Jerarquía Eclesiástica I. Teología.

    I. Nociones generales. 2. Institución divina de la jerarquía eclesiástica. 3. Vigencia histórica de la jerarquía en la Iglesia. 4- Funciones de la jerarquía. 5. Conclusión y remisiones.
     
      1. Nociones generales. Jerarquía significa etimológicamente «sagrado principado» (i= p h
      Jerarquía dice estrecha relación con el sacramento del Orden (v.), puesto que los ministerios no se confieren en la Iglesia mediante mero nombramiento, sino por la comunicación del Espíritu mediante la imposición de manos en un contexto sacramental; en todo caso, cuando alguien es elegido o nombrado para un determinado grado jerárquico, ha de recibir el orden sagrado correspondiente. Teólogos y canonistas suelen distinguir J. de orden y J. de jurisdicción (v. Ii). La primera comprende los grados jerárquicos recibidos mediante el sacramento del Orden: episcopado, presbiterado y diaconado; es de institución divina (cfr. Denz.Sch. 1776). La J. de jurisdicción es más amplia: comprende el supremo pontificado del Papa y la jurisdicción episcopal -que son de institución divina: Denz. 3053-3058- y también los cargos eclesiásticos que, con jurisdicción más o menos amplia, son de institución eclesiástica, como patriarcas, arzobispos, etcétera, e incluye también la J. de orden. La J. de orden y la de jurisdicción de institución divina es inmutable, la Iglesia no puede cambiar, como es obvio, la sustancia de los sacramentos (cfr. Denz.Sch. 1699,1728, 3556,3857); no así la J. de mera jurisdicción de origen eclesiástico: por razones pastorales, es decir, para la mayor eficacia de la J. de orden, ha sufrido diversas modificaciones, según lugares y tiempos (v. II, 1-3). Dada la diversidad escalonada de los varios ministerios eclesiásticos y la superioridad y distinción de todos ellos con respecto a la función eclesial de los laicos (v.), ofrecen cierta analogía con los ordines sociales de la organización social civil. Esta analogía ofrece, sin embargo, profundas diferencias, basadas en la radical originalidad de la Iglesia; todas ellas están condicionadas por el hecho de que las autoridades eclesiales actúan en nombre de Cristo (cfr. 2 Cor 5,20) en orden a un fin sobrenatural (1 Cor 4,1): la edificación del Cuerpo de Cristo. Mayor analogía existe entre esta J. y la de Israel en el A. T., pero las diferencias son proporcionales a las existentes entre la sinagoga y el nuevo Pueblo de Dios.
      2. Institución divina de la Jerarquía eclesiástica. La J. viene exigida por la naturaleza misma de la Iglesia (v.), tal como fue instituida por Cristo: espiritual y encarnada, visible e invisible, con proyección escatológica y realizándose en el tiempo. A pesar de las profundas diferencias ontológicas entre el misterio de la Encarnación (v.) y el misterio de la Iglesia, se da entre ambos una fecunda analogía, ya valorada por la enc. Mystici Corporis y de nuevo por el Vaticano 11: «En virtud de una analogía no carente de valor, se asemeja (la Iglesia) al misterio del Verbo encarnado. Porque así como la naturaleza asumida sirve al Verbo de Dios como un instrumento vivo de salvación unido a él de manera indisoluble, de forma similar la estructura social de la Iglesia sirve al Espíritu de Cristo para acrecentar el cuerpo» (Lumen gent., 8). La Iglesia, portadora de los sacramentos y medios de salvación, es el signo eficaz de la presencia salvífica de Cristo en el mundo hasta la consumación de los siglos (cfr. ib. n° t). Así como Cristo realizó nuestra redención en cuanto que fue Dios y hombre (cfr. S. Tomás, Contra gentes, lib. 4, cap. 74), así también la Iglesia por él instituida, continuadora de su misión, no es mera ideología o mera comunión: tiene una dimensión social, encarnada, llamada a ser medio de salvación sobrenatural para cada hombre completo -alma y cuerpo en unidad-; y téngase en cuenta que, «tras el acontecimiento pascual (muerte y resurrección de Cristo), el hombre no puede encontrar a Cristo y unirse a él al margen de esta sociedad visible e institucional que es la Iglesia de Cristo, con la que Cristo constituye realmente un todo» (P. Faynel, L'Église, 1,223-224). La Iglesia es el Cuerpo místico (v.) de Cristo y lógicamente ha de participar de la condición visible de la Cabeza. «En ella lo humano está ordenado y sometido a lo divino, lo visible a lo invisible» (Vaticano 11, Const. Sacros. Conc, n° 2), pero la realidad de ambos aspectos es incuestionable. Por eso necesita, si ha de subsistir, unas autoridades, una J., ya que ha de ordenarse como una singular sociedad de hombres, como el Pueblo de Dios (v.). La visibilidad social de la Iglesia, que implica multitud de personas ordenadas, orgánicamente y de manera estable, a un mismo fin, parece exigir naturalmente un gobierno jerarquizado (cfr. S. Tomás, Suma teol., Suplem., q40, a6).
