JERÓNIMO, SAN
Eusebius Hieronyrnus (ca. 347-420), el más docto de los Padres latinos y el
mayor erudito de su tiempo («vir trilitiguis»); declarado por Bonifacio VIII
Doctor de la Iglesia (20 sept. 1295). Se celebra su fiesta el 30 septiembre.
Vida. Él mismo narra en sus escritos que nació en Stridon, población
situada cerca de la frontera de Dalmacia y Panonia (cfr. De Viris illustr. 135:
PL 23,755). No es posible situar con certeza este lugar, ya que en vida del
mismo J. había sido destruido por los godos. Sólo quedaban los bosques que
invadían la antigua ciudad, dice en el comentario al profeta Sofonías (cfr. In
Sopli. 1,2: Corpus Christianorum LXXVI A,658). En ocasiones es conocido como
dálmata. La fecha de su n. se sitúa en torno al 345, según dos referencias un
tanto divergentes. En el comentario a Habacuc afirma: «cuando era todavía joven
(puer) y me ejercitaba en el estudio de la gramática» murió Juliano el Apóstata
(cfr. In Abac. 11,3: Corp. Christ. LXXVI A,654). Habiendo muerto Juliano (v.) en
el 363 no es posible colocar la fecha de n. más allá del 345. En cambio, en una
carta dirigida a S. Agustín le llama «hijo por la edad, padre por la dignidad» (cfr.
Cartas 105,5: 11,181; citamos según la edición bilingüe de D. Ruiz Bueno, o. c.
en bibl.). Si S. Agustín n. en el 354 hay que pensar en una diferencia de edad
de cerca de diez años para que se justifique esta expresión.
La familia de J. era cristiana y bastante acomodada ya que pudieron darle
una buena formación. Tuvo un hermano, Pauliniano, que le acompañó cuando se
retiró a Belén y fue ordenado presbítero en circunstancias curiosas. Tuvo
también una hermana que le creó dificultades y que luego, vuelta al buen camino,
el mismo J. recomendó a algunos miembros del clero de Aquileia (cfr. Cartas,
6,2; 7,4: 11,54,58).
Hizo sus primeros estudios en su propia casa al cuidado del maestro
Orbilio. Marchó luego a Roma para cursar los estudios liberales de la época:
gramática, retórica, filosofía, derecho. Los años de su vida en Roma pueden
situarse entre el 359 y 367 (seguimos en lo fundamental la cronología
establecida por F. Cavallera, o. c. en bibl.). Los años de su vida estudiantil
en Roma debieron de ser un tanto ligeros. Más tarde lamentará el tiempo de su
juventud, aunque no tenemos idea clara de la vida que llevó durante este tiempo
en Roma. Estudiaban con él sus compatriotas Rufino y Bonoso y el noble romano
Pammaquio. Rufino y Pammaquio intervendrán después en uno de los más graves
conflictos de su vida. En Roma recibe el Bautismo de manos del papa Liberio. De
la seriedad de su formación da muestras su ingente producción literaria.
Terminados sus estudios en Roma, emprende un viaje a Tréveris (367-368).
Es ya un apasionado cultivador de las letras cristianas. Él mismo dice que copió
allí el comentario a los Salmos y otro extenso libro de S. Hilario (v.) sobre
los Sínodos (cfr. Cartas, 5,2: 1,51 ss.). Se retira luego a Aquileia, hasta el
374. Con algunos amigos, entre ellos Rufino, lleva vida monacal hasta que «un
súbito torbellino» dispersa al grupo. No sabemos lo que pasó, pero dado el
temperamento de J. se puede pensar en algún conflicto serio con gentes de la
ciudad.
En Oriente (374-382). Abandona Aquileia en el 374 y se dirige a Oriente.
Atraviesa Tracia, Ponto, Galacia, Capadocia y Cilicia y llega exhausto y enfermo
a Siria, donde le acoge y atiende su amigo Evagrio (cfr. Cartas, 3,3: 1,44 ss.).
