IGLESIA. CUESTIONES MIXTAS.


1) Naturaleza. 2) Principios reguladores. 3) Competencia sancionadora. 4) Competencia judicial. 5) Cuestiones mixtas en particular. 6) Actualidad y futuro de las cuestiones mixtas.
     
      1) Naturaleza. a. Concepto. Se denominan cuestiones mixtas aquellas materias sobre las cuales, tanto la 1. como el Estado, proyectan cumulativa o alternativamente su jurisdicción en razón de la doble finalidad, espiritual y temporal, a que tales materias se ordenan. Se trata, por consiguiente, de un conjunto de cuestiones que por su propia naturaleza o por una- peculiar conexión afectan e interesan simultáneamente a ambas potestades y que por ambas -o por una de ellas con asentimiento de la otraquedan reguladas jurídicamente. La terminología utilizada por los autores para designarlas no siempre es uniforme e indistintamente suelen emplearse expresiones como cosas mixtas, materias mixtas, res mixtae, negotia mixta u otras similares. Independientemente de esta varia terminología la fórmula va referida a una serie de materias admitidas convencionalmente como tales por ambas potestades y que vienen a ser coincidentes en todos los ordenamientos que aceptan este recurso técnico de solución de problemas comunes.
     
      b. Diferenciación terminológica. Es necesario, sin embargo, diferenciar la expresión, cuestiones mixtas, utilizada por los juspublicistas eclesiásticos, de aquellas otras sinónimas contenidas en el CIC y que, especialmente en su acepción latina, pueden inducir a confusión. En primer lugar de la locución res mixtae que aparece en el can. 726. Si bien es cierto que tales cosas mixtas guardan alguna relación con las que aquí tratamos, ambas fórmulas no son coincidentes. Entiende por cosas este canon todo aquello que constituye «otros tantos medios para conseguir el fin de la Iglesia», abarcando una amplia gama instrumental que va desde la administración de los sacramentos hasta la gestión del patrimonio eclesiástico. Aunque el CIC no hace enumeración alguna de tales cosas, afirma que unas son espirituales, otras temporales y otras mixtas, según que -estima la doctrina- se ordenen de manera inmediata al bien espiritual de la I., a sus necesidades materiales o a ambos conjuntamente. En este último supuesto las res mixtae participan de una naturaleza temporal y se orientan a una finalidad sagrada o espiritual. En cualquier caso se está siempre haciendo referencia al fin peculiar de la I. en su doble aspecto: fin estrictamente sobrenatural y medios temporales para su consecución, subordinando siempre éstos a aquél. El tema de las cuestiones mixtas, en cambio, plantea el problema de la confrontación y coordinación de dos diversas potestades (temporal y espiritual) en aquellas materias que podemos llamar fronterizas y que por igual interesan a ambas. En el caso de las res mixtae del can. 726 se alude a cosas que, encontrándose bajo el dominio de la 1. y dirigiéndose exclusivamente a los fines de ésta, participan de una doble naturaleza. El criterio diferenciador es, pues, el de la propiedad ejercida sobre la cosa y el del fin a que queda destinada. Por el contrario, las cuestiones mixtas de que tratamos ahora ponen de relieve una dualidad de intereses y fines y el criterio diferenciador a que se atiende es el de la potestad (religiosa o secular) que sobre tal materia se proyecta y la forma de proyectarse. Tiene así el término un sentido técnico específico para los tratadistas del Derecho público eclesiástico (v.) que en modo alguno puede ser confundido con el expresado en el canon citado. Ello no obsta para que varias de las materias reguladas por ese canon (bienes eclesiásticos, universidades, seminarios, cementerios, censura de prensa, etc.), queden constituidas en cuestiones mixtas dado el interés que para el ordenamiento secular ofrecen, y queden reguladas conjuntamente por vía de acuerdo.
     