      A pesar de este cúmulo de razones convergentes, dado que la Iglesia no es una sociedad natural como las demás, es decir, dado que su existencia y naturaleza no dependen de la iniciativa de los hombres sino de la iniciativa de Dios, la existencia de la J. eclesiástica se justifica fundamentalmente, y en definitiva, por la voluntad positiva de Cristo. Ésta consta ampliamente por los hechos siguientes:
      a) Cristo elige a «los doce» Apóstoles (v.), para que le acompañen y, como él, prediquen y expulsen con autoridad a los demonios (Mc 3,13-19); les confiere autoridad en la Iglesia (Mt 16,18; 18,18) y, por voluntad de Cristo, actúan en su nombre (Mt 10,40); les garantiza la asistencia indefectible de su Espíritu y les trasmite su propia misión salvífica (lo 20,21), encargándoles hacer discípulos en todo el mundo y bautizar (Mt 28,18-20). El Conc. Vaticano II expone así el hecho: «El Señor Jesús, habiendo orado al Padre, llamó a sí a los que él quiso y agrupó a doce para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar el Reino de Dios..., para que, participando en su potestad, convirtieran a todos los pueblos en discípulos suyos, los santificaran y gobernaran y, de esta forma, propagaran la Iglesia y la apacentaran, sirviéndola bajo la guía del Señor» (Lumen gent., 19).
      b) Elección de otros «discípulos» cualificados, distintos de «los doce», inferiores a ellos, pero con misión de índole superior a la de los simples miembros de la Iglesia. Cristo los envía a predicar autorizadamente en su nombre: «el que a vosotros oye a mí me oye» (Lc 10, 1-20).
      c) La elección de Pedro como vicario de Cristo y jefe del colegio apostólico (Mt 16,18-19; lo 21,15-17; v. PRIMADO DE S. PEDRO).
      d) La interpretación de esta voluntad de Cristo por los Apóstoles en la Iglesia primitiva. Los doce actúan como grupo rector, al que son incorporados Matías (Act 1,15) y Pablo (Rom 1,1; 11,13; Act 26,16) y, en virtud de la efusión especial del Espíritu en Pentecostés, desempeñan: el ministerio cultual del N. T. (cfr. Act 8,14-17) para el que habían sido consagrados por Cristo en la última Cena (Le 22,19; 1 Cor 11,24; Conc. de Trento, Denz. 1740; v. SACRAMENTOS); el magisterio habitual, ordinario, y el extraordinario en los casos conflictivos o en ocasiones más solemnes (Act 15,28-29; Gal 1,8-9; 1 Cor 7,12-16; V. MAGISTERIO ECLESIÁSTICO); y el gobierno pastoral de las nuevas comunidades que van estableciendo (tema habitual de Act y de las cartas pastora les) (V. PASTORAL, PRAXIS; CIRCUNSCRIPCIONES ECLESIÁSTICAS; OFICIO ECLESIÁSTICO; etC.).
      Los Apóstoles establecen nuevos ministros, los diáconos (v.), a quienes hacen partícipes de algunas de sus responsabilidades (cfr. Act 6,1-7) e incorporan a las tareas sacerdotales y misioneras a discípulos cualificados como Bernabé, Silas, Tito, Timoteo, etc., a quienes a veces se denomina también «apóstoles» (cfr. 1 Cor 9,5-6; Rom 16,7; Gal 1;19; 1 Thes 1,1 con 2,7; etc.), sin duda por su participación en la misión apostólica. En todos estos quehaceres actúan «en nombre del Señor» (Act 4,17; 8,12-16, pass.; 1 Cor 11,23), es decir, como «ministros» de Cristo (1 Cor 4,1) o embajadores, «como si Dios exhortara por medio de nosotros» (2 Cor 5,20), y como «cooperadores de Dios» (I Cor 3,9), en orden a edificar la Iglesia «sobre el fundamento de los Apóstoles y Profetas, siendo piedra angular Cristo Jesús» (Eph 2,20).
      Así, pues, existen autoridades eclesiales en el N. T., supeditadas a los Apóstoles y establecidas por ellos, según las necesidades pastorales, a las que, interpretando la voluntad de Cristo, hacen partícipes, en mayor o menor medida, de la misión que habían recibido del Maestro. No de todas estas autoridades sabemos con seguridad cuáles eran sus funciones específicas. Los documentos, más atentos a la vida que a matizaciones jurídicoteológicas, a veces no puntualizan demasiado cuando hablan de presbíteros, directores, presidentes, pastores, guías, diáconos. Algunos de estos términos, tomados inicialmente del uso corriente, parecen a veces tener valor sinónimo (cfr. textos y análisis pormenorizado en M. Guerra, Epíscopos y presbíteros, Burgos 1962, 332-337); pero no cabe duda de que se trata de autoridades jerarquizadas, que responden al plan de Cristo sobre su Iglesia. En efecto, las figuras con las que Jesús matizó su proyecto de Iglesia, ejecutado conscientemente por los Apóstoles a partir de Pentecostés -redil, grey, campo de Dios, construcción, familia, templo, reino, cuerpo, pueblo (cfr. Lumen gent., 6-7,9)- y la urgencia permanente de la unidad en el seno de la misma (cfr. lo 17,11.2122), ante el peligro de que las apetencias o las ideologías humanas «dividan a Cristo» (1 Cor 1,13), explican obviamente que Cristo diera a su Iglesia autoridades visibles y las estructurara jerárquicamente, para que desempeñaran el servicio de la unidad.
      La forma concreta de esa estructura es suficientemente clara: en su vértice, Pedro, a quien, como a vicario personal suyo, constituyó en fundamento visible y confirió el «poder de las llaves» en su grado supremo; bajo esta cabeza visible, el colegio de «los doce»; y, supeditados a ellos, los colaboradores inmediatos, a quienes, en distinto grado, «imponen las manos» (cfr. 1 Tim 4,14; 2 Tim 1,6), de suerte que éstos a su vez puedan también imponerlas (cfr. 1 Tim 5,22). La finalidad inmediata de esta J. es el servicio, la diaconía eclesial, a semejanza de Cristo que vino a servir (Mt 20,28), servicio que desempeña en la celebración del Sacrificio eucarístico, en la oración, en la predicación de la palabra y en el gobierno de las comunidades, de modo que «todo se haga con decoro y orden» (1 Cor 14,40).