Repuesto de su enfermedad se retira al desierto de Calcis, no lejos de la actual
Alepo. Varias de sus primeras cartas fueron escritas desde aquella «inmensa
soledad que, abrasada por los ardores del sol, ofrece horrible asilo a los
monjes» (cfr. Cartas, 22,7: 1,163). Pasó en el desierto unos dos años (375-377)
sometiéndose a austera penitencia, según narra en la citada carta 22 dirigida a
la virgen Eustoquia. En el desierto se inicia en el estudio del hebreo.
De esta época es también el sueño que narra en la carta 22,30 (cfr.
Cartas, 1,191-193). Enfermo y en estado febril se ve ante el tribunal de Dios,
quien le pregunta quién es. Responde que un cristiano. «Mientes, le dice el Juez
supremo, ciceroniano eres, no cristiano.» Toma luego la decisión de no leer más
los libros de los escritores paganos. Este episodio muestra su pasión por la
literatura clásica; y es utilizado contra él por Rufino, en los años de dura
polémica entre los dos, acusándole poco menos que de perjuro (cfr. Rufino,
Apologia contra Hieronymum 11,8: Corp. Christ. XX,89 ss.).
Durante su estancia en el desierto de Calcis se vio implicado en la
espinosa cuestión del cisma de Antioquía. Melecio (v.) era el obispo de
Antioquía, antes había sido semiarriano y, desde su consagración, ortodoxo. Le
combatían Paulino, católico, y Vital, apolinarista. La lucha se entabló
principalmente entre Melecio y Paulino, seguido por un pequeño grupo de fieles,
reconocido por los egipcios y por los occidentales (cfr. FlicheMartín,
111,265-274; 448 ss.). Los monjes donde vivía J. estaban divididos en dos
facciones, unos en favor de Melecio y otros de Paulino. J. escribe al papa
Dámaso para saber a qué atenerse (cfr. Cartas 15 y 16: 1,83-90); la respuesta,
sin embargo, no llega. Exasperado por las luchas entre los monjes, abandona el
desierto y se refugia en Antioquía junto a su amigo Evagrio que había
intervenido en el cisma como emisario de Dámaso y que apoya decididamente a
Paulino. J. es también favorable a Paulino.
Por esta época, instado por Evagrio (v.), J. se deja ordenar presbítero
por Paulino; pone, no obstante, la condición de que se le permita seguir la vida
monástica. No va a ejercer, o solamente algún tiempo, el ministerio sacerdotal.
Cuando se encuentre luego en Belén, S. Epifanio ordenará a su hermano Pauliniano
de presbítero, justificando su proceder en que J. y otro presbítero se negaban
por humildad a celebrar los sacrificios litúrgicos (cfr. Cartas 51,1: 1,388 ss.).
Es probablemente en este tiempo cuando entra en contacto con Apolinar de
Laodicea (v. APOLINARISMO), cuyas lecciones escucha y de quien se considera
deudor en el conocimiento de la S. E. (cfr. Cartas, 84,3: 11,12). Su permanencia
en Antioquía debió durar del 377 al 379.
Por el 379 está J. en Constantinopla. En esa fecha todavía no se habían
extinguido allí las luchas provocadas por el arrianismo. S. Gregorio Nacianceno
(v.) ocupaba la sede patriarcal; J. aprovecha su estancia en esta ciudad y sigue
de cerca a este gran orador y maestro. Estando en Constantinopla se celebró el
Concilio del a. 381 (v.), durante el cual tuvo ocasión de trabar contacto con
los grandes personajes de la época, entre otros Gregorio Niseno (v.) y Pedro de
Sebaste, hermanos de S. Basilio (v.). Escribe entonces un breve estudio sobre el
capítulo sexto de Isaías (cfr. In Is. 6,1: Corp. Christ. LXX111,84), que
hallamos recogido en su correspondencia (Cartas, 18 A y B: 1,94-119) y que está
dedicado al papa Dámaso, aunque la dedicatoria pudo ser posterior. El interés y
culto de J. por Orígenes (v.) debe remontar, al menos, a esta época, pues en
Constantinopla traduce ya varias homilías suyas.
