Iglesia. Unidad
1) Unidad y unicidad de la Iglesia. 2) La unidad de
la Iglesia en la S. E. 3) La unidad de la Iglesia en los Padres. 4) La
Eucaristía y la unidad de la Iglesia. 5) En el Conc. Vaticano II. 6) La
diversidad en la unidad. 7) Aspecto apologético de la unidad de la Iglesia.
1) Unidad y unicidad de la Iglesia. La unicidad de la 1. significa que sólo
existe una verdadera 1. de Cristo, del todo conforme en sus estructuras y
elementos constitutivos a los designios de su divino Fundador. La auténtica
unicidad de la I. se sigue de la unicidad de Cristo, su Cabeza, así como de la
unicidad del Espíritu Santo que vivifica el Cuerpo de Cristo. A lo largo del
Evangelio se ve también manifestada la voluntad de Cristo de fundar una sola I.
en esas figuras y metáforas que emplea para designarla: un solo rebaño (lo
10,16), un cuerpo (1 Cor 12,12), una esposa de Cristo (Eph 5,22-28) y que
culmina con la oración sacerdotal (lo 17,20-23). El magisterio eclesiástico fiel
a las enseñanzas de Cristo siempre ha rechazado la idea de que Cristo haya
fundado varias comunidades o de que la 1. se componga de varios grupos parciales
(cfr. Bula Unam Sanctam, Denz.Sch. 870; Enc. Satis cognitum, Denz.Sch. 3300; Enc.
Mortalium animas, 6 en. 1928; Enc. Mystici Corporis, Denz.Sch. 3821). El Conc.
Vaticano 11 vuelve a reiterar con vigor la conciencia perenne de la I. Católica
con respecto a su unicidad, desautorizando una vez más oficialmente toda sombra
de indiferentismo (v.), del falso irenismo y de subjetivismo a ultranza contra
la unicidad objetiva de la 1. de Cristo: «Este sagrado Concilio profesa en
primer lugar que el mismo Dios manifestó al género humano el camino por el que,
sirviéndole a Él, pueden ser salvados y beatificados en Cristo. Creemos que esta
única religión verdadera subsiste en la Iglesia católica y apostólica, a la cual
el Señor Jesús confió la misión de difundirla a todos los hombres, diciendo a
los Apóstoles: `Id, pues, y enseñad a todas las gentes, bautizándoles en el
nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a observar todo
cuanto yo os he mandado' (Mt 28,19-20). Y todos los hombres están obligados a
buscar la verdad, sobre todo en lo que respecta a Dios y a su Iglesia, y,
después de conocerla, a aceptarla y conservarla» (Declaración Dignitatis humanae,
1).
La unidad es entendida a su vez en el sentido de unión, de comunión, de interna
concordia de los fieles, y es a la vez una propiedad visible o nota de la l., en
íntima relación con su catolicidad (v.), que implica la identidad sustancial y
universal de las estructuras y de los elementos esenciales con los que Cristo la
instituyó. El Conc. Vaticano II la proclama de este modo: «La Iglesia santa y
católica, que es el Cuerpo místico de Cristo, consta de fieles que están
orgánicamente unidos en el Espíritu Santo por la misma fe, los mismos
sacramentos y el mismo régimen» (Decr. Orientalium Ecclesiarum, 2). Esta unidad
visible de fe, de sacramentos y de jerarquía, que no impide la variedad de
funciones, de ritos y de costumbres, tiene como sústrato una unidad de vocación,
de fines y de amor inquebrantable: «Por tanto, el Pueblo de Dios por Él elegido,
es uno: «un Señor, una fe, un bautismo» (Eph 4,5). Es común la dignidad de los
miembros, que se deriva de su regeneración en Cristo; común la gracia de la
filiación; común la llamada a la perfección: una misma salvación, única la
esperanza e indivisa la caridad. No hay, pues, en Cristo y en la Iglesia
desigualdad alguna por razón de la raza o de la nacionalidad, de la condición
social o del sexo, porque `no hay judío ni griego, esclavo o libre, varón ni
mujer. Porque todos vosotros sois «uno» en Cristo Jesús' (Gel 3,28 gr.; cfr. Col
3,11)» (Const. Lumen gentium, 32). Pero como la I. es una sociedad sobrenatural
o misterio de Cristo, es preciso insistir en la unidad radical que le viene de
esa relación íntima y dinámica con su Cabeza, si no queremos truncar su múltiple
unidad visible: «En verdad, la realidad de la Iglesia no se agota en su
estructura jerárquica, en su liturgia, en sus sacramentos ni en sus ordenaciones
jurídicas. Su esencia íntima, la principal fuente de su eficacia santificadora,
ha de buscarse en su mística unión con Cristo; unión que no podemos pensarla
separada de aquella que es la Madre del Verbo encarnado y que Cristo mismo quiso
tan íntimamente unida a sí para nuestra salvación» (Paulo VI, Discurso de
clausura de la tercera sesión del Vatic. II, 21 nov. 1964, cfr. Const. Decretos.
Declaraciones..., BAC, 4 ed. Madrid 1966, 23, 1037).
Estas reivindicaciones de la I. Católica, tantas veces repetidas en el
transcurso de los siglos, se basan en la doctrina de la S. E. y en la Tradición
(v.) trasmitida por los Padres y de los escritores eclesiásticos. Esto es lo que
trataremos de exponer a continuación, analizando en especial la doctrina de los
Evangelios y de los Padres Apostólicos.