      A la luz de estos hechos podemos medir la arbitrariedad de quienes han negado que Cristo instituyera en la Iglesia J. alguna. Esta negación obedece a diversos apriorismos: así Marsilio de Padua (v.), en su Defensor pacis (a. 1326), para robustecer el poder imperial omnímodo, afirmó la constitución «democrática» de la Iglesia, de modo que toda la autoridad, en el fuero externo (V. FUERO II), radique en el pueblo, que la delega en el Emperador (cfr. Denz.Sch. 941-946). Comparten esta actitud cuantos proyectan sobre el N. T. determinados esquemas de orden sociológico o político, forzando a Cristo a instituir una Iglesia meramente interna o con una estructura democrática que permita a la autoridad civil absorberla o dirigirla. Así, p. ej., los regalistas (V. REGALISMO), febronianos (V. FEBRONIO) y jansenistas (v. JANSENio) del sínodo de Pistoya (v.; cfr. Denz.Sch. 2602-2612). Por su parte, Lutero (v.), Calvino (v.) y, en general, las confesiones protestantes clásicas admiten la institución del ministerio, pero no de una J. (v. PROTESTANTISMO): todos los fieles estarían en el mismo plano; los ministros son elegidos por ellos y en representación suya (cfr. Denz.Sch. 1767, 1776), cosa que contradice tanto los datos bíblicos como los de la historia posterior. El protestantismo liberal, los racionalistas y modernistas intentan explicar la formación natural de la Iglesia como sociedad organizada, en virtud de leyes históricas y a imitación de otras religiones, al margen de la intención institucional de Cristo (cfr. Denz. 3540; V. LIBERAL, TEOLOGÍA; MODERNISMO TEOLóGlco). En cuanto a los «ortodoxos» orientales, admiten sólo parcialmente la estructuración jerárquica de la Iglesia, ya que no atribuyen ningún primado de jurisdicción a Pedro; erróneamente afirman que «el texto de Mt 16,18 no significa en modo alguno la ordenación de Pedro como primado de la Iglesia universal con poder jurisdiccional sobre todo el Cuerpo» (P. Evdokimov, Ortodoxia, Barcelona 1968, 141; v. ORTODOXA, IGLESIA).
      Esta J. no queda ni confundida ni disminuida por la abundancia de carismas (v.), que en la Iglesia primitiva se dan a veces en personas carentes de autoridad jerárquica. El protestantismo liberal propendió a presentar una imagen de aquella Iglesia esperando la inminencia de la parusía (v.) y movida exclusivamente por el Espíritu, sin autoridad externa propiamente dicha. Digamos, ante todo, que resulta artificial la llamada dialéctica entre carismas y J., en un tiempo en que «la muchedumbre de los creyentes tenían un solo corazón y una sola alma» (Act 4,32) y en el que también los Apóstoles y otros ministros gozaban de abundancia de carismas (cfr. Act 2,4.8-11; 6,8; 8,4-8, etc.); en todo caso son las autoridades jerárquicas las que dan normas autorizadas para discernir la autenticidad de los carismas (cfr. 1 Cor 14, 26-40): en la Iglesia todo está sometido a una jerarquía de gobierno, la cual es también de orden carismático. Si, por una parte, se exhorta: «No apaguéis el Espíritu» (1 Thes 5,19), por otra se manda: «Obedeced a vuestros pastores y estadles sujetos» (Hebr 13,17). Fidelidad a las mociones del Espíritu y obediencia a la J. se conjugan plenamente, puesto que el Espíritu es el alma de la Iglesia y su función es vivificarla, no ser principio de división. De hecho no consta que, ni en Palestina ni en las demás Iglesias de la primera generación cristiana, los que ejercían funciones de gobierno fueran otros que los Apóstoles, obispos-presbíteros y diáconos jerárquicamente establecidos. En el Concilio de Jerusalén (v.), primera asamblea en la que se dan directrices para toda la Iglesia, sólo se mencionan los Apóstoles y «presbíteros», sin que tomen parte los «carismáticos» en cuanto tales (cfr. Act 15,2-4.6.22.28).
      Todo lo cual no obsta para que los que hayan recibido cualquier carisma sean altamente considerados, tanto en el N. T. como en la Didajé, ya que sus dones extraordinarios, puestos al servicio de la Iglesia bajo las autoridades jerárquicas, contribuyen a su edificación y difusión; por lo demás, si se tratara de dones carismáticos ejercidos anárquicamente, no cabría duda de su falta de autenticidad (cfr. 1 Cor 14,12; T. Zapelena, De Ecclesia Christi, Pars apologética, 4 ed. Roma 1946, 190-197). El Vaticano II recoge esta doctrina, que tiene en la Iglesia vigencia permanente: «Los carismas, tanto los extraordinarios como los más sencillos y comunes, por el hecho de que son muy conformes y útiles a las necesidades de la Iglesia, hay que recibirlos con agradecimiento y consuelo. Los dones extraordinarios no hay que pedirlos temerariamente, ni hay que esperar de ellos con presunción los frutos de los trabajos apostólicos, sino que el juicio sobre su autenticidad y sobre su aplicación pertenece a los que presiden la Iglesia, a quienes compete sobre todo no apagar el Espíritu, sino probarlo todo y retener lo bueno» (Lumen gent., 12).
