ITALIA, HISTORIA DE LA IGLESIA: A. EDAD ANTIGUA
1. Evangelización. Ya en tiempo del emperador Claudio (41-54) está constatada la
existencia en Roma de los primeros núcleos cristianos. Durante su gobierno se
sitúa la llegada de S. Pedro a Roma. Pero no sólo en Roma existieron núcleos
cristianos: la difusión se desarrolló por las vías comerciales y militares, y
abarcó toda la I. centro-meridional. Puzzuoli, Capua y Nápoles se pueden situar
en el conjunto de las diócesis más antiguas. En el curso de los s. II y iii se
registran las fundaciones de las iglesias de Milán, Rávena, Padua, Brescia y
Bolonia. El cristianismo encontró en I.,y sobre todo en Roma, centro del
Imperio, una vasta difusión. Podemos explicar esta expansión considerando la
crisis moral y religiosa, unida a la crisis económica, social y política, que el
Imperio atravesaba en aquellos años y el contenido revolucionario de la nueva
religión. En el inicio de la Era cristiana, las religiones paganas mostraban
signos evidentes de crisis. El fracaso de los intentos de Augusto, para hacer
revivir una religiosidad que estaba reducida a simples prácticas exteriores, es
la prueba más concluyente. Por otra parte, es importante recordar la existencia,
pese a esta crisis, de un profundo anhelo religioso. La adhesión cada vez mayor
que experimentaban los ritos orientales (v. MISTERIOS Y RELIGIONES MISTÉRICAS),
que en parte satisfacían estas exigencias, entre amplios sectores del pueblo, es
un dato incuestionable. Estos ritos, a pesar de sus limitaciones, contribuyeron
a crear una atmósfera favorable a la recepción de la fe cristiana. La presencia
de conceptos, tales como la culpa, la expiación, el pecado, la inmortalidad, así
como la oposición a una concepción politeísta, y, además, la esperanza de una
renovación del mundo, mediante la llegada de un salvador, son elementos que
permaneciendo en el fondo de la concepción fundamental de estos ritos,
contribuyeron a crear en los hombres una tendencia hacia una religiosidad
espiritual, que se había perdido casi totalmente.
Como ya se ha dicho, desconocemos el origen de la Iglesia romana, pero es
probable que la buena nueva, antes de ser predicada por algún Apóstol, se haya
difundido en la ciudad de Roma gracias a la acción de los hebreos, presentes en
Jerusalén durante el discurso de S. Pedro. Entre otros datos, por las
controversias en el seno de la comunidad hebrea, hay testimonios históricos que
confirman cómo el emperador Claudio dio en el 49 un edicto de expulsión de todos
los hebreos que residían en Roma, edicto que evidentemente no fue aplicado, pues
unos 10 años después S. Pablo podía dirigir su epístola «a todos aquellos que
están en Roma, amados de Dios, llamados santos». La llegada de S. Pedro se sitúa
algunos años después, pues estuvo presente durante la persecución que Nerón
desencadenó contra los cristianos con ocasión del incendio de Roma (64). Los dos
Apóstoles mueren algunos años más tarde (68?) a consecuencia de una nueva
persecución. A fin de siglo se sitúa el primer acto oficial de la Iglesia de
Roma, que se remonta a S. Clemente Romano (v.). Como consecuencia de diferencias
surgidas en el seno de la comunidad de Corinto, Clemente interviene con una
epístola que, estigmatizando las divisiones que se habían creado, sintetizaba la
estructura y los fines de las comunidades que se estaban desarrollando. Otros
testimonios (epístola de S. Ignacio de Antioquía a los Romanos) demuestran que
la Iglesia de Roma había asumido en el conjunto de las Iglesias una posición de
privilegio y autoridad.