      Una segunda diferenciación se nos aparece en relación con las llamadas causas de doble fuero (causae mixti fori), que únicamente hacen referencia a la doble competencia que en vía judicial recae sobre determinadas materias o asuntos. A tenor del can. 1553 «la Iglesia juzga por derecho propio y exclusivo» en todas aquellas causas que «se refieren a cosas espirituales y anejas a ellas», en las de «infracción de leyes eclesiásticas» y en todas las que son parte «las personas que gozan del privilegio del fuero». Paralelamente a esta competencia excluyente existen causas «en que son igualmente competentes tanto la Iglesia como la potestad civil» y ello en razón de que siendo la materia de índole temporal ha venido a añadírsele algún elemento espiritual, o inversamente, cuando teniendo de suyo un carácter espiritual posee también o produce efectos en el orden civil. Tal duplicidad de aspectos origina una duplicidad de causas y de competencias que tipifican una figura jurídica distinta, aunque relacionada, de la que aquí tratamos. Las causae mixti fori dan lugar a una concurrencia de jurisdicciones en vía procesal, en tanto que las cuestiones mixtas rebasan este plano para situarse en el más general de los intereses que por igual afectan al poder civil y al eclesiástico. En el primero de los supuestos la concurrencia de fueros se soluciona en virtud de la llamada prevención o prioridad, mediante la cual «tienen derecho a juzgar la causa el que primero citó legítimamente al reo» (can. 1568). En el segundo, dada la inseparabilidad entre el elemento temporal y el espiritual, o el peculiar interés de ambas potestades, se resuelve ordinariamente por vía de acuerdo previo. Se trata, como ocurría en el caso anterior, de una diferencia que viene dada por el diverso plano (interno o público) en el que la cuestión tiene lugar y por la diferente esfera de poder que sobre ella se proyecta (simplemente judicial o legislativo en sentido amplio). Sin embargo, tal diferencia no impide una vez más el que las cuestiones mixtas puedan constituir causae mixti fori por haber quedado así acordado entre los dos poderes, o el que las posibles futuras causas de doble fuero reciban tratamiento de cuestiones mixtas al momento de negociarse un concordatc o un convenio. En definitiva puede afirmarse que la relación existente entre ambos institutos es como de género a especie.
     
      c. Clasificación. Suelen los autores distinguir entre cuestiones mixtas en sentido estricto y en sentido lato, entendiendo por las primeras aquellas materias que se ordenan directamente a un fin espiritual y temporal por su propia naturaleza, en tanto que las segundas abarcan un conjunto de cuestiones que caen bajo la competencia de ambos poderes por costumbres, concesión o convenio. Todavía se añade una tercera categoría -en sentido latísimoconstituida por todas aquellas que, ordenándose al fin de una sola de las sociedades, interesan de manera especial a la otra (p. ej., la delimitación de diócesis); sin embargo, la calificación de mixtas es en este caso considerada impropia por diversos autores (Ottaviani) que rechazan tal categoría. Por su parte las cuestiones mixtas en sentido estricto tienen una doble consideración (per se o per accidens) según que la materia queda ordenada simultánea y directamente al fin de las dos sociedades por su propia naturaleza (p. ej., el matrimonio) o por una especial conexión (como es el caso del contrato reafirmado con juramento).
     
      Desde otro punto de vista las cuestiones mixtas son clasificadas en naturales, sobrenaturales y sobrenaturalizadas atendiendo a la esencia propia de la cosa. De este modo unas se insertan dentro del orden natural (p. ej., los contratos), otras lo trascienden (p. ej., el Bautismo) y unas terceras han sido elevadas al orden sobrenatural por un acto positivo (p. ej., el Matrimonio). La consecuencia fundamental que deriva de tal distinción viene - dada en relación con la competencia ejercida sobre dichas materias y en orden a la separabilidad de los efectos producidos. Son inseparables los efectos que dimanan del propio carácter sobrenatural o sobrenaturalizado de la cosa o materia (p. ej., la idea de legitimidad de los hijos en relación con la de matrimonio legal); por el contrario, son separables aquellos efectos (efectos civiles) que no dimanando de tal carácter dependen de una circunstancia o acción distinguible de la cosa misma (como ocurre con las reglas sucesorias en relación con el matrimonio). Esta distinción entre naturaleza y efectos afecta así a la competencia, que queda delimitada en virtud de la posibilidad de regular los que por ser separables o no, caen indistintamente bajo la esfera de poder civil o eclesiástico o solamente bajo la de este último. Como veremos más adelante, tanto la forma de calificar a una materia de mixta o su clasificación, viene en realidad dada por el interés práctico que para las dos potestades ofrece y por su mayor o menor aptitud para originar situaciones conflictivas que han de ser resueltas mediante este expediente técnico u otros similares.
     