      3. Vigencia histórica de la jerarquía en la Iglesia. «Esta Iglesia, constituida y ordenada en este mundo como sociedad, permanece en la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los Obispos en comunión con él» (Lumen gent., 8). La Iglesia, como organismo vivo, no nace ya adulta: está sometida al fenómeno del crecimiento (cfr. Mt 13,31-32) no sólo en cuanto al número de sus miembros sino también en cuanto al desdoblamiento de funciones ministeriales que, como hemos visto, se da ya en vida de los Apóstoles. Cristo instituyó la Iglesia no como un movimiento religioso circunstancial, sino con la finalidad de que durara «hasta la consumación de los siglos» (Mt 28,20). Por otra parte, el universalismo de la Iglesia y el proceso de crecimiento a que se refieren algunas parábolas (cfr. Mt 13) descartan la posibilidad de que Jesús pensara en un inminente fin de los tiempos (teoría del Reino escatológico).
      Pues bien, si la Iglesia ha de durar, también la J., elemento esencial en la estructura de la misma. Se impone, pues, la sucesión apostólica (v.), preparada e iniciada ya, como fenómeno normal, por Jesús y por los Apóstoles. «Jesús, al retirarse, no entrega a Pedro ni sólo una esperanza futura ni sólo once o doce colaboradores, sino toda una sociedad extendida, organizada y estructurada. Pedro coge en mano las riendas de una comunidad en marcha, las riendas que tenía Jesús» (M. Miguens, Iglesia y jerarquía..., 1370-1371). Este mismo fenómeno se da luego entre los Apóstoles, cuya actuación pudiera sintetizarse en la afirmación de S. Clemente Romano hacia el a. 95: «Los Apóstoles nos predicaron el Evangelio de parte del Señor Jesucristo; Jesucristo fue enviado de Dios. En resumen, Cristo de parte de Dios, y los Apóstoles de parte de Cristo... Y así, según pregonaban por lugares y ciudades la buena nueva y bautizaban a los que obedecían el designio de Dios, iban estableciendo a los que eran primicias de ellos -después de probarlos por el espíritu- por inspectores y ministros de los que habían de creer» (Carta a los corintios, 42,1.4). Adviértase que estas autoridades, al igual que los Apóstoles que las constituyen, no actúan por delegación del pueblo sino que son anteriores a él, tienen que constituirlo, son también fundamento inmediato del mismo.
      La teología protestante suele hacer hincapié en la imposibilidad de la sucesión apostólica, dado el papel irrepetible de los Apóstoles: «Los dos elementos constitutivos del apostolado son: a) haber visto al Resucitado; b) haber recibido de él el mandato de atestiguar su resurrección y, a la luz de esa resurrección, la totalidad de su persona y de su obra» (J.-L. Leuba, Apótre, en Vocabulaire biblique, 2 ed. Neuchátel-París 1956, 19). Ninguno de esos dos elementos es trasmisible. Sin embargo, hay que tener en cuenta otro elemento: la naturaleza y finalidad de la potestad o potestades que Cristo confirió a sus Apóstoles: se trata de una potestad fundamental (cfr. Eph 2,20), que dice relación no sólo a la etapa fundacional de la Iglesia sino también a la permanencia de la misma en el tiempo; de ahí que se les conceda «para edificar» la Iglesia (2 Cor 13,10), la cual, como hemos visto, ha de durar hasta el fin del mundo. Este elemento es de la esencia constitutiva del ser Apóstol, y se trata de una potestad necesariamente trasmisible, que trasciende el limitadísimo horizonte personal de los Apóstoles. Como resume Journet, «los Apóstoles reciben simultáneamente los poderes intrasmisibles, necesarios para fundar la Iglesia, y ciertos poderes trasmisibles, necesarios para conservarla» (Théologie de PÉglise, 151). La sucesión apostólica se refiere a estos últimos, que son los propios de la J.: potestad cultual, magisterial y de gobierno eclesial. «Por lo cual los Apóstoles, en esta sociedad jerárquicamente organizada, se preocuparon de establecer sucesores. En efecto, no sólo tuvieron diversos colaboradores en el ministerio, sino que, a fin de que la misión a ellos confiada continuase después de su muerte, confiaron a modo de testamento a sus cooperadores inmediatos el encargo de completar y afianzar la obra por ellos comenzada, encomendándoles que atendieran a toda la grey, en la que el Espíritu Santo los colocó para apacentar a la Iglesia de Dios (cfr. Act 20,28)» (Lumen gent., 20). Así, pues, los sucesores de los Apóstoles ejercen su potestad pastoral del mismo modo que ellos: refrendados por el Espíritu Santo.
