IGLESIA-ESTADO RELACIONES


l. Planteamientos en las relaciones Iglesia-Estado. En el terreno de las soluciones aportadas al tema de las relaciones entre la Iglesia y el Estado, el I. supone un intento de superación de las fórmulas y situaciones de hecho vigentes hasta comienzos del s. XIX. La tendencia que en el plano político y económico reclama un reconocimiento y aplicación del principio de libertad individual y pretende instaurar el dogma de la soberanía (v. I) -especialmente en la época comprendida entre la Revolución francesa y la I Guerra mundial- se transforma aquí, como consecuencia de sus postulados iniciales, en tesis de separación entre ambos poderes, en un esfuerzo por rebasar los anteriores enunciados de factura hierocrática o jurisdiccionalista (V. HIEROCRATISMO; REGALISMO) no exento, a veces, de animosidad contra la Iglesia católica.
      Deudor de las ideas implantadas por los revolucionarios franceses, con una cierta raigambre en el individualismo protestante y recogiendo una larga trayectoria separatista, el I. del s. XIX afirma el carácter privado del hecho religioso y su carencia de relevancia pública. Sin negar la importancia de la religión, sostiene su reducción del ámbito de la interioridad y de la conciencia, de donde quiere deducir la imposibilidad de ser tomada en cuenta por el Estado. Para éste, el criterio último de su actuación, y al cual se dirige toda su normatividad, viene dado por la noción de ciudadano y su inalienable «libertad de conciencia», derecho que ha de ser tutelado con independencia de las diversas confesiones religiosas existentes. De este modo, la normatividad jurídico-estatal no puede tener en cuenta a la Iglesia o a los eclesiásticos, sino que ha de producirse solamente con la finalidad de proteger unas situaciones jurídicas que encuentran su fundamento en el desarrollo de facultades y derechos dimanantes del propio Estado. Consecuentemente, la regulación del fenómeno religioso se diluye en la más amplia del derecho de asociación (en este caso con fines religiosos) y las normas disciplinadoras han de ser las generales aplicables a cualquier género de asociaciones privadas. Tales agrupaciones religiosas, que pueden obtener un reconocimiento jurídico similar al de sus homónimas culturales, recreativas, etc., se sitúan en el terreno del derecho común y las reglas que determinan la situación, capacidad, derechos, etc., de los respectivos ministros del culto tienen, frente al Estado, el simple valor de estatutos privados (v. t. la Introducción).
      Con tal formulación se pretende lograr la independencia de los dos puntos de equilibrio sobre los cuales basculó durante largb tiempo el tema de las relaciones entre el poder eclesiástico y el secular: aquel que afirma la superioridad del primero sobre el segundo en razón de la mayor excelencia de sus fines, y el que, defendiendo la hegemonía del aparato estatal, hace radicar en el Estado la fuente de toda juridicidad y por tanto, le atribuye un derecho de intervención sobre las cuestiones eclesiásticas. Sin embargo, el planteamiento, aparentemente aséptico, demostró históricamente su afán por reducir a la Iglesia, y hacerla dependiente del Estado, según una línea evolutiva que arranca modernamente del s. xvi y alcanza su punto álgido tres centurias más tarde. A lo largo de este recorrido cuenta con testimonios tan diversos como la forma dulcificada adoptada por la Constitución americana de 1787 o la tajante disposición de la Comuna parisiense de 1871, en cuya virtud se decreta la separación entre la Iglesia y el Estado, por considerarse que «el clero ha sido cómplice de los crímenes de la Monarquía contra la libertad».
      Frente a los principios sustentados por los teóricos de la separación (al modo decimonónico), la Iglesia hizo oír su voz en repetidas ocasiones, oponiéndose a ellas tanto por vía de argumentación contradictoria como por la de condenas radicales. Especialmente en sede iuspublicista, las doctrinas procedentes del «Estado liberal» han sido sistemáticamente combatidas, no admitiéndose la tesis de la separación ni la reducción de la Iglesia a corporación de Derecho público. Aunque parece necesario reconocer que, planteado el tema en la actualidad sobre bases diferentes de las que le sirvieron de sustento en el pasado siglo, y apagado el fervor apologético en unos, o desaparecida la carga partidista en otros, la cuestión surge en nuestros días muy alejada de los apasionados enunciados sobre los cuales incidieran las condenas pontificias. En todo caso, hay que tener en cuenta que el término I. no es unívoco y hace referencia a corrientes doctrinales de diverso signo, nacidas unas con un marcado carácter de hostilidad a la Iglesia y surgidas, otras, en su propio seno con una sincera preocupación por conciliar los principios políticos al momento en boga y las exigencias de un catolicismo necesitado de renovación (v. III).
     
