Trajano pidiendo normas para actuar contra los cristianos
acusados en panfletos anónimos. Y describe la conducta de éstos: «tienen
reuniones matinales, cantan en honor de un tal Cristo, al que consideran como
Dios; se comprometen con juramento a no cometer crímenes, hurtos, latrocinios,
adulterios, a no faltar a la fidelidad; se reúnen para comer en comunidad» (Plinii
Secundi, Epistolae, X,96). Y Suetonio parece aludir a Cristo cuándo habla
incidentalmente de la expulsión de los judíos por el emperador Claudio en el
51-52, en estos términos: «Expulsó de Roma a los judíos, los cuales bajo el
impulso de Chresto (impulsore Chresto) han sido una causa permanente de
disturbios» (Vita Claudü, 25,4). Quizá los disturbios provinieron de los judíos
que se revolvían contra la nueva secta de cristianos. En Act 18,3 se alude a un
matrimonio judoo-cristiano expulsado de Roma bajo Claudio en el a. 52.
Éstos son los textos de los escritores paganos romanos de los siglos i y
ii en los que se alude a la persona de Jesús. Son en realidad incidentales, como
conviene a la perspectiva de unos testigos que aún no lo han sido del pleno
desarrollo del nuevo movimiento religioso. Si se conservaran las crónicas
imperiales del s. t seguramente encontraríamos alusiones a los conflictos
locales con las comunidades cristianas, como aparece en la carta de Plinio el
joven.
3. Interpretaciones no cristianas sobre Cristo. Jesús es el gran enigma de
la historia: con su vida heroica, su mensaje trascendente de salvación, su nueva
escala de valores, la proclamación de su divinidad, resulta algo que desborda
todas las analogías con los genios religiosos de la humanidad. Ya S. Pablo decía
que era un «escándalo» para los judíos, y una «locura» para los gentiles (1 Cor
1,23). Por eso, el mensaje evangélico choca con las concepciones del mundo judío
y greco-romano de la época, y, en general, con toda actitud materialista y
racionalista.
Postura judía frente a Cristo. Los contemporáneos de Jesús le acusan de
poseído de un espíritu maligno (Mt 9, 34). Esta interpretación se generaliza en
los primeros escritos judíos: Jesús -dicen- es un mago que funda una secta -los
minim- al margen de la ortodoxia judía. Por eso en el a. 100 el rabino Gamaliel
11 impreca contra los cristianos: «Que los nazarenos y minim (sectarios)
perezcan al instante, que sean borrados del libro de la vida, y no sean contados
entre los justos» (M. J. Lagrange, Le Messianisme chez les Juifs, París 1909,
339). Luego, surge una leyenda denigrante: Jesús es llamado Balaam, hijo de Beor,
y se le apoda el bastardo, porque se le supone hijo ilegítimo de un soldado
romano y de una tal Miriam, de profesión peluquera, casada con un tal Pappos de
Yuddá, el cual llevó ti su supuesto hijo a Egipto para iniciarse en la magia.
Excomulgado por sus maestros, muri-6 en Lydda acusado de hechicero y apóstata,
por haberse proclamado «Hijo de Dios e hijo del hombre». Fue colgado de la cruz,
como blasfemo, impostor y mago a los ata años de edad. Y se cita contra él su
frase: «no he venido a abolir la Ley sino a completarla» (Talmud, trad. Sheabbat,
116). Esta caricatura panfletaria persistió a través de los siglos.
Más tarde Maimónides (v.) considera a Jesús como traidor a su pueblo, pero
estima su mensaje como un medio de dar a conocer al mundo pagano la Ley; y
reconoce que gracias a Cristo la historia de Israel y la Biblia es conocida por
gran parte de la humanidad (Mishna Thorah, XIV,6). B. Spinoza (v.) llama a Jesús
el «mayor de los profetas»; es la «sabiduría de Dios que ha tomado en Cristo una
naturaleza humana» (Tractatus theologico-politici, I,iv, 362). En la
Encyclopaedia Judaica (Berlín 1928-34) se reconoce la superioridad espiritual y
moral de Jesús como profeta. El rabino M. C. G. Montefiore escribe: «Jesús fue
un sucesor auténtico de los grandes profetas anteriores al exilio...» (The
Synoptics, I, Londres 1909, 104). Ésta es la opinión común en el judaísmo
liberal actual.