2. Primeras persecuciones. Uno de los elementos que caracterizan este
periodo es lo que ha venido a llamarse el encuentro con el mundo pagano. Éste,
después de un primer momento de cierta tolerancia, pasará, en el s. III, a una
política de feroz represión para con la Iglesia. No se puede comprender el
encuentro entre paganismo y cristianismo si se reduce al ámbito puramente
religioso. De hecho, en la Antigüedad, la religión estaba estrechamente unida a
muchas instituciones de la sociedad (familia, Estado, etc.). Por tanto,
cualquier modificación en el terreno del culto y de la fe era considerada en
relación con las supervisiones que podía tener en el orden político. En general,
el Estado romano era tolerante con las religiones nacionales de los pueblos
vencidos. Y en particular era tolerante justamente con los hebreos. El judaísmo
fue durante los primeros tiempos un importante escudo para la defensa del
cristianismo, que a los ojos de los extraños no se había diferenciado todavía de
éste. Pero la tolerancia hacia aquellos cultos distintos de los oficiales, no se
producía precisamente en el caso del cristianismo. El carácter universal de la
nueva fe, testimoniado por su difusión en todas las regiones del Imperio, la
negativa a adorar a cualquier otra divinidad, sobre todo a aquella a quien los
últimos Emperadores más apreciaban (la diosa Roma), la negativa también radical
a participar en las fiestas públicas, hicieron comprender pronto a las
autoridades políticas que el cristianismo no podía ser integrado como las otras
religiones, sino que debía ser combatido como el más fuerte peligro interno. Sin
embargo, es necesario esperar al s. III para encontrar persecuciones generales
institucionalizadas, es decir, promovidas directamente por la autoridad
imperial. De hecho, las primeras persecuciones aunque se denominan por el nombre
de los empéradores (Nerón: 54-69; Domiciano: 81-96; Trajano: 89-117) en realidad
nacen de situaciones contingentes: política de consolidación del Emperador, que
tenía como consecuencia un acentuarse del culto divino al Emperador y a Roma,
radicalmente rechazado por los cristianos; o bien momentos de agitación social
que se canalizaba y descargaba sobre los cristianos gracias a la hábil y
calumniosa propaganda forjada por los literatos paganos. Como testimonio del
carácter discontinuo de la represión se pueden recordar a los emperadores
Vespasiano, Tito, Adriano, Antonino Pío, Marco Aurelio, Cómodo, que se
caracterizaron todos por una política de sustancial tolerancia hacia la
comunidad cristiana, que pudo así disfrutar de periodos de paz (v. PERSECUCIONES
A LOS CRISTIANOS).
3. Desde el siglo III. Con la llegada al poder de Septimio Severo se abre
un nuevo periodo. Con él la autoridad pública toma, por primera vez, la
iniciativa en las persecuciones (antes, la acción penal seguía tan sólo -y no
siempre- a la denuncia de un ciudadano privado). El cambio de relaciones entre
Imperio e Iglesia, entre mundo cristiano y mundo pagano se sitúa en el ámbito de
un encuentro decisivo y sin ninguna clase de compromisos. La ruptura se explica
considerando por una parte la acentuación de la crisis económica y política del
Imperio, y por otro lado la gran difusión que habían alcanzado el cristianismo y
la Iglesia, convertidos, según el sentir de los Emperadores, en la causa de la
debilidad moral de los romanos, debilidad que repercutía en el campo de la
política exterior. Por tanto, era vital para la supervivencia del propio Imperio
el ataque a la nueva doctrina y a las comunidades que en ella se inspiraban.
Pero la progresiva expansión del cristianismo, incluso después, más aún, sobre
todo después de las persecuciones más violentas (Decio, Valeriano), demostraba
que las persecuciones, al fallar, repercutían en perjuicio de los propios
Emperadores. El hecho de que la gran mayoría de los fieles cristianos superaran
la prueba del martirio constituyó un argumento más de la validez de la religión
cristiana, que seguía incorporando incesantemente nuevos adeptos. El fracaso de
la última de las grandes persecuciones (Diocleciano, 304) hizo comprender a las
autoridades públicas, que habiéndose convertido el cristianismo en una fuerza
indestructible debía buscarse un planteamiento totalmente nuevo de las
relaciones entre la Iglesia y el Imperio.
Para la Iglesia, las grandes persecuciones fueron un acontecimiento
decisivo, no sólo por la posición de fuerza que había alcanzado por la
incorporación de nuevos fieles, sino también para su vida interna. Fue la
ocasión de consolidar su organización jerárquica y la fe, que en los periodos de
tolerancia se habían relajado algo. Ciertamente, la conmoción por las
persecuciones fue enorme. Se podría hablar de un momento de crisis en la
Iglesia, pues el cuerpo de los fieles sometido a la avalancha de los tormentos
se dividió en tres grupos: los fieles, los lapsi y los libellatici. Es decir,
aquellos que se mantuvieron fuertes en la fe, los que cedieron y abjuraron, y
otros, en fin, que demostraron veneración a las divinidades paganas, firmando el
libelo del juramento de fidelidad exigido por el Emperador. Pero la crisis
provocada por esta fractura en el cuerpo de los fieles fue sólo formal. Con la
pérdida de los elementos más débiles e indecisos, la Iglesia consolidó más sus
filas (V. LAPSOS, CONTROVERSIAS DE LOS).
