Iluminativa, Vía
 

En la ya clásica división tripartita de la vida espiritual (V. vías DE LA VIDA INTERIOR), ocupa el centro la llamada vía iluminativa. Prácticamente se le hace coincidir con el grado de los proficientes, o segundo grado de esa misma vida. Ambas divisiones son bastante artificiales, ya que la vida, también la espiritual, es una realidad difícil -si no imposible- de encasillar. Pero, al menos, como instrumento de trabajo, esas divisiones pueden servir de algo. Esta segunda etapa del crecimiento espiritual se caracteriza por la «iluminación»; es de signo positivo, en contraste con la primera etapa, que más bien con su nota de purificación evoca algo negativo.

Recordemos brevemente que esta terminología en la división de las vías es de origen platónico. En Platón se inspira Orígenes (inicialmente), y sobre todo Dionisio Areopagita (v.), que es el que acuña esta teoría más recortadamente. Por ello en esos primeros autores la palabra iluminación contiene siempre un sabor platonizante. Luego, en la Edad Media y en la Moderna, se va empobreciendo su sentido, se hace banal, y no significa más que ese aspecto positivo del progreso espiritual que se va logrando. Prescindimos aquí de los sentidos y aplicaciones de ese término en la S. Escritura, en la Liturgia y en la Teología. En la literatura espiritual actual su empleo es meramente convencional, y no conserva nada de su sentido primigenio.

La vida espiritual implica desarrollo y crecimiento, y por eso en ella se procede desde una primera etapa. Como la vida espiritual no se identifica con la vida psicológica esa primera etapa puede situarse en edades y momentos muy diversos. Por eso hay que catalogar en ella a los «recién convertidos», bien sea de una vida francamente pecadora, bien sea de una vida distraída o poco atenta a la acción vivificante de Dios en ellos. También se encuentran en este momento espiritual muchas personas quizá siempre buenas, sencillas, pero poco cultivadas espiritualmente, y que sin nuevas gracias de Dios quedarían lejos de cumbres más altas. Entre ellas podemos contar también a los pequeños por la edad: humanamente no han tenido tiempo. A fortiori también están ahí, y con peligro hasta de perder el camino, los, que, con más o menos lucidez y conciencia, vegetan espiritualmente, y viven en una mediocridad aburguesada y rutinaria. Es el fenómeno que los autores espirituales suelen llamar tibieza (v.) espiritual, que se caracteriza por la presencia de defectos habituales, que se cultivan a veces hasta positivamente, o al menos no se toma en serio el superarlos. En resumen: una vida teologal pobre, frecuencia de faltas y hasta de pecados veniales (a veces quizá graves también), ausencia de espíritu de generosidad y de sacrificio, una situación dominada, aun psicológicamente, por una fuerte presencia de egoísmo, aunque se ha comenzado a abrir hacia Dios y hacia los otros, ya que la actitud de ruptura para con Él como disposición fundamental y permanente se da por supuesto que no existió, o, si existió, está desechada.

Se comprende que, junto con las gracias sacramentales (principalmente la Eucaristía) y extrasacramentales, se impone un ejercicio de ascesis (v. LUCHA ASCÉTICA), que permita y consiga avanzar mejorando la vida. Hace falta una purificación honda que haga posible y facilite el perfeccionamiento de la vida espiritual; una purificación que es activa y pasiva, tarea de Dios y del hombre a la vez (v. ASCÉTICA).

Un avanzar suave, perseverante y penetrante, introduciría en un segundo grado, el de los proficientes. O también una segunda «conversión» (v.). En este último caso podemos pensar en una iluminación inicial por parte de Dios, y en una decisión fuerte por parte del hombre. Esa iluminación puede tener lugar en forma de una gracia extraordinaria, con implicaciones incluso psicológicas subrayadas, pero también acontecer de una manera sencilla. Vendrá, a lo mejor, envuelta en circunstancias externas: unos días de retiro espiritual, un hecho llamativo, etc., o será un simple paso adelante en un momento de meditación o de trabajo. Pero en definitiva es un toque interior de luz y de amor. En cualquier caso, a través de un crecer progresivo o de una conversión, la vida viene a adquirir un sentido más profundamente cristiano. Queda iluminada.

Esa iluminación, cuya raíz es la gracia permanente del carácter bautismal y la fe que de suyo le acompaña, exige una respuesta del hombre que la recibe. Se le pide una opción y una decisión para tomar más en serio la obligación de buscar la santidad (v.) que reclama su condición de cristiano. Hay que romper con la frivolidad de la vida, y entregarse a ese Dios que se hace más franca y apremiantemente encontradizo.

Suelen decir los autores que en los primeros pasos de la vida cristiana predomina el aspecto de lucha ascética, de mortificación encaminada a la purificación del corazón (v. PURIFICACIÓN III). Ello no quiere decir que, con el crecimiento, esa necesidad de purificación quede eliminada. De momento hasta quizá sea más fuerte y violenta. Se trata de negarse a sí mismo, de superar situaciones con frecuencia endurecidas, de romper hábitos más o menos inveterados. Por eso es necesaria una catarsis. Hay que ir arrancando los defectos enraizados por naturaleza y por adquisición más o menos culpable, los «apetitos» desordenados según la terminología de S. Juan de la Cruz (cfr. Subida al Monte Carmelo, libro 1°). Purificación activa, por consiguiente, generosa y confiada. Y purificación pasiva, que Dios irá realizando a través de sus gracias, y de las pruebas que quiera o permita. Hasta puede pensarse que en el avanzar de este periodo iluminativo se den purificaciones pasivas del sentido, según el esquema y las descripciones típicas de la primera parte del libro de la Noche de S. Juan de la Cruz.