Los intelectuales paganos frente a Cristo. El cristianismo era considerado
al principio como una secta judía, de ahí que se le involucrara en el odio
general contra el judaísmo, reinante en la sociedad romana (Cicerón, Pro Flacco,
XXVIII,66). Así, Tácito dice de los cristianos que son «enemigos de la raza
humana» (Annales, XV,44.8); se les acusa de fanáticos que llevan una vida oculta
(Epistolae, X,96.8); y Suetonio las califica de «genus humanum superstitionis
maleficae» (Vita Neronis, 16). Esta literatura difamatoria culmina en los
ataques de Celso (v.), que conoce los relatos evangélicos y los deforma para
atacar el cristianismo: el Jesús del Evangelio es -dice- un fracasado, un
desequilibrado mental, y la idea de que sea Hijo de Dios es filosóficamente
inadmisible (Orígenes, Contra Celsum, 1,12; II,31). Por su parte, Porfirio
admira la ascesis de los cristianos y les pone como ejemplo para moralizar la
sociedad romana decadente. Siente admiración por la persona de Jesús, que «era
mortal por la carne, sabio por las obras... Fue santo y se elevó al cielo como
las almas santas» (cfr. Lactancio, Institutiones divinae, IV,13.2: PG 6,484);
pero lo considera inconstante y tímido ante la muerte, lo que no es propio de un
sabio; debió haber predicado a los sabios y no a los ignorantes. Finalmente,
Juliano el Apóstata (v.) se burla de Cristo, «Dios, nacido súbdito del César»
(RE 111,20; PG 82,1120).
Interpretación islámica de la persona de Cristo. Los datos del Corán sobre
Cristo son extravagantes e incoherentes, porque Mahoma (v.) no conoció 'los
Evangelios canónicos, sino los apócrifos. Admite el nacimiento virginal (Corán
3,42.53), y dice de Jesús que es el «Verbo de Dios que arrojó en María; es un
Espíritu que viene de Dios» (Corán 5,169), pero no es un ser divino (Corán
4,169; 19,31), sino el mayor de los profetas antes de Mahoma (Corán 4,156). Su
muerte fue sólo aparente; Dios hizo que los judíos crucificaran a otro parecido
a Jesús; fue llevado al cielo y volverá al fin del mundo para juzgar a los
hombres ante Dios (Corán 43,61). En la tradición islámica primitiva se mantiene
este concepto de Cristo.
Interpretaciones racionalistas. Con el Renacimiento surgió la concepción
antropocéntrica del Universo, y el subjetivismo religioso que culmina en el
protestantismo. Poco a poco se despojará a Cristo de su dimensión divina y se le
relegará a la condición de un superprofeta moralista, transido de profunda
espiritualidad. El deísmo (v.) inglés destaca de su mensaje sólo lo que refleja
la moral natural. Más tarde, los librepensadores de la Ilustración (v.) -Diderot,
Holbach y Voltaire- lanzan un ataque directo contra la persona de Jesús. Las
acusaciones blasfemas de Voltaire son modelo del espíritu sectario, superando
incluso a las de Celso: « Jesús es un paisano de Galilea, más espabilado que sus
compatriotas, y, sin saber leer ni escribir, quiso formar una secta religiosa...
Predicó una buena moralidad, sobre todo la igualdad que adula a la canalla...».
