Iglesia. Santidad
 

1) Definición. 2) La santidad ontológica de la Iglesia como institución divina. 3) La santidad moral de los miembros de la Iglesia. 4) Aspecto escatológico de la santidad de la Iglesia. 5) Aspecto apologético de la santidad de la Iglesia.

1) Definición. El término bíblico santo, atribuido preferentemente a Dios, expresa su perfección absoluta o, en frase de S. Tomás, «la pureza de su divina bondad» (Sum. Th. 1 q36 al adl). Excluye, pues, toda sombra de imperfección o de maldad. A las criaturas se les atribuye únicamente por participación, según el mayor o menor grado de bondad que las acerca y asemeja al divino ejemplar y fuente de toda perfección. Cuando la S. E. dice que una cosa, institución o persona es santa, quiere significar que es de Dios, suscitada por Dios y para Dios. Se llama santidad ontológica la que corresponde a las cosas o instituciones consideradas en sí mismas y en su relación con Dios; mientras que la santidad moral se atribuye solamente a las personas en función de sus virtudes, que pueden poseer en grado ordinario, perfecto o heroico. La caridad es el verdadero termómetro espiritual que marca el grado de toda santidad.

2) La santidad ontológica de la Iglesia como institución divina. Este es el sentido primordial de la santidad como una de las cuatro notas de la I. proclamadas en el Símbolo y en las profesiones de fe (v. ii, 1). Se atribuye a la I. considerada como institución divina, es decir, como una sociedad perfecta dotada por Dios de todos los medios aptos para perpetuar en la tierra la obra redentora de Cristo (Denz.Sch. 3050). El Conc. Vaticano II pone bien de relieve la distinción entre la santidad ontológica de la I. y la santidad moral de sus miembros, si bien ésta se impone como una llamada y una exigencia ineludible de aquélla: «Creemos que la Iglesia, cuyo misterio propone este sagrado Concilio, es indefectiblemente santa. Pues Cristo, Hijo de Dios, quien con el Padre y el Espíritu Santo es proclamado como `el solo Santo', amó a la Iglesia como a su esposa, entregándose a Sí mismo por ella para santificarla (Eph 5,2526), la unió a Sí como cuerpo suyo y la llenó del don del Espíritu Santo para gloria de Dios. Por eso, todos los que pertenecen a la I., lo mismo la Jerarquía que los apacentados por ella, son llamados a la santidad, según aquello del Apóstol: `Porque ésta es la voluntad de Dios, vuestra santificación' (1 Thes 4,3; cfr. Eph 1,4)» (Const. dogm. Lumen gentium, 39). Analizando la obra y la presencia de la SS. Trinidad en la institución y en la vida de la I., proclama el Concilio su santidad ontológica en función de su unidad con una de las expresiones predilectas de los Padres: «Y así toda la Iglesia aparece como "un pueblo reunido en virtud de la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo"» (Lum. gent. 4). Y éste es el sentido primordial de las metáforas bíblicas referentes a la Iglesia: reino de Dios (v.), grey de Cristo, labranza de Dios, templo y edificación de Dios, cuerpo de Cristo (v.), esposa de Cristo, etc. (Lum. gent. 5 ss.).

Sería una labor interminable aducir aquí los textos de los Padres que, al explicar esas expresiones, proclaman la santidad de la I. como institución divina. Así, pues, la I. es una sociedad de culto, suscitada por Dios y para Dios, en representación de la creación, de Israel y del mismo Cristo o Kyrios sentado a la diestra del Padre; es como un sacramento primordial, formado por los sacramentos que fluyen del costado abierto de Cristo: «Muere Cristo para que se haga la Iglesia: como de la costilla del durmiente Adán fue hecha Eva, así del costado abierto del Cristo ya muerto fluyen los sacramentos con los cuales es formada la Iglesia» (S. Agustín, In lo. tr. 9,10: PL 35,1463; cfr. G. Bardy, La Théologie de PÉglise de saint Clément á saint Irénée, París 1945; íd., La Théologie de 1'Église de saint Irénée au concile de Nicée, París 1947; A. Turrado, El Episcopado y los sacramentos, especialmente la Eucaristía, como suceso eclesial, en XXII Semana Española de Teología, Madrid 1963, 496-501).

3) La santidad moral de los miembros de la Iglesia. La santidad ontológica de la I. se ordena a que los miembros que constituyen ese Cuerpo Místico respondan en su vida a la influencia de Cristo, su Cabeza, y del Espíritu Santo, su alma. El Conc. Vaticano II resume con vigor esta llamada universal e imperativa de Cristo a la santidad: «El Señor Iesús, divino Maestro y Ejemplar de toda perfección, predicó la santidad de vida, de la que Él es autor y consumador, a todos y a cada uno de sus discípulos, de cualquiera condición que sean: `Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto' (Mt 5,48). Envió a todos el Espíritu Santo para moverlos interiormente a amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente y con todas sus fuerzas (Mt 12,30), y a amarse mutuamente como Cristo los amó (lo 13,24; 15,12)». (Lum. gent. 40).