En Roma (382-385). Al año siguiente está ya en Roma acompañando a S.
Epifanio (v.) y a Paulino, obispo de Antioquía. Epifanio se hospeda en la casa
de la noble matrona romana Paula que trata a los tres con extremas atenciones (cfr.
Cartas 108,6: 11,257 s.). En la primavera siguiente (383) los dos obispos dejan
Roma y él se queda en la ciudad eterna al servicio del papa Dámaso. La relación
entre Dámaso (v.) y J. fue íntima y profunda. El Papa utiliza los servicios de
J. y frecuentemente le insta a que le haga aclaraciones sobre textos y
cuestiones bíblicas. La estancia en Roma es breve, no dura más de tres años. Sin
embargo, es un periodo importante que señala un punto decisivo en su vida. J.
tiene ya unos 40 años. Su formación es óptima. En esta época comienza su labor
de revisor de los textos bíblicos y de gran escritor. Da principio entonces un
trabajo intenso que durará hasta el final de su existencia.
El ideal de vida monástica que le había ilusionado desde su estancia en
Aquileia, de vuelta de Tréveris, se muestra en Roma con nuevas facetas. Entra en
contacto con varios grupos de la nobleza romana, particularmente con nobles
damas de acendrado espíritu cristiano y de no desdeñable cultura. Son muchos los
nombres que aparecen en su correspondencia: Paula y sus hijas Eustoquia y
Blesilla, Marcela, Asela, Fabiola, Principia, Furia, Lea, etcétera. Las cartas
del epistolario no sólo son una fuente preciosa de informaciones sobre su vida,
sino que desvelan el alma apasionada y tierna de este hombre que la virulencia
de otros escritos pudiera oscurecer. En torno a él fue formándose en Roma un
grupo de personas que escuchaban sus lecciones sobre la S. E. y al que va
orientando hacia el ideal de vida ascética y virginal. Sus frecuentes visitas. a
las moradas nobles del Aventino no dejaron de llamar la atención de los enemigos
que se había ido creando. Las críticas que hacía de la vida del clero romano no
eran para dejar indiferente a cualquiera. En vida del papa Dámaso no parece que
la tempestad haya tenido demasiada violencia, pero una vez muerto se desató con
fuerza. Ya en el entierro de Blesilla, ioven viuda hija de Paula, había gentes
que murmuraban al ver el dolor de la madre: «La pobre se duele de que la hayan
matado a puros ayunos a su hija y no haya logrado nietos siquiera de un segundo
matrimonio. ¡Casta detestable de monjes! ¿A qué se espera para echarlos de la
urbe, o cubrirlos de piedras o precipitarlos en las olas? Han seducido a esta
pobre matrona...» (cfr. Cartas 39,6: 1,294). El último párrafo de esta carta,
escrita a Paula, es de una belleza y grandeza incomparable: «Un recuerdo eterno
compensará el breve espacio de su vida. La que ahora vive con Cristo en los
cielos, vivirá también en la boca de los hombres. Pasará también la edad
presente, seguirán siglos que están aún por venir y juzgarán sin amor ni odio:
su nombre será puesto entre los de Paula y Eustoquia. Jamás ha de morir en mis
libros» (i6. 296).
De esta época, probablemente del 384, es el tratado De conservanda
virginitate, escrito a modo de carta a Eustoquia. Más adelante Rufino lo
criticará sin piedad (cfr. Apol. contra Hieronymum 11,5: Corp. Christ. XX,
86-87). Le achaca que, por lo extremoso de sus puntos de vista sobre la
virginidad y sobre la ascesis cristiana, los paganos se regocijaban. El, según
Rufino, había llenado de infamia el nombre cristiano. Muerto S. Dámaso en el
384, la situación de J. en Roma se hace insostenible. Los odios acumulados
contra él explotaron violentamente: Se tacha de deshonesto y de embustero al que
«antes de conocer la casa de la santa matrona Paula, toda la ciudad estaba
unánime en rendir acatamiento. A juicio poco menos que de todos, se le juzgaba
digno del sumo sacerdocio. Su palabra era boca de Dámaso...» (cfr. Cartas, 45,3:
1,315). Al año siguiente abandonará definitivamente la ciudad eterna.