      La vida de la Iglesia atestigua a este respecto una conciencia de continuidad, sin dudas ni fisuras. La evolución se da exclusivamente en cuanto al relieve social de los jerarcas. El esquema jerárquico de la Iglesia de los primeros tiempos aparece plenamente desarrollado y consolidado, incluso en cuanto a terminología, ya a principios del s. ii, en las cartas de S. Ignacio de Antioquía (v.). Se trata de un esquema aplicado a cada iglesia particular, entendida no como parte de la Católica sino como encarnación de ésta en cada una de aquéllas: no es la iglesia de Corinto, de Esmirna, de Roma, etc., sino la Iglesia en Corinto, en Esmirna, en Roma, etc.; las fórmulas epistolares, desde S. Pablo, insisten en esta importante realidad (cfr. 1 Cor 1,2; 2 Cor 1,1; S. Clemente Romano, Carta a los Corintios, pról.; S. Ignacio de Antioquía, A los efesios, pról.; Magnes., pról.; Tral., pról.; Filadelf., pról.; Esmir., pról.; S. Policarpo de Esmirna, Filip., pról.) que permite aplicar a las iglesias particulares las notas esenciales de cualquiera de ellas y justifica un vaivén entre la Católica y cada iglesia propiamente tal (cfr. N. López Martínez, El sacerdote, ministro de la Iglesia particular, en Teología del sacerdocio, 3, Burgos 1971, 101-111). Pues bien, S. Ignacio atestigua la existencia, en cada Iglesia, de una J. integrada por el Obispo, los presbíteros y los diáconos: «Sin éstos no hay Iglesia» (Tral. 3,1). Supuesto el hecho, S. Ignacio desarrolla su alcance eclesial: el Obispo, único en cada Iglesia, hace las veces de Cristo (Ef. 6,1-2; Magnes. 3,1-2; cfr. O. Perler, L'Évéque représentant du Christ selon les documenta des premiers siécles, en L'Épiscopat et I'Église universelle, París 1962, 35-43), es el centro de la unidad y, en consecuencia, nada debe hacerse sin contar con él (cfr. Ef. 1,3; 5,2; Magnes. 4; 7,1; Esmir. 8,1-2; 9,1; etc.). Bajo la autoridad del Obispo y constituyendo un solo presbiterio con él, los presbíteros -mencionados siempre en plural- representan a los Apóstoles (cfr. Magnes. 6,1; Esmir. 8,1, etc.; cfr. B. Botte, «Presbyterium» et «Ordo episcoporum», «Irenikon» 29, 1956, 6), presiden con el Obispo (Magnes. 6,2), al que han de estar unidos como las cuerdas con la lira (Ef. 4,1). Finalmente los diáconos han de someterse al Obispo y a los presbíteros (cfr. Magnes. 2), pero los fieles han de respetarlos como a Jesucristo (Tral. 3,1). Preocupado por el tema de la unidad, amenazada desde dentro por el docetismo (v.) y desde fuera por las persecuciones, S. Ignacio recuerda siempre la necesidad de que los fieles cierren filas, con amor y sumisión, en torno a esta J.: «Seguid todos al Obispo, como Jesucristo al Padre, y al colegio de presbíteros como a los apóstoles; en cuanto a los diáconos, reverenciadlos como al mandamiento de Dios» (Esmir. 8,1). No trata de justificar históricamente la estructura jerárquica de la Iglesia: es un hecho fundamental que da por supuesto y del que S. Ignacio procura sacar enseñanzas; lejos de intentar introducir novedades, procura cerrarles el paso; no inventa la J., sino que la encuentra instituida por Cristo y trata de afirmarla para afirmar la Iglesia.
      Parece que este nítido esquema jerárquico no se desarrolló socialmente al mismo ritmo en todas las iglesias; por otro lado en la documentación y escritos conservados no se ocupan siempre del tema de la J. e., la dan por supuesta; es lógico que en esos escritos y testimonios conservados de diversas iglesias haya algunos en los que no destaque el obispo con absoluta claridad documental y terminológica, o que se hable globalmente del presbiterio, que le incluye. Desde el s. III el relieve social del obispo como máxima autoridad jerárquica en la iglesia particular, aun independientemente de su condición de cabeza del presbiterio, es manifiesto en todas partes. Por estas fechas se comprueba también que, en torno a la J. mencionada por el N. T. y por S. Ignacio como de origen divino, han ido surgiendo oficios nuevos, aunque siempre se mantenga una clara distinción entre ellos y la J. propiamente dicha, que goza de prerrogativas eclesiales absolutamente singulares. En cuanto a la J. de origen divino-apostólico, el esquema es siempre idéntico. Así, en la Iglesia de Alejandría, Orígenes (v.) alude con frecuencia a «una tríada jerárquica compuesta por el Obispo, presbíteros y diáconos» (cfr. A. Vilela, La condition..., 59-61). A continuación de esta tríada, aparecen también las viudas, los doctores y los lectores, pero no son considerados como jerarcas. En la Iglesia de Siria la Didascalia de los apóstoles (v.) menciona igualmente una J. integrada por el Obispo, los presbíteros y los diáconos, que están en un plano superior a los lectores, viudas y diaconisas (v.); destaca de manera especial en esta Iglesia la figura del Obispo. En Cartago, Tertuliano (v.) habla del orden eclesiástico y del clero refiriéndose a la J., que engloba también al Obispo, presbíteros y diáconos, a quienes llama duces, auctores, praepositi, maiores y pastores «(cfr. Vilela, o. c., 228-232); por su parte, S. Cipriano (v.) conoce esta misma J. y menciona además, como miembros del clero, pero en calidad de ministros inferiores, a los subdiáconos, acólitos, exorcistas y lectores, que se distinguen de los laicos y de la J. propiamente dicha (ib. 261-268). En Roma, la Tradición apostólica de S. Hipólito (hacia el a. 215; v.) nos trasmite los ritos litúrgicos de la ordenación de los ministros que integran la J.: el Obispo, los presbíteros y los diáconos, únicos ministros a quienes se imponen las manos para el servicio litúrgico, bien perfilado para cada uno de esos grados; se mencionan también los grados clericales inferiores, las viudas y las diaconisas en la Iglesia de Roma, pero se mantiene siempre la tríada sagrada como distinta y superior.