2) La unidad de la Iglesia en la S. E. Los títulos, las parábolas y las
metáforas que nos indican claramente la voluntad de Cristo con respecto a la
unidad de su 1. son numerosos. La fundó como una sociedad sobrenatural para la
salvación de todos los hombres, la quiso unida por el amor y la dotó de una
doctrina única (unidad de fe), de unas fuentes de gracia para el hombre y de un
culto con el que éste pudiera rendir a Dios el honor debido (unidad de
sacramentos y de culto), así como de una jerarquía (unidad de régimen) con una
misión bien definida, que ha de desempeñar a ejemplo suyo y con su asistencia
hasta la consumación de los siglos (Mt 28,19-20).
a) El Reino de Dios en los Evangelios. El Reino de Dios (v.) o, según la
expresión semítica de S. Mateo, el Reino de los cielos, tiene evidentemente un
sentido más amplio que el término I., si bien ésta es una parte esencial del
mismo, o su periodo terrenal que descarta el escatologismo puro de los
protestantes liberales y de los modernistas. El mismo título de Reino de Dios
implica ya el concepto de una unidad social teocrática, que establece una
relación íntima, una nueva alianza entre Dios y los hombres que lo constituyen.
S. Juan Bautista anunció a los judíos esa nueva alianza (Mt 3,22), pero fue
Cristo, el Mesías, quien de hecho la estableció en la tierra (Mt 4, 17; 10,5-7;
Me 1,15) para la salvación de los hombres (Mt 1,21; 10,22; 24,13; Le 9,10; Me
16,16). Solamente con la penitencia y la renovación interior o metanoia se puede
entrar a formar parte del Reino (Mt 4,17; Me 1,15), es decir, bebiendo del mismo
cáliz y siendo bautizado con el mismo bautismo que Jesús (Mt 20,20-21; Me
10,3839); por eso, los miembros de este Reino serán reconocidos por sus frutos (Mt
7,16) y por la observancia fiel de los mandamientos de Dios, especialmente del
grande mandamiento del amor (Mt 7,24; 13,19; 21,17; Le 6,4448; 11,28; Me 4,20;
lo 5,24; 8,15, etc.). La temporalidad, el crecimiento progresivo y la presencia
simultánea en ese Reino de siervos buenos y malos aparecen claramente en las
parábolas evangélicas del sembrador, la viña, la levadura, el grano de mostaza,
la red, el campo con el trigo y la cizaña mezclados hasta el fin de los tiempos
(Mt 13; Me 4; Le 8). Ya en los Evangelios aparece bien clara la unión espiritual
mutua de los hijos del Reino y con su jefe, Jesucristo. Además del gran
mandamiento del amor, base y médula de la predicación de Jesús, aparece esa
unidad en la descripción del Juicio final, cuando el mismo Cristo se pronuncia
místicamente presente en los que reciben el fruto de las obras de misericordia (Mt
25,3-46); la alegoría de la vid y los sarmientos, con una comunión inefable de
la misma savia vital de la gracia recibida de Cristo, es aún mucho más expresiva
(lo 15,1-8). Además, los Evangelios contienen todos los elementos necesarios
para conocer la voluntad de Cristo en torno a la unidad de fe, de sacramentos y
culto y de régimen de su I.
Unidad de fe. Esta unidad, que implica de algún modo todos los demás aspectos,
significa que todos los hijos del Reino de Dios han de aceptar plenamente a
Jesucristo, Verbo del Padre encarnado para la redención del mundo (lo 1,1-14), y
todas las verdades reveladas por Él a la humanidad (v. REVELACIÓN; MAGISTERIO
ECLESIÁSTICO). Éste es el sentido pleno de su testamento solemne a los
discípulos antes de su Ascensión a los cielos: «Id, pues, enseñad a todas las
gentes... enseñándoles a observar todo cuanto yo os he mandado» (Mt 28,19-20; Me
16,15-16; Le 24,44-49). Es el «Evangelio» o «buena nueva» (Me 16, 15) que Jesús
dejó en prenda a la humanidad para mostrarle el camino del cielo. Por eso, S.
Pablo no duda en anatematizar incluso a un ángel del cielo que osara predicar un
evangelio diferente del recibido por medio de los Apóstoles (Gel 1,8), y los
fieles de la naciente IglesiaMadre de Jerusalén se distinguían por el amor mutuo
y por la aceptación perseverante de la doctrina de los Apóstoles (Act 2,42).
Unidad de sacramentos y de culto. Cristo habla expresamente de varios signos
sensibles que hacen posible la entrada en el Reino y el desarrollo de la
renovación interior o metanoia de sus hijos. El Bautismo (v.) es como un nuevo
nacimiento que introduce al hombre en el Reino de Dios y lo conduce a la
salvación (lo 3,5; Mt 28,19; Me 16,15-16); la Eucaristía (v.) nos da en alimento
corporal y espiritual el cuerpo y la sangre de Cristo (Mt 26,26-28; Me 14,22-24;
Le 22,19-20) y nos une místicamente con el Señor, pan de vida bajado del cielo
(lo 6,32 ss.); la Penitencia (v.), que implica el poder de las llaves del Reino
otorgado por Cristo a sus Apóstoles, hace que el hombre se someta al juicio de
la I., y que le sean perdonados en nombre de Dios todos sus pecados y miserias
morales (Mt 16,18-19; 18,18-20; lo 20, 21-23); etc. Los sacramentos (v.) son,
pues, una de las expresiones más genuinas del culto a Dios, que no ha de ser
meramente externo, sino «en espíritu y en verdad» (lo 4,21-24). La oración,
compendio de todas las formas del culto, alcanza su esencia más pura y elevada
en las peticiones de la oración dominical que el mismo Cristo enseñó a sus
discípulos (Mt 6,9-13; Le 11,2-4).