En Roma realizó una seria labor literaria. Es de esta época su tratado
Adversus Helvidium. De Mariae virginitate perpetua (PL 23,194-216). Lo más
importante fue, sin embargo, la revisión del Nuevo Testamento y del Salterio a
tenor del texto griego.
En Belén (385-420). En el 385 parte de nuevo para Oriente. Se detiene en
Salamina de Chipre con su amigo Epifanio; meses después llegan allí Paula y su
hija Eustoquia y su séquito (cfr. Cartas, 108,6-7: 11,258). Juntos visitan
detenidamente los Santos Lugares; llegan luego hasta Egipto, donde se
entretienen con los monjes del desierto. En Alejandría, J. traba contacto con
Dídimo el Ciego (v.), origenista y reconocido gran maestro (cfr. Cartas, 84,3:
11,12); al año siguiente (386) fija definitivamente su morada en Belén. Paula
construye allí dos monasterios para mujeres, que ella misma dirige, y uno para
hombres, al frente del cual se pone Jerónimo; edifica igualmente una hospedería
para los peregrinos.
J. vivirá más de 30 años en esta soledad, y no se moverá ya hasta su
muerte. Va a ser una etapa de intenso trabajo que ni las penalidades ni los
achaques de la edad podrán frenar. Lejos del mundo, se vio metido en todas las
grandes discusiones y polémicas que agitaron la cristiandad en aquella época. A
Belén llegaban incesantemente peregrinos que le traían noticias recientes y
cartas de los más importantes personajes de entonces.
Polémica antiorigenista. Pocos años después de su llegada a Belén la
polémica antiorigenista, mantenida desde hacía tiempo por S. Epifanio, llegó a
su grado más alto de tensión. El fervor origenista de J. debió de enfriarse ya
en los contactos con su amigo Epifanio, ya que en el 393 llegó a Jerusalén un
tal Artabius, de los círculos de Epifanio, que solicitó de J. y de Rufino una
confesión antiorigenista. Rufino, que vivía en un monasterio construido por la
romana Melania en Jerusalén, se negó a recibirle, pero J. aceptó la propuesta de
Artabius. Algún tiempo después, el mismo S. Epifanio va a Jerusalén. Juan, el
obispo de la ciudad, y Rufino no le acogen con demasiada simpatía. Tiene lugar
entonces la citada ordenación de Pauliniano que irrita al obispo de Jerusalén
por ser hecha sin su autorización. Epifanio escribe a Juan una carta
explicándole cómo fue la ordenación y haciendo veladas acusaciones de
origenismo. J. Tradujo esta carta, a ruegos de un amigo, pero se difundió y
sirvió para acrecentar la tensión entre él y el obispo Juan y Rufino. El obispo
toma medidas y hasta obtiene un decreto, apoyado por la autoridad imperial, de
destierro para J. y sus monjes (cfr. Cartas 82,10: 1,815 ss.); afortunadamente
éste no se llevó a efecto. J. escribe un opúsculo virulento, citado en otra obra
suya, Contra Johannem Hierosolymitanum (PL 23,371-412). La intervención del
patriarca de Alejandría, Teófilo, parece lograr una calma momentánea. En la
Pascua del 397, en una celebración litúrgica, tiene lugar la reconciliación
entre J. y Rufino. La paz, sin embargo, no va a durar mucho.