      2) Principios reguladores. La doctrina iuspublicista eclesiástica ha enmarcado las cuestiones mixtas dentro del general complejo de relaciones 1. Estado (v. iv, 5), habiendo sido su punto de partida la noción de sociedad jurídica perfecta (v.) y la correlativa delimitación de cuestiones ratione materiae y consecuentemente de las relativas competencias. A partir de estos presupuestos vamos a exponer brevemente los principios esenciales, antes de entrar en un planteamiento más profundo del tema.
     
      En relación con los fines a que ambas sociedades tienden se afirma tradicionalmente que «la materia de las leyes es o bien temporal, o bien espiritual o bien mixta, según que directamente vaya referida a uno u otro fin o a ambos». Suele cargarse el acento sobre el término directamente, por cuanto que una materia de por sí temporal puede afectar indirectamente a una finalidad sobrenatural y a la inversa, y sólo en el supuesto contrario, es decir, cuando directamente se relaciona con los dos fines es cuando se produce la concurrencia de ordenamientos y cuando queda justificado el calificativo de mixta en su acepción técnica.
     
      A pesar de que en la actualidad el criterio queda sujeto a revisión como consecuencia de la crisis que doctrinalmente afecta al concepto de sociedad perfecta y al mismo de Derecho público eclesiástico, es conveniente señalar que, a partir de la anterior afirmación y de la correspondiente separación de competencias, los autores han elaborado unas reglas generales de ordenación a las cuales deben ajustarse las respectivas intervenciones del poder eclesiástico y civil. Esas reglas pueden enunciarse de la manera siguiente: a. Competencia general. El Estado no puede legislar sobre cuestiones mixtas sin tener en cuenta la normatividad eclesiástica al respecto; de donde surge la necesidad de proceder por vía de acuerdo mutuo y dejando siempre a salvo la prioridad de que a la I. corresponde en razón de su superioridad de fines. El principio se fundamenta en la actualidad en un texto de León XIII en el que, tras de haber delimitado las correspondientes esferas de actividad, se establece que «en las cuestiones de derecho mixto es plenamente conforme a la naturaleza y -a los designios de Dios, no la separación, ni mucho menos el conflicto entre ambos poderes, sino la concordia, y ésta de acuerdo con los fines próximos que han dado origen a entrambas sociedades» (enc. Immortale De¡). De ello se deduce que los legisladores civiles y eclesiásticos deben actuar de mutuo acuerdo en aquellas cuestiones que atañen a un mismo fin y a unos mismos súbditos, medio de evitar los posibles conflictos. Las ventajas son evidentes para el mismo Estado, el cual en caso de producirse éstos se encuentra colocado en una posición menos favorable al no poder exigir a sus súbditos la observancia de unas normas de oposición a las superiores leyes eclesiásticas. Igualmente se deduce del principio enunciado la necesidad de que la I. tenga en cuenta la normatividad civil ya existente al momento de legislar sobre tales materias, de donde surge la obligación de no impedir sin necesidad dicha legislación. En el terreno de la actividad estatal el principio puede ser concretado en las siguientes reglas de orden práctico: 1) la legislación civil no puede obstaculizar la eclesiástica; 2) la legislación civil no puede prohibir lo preceptuado por la I.; 3) la legislación civil no puede mandar lo prohibido por la I.
     
      b. Competencia sobre cuestiones mixtas naturales y sus efectos. Ambas potestades pueden legislar en este sentido en la medida en que tales cuestiones y efectos conectan directamente con el fin propio de cada una de ellas. El fundamento de tal afirmación se encuentra en la relación de dependencia existente entre las dos sociedades y sus respectivos fines que les autoriza para intervenir sobre las cuestiones mixtas y los efectos que de ellas derivan siempre que efectivamente, queden relacionadas con los fines perseguidos y sin olvidar, una vez más, la obligación de no dictar normas opuestas y la de conservar la prioridad de los fines sobrenaturales. A este respecto conviene recordar el hecho de que una cuestión natural, aun influyendo en el campo contrario, no por ello pierde su primitivo carácter (como es el caso, p. ej., de la educación).
     