Cristo repite con insistencia: «El que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí» (Mt 10,38; 16,24; Me 8,34; Le 9,23; 14,27); propone las bienaventuranzas (v.) como el único camino para alcanzar el Reino de los cielos (Mt 5,3-11; Le 6,20-26); anuncia que juzgará a todos los hombres según el cumplimiento de las obras de misericordia para con su prójimo, en el que Él se anuncia místicamente presente (Mt 25,31-46); y no sólo insiste de continuo en el gran mandamiento de la caridad fraterna, sino que además lo propone a sus discípulos como signo inconfundible de su filiación cristiana: «En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tenéis caridad unos para con otros» (lo 13,35). Aún más; esta caridad exige del cristiano verdaderos actos heroicos, como el amor a los mismos enemigos siguiendo el ejemplo de Cristo en la cruz: «Amad a vuestros enemigos y orad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre, que está en los cielos, que hace salir el sol sobre malos y buenos y llueve sobre justos e injustos» (Mi 5, 44-45; Le 6,27-36). De estos y de otros innumerables textos evangélicos bien podemos concluir con el Conc. Vaticano II: «Es, pues, bien patente que todos los fieles cristianos, de cualquier estado o condición, son llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad, con cuya santidad se promueve un género de vida más humano, incluso en la sociedad terrena. En el logro de esta perfección empleen los fieles las fuerzas recibidas según la medida de la donación de Cristo, para que, siguiendo sus huellas y hechos conformes a su imagen, se consagren con toda su alma a la gloria de Dios y al servicio del prójimo. Así, el Pueblo de Dios producirá frutos ubérrimos, como lo demuestra con brillantez la vida de tantos santos en el transcurso de la historia de la Iglesia» (Lum. gent. 40). (v. t. SANTIDAD IV; PERFECCIÓN; JESUCRISTO V).

4) Aspecto escatológico de la santidad de la Iglesia. Sin menoscabo de la santidad ontológica de la I., su santidad es de signo escatológico por lo que se refiere a su misión de santificar al género humano y de ordenar el mundo a Dios, es decir, no alcanzará su plenitud hasta la segunda venida de Jesús, el Kyrios (Señor), al fin de los tiempos. El Vaticano II desarrolla ampliamente este aspecto en la Const. dogm. sobre la Iglesia, cap. VII: «La Iglesia, a la que todos estamos llamados en Cristo Jesús y en la cual conseguimos la santidad por la gracia de Dios, no alcanzará su plenitud total más que en la gloria celestial, cuando haya llegado el tiempo de la restauración de todas las cosas (cfr. Act 3,21) y cuando, junto con el género humano, también la creación entera, que está íntimamente unida con el hombre y que por él alcanza su fin, será perfectamente renovada en Cristo (cfr. Eph 1,10; Col 1,20; 2 Pet 3,10-13)» (Lum. gent. 48). Que nadie, pues, se maraville de que la misión de la I. continúe en gran parte sin cumplir, ni de que sus miembros sufran en su propia carne las consecuencias y las miserias del pecado. El aspecto escatológico de la santidad de la 1. se refleja también en la santidad de cada uno de sus miembros, que sólo alcanzará su plenitud en la vida futura cuando hayan desaparecido completamente el pecado, aguijón de la muerte, y la Ley, fuerza del pecado (cfr. 1 Cor 15,55-56). Por eso, dice S. Juan: «El justo justifíquese más, y el santo santifíquese más» (Apc 22,11; cfr. Lumen gent. 48).

