Indulgencias. Teología Dogmática.
 

1. Noción y divisiones. La i., del latín indulgeo (perdono, indulto) es «la remisión ante Dios de la pena temporal debida por los pecados ya perdonados en cuanto a la culpa, que el fiel, convenientemente dispuesto y bajo determinadas condiciones, consigue por la intervención de la Iglesia, la cual, como administradora de la Redención, dispensa y aplica con autoridad el tesoro de las satisfacciones de Jesucristo y de los Santos» (Paulo VI, Const. ap. Indulgentiarum doctrina, nn. 1. 5.7; cfr. CIC c. 911).

El documento magisterial más solemne es un decreto del Conc. de Trento que, haciendo suyas declaraciones anteriores, proclama: a) que la Iglesia ha recibido de Cristo la potestad de conceder i., y que ha hecho uso de ella desde tiempos muy antiguos; b) enseña y manda que ese uso, muy saludable para el pueblo cristiano y aprobado por la autoridad de los sagrados concilios, sea conservado en la Iglesia, si bien se han de otorgar con medida, excluyendo todo género de lucro (Denz.Sch. 1835). Praxis y teología de las i. se implican mutuamente. Esta materia es además uno de los casos más claros de la evolución homogénea de la doctrina católica (v. FE Iv), que va aflorando paulatinamente y de diversos modos a la conciencia de la Iglesia bajo la guía del Espíritu Santo (cfr. Paulo VI, ib. n. 7; Ch. Journet, o. c. en bibl., 81-82).

Por eso es útil analizar con atención la historia de esa evolución, para dar seguidamente una explicación teológica de las i. en conformidad con los presupuestos básicos de la eclesiología. Se puede afirmar de antemano que el menosprecio consciente de las i. implica el menosprecio de otras verdades de fe anejas, algunas de ellas dogmas, como la naturaleza del pecado y la noción de su pena, eterna o temporal; el perdón de Dios por Cristo mediante su Iglesia; la naturaleza de la justificación y la Comunión de los Santos que une en la misma caridad de Cristo a la Iglesia peregrinante, purgante y triunfante (Conc. Vaticano Il, Const. Lumen Gentium, n. 48 ss.). De otra parte, como ya señalaba el Conc. de Trento, es esta una materia que debe ser bien explicada a fin de que la doctrina católica conste con toda claridad y se eviten falsas interpretaciones que conducirían a graves males: p. ej., confiar excesivamente en las i. con detrimento del compromiso personal, caridad manifestada en obras, que el don de la fe reclama. Para los detalles concretos (i. plenarias o parciales, etc.), v. II.

2. Estudio histórico. En la praxis penitencial de la Iglesia no encontramos datos sobre la concesión de las i. propiamente tales hasta el s. xi, si bien consta que alguno de sus aspectos era ya común en el s. II.

1) Desde el s. II al s. XI. La praxis penitencial de la Iglesia primitiva presupone que el castigo debido por los pecados cometidos por los bautizados no se perdona de un modo definitivo, como en el bautismo, sino que requiere una actividad penitencial prolongada y dura con la ayuda de la gracia de Cristo (cfr. B. Poschmann, Paenitentia secunda, Bonn 1940; Id, Der Ablass im Lichie der Bussgeschichte, Bonn 1948). En la terminología teológica no aparece aún la distinción entre la culpa (reatus culpae) y la pena (reatus poenae) del pecado, sin embargo, consta ya claramente que el hombre entra en vías de salvación desde el primer momento de su conversión o retorno y que necesita además de una larga penitencia para reparar sus pecados. Por eso, ya desde el s. II, comienza la Iglesia a regular esa penitencia según la gravedad de la culpa, con la conciencia de poder determinar en general o en cada caso particular las obras penitenciales apropiadas. Los obispos dispensan a los pecadores de las penitencias públicas, del todo o en parte, según lo aconsejen las circunstancias y el mayor bien de los fieles (cfr. P. Galtier, De Paenitentia, 2 ed. Roma 1950, n. 285-289,300-305,625), aunque con eso, como es claro no pretendían otorgar la remisión de toda la pena temporal ante Dios. Este proceso de purificación podía ser influido y protegido por la intercesión de la Iglesia, bien privadamente por la intercesión de los «confesores» que trasmitían a los pecadores el mérito de sus sufrimientos mediante los libelos de paz (libelli pacis) y cuyo efecto se creía tenía lugar únicamente después de la muerte de esos mártires (cfr. S. Cipriano, Ep. 16,3; 21,3; 22,2), o bien de una forma litúrgica y ministerialmente regulada, en la que intervenían el obispo y el pueblo, con la convicción de que su intercesión era eficaz en lo que dependía de ellos. Esa intercesión no se ha de identificar con el sacramento de la penitencia, aunque generalmente se realizara junto con él, puesto que iba dirigida a fomentar y proteger la penitencia subjetiva del pecador y en virtud de los méritos de otros. Como se ve, esta praxis implica ya uno de los elementos esenciales de la i. propiamente tal: la remisión de la pena temporal de los pecados por la intercesión de la Iglesia y en virtud de los méritos de Cristo y de los mártires.