Frente a esta actitud violenta, J. J. Rousseau (v.) habla admirativamente de
Cristo, pero desconociendo su divinidad, y así dice que «el vuelo sublime que
tomó su alma lo elevó siempre sobre los demás mortales, y desde los doce años
hasta expirar en la más infame de las muertes, no se desmintió un momento» (cit.
por L. de Grandmaison, o. c. 11,177). Kant (v.), sistematizando las ideas del
deísmo inglés, dice que sólo importa la fe moral, «de la que Cristo ha sido el
predicador más elocuente y testigo más persuasivo... es el Hombre por
excelencia». En cambio, H. S. Reimarus (v.) califica a Jesús de impostor
político-mesiánico. En plena euforia de la Revolución francesa, Ch. F. Depuis va
más lejos y se le ocurre negar la existencia histórica de Cristo: es sólo la
personificación de un mito astral (cit. por F. Vigouroux, Les livres Saints et
la critique rationaliste, 11, 5 ed. París 1900-09, 353).
También D. F. Strauss, iniciado en las teorías de Schleiermacher (v.), que
proponía un Cristo místico sin consistencia histórica, llegó a negar la realidad
de un Cristo histórico: éste era sólo la conceepción u objetivación del ideal
religioso de la humanidad. Siguiendo las teorías de Hegel, consideró a Cristo
como una simple encarnación de la idea en la historia. Más tarde, admitió la
existencia histórica de Jesús de Nazaret, aunque, según él, fue idealizado y
mitificado por la comunidad cristiana primitiva; y los relatos milagrosos de los
Evangelios serían explicaciones infantiles de la catequesis primitiva cristiana.
Por efecto de las profecías mesiánicas del A. T. se consideró a Jesús como
Mesías; y llevados de sus ansias de salvación los cristianos lo «divinizaron».
Strauss considera, según su teoría, que los relatos evangélicos tienen que ser
de mediados del s. Ii, pues se necesita al menos un siglo para que se vaya
creando el mito de Jesús-Dios, una vez desaparecidos los testigos de su
presencia en la historia. Otro discípulo de Hegel, Baur, supone también que los
Evangelios son del s. Ii (en contra de lo científicamente probado: son
claramente de la segunda mitad del s. I), y que el cristianismo es fruto de una
posición de compromiso entre la' interpretación judía de Cristo, preconizada por
S. Pedro, y la gentilicia de S. Pablo; en realidad, Cristo sería un ideal
místico, un avatar de la Idea en la historia.
Renan (v.) considera a Jesús como el mayor profeta de la historia, puro
hombre que fue divinizado por la admiración de sus discípulos. Llevado -dice- de
una íntima hipersensibilidad religiosa, predicó la Buena Nueva de liberación de
los espíritus en torno a la idea de Dios-Padre. Para ello había que desprenderse
del egoísmo, la sensualidad y la ambición humana, centrando toda la atención en
la vida eterna después de la muerte. Más tarde, meditando los vaticinios
mesiánicos, y bajo la impresión de la predicación del Bautista, llegó a creerse
el Mesías esperado en Israel. Así, en tensión creciente heroica se mantuvo hasta
su trágico desenlace. En escritos posteriores a la Vida de Jesús, Renan declara
que el ideal evangélico es contrario a las apetencias de la naturaleza humana.
El ascetismo basado en una concepción excesivamente sobrenatural del hombre es
contrario a los ideales de la humanidad perfectamente captados, según él, por el
genio helénico. Mejor la sonrisa de Atenea, las caricias de Venus, los encantos
de Apolo que la tragedia del Calvario.
A. Loisy (v.) recoge la interpretación de Renan y Sabatier, insistiendo en
que Jesús, obsesionado con la idea de un fin próximo del mundo, «predicó una
moral de ciudad sitiada, de urgencia en sus radicalismos» (Jésus et la tradition
évangélique, París 1910, 167). A. Harnack (v.) escribe que Jesús fue
«divinizado» por la comunidad anónima cristiana primitiva, meditando en las
profecías mesiánicas del A. T. Jesús no es el fundador de la Iglesia, sino la
ocasión de que surgiera un movimiento espiritualista, que más tarde se organizó
en sociedad jurídica.