Unidad de régimen. Cristo instituyó una Jerarquía con poderes especiales para
perpetuar en la tierra su misión redentora: «Como me envió mi Padre, así os
envío yo» (lo 20,21). Misión que han de cumplir con humildad profunda y con
espíritu de servicio, a ejemplo del Maestro, que no dudó en dar la vida por sus
ovejas (Mt 20,27; Me 10,44; lo 10,1-16). Eligió a los 12 Apóstoles (v.) y les
confió la continuidad de su propia misión, otorgándoles poderes especiales para
predicar el Evangelio, para bautizar a todas las gentes, para renovar la Cena
eucarística en su memoria y para perdonar los pecados. De entre ellos escogió a
S. Pedro para ser su Vicario y le otorgó los poderes supremos con las mismas
metáforas bíblicas que preanunciaban los poderes del Mesías: será, pues, la roca
o piedra y fundamento de la casa de su 1. y recibirá el poder de atar y desatar
junto con las llaves del Reino de los cielos (Mt 16,18-19), deberá confirmar en
la fe a sus hermanos (Le 22,32) y será el pastor universal de su grey (lo
21,15-17). De este modo, sus discípulos constituirán para siempre un solo rebaño
bajo un solo pastor (lo 10,16). Esta misión perdurará hasta la consumación de
los siglos con la asistencia del Señor Jesús (Mt 28,20), y deberán cumplirla sin
interrupción hombres escogidos para el servicio de los hombres; de ahí la
voluntad implícita de Cristo de instituir esas estructuras con carácter de
perennidad, es decir, con sucesores dotados de los mismos poderes fundamentales
hasta el fin de los siglos (V. JERARQUÍA ECLESIÁSTICA; PRIMADO DE PEDRO Y DEL
ROMANO PONTÍFICE). Es, por tanto, inaceptable la postura del teólogo luterano O.
Cullmann (v.), basada en un positivismo bíblico a ultranza, que, aun admitiendo
una cierta primacía de S. Pedro, niega la sucesión apostólica.
b) La unidad de la Iglesia en la oración sacerdotal de Jesús. El sermón de la
última Cena, llamado con mucho acierto por J. M. Lagrange el sermón de la
unidad, es como el sello de oro de la voluntad de Cristo con respecto a la
unidad de su Iglesia. Él le ha entregado su palabra, y ruega al Padre que sean
santificados todos los que crean en ella «para que todos sean uno, como tú,
Padre, estás en mí y yo en ti, para que también ellos sean uno en nosotros y el
mundo crea que tú me has enviado... Yo en ellos y tú en mí, para que sean
consumados en la unidad y conozca el mundo que tú me enviaste y amaste a éstos
como me amaste a mí» (lo 17, 14-33). En este texto sublime, propone Jesús su
unidad sustancial con el Padre cual ejemplar divino de la unidad de amor y de fe
de sus discípulos, que ha de ser además un signo fidedigno de su misma filiación
divina. Vana sería además la pretensión de separar de esta unidad deseada por
Cristo la unión con la Jerarquía, que culmina en el triple mandato, dirigido a
Pedro, de apacentar toda su grey (lo 21,15-17), cual reflejo fiel de la parábola
del Buen Pastor (lo 10). Por eso resulta insostenible la postura de R. Bultmann
(v.), quien pretende ver en el Evangelio de S. Juan una confirmación del
individualismo religioso frente al carácter social de los demás Evangelios. La
unidad de la 1. no quebranta en modo alguno la responsabilidad de los individuos
en medio de la sociedad sobrenatural que los acoge en su seno, pero hay una
concatenación necesaria entre la persona y la l., que no puede ser destruida sin
adulterar gravemente la doctrina recogida por S. Juan.
c) El Cuerpo de Cristo. Esta metáfora de S. Pablo es sin duda la que expresa con
más viveza esa unidad y variedad de la Iglesia (v. CUERPO MÍSTICO). Se prescinde
aquí de las discusiones de los exegetas y se toma la expresión en el sentido
teológico que ha quedado plasmado en la enc. Mystici Corporis de Pío XII (a.
1943) y, con algún matiz nuevo, en la Const. Lumen gentium, 7, del Conc.
Vaticano 11. Esta metáfora, que según Pío XII y varios teólogos modernos es la
más apta para definir de algún modo el misterio de la Iglesia, refleja fielmente
su unidad de fe, de sacramentos y de régimen, así como la unidad de comunión
espiritual de los miembros entre sí y con su Cabeza, Jesucristo. «En ese cuerpo,
la vida de Cristo se comunica a los creyentes, que están unidos al Cristo
paciente y glorioso por los sacramentos, de un modo arcano, pero real. En
efecto, por el bautismo nos configuramos en Cristo: 'pues con Él hemos sido
bautizados en un sólo Espíritu para constituir un solo cuerpo' (1 Cor 12,13), ya
que en este sagrado rito se representa y realiza nuestra asociación con la
muerte y la resurrección de Cristo: 'pues con Él hemos sido sepultados por el
bautismo para participar en su muerte'; pero 'si hemos sido injertados en Él por
la semejanza de su muerte, también lo seremos por la de su resurrección' (Rom
6,4-5). Participando realmente del Cuerpo del Señor en la fracción del pan
eucarístico, somos elevados a una comunión con Él y entre nosotros. 'Porque el
pan es uno, somos muchos un solo cuerpo, pues todos participamos de ese único
pan' (1 Cor 10,17). Así todos nosotros nos convertimos en miembros de ese Cuerpo
(cfr. 1 Cor 12,27), 'y cada uno es miembro del otro' (Rom 12,5)» (Lum. gent. 7).
En ese Cuerpo hay diversidad de miembros, de dones y de ministerios (1 Cor
12,1-11), entre los cuales resalta la gracia de los Apóstoles, a cuya autoridad
subordina el mismo Espíritu Santo incluso a los carismáticos (cfr. 1 Cor 14).