En cuanto a la organización eclesiástica durante el s. III, el obispo es
indiscutiblemente la autoridad, el alma de la comunidad cristiana que lo elige.
Después de la elección popular, se efectúa la consagración por ministerio de
otro obispo. Si bien los obispos de las grandes ciudades continúan siendo la
autoridad más importante en cada comunidad, las funciones y responsabilidades de
los presbíteros aumentan notablemente. El nacimiento y desarrollo de otras
comunidades cristianas en el interior de las propias ciudades, los momentos
difíciles de las persecuciones, que frecuentemente llevan consigo la separación
física del obispo y la comunidad, hacen que los sacerdotes no se preocupen
solamente de la enseñanza de los fieles, de la preparación de los catecúmenos
para el bautismo y de los penitentes para la reconciliación, como antes sucedía.
Ahora ellos también celebran el misterio eucarístico, en el cual antes
participaban sólo en compañía del obispo. Los diáconos conservan sus funciones:
vigilan el mantenimiento de la disciplina exterior y se ocupan, bajo el control
del obispo, de la administración económica de la comunidad y de la distribución
de las ofrendas a los necesitados. En Roma, por lo que se refiere a la
administración eclesiástica, la ciudad fue dividida en siete regiones. Cada una
estaba presidida por un diácono. Si bien su grado jerárquico era inferior al del
presbítero, su importancia era mayor en la comunidad. Una prueba de esto lo
constituye el hecho de que la mayor parte de los obispos procedían del orden del
diaconado. El ulterior crecimiento de las comunidades hará necesaria la
introducción de nuevos elementos de grado inferior: junto a los diáconos, los
subdiáconos, y al lado de estos últimos los acólitos. Un cuerpo de catequistas
fue instituido para la instrucción de los catecúmenos.
Examinemos la sucesión de los jefes de la Iglesia romana. El pontificado
de Víctor (189-199) constituye una etapa importante en el reconocimiento de la
autoridad primada de la Sede de Roma. Bajo su égida, la lengua latina se
convierte en lengua oficial de la Iglesia, como muestra de la superioridad
alcanzada por el elemento latino en la comunidad cristiana romana. Siempre bajo
su pontificado, se reúnen sínodos de otras iglesias por indicación del propio
Papa. Los pontificados de Ceferino (199-217) y Calixto (217-222) están
caracterizados en primer lugar por el enfrentamiento teológico con Hipólito
(v.), que acusaba a los dos Papas de no saber defender la fe en las
controversias teológicas, derivadas en aquellos años de las disputas trinitarias
surgidas entre los monarquianistas (que acentuaban la unidad divina) y los
exponentes de la doctrina del Logos (que acentuaban la distinción entre las
personas), y luego en el enfrentamiento con Tertuliano que reclamaba a Calixto
un mayor rigor en el campo disciplinar. Después de los pontificados de Urbano
(222-230), Ponciano y Antero, se debe recordar el de Fabián, que permaneció en
la sede hasta la persecución de Decio (250). A él se debe la reestructuración de
la organización eclesiástica antes delineada. El pontificado de Cornelio
(251-253) es de recordar por la polémica surgida con Novaciano (v.), que pedía
un mayor rigor en la postura que se mantenía con respecto a los lapsi. También
por la reunión en el 251 de un sínodo en el que participaron 60 obispos y que
excomulgaron a Novaciano y a sus seguidores; y por la presencia y los escritos
de una figura importantísima, el obispo de Cartago, S. Cipriano, que en el De
unitate Ecclesiae, pese a su tendencia episcopaliana, rinde en la práctica un
solemne homenaje a la autoridad reconocida del Romano Pontífice.
Después de los Papas Lucio, Esteban (que mantuvo una polémica con Cipriano
sobre el problema del bautismo de los herejes), Sixto II, Dionisio, Félix (estos
últimos intervienen autoritariamente en las polémicas doctrinales de
Alejandría), Eutiquiano y Gayo, se alcanza el pontificado de Marcelino
(296-304), que coincide con el imperio de Diocleciano. Se ha apuntado ya el
fracaso de la gran persecución desencadenada por éste, fracaso subrayado por la
abdicación del mismo y de Maximiano en el 305. Los, años que siguen son
extraordinariamente confusos en la sucesión de los acontecimientos políticos.