Nietzsche (v.) considera a Cristo como la antítesis del ideal de la
humanidad; su doctrina es un «mal mensaje» -Disenvangelio-, una doctrina
quimérica de igualitarismo, de humanitarismo, de dimisión y de decadencia.
Cristo no supo valorar lo positivo de la vida humana, tomando así una actitud
negativa: no encolerizarse, no defenderse, sin iniciativa alguna. H. Gunkel
(v.), por su parte, considera el mensaje cristiano como fruto de un sincretismo
religioso a base del iranismo, budismo, mazdeísmo, pitagorismo, estoicismo e
ideas esotéricas de las religiones de los misterios helénicas, sin tener en
cuenta que tal sincretismo no sólo es contradictorio, sino también físicamente
imposible. Jesús fue un gran profeta que predicó en tiempos de Tiberio un
sentido profundamente religioso de la vida, siendo condenado a muerte por
innovador. Los misterios de la concepción virginal, de la transfiguración y
resurrección de Jesús son creaciones «míticas» de la fe de los primeros
cristianos, que objetivaron sus deseos de salvación a la luz de las esperanzas
mesiánicas del A. T. y de la expectación de los libros apocalípticos judíos,
mezclados con los ritos de salvación del trasfondo helénico (Kyrios-Christos,
Gotinga 1921). Esta hipótesis, ya propuesta por Strauss, todavía será la base de
las teorías desmitificadoras de Bultmann (v.); el Cristo de los Evangelios no es
el Jesús de Nazaret de tiempo de Tiberio, sino el Cristo de la fe, venerado como
Dios en la segunda generación cristiana (R. Bultmann, Die Geschichte der
synoptischen Tradition, Gotinga 1921).
Finalmente, se ha pretendido presentar a Jesús como un simple plagiario
del ideal religioso de los cenobitas de Qumrám (v.), pertenecientes a una secta
espiritualista de tipo esenio, a orillas del mar Muerto; afirmación carewe de
todo sentido, incluso historiográfico, pues las analogías afectan sólo al fondo
común judío del mensaje cristiano, y no a lo específico del mensaje evangélico
neotestament3rio (M. García Cordero, Los descubrimientos del desierto de Judá y
los orígenes del cristianismo, «Ciencia Tomista», 1958, 59-137; J. M. Casciaro,
Los manuscritos del Mar Muerto, «Nuestro Tiempo» III, n° 28, oct. 1956, 42-50).
En general, todos estos autores, racionalistas, al partir del a priori de negar
lo sobrenatural y lo milagroso, se ven forzados a deformar los datos e incluso
los hechos históricos comprobados.
BIBL.: Entre las Vidas de Jesús hay que mencionar (orden alfabético de autores; se cita última edición, hasta la fecha, en castellano): P. BERTHE, Jesucristo, su vida, su pasión, su triunfo, Buenos Aires 1943; J. M. BOVER, Vida de Nuestro Señor Jesucristo, Barcelona 1956; R. L. BRUCKBERGER, La historia de Jesucristo, Barcelona 1966; J. M. CABODEVILLA, Cristo vivo, 5 ed. Madrid 1971; L. CRISTIANI, Jesucristo, Hijo de Dios, Salvador, Bilbao 1944; A. FERNÁNDEZ, Vida de Jesucristo, 2 ed. Madrid 1954; L. C. FILLION, Vida de N. S. Jesucristo, 8 ed. Madrid 1966; A. GOODIER, Vida pública de N. S. Jesucristo, 2 vol., Buenos Aires 1947; J. GUITTON, Jesús, 2 ed. Madrid 1965; W. HOLE, Vida de N. S. Jesucristo, Madrid 1941 (reproducción de láminas, que recogen los datos