a) La 'resacralización del mundo. El Vaticano II ha venido a canonizar la llamada recientemente «Teología de las realidades terrenas». Ante todo, insiste en que el único camino para resacralizar al mundo es la caridad (v.), practicada a ejemplo de Cristo, como principio que es de toda perfección y de la solidaridad universal (Const. Gaudium et spes, 38; Decr. Apostolicam actuositatem, 8; Decr. Ad gentes, 12). La resacralización del mundo excluye de plano todo humanismo puro, al margen de Dios. Esto sería una falsa pretensión, «pues la criatura sin el Creador desaparece. Por lo demás, todos los creyentes, de cualquier religión, han oído siempre la voz y la epifanía del Creador en el lenguaje de las criaturas. Es más; por el olvido de Dios, la misma criatura queda oscurecida» (Const. Gaud. et spes, 36,34-35). En esta misión de la I. deben participar de un modo especial los seglares, por vivir en un contacto más directo con el mundo: «Los seglares, que toman parte activa en toda la vida de la Iglesia, no solamente están obligados a imbuir al mundo del espíritu cristiano, sino que además están llamados a ser testigos de Cristo en todo, en medio de la sociedad humana» (lb. 43; Lum. gent. 41; Apost. act. 5; Decr. Ad gentes, 21). La santidad de los fieles será asimismo el mejor testimonio de Cristo en los países de misión (Decr. Ad gentes, 1 l). Pero esta labor ha de ser realizada con ese espíritu de esperanza en la futura plenitud prometida por Dios: «Mientras no lleguen los cielos nuevos y la tierra nueva, donde mora la justicia (cfr. 2 Pet 3,13), la Iglesia peregrina lleva en sus sacramentos e instituciones, pertenecientes a este tiempo, la imagen de este tiempo que pasa, y ella misma vive entre las criaturas, que gimen con dolores de parto al presente en espera de la manifestación de los hijos de Dios (Rom 8,19-22)» (Lum. gent. 48) (V. t. MUNDO III, 1).

b) El velo del pecado. El carácter escatológico de la 1. aparece de un modo especialmente triste en las miserias de sus miembros (v. I, 2,5). El Vaticano 11, recogiendo un pensamiento muy caro a S. Agustín en su lucha contra los pelagianos (v.), compendia esta situación en las siguientes palabras: «Pero como todos ofendemos a Dios en muchas cosas (cfr. Iac 3,2), tenemos una necesidad continua de su misericordia, y todos los días debemos orar: Perdónanos nuestras deudas (Mt 6,12)» (Lum. gent. 40). Bajo este aspecto se comprende bien el sentido profundo de ciertas metáforas bíblicas, como la de prostituta, tan comentada por los SS. Padres y por los teólogos medievales en relación con la Iglesia militante (cfr. H. U. von Balthasar, Wer ist die Kirche?, Freiburg-BaselWien 1965, 55-136). El Vaticano II, además de poner bien de relieve el fuerte contraste entre la santidad ontológica y la santidad moral de la Iglesia, no oculta la tremenda responsabilidad de muchos fieles, quienes, con su vida poco cristiana, han contribuido y contribuyen a hacer más difícil a los hombres el acercamiento a la verdad divina (Gaud et spes, 19,21). La I. necesita renovarse sin cesar «no solamente en la filas del pueblo fiel, sino también, y sobre todo, en los grados más elevados de la Jerarquía, que en la conciencia y en el ejercicio de su poder, engendrador y moderador del Pueblo de Dios, sabe la que tiene que emplear para la edificación y el servicio de las almas, y esto hasta el primer grado, hasta el de Pedro, que se define a sí mismo «Siervo de los siervos de Dios», y que siente, más que ninguno, la desproporción entre la misión recibida de Dios y su propia debilidad e indignidad» (Alocución de Paulo VI, audiencia general 10 ag. 1966; «Ecclesia», 1305, 1966, 19 [2.1071) (V. t. HISTORIA IV; PECADO).

5) Valor apologético de la santidad de la Iglesia. El Vaticano II ha modificado algo el rumbo de la apologética católica contemporánea, impulsando a una presentación menos polémica y más positiva. Paulo VI se hace eco de esta actitud en las palabras pronunciadas en el Discurso de apertura de la segunda sesión conciliar, 20 sept. 1963: «Si alguna culpa se nos puede imputar por esta separación, nosotros pedimos perdón a Dios humildemente y rogamos también a los hermanos que se sientan ofendidos por nosotros que nos excusen. Por nuestra parte estamos dispuestos a perdonar las ofensas de las que la Iglesia católica ha sido objeto y a olvidar el dolor que le ha producido la larga serie de disensiones y separaciones» (Conc. Vatic. II. Const. Decretos. Declaraciones, BAC, 4 ed. Madrid 1966, 1010).