      c. Competencia sobre cuestiones mixtas sobrenaturales o sobrenaturalizadas y sus efectos. El Estado no puede legislar sobre tales cosas, ni sobre sus efectos inseparables; solamente puede actuar sobre los meramente civiles. Trascendiendo lo sobrenatural, por su propia esencia o por elevación positiva, los límites dentro de los cuales ha de moverse el poder civil, la competencia exclusiva recae sobre la I.; por la misma razón, no pudiéndose aislar determinados efectos que siguen a la cosa principal, el Estado carece de poder para ordenarlos, quedando bajo su arbitrio exclusivamente aquellos que no tienen sino un simple carácter temporal y siempre que no lo excedan, pudiendo, sin embargo, la I. legislar conjunta y coordinadamente con él. De esto deducen los autores que el poder civil queda sujeto a la obligación de reconocer en su ordenamiento los efectos inseparables de estas cuestiones mixtas sobrenaturales o sobren aturalizadas.
     
      3) Competencia sancionadora. El problema de la fuerza obligatoria y de la entrada en vigor de las leyes que afectan a tal género de cuestiones se plantea de manera similar al de los concordatos, convenios, pactos, etc., llevados a cabo entre la I. y el Estado. En su virtud las disposiciones legislativas que regulan cuestiones mixtas pueden adoptar la forma de simples leyes internas en cada uno de los respectivos ordenamientos (o de meras normas de remisión o recepción formal) basadas en los criterios coordinados de ambas potestades o en los principios de subordinación ya expuestos, o de instrumentos internacionales concluidos por vía de acuerdo formal mutuo. En cualquiera de los dos supuestos las disposiciones de que se trate entran a formar parte del ordenamiento -y, por tanto, tienen fuerza obligatoria- a través de la mecánica legislativa ordinaria de las respectivas sociedades (V. CONCORDATOS).
     
      En relación con este tema y con las reglas antes expuestas, la doctrina se ha planteado también el problema de las posibles infracciones, tratando de saber si el Estado tiene poder para sancionar las acciones llevadas a cabo en contra de las anteriores normas. La cuestión ofrece una doble vertiente, de acuerdo con la forma adoptada en cada caso por la norma violada.
     
      a. Por lo que se refiere a las transgresiones de aquellas leyes estatales que contienen disposiciones sobre cuestiones mixtas la respuesta es afirmativa por cuanto se trata de la conculcación de una ley civil ordinaria. Y lo mismo ocurre en relación con las omisiones. Quiere ello decir que en ambos casos el Estado tiene poder para sancionar, bien de manera positiva mediante la imposición de una pena, bien por vía negativa mediante la privación de efectos jurídicos al acto u omisión que dio lugar a la transgresión. De tal regla general excluyen los autores a los ministros sagrados «porque de otro modo se violaría la libertad de la 1. en materias de su competencia», a lo que habría que añadir que la excepción -que no siempre es absoluta- viene dada por el hecho de quedar este supuesto convertido a su vez en cuestión mixta y, como tal, previsto entre ambos ordenamientos, ya para aceptar el privilegio contenido en el can. 120, ya para establecer una vía de acuerdo.
     
      b. Por lo que se refiere al sancionamiento estatal de las violaciones de leyes canónicas que hacen relación a cuestiones mixtas y a sus efectos inseparables, es nuevamente necesario distinguir en razón de la persona. En los casos de transgresiones realizadas por eclesiásticos, admite la doctrina la posibilidad de que el Estado, si el privilegio del fuero no es de aplicación, intervenga en nombre de la 1. para sancionar teniendo siempre el respeto debido para con las normas canónicas. Cuando la transgresión tuvo como agente un simple fiel el poder para intervenir en nombre de la 1. es igualmente existente y queda reforzado por el hecho de que la acción u omisión de que se trate puede originar algún prejuicio al ordenamiento civil, con lo que éste tiene un nuevo título de intervención.
     