      A partir del s. III, huelga la comprobación histórica del hecho de la J. en la Iglesia: aparece evidente. Queda también suficientemente diferenciada la J. de origen divinoapostólico -Obispo, presbíteros y diáconos- de los grados inferiores del clero, de origen eclesiástico, más numerosos en Occidente que en Oriente y considerados casi siempre como vivero de candidatos a los grados superiores de la J. sagrada (v. ORDEN, SACRAMENTO DEL). Dentro de la J. cabe destacar el relieve, creciente socialmente, del Obispo (v.), a medida que se desarrollan cuantitativamente las comunidades y se hacen más complejos los problemas de gobierno. A ello contribuyen el alcance social de las funciones litúrgicas que preside (la concelebración del Santo Sacrificio eucarístico, las ordenaciones de ministros), la reserva de algunas que no siempre le competen en exclusiva por razón del episcopado (administración del Bautismo, la asistencia al Matrimonio, algunas bendiciones, etc.), la representación de su iglesia en los Concilios, la disgregación material del presbiterio y la creación de las diócesis (v.) a partir del s. Iv y, sobre todo, la conciencia práctica de la sucesión apostólica, con todas las consecuencias que ello implica en el ejercicio autorizado del magisterio y del gobierno (cfr. V. Proaño, Conciencia de la función episcopal..., v. bibl.).
      A nivel de la Iglesia universal, esta J., cuyos órganos más calificados son los miembros del Colegio episcopal (v.), se presenta en la Iglesia primera como el vehículo de la «comunión» que, partiendo de la unidad en la fe, tiene sus manifestaciones externas más notables en la acción colegial de los Concilios (v.). Con ocasión de éstos se aviva la conciencia de la jefatura suprema que corresponde al Obispo de Roma sobre el colegio episcopal y sobre toda la Iglesia, como sucesor de Pedro en el vicariato de Cristo (v. PRIMADO DEL ROMANO PONTÍFICE). El Papado es el culmen de la J. de jurisdicción: «El Romano Pontífice es sucesor del bienaventurado Pedro, príncipe de los Apóstoles, y verdadero vicario de Jesucristo y cabeza de toda la Iglesia, y padre y maestro de todos los cristianos; a él fue entregada por nuestro Señor Jesucristo, en la persona del bienaventurado Pedro, plena potestad de apacentar, regir y gobernar a la Iglesia universal, tal como aun en las actas de los concilios ecuménicos y en los sagrados cánones se contiene» (Denz. 3059; cfr. 1307). Este dogma de fe (cfr. Denz.Sch. 3055 y 3058; Lumen gent., 18), como tantos otros, se vivió en la Iglesia mucho antes de que las circunstancias obligaran a formularlo. Si no se confunde con el fenómeno, más tardío, de la centralización de la administración eclesiástica en la curia romana (v.), no resultará difícil identificar las huellas, cada vez más acusadas, de esta vivencia en cartas y embajadas de los Papas para resolver problemas eclesiales fuera de Roma, a partir de la de S. Clemente Romano (v.) a los corintios; en decisiones de carácter religioso, desde la adoptada por el papa Víctor sobre la fecha de la Pascua (v.); en el pluriforme reconocimiento de la superior principalidad de la sede romana por parte de los representantes de otras iglesias, comenzando por el prólogo de la Carta a los Romanos de S. Ignacio de Antioquía (v.); en toda una nutrida serie de hechos y actitudes convergentes (cfr. G. Bardy, La théologie de 1'Église de saint Clément de Rome á saint Irénée, París 1945), que, llegada la ocasión, desembocará en fórmulas como la que en el a. 451 da la carta del Conc. de Calcedonia (v.) al papa S. León, en la que los 520 padres conciliares afirman la presidencia del Papa a la manera que la cabeza preside a los miembros: «Tu tamquam caput membris praepositus eras» (Denz.Sch. 306), fórmula que evoca las que S. Pablo utiliza para hablar de la capitalidad de Cristo. Esta relación de cabeza-miembros, mucho más honda que la de jefe-súbditos, explica el alcance vital del supremo grado de la J. en orden a fundamentar la unidad de la Iglesia.
      He aquí la síntesis del Conc. Vaticano II: «El Romano Pontífice, como sucesor de Pedro, es el principio y fundamento perpetuo y visible de unidad así de los Obispos como de la multitud de los fieles. Por su parte, los
      Obispos son, individualmente, el principio y fundamento visible de la unidad de sus Iglesias particulares, forma- das a imagen de la Iglesia universal, en las cuales ya base de las cuales se constituye la Iglesia Católica, una y única. Por eso cada Obispo representa a su Iglesia y todos juntos con el Papa representan a toda la Iglesia en el vínculo de la paz, del amor y de la unidad» (Lumen gent., 23). Así, pues, la J. se presenta históricamente como el sistema nervioso de la Iglesia: es el complejo instrumento de que se ha querido servir Cristo para darle cohesión y trasmitirle su vitalidad.