Ese Cuerpo, regido por Cristo, su Cabeza, «alimentado y trabado por las
coyunturas y ligamentos, crece en aumento divino (Col 2,19). Él mismo dispone
constantemente en su cuerpo, que es la Iglesia, los dones de los ministerios,
por los cuales, con la virtud de Él nos prestamos mutuamente los servicios para
la salvación, de modo que, practicando la verdad con caridad, crezcamos por
todos los medios en Él, que es nuestra Cabeza» (Lum. gent. 7). El Espíritu
Santo, según la expresión cara a los SS. Padres, es como el alma de ese Cuerpo,
y así, entre Cristo y sus miembros se entabla una comunión espiritual
especialísima de la que el matrimonio es un pálido reflejo (Eph 5,25-28). Por
eso, todo el que no esté integrado en este Cuerpo por esa múltiple unidad,
mística, de fe de sacramentos y de régimen, no pertenece plenamente a él como
miembro suyo. En esto insiste repetidas veces el Conc. Vaticano II, sustituyendo
al referirse a los no católicos las expresiones anteriores «pertenencia in voto»
y «ordenación a» por otras que dejan a salvo la comunión mística de todos los
justificados en Cristo, es decir: «comunión no perfecta» o «no plena» (Decr.
Unitatis redintegratio, 3,4,14,17,22). Se remite al lector a la Const. Lumen
gentium, en la que podrá ver analizada la doctrina del Pueblo de Dios (v.), así
corno otras metáforas bíblicas que expresan con suficiente claridad esta unidad
y variedad de la Iglesia (cfr. Lum. gent. 6).
3) La unidad de la Iglesia en los Padres. En esta exposición que no pretende ser
exhaustiva, se atenderá en especial a los Padres y escritos Apostólicos por su
valor particular, remitiendo a las voces respectivas para un análisis más
detallado de los textos referentes al primado de S. Pedro y del Romano Pontífice
(v.).
a) Los Padres Apostólicos. (Se cita la ed. de D. Ruiz Bueno, Padres Apostólicos,
Madrid 1965). La Didajé (v.) o doctrina de los doce Apóstoles (ca. 70?) es de
carácter eminentemente carismático, pero expresa con vigor los elementos
fundamentales de la unidad de la Iglesia. La unidad de fe se debe basar en el
Evangelio: «Respecto a vuestras oraciones, limosnas y todas las demás acciones,
las haréis conforme lo tenéis mandado en el Evangelio de nuestro Señor» (XV,4,92).
Hace una amplia referencia a la liturgia del Bautismo (VI1,1-4,84), de la
Eucaristía, símbolo de la unidad de la Iglesia (IX,1-5, 86-87) y de la
Penitencia (IV,14,82). Aunque con una terminología un tanto especial, habla de
los profetas, de los apóstoles itinerantes, de los maestros (X,7; X1,3 ss.; XIII,
1-7,8892), pero también de una jerarquía: «Elegíos, pues, inspectores y
ministros (en griego: obispos y diáconos) dignos del Señor, que sean hombres
mansos, desinteresados, verdaderos y probados, porque también ellos os
administran el ministerio de los profetas y maestros» (XV,1,92). Es célebre su
expresión del simbolismo eclesiológico de la Eucaristía: «Como este fragmento
estaba disperso sobre los montes y reunido se hizo uno, así sea reunida tu
Iglesia de los confines de la tierra en tu reino. Porque tuya es la gloria y el
poder por Jesucristo eternamente» (IX,4,86).
La Carta a los Corintios (ca. 150), de S. Clemente Romano (v.), que por la misma
intervención del Obispo de Roma en la rebelión de los fieles de aquella lejana
ciudad contra sus presbíteros constituye ya un argumento en pro del primado
romano, es un himno a la unidad de los fieles entre sí y con su Jerarquía. La
caridad o agapé (v.), a la que dedica uno de los elogios más bellos de toda la
literatura cristiana (49,1-6, 222-223), es indispensable para que los fieles,
pueblo escogido por Dios, sean unánimes en todos sus actos: «La caridad no
fomenta la escisión, la caridad no es sediciosa, la caridad lo hace todo en
concordia» (49,6,223; cfr. 29,1-3,204-205; 30,3, 205; 34,7,209, etc.). Les
recuerda la corrección de S. Pablo a sus antiguos conciudadanos y su doctrina
sobre la unidad de la I., Cuerpo de Cristo (47,1-7,221). Pero la garantía de la
unidad de fe en el Evangelio de Cristo, predicado por sus Apóstoles (42,1-4,216;
38,213), es la sumisión a los presbíteros de la Iglesia: «Ahora, pues, vosotros,
los que fuisteis causa de que estallara la sedición, someteos a vuestros
ancianos (griego: presbíteros) y corregíos para penitencia, doblando las
rodillas de vuestro corazón» (57,1,230; 1,3,178; 44,218; 63,1,236). Éste es el
aspecto más notable de la Carta: la unidad de la 1. por la comunión y sumisión a
la Jerarquía legítima: Dios, Jesucristo, los Apóstoles, y sus sucesores los
obispos y diáconos (42,1-4,216).