Esta etapa iluminativa se caracteriza, según los autores, por la desaparición progresiva, más o menos rápida o lenta, de los defectos habituales (pocos pecados veniales estrictamente tales, aunque a la debilidad congénita de la naturaleza humana todavía se escapen algunos). Esto producirá inevitablemente cierta tensión espiritual, que debe resolverse de manera positiva, que tiene que llevar a una vida más invadida por la caridad (v.), más entregada a sus exigencias. Todas las virtudes (v.) teologales y morales florecerán graciosamente. Y el diálogo de amor en la fe, es decir, la oración (v.), se hará más fácil y más frecuente. Oración más dialogal y más íntima, invitación al recogimiento interior, inicios de contemplación, sin que podamos aventurarnos a hacer clasificaciones acerca de la misma, ya que la psicología de la oración es de lo más variado y personal que se registra en el vivir cristiano. El hontanar principal de la misma (como de todo ese vivir-en su totalidad) será siempre la Eucaristía (v.).

La iluminación de que aquí se trata se resuelve en liberación de miserias humanas, y en maduración de la vida espiritual. Liberación según el sentir de S. Pablo. «Para que fuésemos libres, Cristo nos ha liberado... Vosotros, hermanos, habéis sido llamados a la libertad» (Gal 5,1.13). Liberación de un cumplimiento servil de la ley, para pasar a obedecer por amor, como hijos libres. Porque hemos recibido «no el espíritu de siervos», sino «el espíritu de adopción». Y es «el Espíritu mismo (el que) da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios» (Rom 8,15-16). Y «donde está el Espíritu del Señor está la libertad» (2 Cor 3,17). Liberación, pues, por la gracia de Jesucristo, que se aplica a cada uno por el Bautismo (Rom 6). Pero cuyos resultados totales se van obteniendo poco a poco y laboriosamente. La liberación esencial la hacen el Bautismo y la fe, y, si se pecase después, la Penitencia (v.). Liberación que es ya posesión de la vida, y vida eterna en esperanza. Pero con muchas limitaciones y residuos de la muerte anterior. En este sentido «la ley del pecado... está en mis miembros» (Rom 7,23), el pecado en sus consecuencias sigue instalado en el corazón del hombre. La superación de todo esto es el largo quehacer de la vida cristiana. Es la lenta liberación que ahora en esta etapa se acentúa y consigue más intensamente. Porque desde ahora se vive según el Espíritu. Y el alma se entrega a sus influencias, a su voluntad, con una docilidad creciente y deseosa.

Por eso la vida cristiana se hace ahora positivamente más madura. La adultez que sacramentalmente sembró la Confirmación (v.) ahora se cosecha. El encuentro vital con Dios, ese encuentro que santifica, el que hace participar al hombre de la caridad del mismo Dios, y le hace por ende sagrado o santo con su misma divina santidad, ese encuentro se afirma y consolida, en cuanto esto psicológica y moralmente puede hacerse por parte del hombre. La unión con Dios, comenzada por la conversión bautismal o por la conversión penitencial, se hace más intensa y apretada. El vuelo se tiende hacia las alturas. Prepara así las ulteriores etapas unitivas, que avanzan hacia la consumada y definitiva unión allende el tiempo y lo provisional (V. UNIÓN CON DIOS; CONTEMPLACIÓN; MÍSTICA).

Si con mirada sociológica hubiéramos de formar el grupo de los prof icientes o caminantes por la vía iluminativa (siempre dentro de lo inevitablemente convencional de la clasificación), lo haríamos con aquellos cristianos que vulgarmente decimos «fervorosos», en el sentido noble de la palabra. Son vidas quizá de apariencia externa sencilla, pero que viven sinceramente la fe, y están atentas a sus exigencias para responder a ellas. Vidas que cultivan el amor a Dios y van tomando conciencia y teniendo la experiencia normal de ese amor. Y que lo irradian en caridad generosa hacia los demás hombres. Podrían ser ese grupo, no tan pequeño, de cristianos, que forman el sector medio del pueblo de Dios, y de donde surgen las minorías selectas, levadura viva de todo el conjunto de la Iglesia peregrinante.
 

B. JIMÉNEZ DUQUE.
 

BIBL.: J. DE GUIBERT, S. J., Theologia spiritualis ascetica et mystica, 4 ed. Roma 1952; R. GARRIGOU-LAGRANGE, O. P., Las tres edades de la mida interior, 4 ed. Bilbao 1958; íD, Las tres vías y las tres conversiones, Barcelona 1936; B. JIMÉNEz DUQUE, Teología de la mística, Madrid 1963; L. BoUYER, introducción a la vida espiritual, Barcelona 1964; G. THILS, Santidad cristiana, 5 ed. Salamanca 1968, 409 ss.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991