Después de la abdicación de los dos máximos Emperadores, Galerio, que había
promovido una política de intolerancia, continuó las persecuciones, pero al fin
tuvo que ceder e iniciar un periodo de paz. En abril del 311 dio un edicto que
concedía a los cristianos la libertad de reunión y, por tanto, de existencia. En
ese momento, la situación de profunda crisis que se había creado por la
obstinación en mantener una postura intransigente frente a lo que había llegado
a ser una fuerza decisiva de la sociedad romana, sólo la podían resolver
aquellos que hubieran tomado conciencia de que la fuerza que se quería destruir
podía llegar a ser el elemento de cohesión que permitiría sostener la vastísima
comunidad política del Imperio.
Constantino (v.) tomó conciencia de la nueva situación y actuó en
consecuencia. Después de vencer a Majencio en el puente Milvio y entrar en Roma,
reuniendo así todo Occidente en sus manos, se entrevistó con Licinio, el
Emperador de Oriente, para acordar una línea de política común y resolver
definitivamente el problema religioso. En Milán, en febrero del 313, los dos
Emperadores abolieron cualquier límite a la libertad de cultos y ordenaron la
restitución de los bienes y los lugares de culto confiscados anteriormente. El
Edicto de Milán (v.) es el punto final de la lucha entre la Iglesia y el
Imperio. Además del reconocimiento público de las propias instituciones y de la
propia doctrina, la Iglesia, por el favor de Constantino, gozó de ventajas
todavía mayores, aunque el precio lo constituyó una presencia continua del
Emperador en los asuntos de la Iglesia. Además de las ventajas ya citadas, como
la restitución de los edificios, hay que mencionar la exención para el clero
cristiano de los munera civilia, la proclamación del domingo como día festivo,
la donación de muchos tributos frecuentemente en dinero, a las iglesias y a los
obispos. El propio Constantino se rodeó de consejeros cristianos.
Entre las muchas innovaciones que se realizaron en el s. iv desde el punto
de vista organizativo, particular importancia tiene la organización parroquial,
que se extiende progresivamente de la ciudad al campo. El reconocimiento del
primado del Papa hizo grandes progresos y creció el prestigio y la autoridad del
Obispo de Roma, justamente en los momentos en que el paso de la capital imperial
a Constantinopla le confería una mayor autonomía. El papa S. León I (440-461)
dio gran impulso al efectivo ejercicio del primado romano. También la liturgia,
sin el temor que originaban las persecuciones, se pudo desarrollar libremente:
piénsese en la predicación durante la Santa Misa, el canto, los himnos, la
fijación de las fiestas eclesiásticas, las peregrinaciones y otras formas de
culto externo. La misma literatura eclesiástica alcanza momentos de máximo
esplendor con los Padres de la Iglesia (v.). Merece la pena recordar a Ambrosio
(v.), jerónimo (v.) y Agustín (v.). La fecha del 467 que marca el fin del
Imperio romano y es considerada como un punto de ruptura entre los tiempos
antiguos y la Edad Media, no es una fecha «fundamental» para la historia
eclesiástica italiana. Su organización resistirá las invasiones de los bárbaros
y hará de ella el baluarte definitivo de la civilización occidental. Su
prestigio, su autoridad, la harán desempeñar un papel decisivo en la historia de
I. y del Occidente.
V. t.: ANTIGUA, EDAD II.
BIBL.: Tratados generales: Fliche-Martin; L. A. MURATORI, Rerum italicarum scriptores, 28 vol., 2 ed. Cittá del Castello 1890 ss., Bolonia 1902 ss.; A. EHRHARD, Die Kirche der Mdrtyrer, Munich 1932; B. LLORCA, R. GARCÍA VILLOSLADA, F. 1. MONTALBÁN, Historia de la Iglesia Católica, 1, 4 ed. Madrid 1964; P. ALLARD, Histoire des perséc¢Itions, París 1903; P. BATIFFOL, Le catholicisme dés origines á Saint Léon, 2 ed. París 1927; L. DUCHESNE, Histoire ancienne de 1'Église, París 1905; 1. P. KIRSCH, Kirchengeschichte, Friburgo 1930; H. LIETZMANN, Geschichte der alten Kirche, Leipzig 1932.
GUIDO D'AGOSTINO.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991