      4. Funciones de la Jerarquía. De lo dicho se desprende que la J, es el órgano encargado de perpetuar autorizadamente el ejercicio de la misión cultual-salvífica que Cristo comunicó a su Iglesia (cfr. Mt 28,18-20). De ahí que las funci9nes propias de la J. sean las mismas que implica dicha misión: culto perfecto al Padre y - o mediante - la salvación de los hombres. Cristo es, por su- puesto, el único Mediador (1 Tim 2,5), el único Salvador (lo 4,42) y el único Señor de la Iglesia, pero la J. es el instrumento de esa mediación, de esa salvación y de ese señorío (v. IGLESIA II, 2). En esta línea instrumental, garantizada por la asistencia del Espíritu Santo, la J, goza de una peculiar potestad sagrada sin la cual no le sería posible el servicio a la Iglesia que viene exigido por la misión (v. IGLESIA III, 3), Por su origen y finalidad esta misión es única, pero al mismo tiempo es múltiple en cuanto a los diversos grados de participación de que es susceptible la infinita riqueza del misterio de Cristo y en cuanto a los varios aspectos participables: Cristo sacerdote, profeta y rey. A ello se debe que los teólogos y el magisterio eclesiástico hablen con frecuencia de una triple potestad de la J.: cultual, de magisterio y de régimen, si bien la enumeración pueda hacerse de una u otra forma, y teniendo en cuenta que cada uno de esos aspectos implica siempre de algún modo los otros (v. IGLESIA III, 3-6), Así, según S. Tomás, nuestro Salvador encargó a los Apóstoles de que: a) enseñaran la fe; b) santificaran a los creyentes mediante los sacramentos; c) indujeran a éstos a la observancia de los mandatos divinos (cfr. Opusc. 31). Según Pío XII, Cristo «concedió a los Apóstoles ya sus sucesores la triple potestad de enseñar, regir y llevar a la santidad a los hombres; potestad que, determinada con especiales preceptos, derechos y deberes, fue establecida por f.1 como la ley fundamental de toda la Iglesia» (enc, Mystici Corporis), El Vaticano II desarrolla este esquema en varias ocasiones: al hablar del oficio episcopal (Lumen gent" 25-27; Christus Dominus, 2; 12-16) y del de los presbíteros (Lumen gent., 28; Presbyt. ordinis, 4-6); el orden que adopta es: enseñar, santificar y regir. En realidad se trata de tres aspectos de la única potestad sagrada; y cada uno de ellos reclama a los otros dos.
      Por eso tienen un interés más bien relativo las polémicas acerca del número de funciones específica mente distintas que implica la misión ( cfr .J, Salaverri, La triple potestad de la Iglesia, «Miscel. Comillas» 14, 1950, 9-84; T, Zapelena, De Ecclesia Christi, 151-171) o sobre la prioridad de una función con respecto a las otras dos. Esta prioridad puede establecerse desde el punto de vista de las fases de ejecución de la acción misionera -como hace habitualmente el Vaticano 11- o desde la realidad ontológica de cada función; en este último caso la función cultual es la primera: «La Liturgia es la cumbre a la cual tiende la actividad de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de donde dimana toda su fuerza. Pues los trabajos apostólicos se ordenan a que, una vez hechos hijos de Dios por la fe y el Bautismo, todos se reúnan, alaben a Dios en medio de la Iglesia, participen en el sacrificio y coman la cena del Señor» (Sacros. Concilium, 10). Es importante destacar que la triple función presupone ontológicamente constituida la Jerarquía. Como Cristo, «a quien el Padre santificó y envió al mundo» (lo 10,36; cfr. Presbyt. ordinis, 2), cada grado jerárquico existe en virtud de su participación de la unción sacerdotal de Cristo, por el sacramento del Orden (consagración) o por la legítima elección; lo cual determina y condiciona la correspondiente misión y el alcance en cada caso de la triple función. Aunque de suyo podría ser válido el proceso inverso, partiendo de la misión, en una línea existencial, indagar qué es el papado, el episcopado, el presbiterado y el diaconado, sin embargo, este método se presta a manipular la misión en función de factores demasiado contingentes, de las necesidades de un momento, de suerte que se oscurezca o tergiverse el ser mismo de los grados jerárquicos, falseando así datos revelados fundamentales. Tal ha sucedido en la concepción protestante del ministerio, que ha desembocado en la negación de la J. propiamente dicha. A la luz de la participación objetiva del sacerdocio y de la misión de Cristo, propia de cada grado jerárquico, podemos esquematizar así las funciones o los servicios de la J .:
      a) Función magisterial: Implica la predicación del Evangelio, dar auténticamente testimonio de la verdad (cfr. lo 18,37), guardar el «depósito» de la fe (v.) y trasmitirlo (2 Tim 4,2) bajo la acción fecundante del Espíritu (cfr. lo 14,26; 16,13). Se trata de una enseñanza oficial y auténtica con la que ha de concordar toda predicación y enseñanza en la Iglesia, para que ofrezca garantías de ajustarse al pensamiento ya la voluntad de Cristo. «El oficio de interpretar auténticamente la palabra de Dios, oral o escrita, ha sido encomendado Únicamente al Magisterio de la Iglesia, el cual lo ejercita en nombre de Jesucristo» (Dei verbum, 10). Este Magisterio (v .), referido a doctrinas sobre la fe o las costumbres, puede implicar la infalibilidad (v .) de la Iglesia: cuando el Papa habla ex cathedra (Denz.Sch. 3065- 3075) o cuando el colegio episcopal, en comunión con el Papa, reunido en concilio ecuménico (v.) o disperso por el mundo, propone con carácter definitivo alguna ver- dad revelada (cfr. Lumen gent., 25); o puede ser un magisterio meramente auténtico, que, no infalible en cada uno de sus actos pero sí en su conjunto, se realiza en nombre de Cristo por el Papa en su magisterio ordinario - principalmente mediante las encíclicas (v .; cfr. Denz. Sch. 3885) - y se le debe «obsequio religioso de la voluntad y del entendimiento» (Lumen gent., 25), o por los Obispos (v .), «doctores auténticos dotados de la autoridad de Cristo», que «deben ser respetados por todos como testigos de la verdad divina y católica» (ib.; v. CARTA PASTORAL). Éstos actúan con frecuencia mediante los presbíteros (v .), «consagrados. ..para predicar el Evangelio», como «próvidos cooperadores del orden episcopal y ayuda e instrumento suyo», tarea en la que ejercen, «en la medida de su autoridad, el oficio de Cristo, Pastor y Cabeza» (ib. 28); y aun mediante los diáconos (v .), quienes, aunque estén «en el grado inferior de la J .» , «en comunión con el obispo y su presbiterio, sirven al Pueblo de Dios en el ministerio de. ..la palabra» (ib. 29). Los presbíteros y los diáconos no son doctores auténticos, pero el valor magisterial de su enseñanza radica en que actúan en nombre de Cristo, en la medida en que son cooperadores del orden episcopal, por exigencia del sacramento del Orden (v. PREDICACIÓN; HOMILÉTICA; CATEQUE- SIS).