Las célebres Cartas de S. Ignacio de Antioquía (m. 107; v.), revisten una
importancia muy singular para conocer la concepción eclesiológica del
cristianismo primero. Su tema fundamental es la unidad de la I., que se realiza
en las Iglesias particulares por la unión de los fieles con el obispo, el
presbiterio y los diáconos: «Os conviene correr a una con el sentir de vuestro
obispo, que es justamente lo que ya hacéis. En efecto, vuestro colegio de
ancianos (griego: presbíteros), digno del nombre que lleva, digno, otrosí, de
Dios, así está armoniosamente concertado con su obispo como las cuerdas con la
lira. Pero también los particulares o laicos habéis de formar un coro, a fin de
que, unísonos por vuestra concordia y tomando en vuestra unidad la nota tónica
de Dios, cantéis a una voz al Padre por medio de Jesucristo, y así os escuche y
os reconozca, por vuestras buenas obras, como cánticos entonados por su propio
Hijo. Cosa, por tanto, provechosa es que os mantengáis en unidad irreprochable,
a fin de que también, en todo momento, os hagáis partícipes de Dios» (Carta a
los Efesios, 4,1-2,449-450; cfr. 5,1-3,450-451; 6,1-2,451; Carta a los de
Magnesia, 2,460-461; 3,1-2,461; 6,1-2,462; 7,1-2, 463; 13,1-2,466; Carta a los
de Tralles, 2,1,468; 3,1,469; 7,1-2,470; 12,2,473; Carta a los de Esmirna,
8,1-2,493; Carta a Policarpo, 6,1,500). Esa unidad está además fundada en la
caridad, la cual hace que cáda Iglesia particular sea a su vez una caridad o
agapé (Carta a los de Tralles, 13,1,473; Carta a los Romanos, 9,1,480; Carta a
los de Esmirna, 12,1,495, etc.). La Eucaristía es la fuente de la paz y de la
unidad de la I.; él les promete escribirles más ampliamente sobre la salvación,
«si os congregáis, repito, para mostrar vuestra obediencia al obispo y al
colegio de ancianos (presbíteros) con indivisible pensamiento, rompiendo un solo
pan, que es medicina de inmortalidad, antídoto contra la muerte y alimento para
vivir por siempre en Jesucristo» (Carta a los Efesios, 20,2,459; 13,1,455; Carta
a los de Filadelfia, 4,483). Sobre el saludo de su carta a los Romanos sobre el
primado de la Iglesia de Roma, v. PRIMADO DE S. PEDRO).
La Carta de S. Policarpo (ca. 107) trata especialmente de la unidad de fe contra
el error (1,2,661-662; 4,2,664; 7,1-2, 666-667). «Esa fe es madre de todos
nosotros, a condición de que la acompañe la esperanza y la preceda la caridad;
caridad, digo, para con Dios, para con Cristo y para con el prójimo» (3,3,663).
Habla también de sus presbíteros (Saludo) y de los deberes de éstos al servicio
de la Iglesia (6,1-3,665-666), así como de la necesidad de prestar obediencia a
los presbíteros y a los diáconos como a Dios y a Cristo (5,3,665). El Martirio
de S. Policarpo (v.) comienza con un saludo muy expresivo a la comunión de todas
las Iglesias, peregrinas en este mundo: «La Iglesia de Dios que habita como
forastera en Esmirna, a la Iglesia de Dios que vive forastera en Filomelio, y a
todas las comunidades (griego: parroquias), peregrinas en todo lugar, de la
santa y universal Iglesia: Que en vosotros se multiplique la misericordia, la
paz y la caridad de Dios Padre y de Nuestro Señor Jesucristo» (672).
En el Pastor de Hermas (ca. 140-155; v.), obra de carácter alegórico, se
representa a la I. como una torre, en forma de monolito grandioso, levantada
sobre las aguas cual figura del bautismo; está construida sobre una gran piedra
con una puerta: esta piedra, fundamento de la 1. y de los fieles que la forman,
es el mismo Cristo; la puerta es el bautismo, de cuyas aguas salen justificados
los hombres (Visión 111 y Compar ción IX, 950 ss. y 1.047 ss.). En esa torre se
integran las piedras cúbicas y blancas, figura de los Apóstoles, los obispos,
los didascalios y los diáconos, así como los mártires y los justos (Vis. III,5,1-4,954-955;
Compar. IX,16,5-7,1.0711.072). Todos los justos, mientras no se aparten de Dios
por el pecado, forman esa torre como un solo cuerpo: «Así, pues, habiendo
recibido el sello, tuvieron todas un solo pensar y un solo sentir, y de todas se
formó una sola fe y un solo amor, y llevaron los espíritus de las vírgenes
juntamente con el nombre. Por esta razón, la construcción de la torre resultó de
un solo color y brillante como el sol. Sin embargo, ya después de haber entrado
en la unidad formando un solo cuerpo, algunos de ellos se mancillaron a sí
mismos y fueron arrojados de la familia de los justos y de nuevo se volvieron
como antes, o por mejor decir, todavía peores» (Compar. IX,17,4-5,1.073).
b) La unidad de la Iglesia en los demás Padres. S. Justino (m. ca. 163-167; v.)
insiste en la unidad de fe, como continuidad de la doctrina de los Apóstoles (I
Apología, 13,1; 14,4; 23,1; 41,9; PG 6,34513, 349A, 430A). Unidad de amor, de
oración comunitaria y fraternal, y de comunión en la misma Eucaristía (ib. 65:
PG 6,428AB). Esa unidad, a la que no pertenecen los disidentes de la comunidad
católica (Diálogos, 35: PG 6,55213), hace que los fieles de la I. reciban la
palabra y la gracia de Cristo: «A los que creen en Él, y están unidos a Él en
una misma alma, una misrha Sinagoga y una misma Iglesia, les habla el Verbo de
Dios como a su hija la Iglesia que está constituida en su nombre y participa del
mismo, porque todos nosotros nos llamamos cristianos» (Diálogos, 63,5: PG 6,
62113). S. Ireneo (m. ca. 202; v.) fue el gran defensor de la unidad de fe en
función de la apostolicidad (v.) de la Iglesia. En su obra Adversus haereses
demuestra a los gnósticos que la verdadera doctrina de Cristo sólo puede
conservarse en donde subsista la verdadera sucesión apostólica, es decir, en la
l. Católica; y para probarlo juzga suficiente aducir la lista ininterrumpida de
los obispos de Roma, «la Iglesia más principal, con la cual deben estar de
acuerdo todos los fieles del mundo» (ib. 3,3,2-3: PG 7,848-849). Una
argumentación muy semejante sigue Tertuliano (m. ca. 223) en su obra De
praescriptione haereticorum (20 ss.: PL 2,32 ss.); indirectamente es también un
testigo del primado romano, al dejar constancia de los efectos de la excomunión
del montanismo (v.) por parte del Obispo de Roma. S. Cipriano (m. 258; v.)
insiste especialmente en la unidad de la I. bajo la dirección y en comunión con
el colegio de los obispos; éste es el argumento básico de su obra De catholicae
ecclesiae unitate (5-6: PL 4,501-502); lo que tal vez no comprendió tan bien es
el primado de S. Pedro y de sus sucesores en la cátedra de Roma.