Con el proceso por el que va disminuyéndose la penitencia pública hasta quedar sólo la privada, se va insistiendo en que, después de la reconciliación operada en el sacramento, debe realizarse una penitencia subjetiva temporal, lo cual implica una distinción clara entre la culpa y la pena del pecado. Por otra parte, la Iglesia otorga al pecador reconciliado su intercesión de una forma solemne, aunque no propiamente de una forma jurisdiccional. Este parece ser el sentido primitivo de las absoluciones de S. Gregorio Magno (v.). Además, fue cundiendo la praxis de las conmutaciones y redenciones de la penitencia canónica de la Iglesia, como una exigencia eclesiástica para la remisión de la pena de los pecados y no sólo como una medida disciplinar independiente. Las redemptiones eran obras buenas con las que los penitentes podían suplir, con la autorización del confesor, las penitencias canónicas que les habían sido impuestas. Durante el s. vii se encuentran ya algunos indicios de estas redenciones en Inglaterra e Irlanda (cfr. Reginonis Prumensis, De Eccles. discipl., 11,2, n. 438-445; PL 132, 368-370), y en el Conc. de Tívoli (895), se permite que los homicidas, a los que se imponía la abstinencia de carne y de algunos otros alimentos durante un año, pudiesen en determinadas circunstancias redimir los martes, jueves y sábados con un denario, en moneda o en especie, o dando de comer a tres pobres por el nombre del Señor (Mansi 18,157). También en el s. vii son ya frecuentes las peregrinaciones a Roma y la mitigación de las penas canónicas que con ese motivo concedían los Papas teniendo en cuenta la dificultad del viaje y la devoción a los Santos Apóstoles. Benedicto 111 (855-858) impuso a un peregrino fratricida únicamente la penitencia de cinco años «porque se apresuró a venir a los sepulcros de los Apóstoles Pedro y Pablo» (cfr. P. Galtier, o. c., n. 626). Esta praxis constituye un paso más en la clarificación de las i.. si bien reviste aún un carácter eminentemente canónico.

2) Desde el s. XI hasta Trento. En el s. xi comienzan a concederse en Francia las primeras i. propiamente tales. La Iglesia (papas, obispos) asegura al creyente su intercesión ministerial de una forma solemne y general, otorgándole con un acto jurisdiccional la remisión parcial o total de la penitencia canónica; es una remisión extrasacramental de la pena temporal del pecado ante Dios, a la que se le atribuye una eficacia análoga a la de la penitencia impuesta en el sacramento. La unión íntima con la oración sacerdotal de intercesión en el sacramento de la penitencia y con las redenciones y conmutaciones nos indica por qué en esta época las i. no eran consideradas como reservadas al Papa, sino que eran concedidas por los obispos y confesores en el desempeño de su ministerio. Por el tránsito paulatino de las redenciones y conmutaciones, entonces múltiples y suaves, a las i., no resulta fácil distinguirlas en la práctica, ya que la concesión de la i. requería siempre como condición indispensable alguna obra buena apropiada. En el s. xii encontramos ya una reflexión teológica amplia sobre la praxis de las i. El primero que las definió como un acto jurisdiccional en relación con la pena propia del pecado ante el mismo Dios fue el canonista Huguccio (m. 1210). Sin embargo, los autores de esta época opinan aún en general que las i. obtienen su eficacia no en virtud de la potestad de absolución de la Iglesia, sino a modo de sufragio (per modum suffragii). Con el desarrollo de la doctrina del «tesoro de la Iglesia» (thesaurus Ecclesiae), expresión que se encuentra por primera vez en Hugo de San Caro (m. ca. 1230), se da un paso adelante poniendo de relieve su carácter eminentemente jurisdiccional (cfr. Clemente VI, bula Unigenitus Dei Filius, 25 en. 1343: Denz.Sch. 1025-27). Es claro que la Iglesia puede disponer autoritativamente de ese tesoro, como el dueño dispone de su fortuna, y lo hace de un modo infalible y con un acto jurisdiccional para la remisión de la pena temporal de los pecados ante Dios (S. Alberto Magno, S. Buenaventura; S. Tomás, In IV Sent., Dist. 20); tesoro de supererogación «en el que la Iglesia posee las riquezas de los méritos y de la pasión de Jesucristo y de la gloriosa Virgen María, de todos los Apóstoles y mártires y de todos los santos de Dios, vivos y difuntos» (S. Tomás, In IV Sent., Dist. 20, ql a2).