No conviene olvidar, sin embargo, que el Vaticano II insiste en que solamente por medio de la I. Católica puede conseguirse la plenitud total de los medios de salvación (Decr. Unitatis redintegratio, 3), sólo en ella se puede encontrar la plenitud de la santidad ontológica. Pues «Jesucristo quiere que su pueblo se desarrolle por medio de la predicación fiel del Evangelio y la administración de los sacramentos y por el gobierno en el amor, efectuado todo ello por los Apóstoles y sus sucesores, es decir, por los obispos con su cabeza, el sucesor de Pedro, obrando el Espíritu Santo, y realiza su comunión en la unidad: en la profesión de una sola fe, en la celebración común del culto divino y en la concordia fraterna de la familia de Dios» (ib., 2). Al mismo tiempo reconoce la existencia de algunos de estos medios y de los frutos de santidad en las demás confesiones cristianas (ib. 3), e incluso entre los no cristianos (Lumen gent. 8). Por otra parte, si bien la visión pastoral del Vaticano II lleva a proponer la santidad más bien como un deber de todos los hijos de la I., que como un hecho con valor apologético, al igual que el Conc. Vaticano I (Denz.Sch. 3031), proclama, sin embargo, que la 1. Católica es como una bandera izada ante todas las naciones, que comunica el Evangelio de la paz a todo el género humano (Decr. Unit. redint., 2). La santidad moral de la I., aparece en la pléyade innumerable de santos y mártires de todo estado y condición, en la multitud de hombres y mujeres que se esforzaron y esfuerzan por vivir según las exigencias de la perfección y de la plenitud de vida cristiana en las distintas órdenes y congregaciones religiosas, en institutos seculares, en asociaciones de fieles, etc., y en la abundancia de obras misionales, de beneficencia y sociales de todo género.

Por eso aunque el Vaticano II rehúya las comparaciones polémicas, no duda en hacer notar las deficiencias que encuentra en la santidad ontológica de las demás confesiones cristianas con las posibles consecuencias para la santidad moral de sus miembros (ib. 3). Las argumentaciones clásicas a este respecto suelen subrayar, por lo que a los orientales se refiere (v. ORTODOXA, IGLESIA), que conservan los siete sacramentos, el sacrificio eucarístico, el culto divino y la Jerarquía episcopal de derecho divino, pero no admiten el primado (v.) de S. Pedro y de sus sucesores en la sede de Roma, principio visible de la unidad eclesial. Además, admiten el divorcio, en teoría (y pensando encontrar apoyo en Mt 5,32 y 19,1) por causa de adulterio, y en la práctica por otras muchas causas (cfr. M. Jugie, Oú se trouve le christianisme intégral, París 1947, 137-142; v. MATRIMONIO, II y iv). En cuanto a los protestantes (v.), con excepción de algunos grupos anglicanos (v. ANGLICANISMO), no conservan en general más que los dos sacramentos del Bautismo y de la Eucaristía; el matrimonio es un mero contrato bilateral, y el divorcio es permitido por numerosas causas; no admiten la jerarquía episcopal de derecho divino, ni el sacerdocio especial de los ministros ordenados y la profesión de los consejos evangélicos es más bien una excepción. La concepción luterana y calvinista de la santidad de la 1. puramente escatológica, es decir, que sólo se realizará de hecho en el reino de los cielos, radica en su concepción del pecado original y de la justificación (v.) meramente extrínseca por la fe fiducial o confianza de que Dios no tendrá en cuenta nuestro empecatamiento radical en virtud de los méritos de Jesucristo. Con todo, esto no impide que algunos teólogos protestantes, como R. Niebuhr y L. Newbigin, comprendan bien la distinción entre la santidad ontológica y la santidad moral de la Iglesia (cfr. Y. Congar, o. c. en bibl. 130).

Un espíritu ecuménico, adecuadamente basado en la realidad (v. ECUMENISMO II), lleva a reconocer los aspectos positivos que pueda haber en la vida de las diversas confesiones cristianas proclamando a la vez con toda claridad que la plenitud de los medios de santificación se encuentra sólo en la 1. Católica. Lo que -en consonancia con el impulso pastoral dado por el Conc. Vaticano II- debe llevar a los católicos a la santidad de vida, a la reforma de sus costumbres, a la conversión del corazón y a la oración unánime, alma del ecumenismo espiritual tan ardientemente propagado por el sacerdote francés Paul Couturier (Decr. Unit. redint. 4,6-8).

V. t. CANONIZACIÓN; SANTIDAD IV.


A. TURRADO TURRADO.


BIBL.: A. MICHEL, Sainteté, en DTC XIV,847-870; Y. M.-l. CONGAR, Santa Iglesia, Barcelona 1965; M. CARREZ, La sainteté de 1'Église en rapport avec sa vocation et sa missioti dans le monde d'aprés saint Paul, «Revue de Théol. Relig.» 41 (1966) 183-195; R. GAGÁS, índole escatológica de la Iglesia peregrinante y su unión con la Iglesia celestial, en Comentarios a la Const. sobre la Iglesia, Madrid 1966, 882-923; G. GARRONE, Sainte Église, notre Mére, Toulouse 1957; M. LODs, La notion de sainteté de 1'Église chez les Péres des trois premiers siécles «Revue de Théol. Relig.» 41 (1966) 197-207; L. SMIT, De heiligheid der Kerk en de Zonde, «laarboek» (1954) 146-164; v. t . la del art. II, 1.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991