históricos, arqueológicos, etc.); J. JOMIER, La vida del Mesías, Barcelona 1966; J. LEBRETON, La vida y doctrina de Jesucristo, 4 ed. Madrid 1959; J. PREZ DE URREL, Vida de Cristo, 5 ed. Madrid 1966; F. PRAT, Jesucristo: su vida, su doctrina, su obra, 2 ed. México 1948; G. RICCIOTTI, Vida de Jesucristo, 8 ed. Barcelona 1963; D. Rors, Jesús en su tiempo, Barcelona 1954; F. J. SHEEN, Vida de Cristo, 5 ed. Barcelona 1968; C. VERSCHAEVE, Jesús, el Hijo del hombre, Barcelona 1959; F. M. WILLAM, Vida de Jesús en el país y pueblo de Israel, 4 ed. Madrid 1954. Un intento de elenco de las vidas de Cristo publicadas a lo largo de la historia puede verse en: A. MICHEL, Jésus-Christ, en DTC 8,1408-1411; R. AIGRAN, en Christus, Madrid 1962. Estudios históricos, apologéticos, exegéticos y críticos más importantes, sobre cuestiones particulares y de conjunto: M. J. LAGRANGE, Le judaisme avant Jésus-Christ, 2 vol., París 1935; J. BONSIRVEN, Le judaisme palestinien au temps de Jésus-Christ, 2 vol., París 1935; P. HEINISCH, Cristo, el Mesías, en el A. T., Barcelona 1966; VARIOS, La Venu du Messie, Tournai 1962; V. HOLZMEISTER, Chronologia Vitae Christi, Roma 1933; D. Rors (dir.), Las fuentes de la vida de Jesús, Andorra 1963; F. CEUPPENs, Theologia bíblica, III, De Incarnatione, 2 ed. Turín 1950; L. CERFAUX, Jesús en los orígenes de la Tradición, Bilbao 1970; J. HUBY, El Evangelio y los Evangelios, Buenos Aires 1949; M. J. LAGRANGE, El Evangelio de N. S. Jesucristo, 2 ed. Barcelona 1942 (hay ed. francesa de 1954); J. LEAL, Valor histórico de los Evangelios, 3 ed. Granada 1956; L. FILLION, Les miracles de N. S. Jésus-Christ, París 1909-10; P. BENOIT, La divinité de Jésus dans les Évangiles synoptiques, «Lumiére et vie» n° 9 (abr. 1953) 43-74; R. GUARDINI, La imagen de Jesús, el Cristo, en el Nuevo Testamento, Madrid 1967; íD, Realidad humana del Señor, Madrid 1960; J. ROSANAS, Cristo-Dios, Buenos Aires 1954; B. ALLO, El escándalo de Jesús, Buenos Aires 1949; P. BuISSE, Jesús ante la crítica, Barcelona 1930; F. M. BRAUN, Oú en est le probléme de Jésus?, BruselasParís 1932; M. LEPIN, Le probléme de Jésus, París 1936; J. GuITTON, El problema de Jesús, Madrid 1960; M. GARCíA CORDERO, Jesucristo como problema, Madrid-Salamanca 1961; W. TRILLING, Jésus devant l'histoire, París 1968; F. CANTERA, La cuestión de Jesús en el judaísmo moderno, «Sefarad» 6 (1946) 143-161; J. LEBRETON, Jésus-Christ, en DB (Suppl.) IV,966-1073; M. LEPIN, Jésus Messie et Fils de Dieu, París 1910; L. DE GRANDMAISON, Jesucristo, su persona, su mensaje, sus pruebas, 2 ed. Barcelona 1944; J. M. PONCE DE LEóN, Jesús, Legado divino, 2 ed. Buenos Aires 1942; J. LEAL, Jesucristo Dios y hombre, 2 vol., Granada 1942; J. ASENslo, Jesucristo, Profecía y Evangelio, Bilbao 1954; CH. PESCH, De Christo Legato divino, Friburgo Br. 1924; H. DIECKMANN, De Revelatione christiana, Friburgo Br. 1930; R. GARRIGOu-LAGRANGE, De revelatione, 5 ed. Roma 1950; K. ADAM, Jesucristo, 5 ed. Barcelona 1967 (11 ed. en 1945, con el título Jésus Christus); A. LANG, Teología fundamental, 1, La misión de Cristo, Madrid 1966.
M. GARCÍA CORDERO.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991