Desde entonces las i. se van independizando más y más del sacramento de la penitencia; a la vez comienzan a ser reservadas al Papa, porque sólo él puede disponer del tesoro de la Iglesia, y los obispos dependiendo de él. Esta perspectiva jurisdiccional no elimina la necesidad de las obras buenas exigidas siempre para ganar las indulgencias (cfr. S. Tomás, Sum. Th., Suppl. q25 a2). En esta época, los papas y los obispos conceden i. con mucha frecuencia a los que contribuyen con sus limosnas a la construcción o conservación de lugares sagrados y de otras obras de común utilidad, especialmente puentes y hospitales. La i. plenaria, prometida ya desde el s. xi a -'los cruzados (Urbano l í: Mansi, 20,816), es concedida por Bonifacio VIII como «indulgencia plenaria jubilar» o del «Año Santo» en la bula Antiyuorum habet, 2 feb. 1300; en ella concede a los que visiten con reverencia las basílicas romanas, después de confesarse y teniendo verdadero arrepentimiento, en ese año y en todos los centenarios siguientes, no sólo el perdón (veniam) pleno y más amplio, sino plenísimo de todos sus pecados (Denz.Sch. 868).

Ya desde el s. xtii defendían los grandes teólogos la posibilidad de aplicar las i. a los difuntos (Alejandro de Hales, Summa Theol., P. IV, c. 23, m.l al; S. Tomás, In IV Sent., Dist. 45 q2 a2 sol.I1; Sum. Th., Suppl. q71 a10; S. Buenaventura, In IV Sent., Dist. 20 p2 al q5), y si algunos la negaban, era únicamente porque de hecho no las concedían aún los Papas. Sixto IV concede la primera i. plenaria aplicable a los difuntos a modo de sufragio en la bula Salvator Noster, 3 ag. 1476 (Denz.Sch. 1398) y, para evitar algunos equívocos, la explica más ampliamente en su enc. Romani Pontificis provida, 27 nova 1477 (Denz. Sch. 1405-1407); esa i. no debe ser causa de que los fieles abandonen las buenas obras, no se ha de identificar con las limosnas y oraciones y se ha de entender según las explicaciones de los teólogos (es decir: como un signo de la remisión total de la pena temporal de los pecados en lo que respecto a la intención de la Iglesia).

Cuando Julio 11 (1503-1513) y León X concedieron i. con motivo de la reconstrucción de la basílica de S. Pedro en Roma, surgieron algunos abusos sobre todo por la avaricia de algunos príncipes y prelados alemanes, que constituyeron la ocasión para que Lutero procediera a la manifestación pública de sus doctrinas, incubadas ya desde hacía varios años (cfr. J. Lortz, Historia de la Reforma, 2 vol., Madrid 1963; E. Iserloh, Luther zwischen Reform und Reformation, Münster 1966). Lutero (v.) concedía únicamente a las i. la remisión de las penas eclesiásticas y por lo mismo las consideraba inútiles para todos aquellos a los que, por diversos motivos, no se les podían imponer esas penas. Esas tesis fueron condenadas por León X en la bula Exsurge Domine, 15 jun. 1520 (Denz.Sch. 1468-72) y luego por Trento (Denz.Sch. 1835), como antes lo había sido la doctrina semejante de Pedro de Osma por Sixto IV, a. 1479 (Denz.Sch. 1411 ss.), y más adelante la de Bayo (Denz.Sch. 1059-60) y la de los jansenistas del sínodo de Pistoya (Denz.Sch. 2640 ss.).