      b) Función santificadora. Comprende el ejercicio de la potestad cultual del Orden, es decir, la celebración de la Eucaristía (v .) y la administración ordinaria de los demás sacramentos (v.), excepto el Matrimonio (v.), así como de los sacramentales (v .). Es una función que corresponde a la J. por razón del sacramento del Orden; de ahí que la plenitud de la misma se dé en el Obispo, quien «debe ser considerado como el gran sacerdote de su grey, de quien deriva y depende en cierto modo la vida en Cristo de sus fieles» (Sacros. Concilium, 41 ). El obispo es el único ministro ordinario de la Confirmación y del Orden (cfr. Denz.Sch. 1318; 1326; 1777) y regula con su autoridad la administración legítima y fructuosa de los demás sacramentos (Lumen gent., 26). Los presbíteros, como verdaderos sacerdotes, unidos jerárquica mente a su obispo, consagran la Eucaristía y son ministros ordinarios del Bautismo (v.), Penitencia (v.) y Unción de los enfermos (v .); pueden ser también ministros extraordinarios de la Confirmación (v.) y del Orden (v.). Los diáconos pueden realizar diversas funciones litúrgicas (que eRumera la Lumen gent., 29). Todas las funciones de la J. tíenen su centro en la celebración de la Eucaristía, en la que se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia (cfr. Presbit. ordinis, 5) (v. t. LITURGIA).
      c) Función rectora. Se trata del ejercicio de la potestad sagrada de gobierno, de la jurisdicción pastoral, que garantice la organización de la Iglesia como Pueblo de Dios, evite la anarquía e imponga un orden en el que sea posible la libertad de los hijos de Dios, se les facilite su santificación y los medios, doctrina y sacramentos, para conseguirla (cfr. 1 Cor 14,40 con Gal 5,1). Equivale a la potestad legislativa, judicial y penal, propia de la suprema autoridad en toda sociedad perfecta (v .), pero su ejercicio está radicalmente condicionado por la finalidad sobrenatural de la Iglesia. Propiamente, y por derecho divino, esta función corresponde en la Iglesia al Papa ya los obispos. El Papa tiene una potestad de jurisdicción plena y suprema sobre toda la Iglesia, potestad que es ordinaria e inmediata sobre fieles y pastores (Denz.Sch. 3064) y «que puede ejercer siempre libre- mente» (Lumen gent., 22). El colegio episcopal (v .), «junto con su cabeza, el Romano Pontífice, y nunca sin esta cabeza, es también sujeto de la suprema y plena potestad sobre la Iglesia universal, si bien no puede ejercer dicha potestad sin el consentimiento del Romano Pontífice» (ib.) .Cada Obispo, «puesto al frente de una Iglesia particular, ejerce su poder pastoral sobre la porción del Pueblo de Dios a él encomendada» (ib. 23). «Esta potestad que personalmente ejercen - los obispos - en nombre de Cristo es propia, ordinaria e inmediata, aunque su ejercicio esté regulado en definitiva por la suprema autoridad de la Iglesia» (ib. 27); es una potestad que les ha sido conferida sacra mentalmente por la consagración episcopal ( ib .21) , y que se pone en ejercicio al serles conferida a su cuidado una determinada parte del Pueblo de Dios por la suprema autoridad. Los presbíteros son también rectores del Pueblo de Dios ( cfr .Pres- byt. ord., 6), pero «dependen de los obispos en el ejercicio de su potestad» y «en cada una de las congregaciones locales de fieles representan al obispo» (Lumen gent., 28). Por su parte, los diáconos gozan de esta potestad en la medida en que, para la realización de las otras funciones, les haga el obispo partícipes de ella. Queda también la posibilidad de que el Papa, en virtud de su plenitud de potestad, confiera a los diversos grados jerárquicos participación de la misma, en orden a desempeñar determinadas misiones o realizar algunos actos, según lo exijan las necesidades o conveniencias de la Iglesia; históricamente abundan los ejemplos (v. t. II; PRIMADO; DERECHO CANÓNICO; PASTORAL, PRAXIS; CIRCUNS- CRIPCIONES ECLESIÁSTICAS; etc.).
      5. Conclusión. Toda la razón de ser de la J. es el servicio vital al Pueblo de Dios, del que forma parte esencial como instrumento permanente de Cristo, instituido y sostenido por Él. La J. es el misterio de la autoridad eclesial, dentro de la radical igualdad e indigencia de los miembros de Cristo, a quienes corresponden diversas funciones para entre todos llevar a cabo la misión total de la Iglesia. Exige, pues, a jerarcas ya laicos el sacrificio de la fe: a los jerarcas para ser, en el ejercicio de su potestad, siervos de los siervos de Dios; a los laicos (v.), para reconocer en ese servicio de la J. el ejercicio de la potestad de Cristo mismo, a quien se debe obediencia (v.) activa y generosa, condición indispensable para la vitalidad cristiana individual y para colaborar a la unidad y edificación del Cuerpo de Cristo.
      v.t.: IGLESIA; SUCESIÓN APOSTÓLICA; PRIMADO; PAPA; OBIS- PO; PRESBÍTERO; DIÁCONO; COLEGIALIDAD EPISCOPAL; MAGIS- TERJO ECLESIÁSTICO; ORDEN, SACRAMENTO DEL; APOSTOLADO.

N. LÓPEZ MARTÍNEZ.

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Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991