      2. Diversas aplicaciones. Una primera manifestación, no hostil a la Iglesia, comúnmente designada como I. moderado, establece que la práctica de la religión no puede ser fruto de imposición física, sino de convicción personal. Por ello el Estado carece de facultades para realizar cualquier tipo de acciones que supongan una ingerencia en el terreno que es propio a las confesiones religiosas. Sin negar formalmente la juridicidad de la Iglesia y reconociéndole una existencia independiente, se abandona el antiguo principio de religión oficial (v. CONFESIONALIDAD), el Estado se declara separado de las diferentes confesiones, reconoce el deber de practicar una religión y deja en libertad al ciudadano para elegir aquella que estime más oportuna sin que ninguna alcance rango oficial. Desde el punto de vista de las relaciones, el Estado se enfrenta con individuos, sin declararse ateo o agnóstico, o con las manifestaciones corporativas de tales individuos. La formulación que ya aparece en la citada Constitución estadounidense, es recogida con algunas variantes en otros territorios y sistemas, como la Francia de la Primera, Tercera y Quinta Repúblicas.
      Una segunda vía, propugnadora de un laicismo (v.) en abierta lucha con la religión y de manera especial con la Iglesia católica, niega a ésta su carácter jurídico y subordina la temática religiosa al Estado o la desconoce de manera radical. Este I. absoluto o riguroso rechaza la existencia de un orden sobrenatural, el hecho de la Revelación y el origen divino de la Iglesia, de donde, al ser puesta en duda la propia existencia de Dios y el fundamento sobrenatural de todo orden moral y social, constituye al Estado, considerado erróneamente como origen único de todo Derecho, en juez supremo capacitado para normar los fenómenos de índole religiosa o declarar su irrelevancia en el orden jurídico-público. Ello da explicación de actuaciones y textos como la Constitución civil del clero, promulgada por los revolucionarios franceses.
      Reconociendo, sin embargo, la importancia y utilidad que la religión tiene en la vida social y política, algunos sistemas que no proceden a una ruptura radical consideran a las diferentes confesiones religiosas como corporaciones de Derecho público. En este sentido, debiendo su existencia y situación en el general orden jurídico del Estado al expreso reconocimiento del propio Estado, bajo cuya tutela y control quedan situadas, tal forma podría ser considerada como una modalidad su¡ generis de regalismo (v.), aunque se diferencia de él, en el plano teórico, en el hecho de que las mutuas relaciones encuentran su base en el principio de separación y no en el de unión, y, en el práctico, en su rápida evolución, en muchos casos, hacia actitudes abiertamente antirreligiosas. Entre las abundantes manifestaciones de sistemas que desde el s. XIX han suscrito las anteriores afirmaciones, con frecuencia acompañando movimientos revolucionarios de carácter violento, cabe destacar como más próximas el Estado italiano que va desde 1870 hasta los Acuerdos de Letrán (1929; v.) o la Segunda República española (v.).
      Un tercer planteamiento, de orientación muy distinta, es el producido por el denominado Catolicismo liberal (v.). Nacido en la primera mitad del s. XIX por obra de un grupo de clérigos e intelectuales católicos franceses, esta tendencia no ha supuesto nunca un I. dogmático fundado sobre el principio de soberanía absoluta de la razón. Su intento era el de procurar el progreso de la Iglesia en base a su acción sobre la sociedad y partiendo del individuo. Para ello, reconociéndole el carácter de sociedad suprema independiente y superior al Estado, defiende la separación por razones de utilidad. El Estado, según este planteamiento, no debe de profesar ninguna religión, pero tiene el deber de tutelar su ejercicio y el derecho de libertad religiosa. Lógicamente, tampoco puede pretender la prevalencia del Derecho canónico o la concesión de situaciones especiales; ha de moverse siempre en el terreno del Derecho común sin discriminaciones, dejando que el sentimiento religioso se desarrolle espontáneamente, siempre que no vaya en contra del orden público o lesione derechos ajenos. En líneas generales, las afirmaciones fundamentales pueden reducirse a las siguientes: 1) Dios y libertad. Contrariamente a lo afirmado por el I. filosófico, el católico no acepta la sujeción de la Iglesia al Estado, ni siquiera, como hace el galicanismo parlamentario, se reconoce a éste alguna autoridad o competencia en materia religiosa. 