3) Con las definiciones mencionadas la doctrina queda clarificada, no es, pues, necesario seguir la explicación histórica. Vamos, pues, a limitarnos a explicar algunas expresiones empleadas en la predicación y la Teología, para evitar interpretaciones equívocas: a) La frase el perdón de todos los pecados se ha de entender como la remisión de toda la pena temporal de los pecados, puesto que se requiere siempre la confesión previa (cfr. bula de Bonifacio VIII); b) Sobre las expresiones para los vivos a modo de absolución y para los difuntos a modo de sufragio, como no existe ninguna declaración obligatoria del Magisterio, los teólogos siguen opiniones diversas. «A modo de absolución» significaría para algunos (Cayetano, Belarmino, Suárez, Palmieri, Pesch) una verdadera absolución extrasacramental en virtud del «poder de las llaves», por la que se concede la remisión de la pena temporal a los fieles vivientes que cumplan las debidas condiciones; otros no dudan en conceder a la i. de por sí una eficacia mayor que al mismo sacramento de la penitencia en cuanto a la remisión de las penas temporales, mientras que para otros una tal remisión se extiende únicamente a la remisión de las penas eclesiásticas. «A modo de sufragio» por los difuntos: el mismo Sixto IV enseña que se trata de aplicar a los fieles del purgatorio, ya fuera de la jurisdicción de la Iglesia, los méritos del «tesoro de la Iglesia», y que éstos, al igual que los sufragios comunes y privados, inclinan a Dios a aceptar las satisfacciones ofrecidas y a perdonarles las penas temporales de los pecados anteriores. La eficacia de las i. sólo la conoce realmente el Dios de las misericordias.

3. Explicación teológica. Vamos a proceder de una manera ordenada, procurando poner de manifiesto el contexto en el que se sitúan las i. y al que se ha hecho alguna referencia al menos indirecta en el panorama histórico trazado y en el que se recogen en sus líneas generales la praxis y la doctrina sobre las mismas.

1) Solidaridad en la satisfacción por los pecados. El pecado (v.) supone una ofensa a Dios, negarse a reconocerle como Señor, y supone además un quebrantamiento del orden que Dios quiso que existiera entre El, el hombre y las cosas: «Al negarse a reconocer a Dios como su principio, el hombre rompe el debido sometimiento a su fin último, y también toda su ordenación, tanto por lo que toca a su propia persona como a las relaciones con los demás y con el resto de la creación» (Conc. Vaticano II, Gaudium et spes, 13). Por todo ello el pecado, que es culpa, trae aneja una pena. Como «nadie puede librarse por sí mismo, con sus propias fuerzas, del pecado» (ib., Ad gentes, 8), Dios proporcionó el remedio: la acción redentora de Cristo, que se nos aplica en el Bautismo y, posteriormente, en el sacramento de la Penitencia (v.); con éste, se borra el estado de enemistad con Dios, que perdona al pecador, y la culpa desaparece; también se borra la pena de daño (privación de la visión de Dios) debida al pecado mortal. Pero como el pecado ha supuesto una perturbación del orden universal que Dios había dispuesto con inefable sabiduría y con infinita caridad, merece también otra pena, un castigo corrector, misterioso y limitado, que se llama pena de sentido, que, en algunos aspectos, es temporal. Esa pena, si no se pone remedio antes, se ejecutará en la otra vida (en el infierno, en el supuesto de que pervivan la culpa y la pena de daño o en el purgatorio, si las otras se han ya perdonado).
Pero existen medios para que quien ha obtenido ya el perdón de sus pecados pueda satisfacer por ella en la tierra. En primer lugar la confesión, concretamente las obras penitenciales que impone el sacerdote, que reparan en parte la pena debida; también la penitencia extrasacramental y en general las buenas obras (sacramentos, virtudes, etc.). Existe finalmente un medio más, que el amor sin medida de Dios ha encontrado para ayudar a alcanzar el cielo cuanto antes: las i., en estrecha conexión con los dogmas del Cuerpo Místico y de la Comunión de los Santos.

«Por un arcano y benigno misterio de la voluntad divina los hombres están unidos entre sí por un parentesco espiritual, en virtud del cual el pecado de uno perjudica a todos los demás, del mismo modo que la santidad de uno beneficia a todos los restantes. De esta forma, los fieles cristianos se ayudan mutuamente a alcanzar el fin sobrenatural» (Indulgentiarum doctrina, 1). La Comunión de los Santos, vínculo de caridad entre los fieles que ya gozan de Dios, los que sufren en el Purgatorio y los que todavía peregrinan en la tierra, hace posible esta ayuda mutua que la Iglesia se encarga de distribuir (Lumen gentium, 49).