La nota característica de los Padres Griegos consiste en el aspecto
pneumatológico de su eclesiología, al insistir tanto en el Espíritu Santo como
alma del Cuerpo Místico de Cristo. Fe, sacramentos y jerarquía son considerados
principalmente bajo esta perspectiva (cfr. E. Mersch, Le Corps Mystique du
Christ, 2 vol., 3 ed. Bruselas-París 1951; S. Tromp, Corpus Christi quod est
Ecclesia. 111. De Spiritu Christi Anima, Roma 1960). Los Padres Latinos, S.
jerónimo (v.), S. Ambrosio (v.), S. León Magno (v.), además de conservar
fielmente la doctrina paulina del Cuerpo de Cristo, ponen de relieve la función
de la Jerarquía, con S. Pedro y sus sucesores a la cabeza, para constituir la
unidad de la Iglesia. Por otra parte, la eclesiología de S. Agustín (v.), que
tanto influjo habría de tener hasta el s. xv, presenta una característica
especial que, mal interpretada, dio ocasión a la deformación en que incurrieron
los protestantes. En él se encuentra una doble concepción de la 1. o Cuerpo
Místico de Cristo: una concepción que podríamos llamar soteriológica, según la
cual pertenecen a ese Cuerpo Místico todos los justos que-se han de salvar por
los méritos de Cristo, desde Abel hasta el, último de los predestinados; y otra
concepción social, en cuanto que solamente pertenecen a la I. los que han
recibido el Bautismo en la Madre Católica y siguen fieles a ella en comunión con
su Jerarquía. Este último aspecto lo desarrolla de un modo especial en sus obras
contra los donatistas (De Baptismo, a. 400 y De unitate Ecclesiae, a. 402). No
es, pues, justo el oponer esas dos concepciones agustinianas de la l., o el
aceptar únicamente la primera, puesto que son complementarias, aunque partan de
diferentes puntos de vista (cfr. S. 1. Grabowski, La Iglesia, Introducción a la
teología de S. Agustín, Madrid 1965; H. U. von Balthasar, Saint Augustin. Le
visage de l'Église, París 1958).
Para un estudio más completo de lo tratado, remitimos al lector a G. Bardy, La
Théologie de PÉglise de Saint Clément á Saint Irénée, París 1945; íd., La
Théologie de PÉglise de Saint Irénée an Conclle de Nicée, París 1947.
4) La Eucaristía y la unidad de la Iglesia. El simbolismo eclesiológico de la
Eucaristía, considerada como sacramento que significa y al mismo tiempo realiza
la unidad de la I., es uno de los temas predilectos de la tradición cristiana
(v. EUCARISTÍA II, A). Consagrado por el Conc. de Trento (cfr. Denz.Sch.
1638,1649,1748) y revitalizado por Pío XII en la enc. Mystici Corporis (AAS, 35,
1943, 232-233), es recogido cuidadosamente por el Conc. Vaticano II: «Cuantas
veces se celebra sobre el altar el sacrificio de la cruz, en el que `Cristo,
nuestra Pascua, fue inmolado' (1 Cor 5,7), se efectúa la obra de nuestra
redención. Al mismo tiempo, en el sacramento del pan eucarístico es representada
y realizada la unidad de los fieles, que constituyen en Cristo un mismo cuerpo (cfr.
1 Cor 10,17). Todos los hombres son llamados a esta unión con Cristo, luz del
mundo, de quien procedemos; por quien vivimos y hacia quien caminamos» (Lum.
gent. 3; Sacrosanctum Concilium, 47; Un. red. 2). Este rico simbolismo
eclesiológico de la Eucaristía, expresado visiblemente por la multitud de los
granos de trigo que, molturados, forman un solo pan, del mismo modo que los
fieles forman un solo Cuerpo de Cristo, aparece ya en S. Pablo, en la Didajé, en
S. Ignacio de Antioquía y en los demás Padres, quienes contemplan a veces ese
mismo simbolismo en los granos de uva que forman un solo cáliz e incluso en el
agua que se mezcla con el vino antes del ofertorio del cáliz (cfr. S. Cipriano,
Epístola, 63,13: PL 4,395-396). Es clásica la exclamación enternecida de S.
Agustín: « ¡Oh, sacramento de la piedad! ¡Oh, signo de la unidad! ¡Oh, vínculo
de la caridad! » (In loh. tr. 26,13: PL 35,1612). La fundación de la Jerarquía
episcopal en el misterio eucarístico quedó fielmente plasmada en aquella célebre
frase de S. Ignacio de Antioquía: «Solamente puede ser considerada legítima la
Eucaristía que se celebra bajo la presidencia del obispo o de su delegado Porque
donde está el obispo, allí está la comunidad, del mismo modo que donde está
Cristo, allí está la Iglesia universal» (Carta a los de Esmirna, 8,1). Esto nos
indica claramente que no hay 1. sin Jerarquía, del mismo modo que no hay
Eucaristía sin obispo (v. una exposición más amplia de este tema en A. Turrado,
El Episcopado y los sacramentos, especialmente la Eucaristía como suceso
eclesial, en XXII Semana Española de Teología, Madrid 1963, 491-536; cfr. 519 ss.).