      4) Competencia judicial. Estrechamente relacionado con el tema de la sanción estatal que acabamos de señalar se encuentra el de la posibilidad de que el Estado juzgue sobre hechos espirituales o sobre la posesión de derechos de tal índole. A este respecto la doctrina, al establecer el objeto y extensión de la potestad judicial eclesiástica afirma, como vimos, que de conformidad con el can. 1553 ésta conoce por derecho propio y exclusivo en una serie de causas que, ratione materiae, ratione peccati, o ratione personae, vindica como peculiares de su ordenamiento. Todas aquellas cuestiones no susceptibles de conexión directa con alguno de estos criterios caen bajo la exclusiva potestad civil o constituyen causae mixti fori. Teniendo en cuenta la diferenciación establecida entre las cuestiones mixtas y las causas de doble fuero, el problema estriba en saber si los juicios sobre hechos espirituales o los posesorios de derechos espirituales pueden recibir la calificación de doble fuero y, por tanto, encontrarse sometidos a ambas jurisdicciones.
     
      La competencia de la 1. en las causas que versen sobre hechos espirituales es evidente por la naturaleza misma de la causa; la del Estado, en cambio, no podría ser defendida si lo que pretende es juzgar sobre el valor, la eficacia o la legitimidad del hecho mismo (p. ej., la administración y recepción del Bautismo). Pero sí cabe que el Estado reconozca en vía judicial la existencia de tal hecho y de ello extraiga las oportunas consecuencias (p. ej., la eficacia del Bautismo en relación con el reconocimiento de validez de un Matrimonio canónico), siempre que tal actividad no suponga sino la aceptación del valor previamente dado por la autoridad eclesiástica al hecho espiritual o a los requisitos que lo tipifican. En este sentido la expresión doble fuero es utilizada de manera impropia, ya que el poder civil no es ejercitado directamente sobre el elemento espiritual y sí sólo sobre los efectos que puedan derivarse en el orden propio del Estado.
     
      Por lo que se refiere a los juicios posesorios, un numeroso sector doctrinal (de tendencia regalista) ha afirmado que le son aplicables los mismos criterios jurídicos utilizados para juzgar la posesión o cuasi-posesión de cosas y derechos temporales (v. REGAL[SMO). Se recurre para ello a la consideración de que la posesión de derechos espirituales, como cualquier género de posesión, no constituye sino un hecho y como tal puede ser objeto de conocimiento judicial, tanto por parte de la 1. como del Estado, de la misma manera que, en el caso anterior, se le reconocía poder al ordenamiento estatal para entrar en cuestiones espirituales, aunque solamente fuera en lo concerniente al reconocimiento del hecho mismo y a sus efectos civiles. Sin embargo, tal posición no es compartida por los autores antirregalistas para quienes la aceptación del primero de los supuestos no implica igualdad con el segundo. Al negar la posibilidad de equiparación entre este género de juicios y sus homónimos civiles, se afirma que en los posesorios de derechos espirituales se trata de analizar la posesión misma en orden a los efectos espirituales, como es el caso del beneficio eclesiástico, mientras que en la hipótesis contraria se mira, como dijimos, a los efectos civiles. En consecuencia, sólo la 1. puede juzgar en tales causas, excepto en el caso de que exista alguna particular concesión que permita al Estado ejercer su jurisdicción en tal aspecto.
     