Poco tiempo después Rufino vuelve a Roma, donde es tratado con
consideración y estima. A ruegos de un amigo hace una traducción de la obra de
Orígenes Peri archon, elimina de su traducción los puntos de la doctrina
origenista no conformes con la fe. Justifica su proceder basándose en el
supuesto de que un hombre del talento de Orígenes no podía contradecirse como le
parece ver en las doctrinas heterodoxas del Peri archon, que atribuye a herejes
que habrían corrompido la obra original. Además, ya otros traductores de
Orígenes habían hecho lo mismo; no nombra a J., pero no hay duda de que se
refiere a él (cfr. De adulteratione librorum Origenis, Corp. Christ. XX,7-17, y
Praefationes in libros Origenis, ib. 245-247). Dos amigos de J. le ponen sobre
aviso de que había sido puesto en evidencia de forma que consideraban injusta:
«Por cierto -le dicen- que muy sutilmente en la prefación a la obra, hizo el
intérprete mención, sin nombrarte, de tu santidad, afirmando que lleva a cabo la
obra por ti prometida y dando a entender, de soslayo, que tú sientes de la misma
manera. Limpia, pues, las sospechas de la gente y refuta al que te acusa, no sea
que, si disimulas, des la impresión de que asientes» (cfr. Cartas 83: 1,820).
En un momento en que las relaciones entre Rufino y J. se habían suavizado,
la indiscreción, echando leña al fuego, de estos amigos de J., Pammaquio y
Océano, es manifiesta. La respuesta de J. no se dejó esperar. Escribe un
opúsculo, que envía a los dos en forma de carta, en el que fustiga duramente a
Rufino y rebate otros rumores que circulaban acerca de él (cfr. Cartas 84:
11,7-25). Rufino, por su parte, escribe primero una Apologia ad Anastasium
Romanae urbis episcopum (cfr. Corp. Christ. XX,25-28), en la que hace una sólida
confesión de fe cristiana y se defiende de las acusaciones de origenismo. Dos
años más tarde (401), vuelve sobre lo mismo de manera más amplia en su Apologia
contra Hieronymum (cfr. Corp. Christ. XX,37-123). En esta apología no solamente
rebate al origenismo, sino que ataca despiadadamente a J. utilizando todos los
puntos débiles que los escritos y vida de J. le ofrecían. En el mismo año
escribe J. su Apologia adversus libros Rufini (cfr. PL 23, 415-514), en la que
con no menos vigor responde a Rufino. Al mismo tiempo hace una traducción
literal del Peri archon, con la intención de poner en evidencia los errores de
la obra de Orígenes. El espectáculo que estos dos hombres, de fe ortodoxa,
ofrecieron al mundo cristiano fue lamentable. El mismo S. Agustín se confiesa
abrumado ante la situación: «Te confieso -escribe en una carta a J.- haber
sentido profundo dolor de que tamaña calamidad de discordia haya podido darse
entre personas tan caras y familiares, unidas por un lazo de amistad que era
conocidísimo de casi todas las iglesias» (cfr. Cartas 110,6: 11,312).
Los personajes en los que depositó su confianza J. no fueron ciertamente
los más indicados para serenar y equilibrar su espíritu eruptivo. S. Epifanio de
Salamina rayó a veces el fanatismo en su actitud antiorigenista. El patriarca de
Alejandría, que medió en el conflicto origenista y que hartas veces figura en la
correspondencia de J., fue un personaje avieso e intrigante; más tarde, se haría
célebre por su intervención en la condena y destierro de S. Juan Crisóstomo,
cometió atrocidades contra los monjes de Egipto so capa de defensor de la
ortodoxia; y es triste ver a J. alabar su celo como defensor de la fe, aunque se
ignora si conoció realmente lo sucedido en Egipto. Sus amigos romanos, los que
le tenían informado de lo que ocurría en Italia, no escapan a la sospecha de
incitadores del ánimo inflamable del solitario de Belén; la versión que le
dieron de las alusiones de Rufino a J. en la cuestión de la traducción de
Orígenes es manifiestamente parcial.