La muerte de Cristo en la cruz ganó para su Iglesia un tesoro infinito de gracias, tesoro en continuo crecimiento a causa de las oraciones y buenas obras de la Bienaventurada Virgen María y de todos los santos. «Este tesoro lo encomendó, para ser dispensado a los fieles, al Bienaventurado Pedro, que tiene las llaves del cielo, y a sus sucesores, vicarios suyos en la tierra, para ser misericordiosamente aplicado, con motivos razonables, a los que están auténticamente arrepentidos y confesados, para la total o parcial remisión de la pena temporal debida por los pecados» (Clemente VI, bula Unigenitum). De ese modo, la Iglesia, al dispensar las indulgencias, no sólo ayuda a los fieles cristianos a expiar las penas debidas, sino también les impulsa a realizar obras de piedad, de penitencia y de caridad (cfr. Indulgentiarum doctrina, 8).

2) Fundamento del poder de la Iglesia de conceder indulgencias. Como hemos visto en la exposición histórica, a partir del s. xiii las i. son explicadas en dependencia del poder jurisdiccional de la Iglesia. Ese parecer siguen la mayoría de los teólogos que acuden así, para fundarlas bíblicamente, a los textos en que Cristo promete a Pedro el poder de atar y desatar (Mt 16,19) y a los Apóstoles la facultad de perdonar los pecados (Mt 18,18; lo 20,23). El mismo Conc. de Trento cita esos textos al proclamar que es una potestad recibida directamente de Cristo (Denz. Sch. 1835), si bien no define la naturaleza del poder al que se refiere. Algunos autores modernos, como Poschmann (Das Ablass im Lichte der Bussgeschichte, Bonn 1948), se apartan de la doctrina mencionada, diciendo que, como las i. se ordenan a la remisión de la pena temporal de los pecados ante Dios (coram Deo), no son un acto jurisdiccional en sentido estricto, sino más bien un acto de intercesión de una eficacia moral con respecto a las penas de la vida futura, por oposición a las absoluciones de las penas canónicas que implicaban un acto estrictamente jurisdiccional. Sobre este punto volveremos en 3, b.

3) Escatologismo de la purificación y función de la Iglesia, asociada a la oración sacerdotal y perenne de Cristo. a) Pecado, pena temporal y purificación. En la S. E. aparece claramente que, después del perdón de la culpa, se requiere aún un largo proceso ético de acercamiento a Dios (quaerere Deum), que implica y supone la misma aceptación humilde del juicio divino (1 Cor 11,32; 5,5; 1 Tim 1,20; Apc 2,22 ss..) El Pueblo de Dios puede proteger con su oración el proceso de la remisión de las penas temporales del pecado incluso en orden a la purificación de los difuntos (2 Mac 12,43-46); son las deudas, cuyo perdón rogamos humildemente a Dios (Mt 6,12; 1 lo 3, 20-22; 5,16; 2 Tim 1,18; Iac 5,16-20) tanto en la oración privada como en las oraciones penitenciales de toda la Iglesia. Algunos teólogos insisten en el doble carácter vindicativo y medicinal de las penas temporales del pecado ya perdonado en el sacramento; el desorden que causó en el plan divino al anteponer las criaturas al Creador. está exigiendo el reequilibrio total como una revancha de la creación (S. Tomás, Sum. Th. 1-2 q87 al), en cuya obra tiene al primado la caridad que purifica todo el ser del hombre (Sum. Th. 1-2 gll3 al0; 3 q86 a5 adl; cfr. Ch. lourne.t, o. c., 83 ss.). Paulo VI insiste también en el aspecto y consecuencias sociales de todo pecado (Indulgentiarum doctrina, 4). S. Agustín, interpretando a S. Pablo, insiste mucho en el mal de la concupiscencia que priva a todas nuestras obras de la caridad debida y hace que todos los hombres sean pecadores, lo que lleva a subrayar el carácter medicinal (sanante) de las penas y el escatologismo de la purificación hasta que el hombre, hecho a imagen y semejanza de Dios, alcance su perfección en la visión inmediata de Dios (cfr. A. Turrado, Lutero, intérprete de la doctrina de S. Agustín sobre el pecado original, «Estudio Agustiniano» 4, 1969, 532-535).