2) Iglesia libre en un Estado libre. Recogiendo la discutida fórmula que habría de hacer célebre Cavour (v.), se aboga por una libertad para la Iglesia asentada sobre el general conjunto de libertades públicas y el derecho común, sin implicarse la subordinación de uno u otro poder y afirmando solamente la existencia en un mismo territorio de dos sociedades diferentes. 3) Iglesia en el derecho común. Consecuentemente no se puede establecer una situación especial para la Iglesia en base a un derecho propio, sino que ha de partirse, al igual que con las restantes asociaciones, de los derechos que le corresponden en virtud de aquellos principios que delimitan la actitud del Estado frente a todo género de colectividades. De conformidad con este triple principio, la Iglesia no tendría por qué temer daño alguno del reconocimiento de la libertad de cultos, puesto que comunes serán las reglas que lo disciplinen y presente estará la noción de orden público para regular sus excesos.
      El catolicismo liberal, que contó con nombres como Lamennais (v.), Lacordaire (v.), Montalembert (v.), Dupanloup (v.), etc., hubo de sufrir agudos reveses a causa de sus equívocos y de su condenación (enc. Mirari vos) que, no aceptada por algunos de sus destacados defensores, fue seguida de sucesivas llamadas de atención por parte de la Santa Sede contenidas en el Syllabus y en los textos pontificios de los años 1868-75. En todo caso, la vertiente católica aludida estuvo llamada a desempeñar un importante papel en el último tercio del pasado siglo, bien fuera por la influencia ejercida en los ambientes católicos de otros países, bien por la repetida atención de que fuera objeto por parte de los medios parlamentarios extraconfesionales, como fue el caso, p. ej., de la España de 1869-70 (REPÚBLICA ESPAÑOLA, PRIMERA).
      Como rama desgajada del tronco inicial, pronto aparece el llamado catolicismo social, encarnado en nombres de resonancia, como De Coux, Villeneuve-Bargemont, Kolping, Liberatore o Joaquín Pecci (después León XIII). y que, rehusando suscribir tanto las corrientes liberales como las socialistas, desplazan la cuestión hacia probleInas de justicia social (v.) alejados ya del puro planteamiento de relaciones Iglesia-Estado, aunque con un contenido de datos y observaciones de gran interés en esta línea.
      En nuestros días. El tema presenta a finales del s. XX una panorámica que pocos puntos de coincidencia ofrece con la del pasado siglo. Abandonado ya el fervor laicista -en el sentido en que fue defendido en la anterior centuria- y abiertas las relaciones entre la Iglesia y la Sociedad sobre unas bases distintas de las estrictas de poder a poder, no parece posible hacer revivir las respuestas condenatorias del Magisterio, adecuadas al momento histórico y a las formulaciones liberales que las vieron nacer, pero ya de escasa actualidad práctica, excepto aquellos principios que hacen relación a cuestiones dogmáticas o fundamentales. A ello hay que añadir la ya consagrada doctrina de la legítima laicidad del Estado y la rotunda declaración del Conc. Vaticanp II sobre libertad religiosa, en cuya virtud, de una parte, el Estado goza de una esfera de atribuciones que no puede ser invadida por individuos o corporaciones, y, de otra, se reconoce el derecho de toda petsona, dimanante de su propia dignidad y libertad, a realizar los actos de culto y fe que estime oportunos con absoluta independencia de toda coacción externa (v. LIBERTAD IV). En este sentido, matizando considerablemente las anteriores ideas de separación, la Constitución Gaudium et spes del Vaticano II ha puesto claramente de relieve que «la comunidad política y la Iglesia son independientes y autónomas, cada una en su propio terreno», que ambas «están al servicio de la vocación personal y social del hombre» y que este servicio «lo realizarán con tanta mayor eficacia, para bien de todos, cuanto más sana y mejor sea la cooperación entre ellas».
     
      V. t.: LAICISMO; INDIFERENTISMO; IGLESIA IV, 5-7; LIBERTAD IV; CONFESIONALIDAD.
     
     

BIBL.: A. OTTAVIANI, Institutiones luris Publici Ecclesiastici, II, Ciudad del Vaticano 1960, 77-99; C. CONSTANTIN, Libéralisme catholique, en DTC IX,506-630; J. LECLER, L'Église et la souveraineté de l'État, París 1946, 168-236; G. MARTINA, Il liberalismo cattolico ed il Sillabo, Roma 1959.

 

P. A. PERLADO.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991