Las relaciones de J. con-S. Agustín remontan al 394 ó 395. Agustín le
escribía pidiéndole aclaraciones sobre cuestiones varias, en particular de
algunos textos bíblicos comentados por J.; son varias las cartas que se
conservan de esta primera época, algunas debieron de perderse; J. respondió en
ocasiones con brevedad. Estaba molesto con Agustín porque alguna carta en la que
objetaba la interpretación dada por , J. al conflicto de Antioquía entre S.
Pedro y S. Pablo (cfr. Gal 2,11-14) se difundió, con alegría de los no pocos
enemigos de J.; y esta carta llegó luego a manos de J. por caminos indirectos,
provocando una vez más su enojo. Su respuesta la encontramos, finalmente, en la
carta 105 (cfr. Cartas 11,176-181), en la que da rienda suelta a su mal humor.
Las relaciones posteriores entre estos dos hombres fueron mucho más cordiales, y
con buen sentido. La correspondencia posterior dura hasta la muerte de 1. y es
una muestra de ello. Nunca se habían visto, pero se apreciaron profundamente.
Polémica antipelagiana. En los últimos años de su vida tuvo que intervenir
todavía en otra polémica no menos grave. S. Agustín, ca. 412, había comenzado su
lucha contra las doctrinas pelagianas en el norte de África. En los escritos de
J. se hacen frecuentes alusiones a las tesis pelagianas sobre la gracia y el
libre albedrío. Pelagio (v.) había vivido anteriormente en Palestina y se había
relacionado con los medios monásticos de Belén. Volvió a Roma y se refugió más
tarde en Cartago, donde S. Agustín saldría al paso de sus errores. Luego fue a
Palestina, donde provocó un grave conflicto; J. apreció inmediatamente los
errores de sus doctrinas. Ya en el prólogo al cuarto libro de Ezequiel, escrito
hacia el 412 (cfr. Corp. Christ. LXXV,225), se refiere a la nueva herejía, lo
mismo que en el comentario al primer libro de jeremías del 414 (cfr. Corp.
Christ. LXXIV, 1-2). Pero es en la carta 133 (a. 415)), dirigida a un tal
Ctesifonte, donde intenta una refutación del pelagianismo, aunque no muy
afortunada (cfr. Cartas, 11,735-756).
En ese mismo año se reunió un sínodo donde 14 obispos de Palestina
trataron la cuestión del pelagianismo. Pelagio, con sutileza, logró evitar una
condena. Pero Palestina, una vez más, se hallaba dividida entre pelagianistas y
antipelagianistas; y J. se halló de nuevo en medio del conflicto, hasta el punto
de que un motín popular llevó al saqueo e incendio de los monasterios de Belén.
Un diácono fue asesinado y J. logró salvarse refugiándose en una torre; los
mismos monasterios femeninos sufrieron la devastación (cfr. S. Agustín, De
gestis Pelagii, PL 44,66). El papa Inocencio l escribe a J. lamentando lo
ocurrido y mostrando su imposibilidad de sancionar al responsable porque nadie
le ha comunicado su nombre. Escribe al mismo tiempo a Juan, obispo de Jerusalén,
amonestándole con severidad por no haber evitado tales acontecimientos (cfr.
Cartas, 135-137: 11,758760) (v. t. PELAGIO Y PELAGIANISMO).
Los últimos años de su vida transcurrieron en su retiro de Belén entregado
a sus trabajos literarios. Su correspondencia le muestra apesadumbrado por la
muerte de personas que le habían sido caras. A la noble matrona romana Paula,
muerta ya en el 404, le dedicó una conmovedora oración fúnebre que tituló
Epitaphium Sanctae Paulae (cfr. Cartas, II,245-298). Más tarde, por el 418 ó
419, murió también la virgen Eustoquia; escribiendo a Alipio y a Agustín se
lamenta por esta última desaparición. Su vida se extinguió ca. 419-420 en Belén.