5) Algunos aspectos de la doctrina del Conc. Vaticano II sobre la unidad de la
Iglesia. Además de los ya señalados, hay otros aspectos de las enseñanzas del
Conc. Vaticano II en torno a la unidad de la 1. que merecen ser mencionados. El
aspecto trinitario es sin duda el más notable. La I., continuadora en la tierra
de la obra redentora de Cristo, es situada por el Concilio en la magna historia
de la salvación como la obra predilecta escogida por el Padre, realizada por el
Hijo y vivificada por el Espíritu Santo (Lum. gent. 2-4; Decr. Ad gentes, 2-4).
El Decr. Unitatis redintegratio pone de relieve la relación eclesial íntima de
la Sma. Trinidad, de la Eucaristía y de la Jerarquía, para concluir con estas
palabras: «Este es el misterio sagrado de la unidad de la Iglesia en Cristo y
por Cristo, obrando el Espíritu Santo la variedad de las funciones. El ejemplar
y principio supremos de este misterio es, en la Trinidad de Personas, la unidad
de un solo Dios, Padre e Hijo en el Espíritu Santo» (Un. red. 2; cfr. 15).
Además de la importancia que atribuye a María, Virgen y Madre, como tipo de la
1. santa y fecunda, en la que va implicada la unidad de todos sus miembros (Lum.
gent. 63), no podemos menos de mencionar aquí la presentación que hace de la I.
como signo y camino más apto para la unión social universal (Const. Gaudium et
spes, 42). Pues «la Iglesia, en virtud de su misión de iluminar a todo el orbe
con el mensaje evangélico y de reunir en un solo Espíritu a todos los hombres de
cualquier nación, raza o cultura, se convierte en signo de esa fraternidad que
hace posible el diálogo y lo consolida» (Gaud. et sp. 92).
6) La diversidad en la unidad. Es de destacar lo que a continuación sigue
diciendo este mismo documento del Conc. Vaticano II: «Lo cual exige que, en
primer lugar, fomentemos en el seno de la misma Iglesia la mutua estima, el
respeto y la concordia, reconociendo toda legítima diversidad, para entablar un
diálogo cada vez más fructífero entre todos los que constituyen el único Pueblo
de Dios, ya sean Pastores o los demás fieles» (Gaud. et sp. 92). Debe, pues,
destacarse que la unidad de la I. (en la fe, en los sacramentos, y en el
régimen, y la consiguiente unidad radical interior, y también externa, de
carácter sobrenatural) no es uniformidad (v. 11, 4). La unidad de la 1. no
quiere decir que todos los que forman parte de ella, expresándolo de manera
gráfica, hayan de estar cortados por el mismo patrón. Junto a la común y única
doctrina de fe, caben y existen diversas opiniones y posturas sobre cuestiones
humanas, sociales, políticas, culturales e incluso teológicas (p. ej., «son
muchos los hombres que se reúnen en una comunidad política y pueden
legítimamente inclinarse hacia opiniones diversas»: Gaud. et sp. 74; cfr. 59).
Junto con la participación en los mismos sacramentos, existen distintos ritos
(v.) litúrgicos, a los que la I. «atribuye igual derecho y honor» y «quiere que
en el futuro se conserven y fomenten» (Sacr. Conc. 4; cfr. Decr. Orientalium
Ecclesiarum, 4); son posibles y existen distintas formas de espiritualidad (v.)
o espiritualidades (cfr., p. ej., Lum. gent. 32; Decr. Apostolicam actuositatem,
4). Y la Jerarquía eclesiástica (v.) no tiene autoridad o soluciones para toda
clase de problemas humanos, p. ej., «la Iglesia no pretende en ningún modo
ingerirse en el gobierno de la ciudad terrena» (Ad gent. 12); aunque sí «es
misión de la Jerarquía eclesiástica interpretar auténticamente los principios
morales que deben observarse en las cosas temporales» (Decr. Apost. act. 24; cfr.
Gaud. et sp. 43; v. 111, 3).
Sin embargo, el n. 92 de la Gaudium et spes dice que: «Son mucho más fuertes las
cosas que unen a los cristianos que las que los dividen (división, diversidad,
que antes ha reconocido como buena): haya unidad en lo necesario, libertad en lo
dudoso, y en todo caridad». La diversidad, el desarrollo de la propia
personalidad y de los dones particulares de cada individuo o grupo, es
compatible con la unidad de la l., y la deja intacta. La 1. quiere proceder
«teniendo en cuenta la filosofía y la sabiduría de los pueblos, y de qué forma
pueden compaginarse las costumbres, el sentido de la vida y el orden social con
las costumbres manifestadas por la divina Revelación. Con ello se descubrirán
los caminos para una acomodación más profunda en todo el ámbito de la vida
cristiana. Con este modo de proceder se excluirá toda especie de sincretismo y
de falso particularismo, se acomodará la vida cristiana al genio y al carácter
de cualquier cultura y se agregarán a la unidad católica las tradiciones
particulares con las cualidades propias de cada pueblo, ilustradas con la luz
del Evangelio. Por fin, las Iglesias particulares jóvenes, adornadas con sus
tradiciones, tendrán su lugar en la comunión eclesiástica, permaneciendo íntegro
el Primado de la Cátedra de Pedro, que preside a toda la asamblea de la caridad»
(Ad. gent. 22; cfr. 1-2), y que «defiende las diversidades legítimas, y vigila
para que no perjudiquen a la unidad, sino que más bien contribuyan a ella» (Lum.
gent. 13,17; cfr. también del Vaticano II., Decr. Apost. act. 3,24; Ad gentes,
15 final, 28. V. t. 11, 4; LIBERTAD; CUERPO MISTICO).