      Si bien es cierto que la posición doctrinal que señalamos rechaza este título de competencia estatal, admite, en cambio, otros que debemos tener en cuenta en razón de una conexión o de una economía procesal, cuando para el conocimiento de un determinado asunto es indispensable el previo conocimiento de otro con él relacionado, o cuando por razón de las personas, del objeto o del título, es aconsejable conocer simultáneamente de las diversas causas posibles, dándose así lugar a una acumulación de autos o de acciones. Tal acontece, p. ej., cuando se produce reconvención y cuando hay identidad en el objeto (con pluralidad de títulos o personas) o con el título (con pluralidad de personas). En cualquier caso, y puesto que las cuestiones de doble fuero no interesan aquí, sino en la medida en que constituyen cuestiones mixtas, como dijimos más arriba, es necesario señalar que la distinción establecida por la doctrina entre juicios sobre hechos espirituales y juicios posesorios sobre derechos de la misma naturaleza, justificativa de una diversa competencia, no parece muy clarificadora ni ajustada a la realidad. En ambos casos, el poder civil no entra en el conocimiento del tema, sino en la medida en que ello le es necesario como dato previo para conocer sobre las consecuencias que tal hecho o tal posesión pueden originar en vía civil sin que en momento alguno se pronuncie el órgano correspondiente en torno al elemento estrictamente espiritual, aunque sí sobre su existencia o inexistencia y sobre su efectividad jurídica. El criterio diferenciador es, pues, el de la diversa perspectiva a través de la cual la cuestión es enjuiciada por cada uno de los dos tribunales y, desde un punto de vista procedimental, el de los diversos elementos manejados en el proceso. Podrían así darse dos posibles supuestos: existencia de una cuestión prejudicial (devolutiva o no) o existencia de una cuestión de competencia. En el primero de ellos, y si la cuestión perjudicial es devolutiva, el tribunal civil paraliza su actividad reclamando la colaboración del correspondiente tribunal eclesiástico, hasta tanto éste no se pronuncie sobre la existencia o reconocimiento del hecho o derecho controvertido, a partir de cuya decisión y de conformidad con ella reanudará su actuación en orden a los efectos civiles derivados. Si la cuestión no es devolutiva, el mismo tribunal civil es el encargado de fijar el dato de hecho o el derecho de que se trate a los solos efectos que en el orden civil puedan producirse. Ello no supone extralimitación ni invasión de la competencia eclesiástica, por cuanto que la fijación del hecho o el reconocimiento del derecho no surte efectos nada más que en relación con las consecuencias jurídico-civiles que el tribunal trata de ordenar. Así, p. ej., en un caso de adulterio la jurisdicción penal entra en el conocimiento (o admite la decisión del órgano eclesiástico) de la existencia o inexistencia del matrimonio como medio únicamente de establecer la situación delictiva del procesado y sólo en este sentido, sin que tal cualificación matrimonial quede prejuzgada frente a futuras intervenciones judiciales. Y lo mismo puede decirse a propósito de las causas que versen sobre derechos de patronato, capellanías, beneficios, etc., o cualesquiera otros derechos con relevancia en el orden civil.
     
      Y si se produce el segundo de los supuestos anotados -cuestión de competencia- el tribunal civil paraliza igualmente su actividad hasta tanto no aclare si debe ser él o el eclesiástico el encargado de conocer del fondo del asunto. En ambos casos, por tanto, puede hablarse de una competencia del Estado en este terreno, si bien dentro de los límites señalados. Y en este sentido hemos hablado de cuestiones de doble fuero (impropiamente llamadas así ya que la concurrencia no se produce sobre la misma materia, sino sobre aspectos diversos de ella y, en consecuencia, no cabe hablar de prevención) constitutivas de cuestión mixta, en la medida en que sobre ellas se proyectan y concurren dos jurisdicciones, aunque en diferente dirección, y en la medida en que ambos poderes, por tener intereses paralelos, deben coordinar y solucionar los posibles conflictos que en esta vía pueden originarse.
     
      5) Cuestiones mixtas en particular. Hemos dicho anteriormente que con frecuencia las cuestiones mixtas abordadas doctrinalmente por los autores son, con ligeras variaciones, coincidentes entre los diversos tratadistas de Derecho público eclesiástico. Los más clásicos en la materia suelen exponer los principios generales de ordenación que se relacionan con el matrimonio y la enseñanza, aunque no faltan quienes además añaden el problema del «placet» regio (Ottaviani), el de la llamada apellatio ab abusu (Ottaviani, E. Montero), el de la erección de episcopados y parroquias (Aichner) y otros similares. Por ser los dos señalados los de mayor audiencia en la doctrina daremos aquí unas breves notas caracterizantes por lo que al tema nuestro afecta, remitiendo los restantes aspectos a las voces correspondientes (v. MATRIMONIO VI¡; ENSEÑANZA lt).
     
      a. Matrimonio. Es considerada esta materia como cuestión mixta por cuanto que afectando a unos mismos súbditos, poseyendo simultáneamente un carácter jurídico y sacramental y surtiendo efectos en ambos ordenamientos, su regulación interesa por igual al poder civil y al eclesiástico. Partiendo de la afirmación de una triple ordenación del matrimonio se argumenta en favor de una diversa jurisdicción en razón del carácter bautismal o no impreso de los contrayentes. En este sentido un texto clásico de S. Tomás puede ser el fundamento más explí, cito de tal diferenciación: «ordenándose la generación humana a una diversidad de fines, es decir, a perpetuar la especie, a algún bien político, p. ej., la población de alguna sociedad, y a perpetuar la Iglesia, que consiste en una congregación de fieles, es consiguientemente necesario que dicha generación sea dirigida por diversos poderes. Si se ordena al bien natural, que es la perpetuación de la especie, constituye un deber natural, y es regulado por la misma naturaleza que es la que inclina a tal fin; si se ordena al bien político queda entonces sometida a la ley civil; y si se ordena al bien de la Iglesia deberá sujetarse al régimen eclesiástico» (Summa contra gentiles, lib. 4, cap. 78).
     