Valoración. Como escritor, J. destaca entre sus contemporáneos y es, con
sus luces y sombras, uno de los occidentales que más han influido en la
literatura cristiana posterior. Sus conocimientos lingüísticos le prestaron una
ayuda incomparable para su labor; además del latín, conocía óptimamente el
griego, hebreo y arameo. S. Agustín instaba en una ocasión a J. a que abandonara
su labor de traducción del A. T. y se dedicara a verter al latín obras
cristianas orientales desconocidas en Occidente; le preocupaban también las
dificultades prácticas que iba a causar la nueva versión de J. entre las gentes
habituadas al antiguo texto bíblico (cfr. Cartas, 104,4-6: II,174-176); J. le
responde atinadamente en su carta 112 (cfr. Cartas, II,344-348). Las mentes más
claras de su época, incluso el mismo S. Agustín, llegaron, finalmente a valorar
en toda su importancia la obra impresionante emprendida por Jerónimo. Acerca de
su labor como traductor y revisor de los textos bíblicos, V. BIBLIA VI, 3.
En su correspondencia epistolar muestra dos facetas diferentes. Adolece
muchas veces de un cierto retoricismo que lo hace frío y convencional,
probablemente influencia de su formación académica. En la correspondencia de los
últimos decenios de su vida, en cambio, o cuando escribe bajo la presión de
situaciones que le afectan personalmente, encontramos un J. espontáneo y, en
tantas ocasiones, apasionado. En sus cartas a los amigos íntimos redacta páginas
inolvidables por su ternura.
Obras. Además de su labor como traductor de la S. E., que culmina en la
Vulgata (v. BIBLIA VI, 3), no es menos importante su exégesis; escribió
comentarios a muchos textos bíblicos que constituyen una buena parte de su obra.
Su exégesis tiende a la interpretación alegórica, aprendida sin duda de los
orientales y particularmente de Orígenes, tendencia que abandona en los últimos
años de su vida: Orígenes va quedando muy lejos y su influjo desaparece.
Hallamos entonces una exégesis más sólida y objetiva, como la que hace de Isaías
(a. 408-410) o de Ezequiel (410-414), El comentario inacabado a Jeremías,
comenzado en el 414, es el más personal y de mayor nivel crítico. Del A. T.
comentó los profetas. Tiene además un breve comentario a los Santos, un libro de
cuestiones sobre el Génesis y un comentario al Eclesiastés. Del N. T. comentó
algunas cartas de S. Pablo: Filemón, Gálatas, Efesios, Tito, y el Evangelio de
Mateo.
Hemos citado ya varios de sus escritos antiheréticos y polémicos, contra
Helvidio, contra Juan, obispo de Jerusalén, contra Rufino y contra los
pelagianos. Escribió además Altercatio luciferiani et orthodoxi del 378
probablemente, Adversus Iovinianum (393-394), Contra Vigilantium (406). Tenemos,
finalmente, otros como la Vita Pauli monachi (397-398), la Vita beati Hilarionis
(390-391). Tradujo el Chronicon de Eusebio de Cesarea y lo completó en el
380-381; finalmente el De viris illustribus (392-393); V. t. PATRóLOGOS 1.
BIBL.: Ediciones completas: ERASMO, Opera omnia divi Eusebü Hieronymi Stridonensis, 9 vol., Basilea 1516-20; D. VALLARSI, S. Eusebii Hieronymi Stridonensis Presbyteri opera, 11 vol., Verona 1734-42: hizo luego otra ed., igualmente en 11 vol., Venecia 1766-72, que sirvió para la ed. de la Patrología Latina de J. P. MIGNE, París 1845-46, vol. 22-30; en 1958 se comenzó la nueva gran edición de las obras de J. en el Corpus Christianorum de Turnhout, Bélgica; han sido ya editadas todas las obras exegéticas; en castellano se han editado sus cartas: D. RUIZ BUENO, Cartas de S. Jerónimo, 2 vol., Madrid 1962.
MIGUEL ÁNGEL R. PATÓN.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991