7) Aspecto apologético de la unidad de la Iglesia. Todo el coro de voces de la
Tradición cristiana proclamando al unísono con Cristo la unidad de la 1. choca
violentamente contra la triste realidad que nos abruma: el escándalo de la
división de los cristianos. Y decimos escándalo, porque todos los verdaderos
cristianos, sin distinción de confesiones, lo califican de tal ante la
infidelidad patente de los hombres a la voluntad del divino Fundador, quien
propuso la unidad de sus discípulos como signo fidedigno de su filiación divina
y de la autenticidad de su Iglesia (lo 17,22-23). Ciertamente la I. Católica
ofrece al mundo un panorama único y extraordinario de unidad, y así lo hizo
constar Paulo VI en su Discurso de apertura de la segunda sesión del Conc.
Vaticano 11, 29 sept. 1963, hablando de la finalidad ecuménica del Concilio:
«Unidad que sólo la Iglesia Católica les puede ofrecer, siendo así que de por sí
les sería debida por el bautismo y ellos la desean ya virtualmente. Porque los
recientes movimientos que aun ahora están en pleno desarrollo en el seno de las
comunidades cristianas separadas de nosotros, nos demuestran con evidencia dos
cosas: que la Iglesia de Cristo es una sola y por eso debe ser única, y que esta
misteriosa y visible unión no se puede alcanzar sino en la identidad de la fe,
en la participación de unos mismos sacramentos y en la armonía orgánica de una
única dirección eclesiástica, aun cuando esto puede darse' junto con el respeto
a una amplia variedad de expresiones lingüísticas, de formas rituales, de
tradiciones históricas, de prerrogativas locales, de corrientes espirituales, de
instituciones legítimas y actividades preferidas» (Conc. Vaticano 71. Const.
Decretos. Declaraciones..., 1009-1010). Es preciso insistir con el Conc.
Vaticano II en la unión profunda de todos los cristianos por la fe en la
Trinidad y en Jesucristo, Dios y Salvador, por el sacramento del Bautismo, por
los demás sacramentos, y por el vínculo de la caridad. Pero cuando se plantea la
cuestión del valor apologético de la unidad de la I. se choca de lleno contra el
muro de todos los problemas teológicos debatidos: pecado original, justificación
y gracia, redención, sacramentos, jerarquía, primado, tradición, etc. Toda una
gama de cuestiones de las que se deriva una concepción especial de la unidad de
la l., creyendo todas las confesiones que su concepción corresponde con
fidelidad a la mente de Cristo.
Los ortodoxos orientales creen que la unidad jerárquica consiste únicamente en
la comunión mutua, sinodal, del colegio episcopal, sucesor del colegio
apostólico, sin primado jurisdiccional o de magisterio de Pedro y de los Obispos
de Roma. Ellos creen en general que los poderes prometidos por Cristo a Pedro
(Mi 16,18-19) les fueron otorgados también a los demás Apóstoles (Mt 18,18), y
que el triple mandato de apacentar su rebaño (lo 21, 15-17) no es más que un
triple perdón de sus negociaciones durante la Pasión y una devolución oficial
del apostolado por ellas perdido. Podría aún hablarse de otras diferencias, como
la procesión del Espíritu Santo del Padre por el Hijo y no del Padre y del Hijo
(cuestión del Filioque), el purgatorio, el divorcio por causa de adulterio, la
fórmula de la consagración eucarística, por no citar los dogmas marianos de la
Inmaculada Concepción y de la Asunción (v. ORTODOXA, IGLESIA, 2). Algo muy
parecido podríamos decir de los anglicanos de la Alta Iglesia (v. ANGLICANISMO)
y de los Viejos Católicos (v.). Por su parte, el luteranismo y el calvinismo,
aunque con algunas diferencias notables, cifran la unidad de la I. eminentemente
en la comunión espiritual de todos los que confían en los méritos del Salvador
(fe fiducial).
En el Congreso Internacional de Nueva Delhi del Consejo Mundial de las Iglesias
(a. 1961; v. ECUMENISMO I), para evitar los desacuerdos continuos entre los que
defienden la jerarquía episcopal de derecho divino (ortodoxos, anglicanos de la
Alta Iglesia y viejo-católicos) y los que la niegan (luteranos, calvinistas y
todas las sectas), propusieron el mínimo común a todos, que es en gran parte la
doctrina eclesiológica de Lutero y Calvino: «Nosotros creemos que la unidad, que
es a la vez el don de Dios y su voluntad para la Iglesia, se hace visible
cuando, en un mismo lugar, todos los que están bautizados en Jesucristo y le
confiesan como Señor y Salvador, son guiados por el Espíritu Santo a formar una
comunidad plenamente comprometida, confesando la misma fe apostólica, predicando
el mismo evangelio, partiendo el mismo pan, uniéndose en una plegaria común y
viviendo de una vida comunitaria que se irradia en el testimonio y en el
servicio de todos; y cuando, además, se encuentran en comunión con el conjunto
de la comunidad cristiana en todos los lugares y en todos los tiempos» (cfr.
Nouvelle Delhi. Conseil Oecuménique des Églises. Rapport de la Troisiéme
Assamblée, publié sous la dirección de W. Wisser't Hooft, Neuchátel 1962,
113-114). De ahí que para muchos protestantes el problema ecuménico tenga una
importancia muy relativa, puesto que para ellos la unidad de todos los
cristianos verdaderos es ya una realidad en esa I. invisible y espiritual que
profesan.
Sin embargo, hay que afirmar que esa unidad es insuficiente ya que la unidad que
quiso Cristo para su I. incluye la unidad en la doctrina de la fe, en los
sacramentos y en la dirección jerárquica, como hemos indicado; sólo así, se vive
la «unidad de la una y única Iglesia, esa unidad que Cristo dio a la Iglesia
desde su comienzo y que creemos subsiste inamisible en la Iglesia católica y
esperamos que aumente de día en día hasta la consumación de los siglos» (Un.
red. 4), V. ECUMENISMO i i, A, l).
V. t.: COMUNIÓN DE LOS SANTOS; APOSTOLADO 1; CISMA.
A. TURRADO TURRADO.
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Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991