b) Los méritos y la intercesión perenne de Cristo-Sacerdote, la Comunión de los Santos y el sacerdocio ministerial asociado a esa intercesión de un modo extrasacramental. Paulo VI enseña que «en la indulgencia la Iglesia, usando de su potestad de administradora de la redención de Cristo Señor, no solamente ora, sino que distribuye autoritativamente al fiel cristiano debidamente dispuesto el tesoro de las satisfacciones de Cristo y de los Santos para la remisión de la pena temporal» (ib., n. 8, p. 16; Norma 1, p. 21). La i. no es, pues, una simple intercesión de la Iglesia, sino que debe incluirse en la potestad ministerial de santificar a los fieles cristianos, aunque en este caso la ejerza de un modo extrasacramental. ¿Nos conduce eso a sostener que es un acto jurisdiccional en sentido estricto? Así lo piensan numerosos teólogos. Sin embargo -salvo el mejor juicio del Magisterio-, nos parece que esa sentencia no se impone del todo, y que puede pensarse que no es un acto jurisdiccional en sentido estricto, sino más bien una intercesión ministerial ante Dios para que se digne aplicar a los fieles cristianos los méritos de Cristo y de los Santos. Sería, pues, una de las funciones del sacerdocio ministerial en cuanto participación del sacerdocio eterno de Cristo. Además del sacrificio de la Cruz, en el que Cristo es a la vez sacerdote y víctima, el N. T., especialmente la epístola a los Hebreos, habla de una intercesión perenne de Cristo-Sacerdote ante el Padre por nosotros (Heb 7,25; Rom 8,34; 1 lo 2,1-2), que equivale a la presentación de sus méritos ante el Padre, pues Cristo «se presenta por nosotros ante la faz de Dios» (Heb 9,24), como abogado y propiciación por los pecados de todo el mundo (1 lo 2,1-2). El sacerdocio ministerial de la Iglesia participa de esa intercesión perenne de Cristo y, como él, «es escuchado por su reverencia] temor» (Heb 5,7; cfr. lo 11,42). Por eso solamente pueden conceder i. los que participan plenamente de ese sacerdocio ministerial de Cristo: el Papa, los obispos y, por delegación, los presbíteros, sus colaboradores en el ministerio. Podemos añadir que quien recibe la gracia es renovado interiormente por la gracia santificante, pero la actitud real de todo cristiano, dada la incertidumbre subjetiva de su justicia y la conciencia de la personal pecabilidad y el conocimiento de la permanencia de la pena temporal, consiste en acogerse con humilde confianza a los méritos de Cristo y de los Santos. Cuando esta confianza va respaldada por la intercesión ministerial de la Iglesia, o indulgencia, el cristiano penitente recibe la remisión de las penas temporales o la aplica a los difuntos con una garantía especial, que no tendría de otro modo. Esa intercesión ministerial, que se extiende a los fieles de la Iglesia peregrina y de la Iglesia purgante y se apoya en los méritos de Cristo y de los Santos, expresa de un modo sublime la Comunión de los Santos en la única caridad de Cristo.

V. t.: PENITENCIA 11 y 111; PECADO; PURGATORIO; COMUNIÓN DE LOS SANTOS; LUTERO Y LUTERANISMO 1, 2 y 3.


ARGIMIRO TURRADO.
 

BIBL.: PAULO VI, Const. ap. Indulgentiarum doctrina, 1 en. 1967: AAS 59 (1967) 5-24; `S. TOMÁS DE AQUINO, Sum. Th. Supplem. q25-27; F. SUÁREZ, Opera omnia, XXII,979-1185; E. MAGNIN, Indulgences, en DTC VII,1594-1636; F. BERINGER y A. STEINEN, Die Ablüsse, ihr Wesen und ihr Gebrauch, 2 vol., Paderborn 1921-22; E. CAMPELL, Indulgences, Ottawa 1953; S. DE ANGELIS, De Indulgentiis, Tractatus quoad earum naturam et usum, 2 ed. Vaticano 1950; P. GALTIER, L'Église et la rémission des péchés aux premiers siécles, 3 ed. París 1932; fD, De Paenitentia tractatus dogmatico-historicus, 2 ed. Rbma 1950; 1. A. JUNGMANN, Die lateinischen Bussriten in ihrer geschichtlichen Entwicklung, Innsbruck 1932;. CH. JOURNET, Théglogie des Indulgences, «Nova et Vetera» 41 (1966) 81-111 (estudio teológico muy completo); N. PAULUS, Geschichte des Ablasses im Mittelalter, 3 vol., Paderborn 1922-23; B. POSCHMANN, Der Ablass im Lichte der Bussgeschiclite, Bonn 1948; E. G. ESTÉBANEZ, Naturaleza de las indulgencias «La Ciencia Tomista» 97 (1970) 407-443.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991