      La afirmación de existencia de una triple ley reguladora del matrimonio (divina, natural y humana), que recae sobre éste en razón del aspecto concreto que trata de ordenar, de la separabilidad de sus diferentes elementos y de la cualidad de las personas sujetos activos del matrimonio, da pie, al hablar del legislador humano, para establecer una serie de principios tendentes a delimitar las correspondientes jurisdicciones civiles y eclesiásticas. Partiendo de este último criterio y en concordancia con los dos restantes se establece de manera exclusiva la de la I. en relación con todo matrimonio celebrado entre cristianos, poder recibido directamente de Dios, que se extiende a leyes prescriptivas y prohibitivas y definitivamente consagrado en el Conc. de Trento (Ses. XXIV: Denz. 974.982).
     
      Dada la inseparabilidad del elementos jurídico y el sacramental y la primacía de éste sobre aquél, tal competencia exclusiva queda rotundamente afirmada por la doctrina y la legislación. Así el CIC reconoce que habiendo sido elevado a la dignidad de sacramento el mismo contrato matrimonial entre bautizados, no puede entre ellos existir válidamente otro «que por el mismo hecho no sea sacramento» (can. 1012), correspondiendo a la suprema autoridad eclesiástica, con exclusión de cualquier otra, «el declarar auténticamente en qué casos el derecho divino impide o dirime el matrimonio», el establecimiento de otros posibles impedimentos (can. 1038), las reglas formales de celebración (can. 1094) y el conocimiento de las causas de disolución, dispensa y separación (can. 1960).
     
      No impide ello el ejercicio de la autoridad civil, pero reducida ésta a los efectos que en su ámbito puedan producirse y siempre que sean separables del matrimonio mismo en su aspecto sacramental. Tomando base en esta posibilidad y partiendo de la separabilidad de los elementos jurídico y sacramental, la doctrina regalista mantuvo una posición de defensa de la competencia estatal afirmando la usurpación de funciones por parte de la I. en este terreno (De Dominis, Launoy, Tamburini, etc.). Frente a ellos el Magisterio y legislación canónica han negado la posibilidad de separación entre los dos elementos citados, defendiendo la competencia única de la I. Las razones generalmente esgrimidas por la doctrina en defensa de esa posición, además de la señalada prioridad del elemento sacramental, suelen girar en torno a la indivisibilidad de los diferentes aspectos del matrimonio y en orden a la tutela de un instituto cuyo origen como sacramento se halla en el mismo Cristo.
     
      El matrimonio entre bautizados y no bautizados recibe idéntico tratamiento doctrinal, por cuanto que la presencia de la parte bautizada lo hace caer bajo la jurisdicción eclesiástica. Por lo que se refiere al matrimonio celebrado entre dos personas no bautizadas, suele afirmarse que su regulación, ordenación y sanción ha de depender «de alguna autoridad pública» que actuará en virtud «de un derecho propio y nativo» (Schamalgrueber, Schiffini), no faltando quienes estiman que tal poder emana de un derecho devolutivo (Cavagnis, Gasparri), que se ejercita cumulativamente con el de la I. (Snitzer) o simplemente surge de su propio carácter público (Wernz). Sobre las implicaciones que esta doctrina, con respecto al llamado matrimonio civil, V. MATRIMONIO VII.
     
      Los problemas que aquí tratamos suelen quedar previstos en vía concordataria. En España se establece, en virtud del art. 23 del vigente Concordato, que «el Estado español reconoce plenos efectos civiles al matrimonio celebrado según las normas del Derecho canónico» y, en consecuencia, «reconoce la competencia exclusiva de los Tribunales y Dicasterios eclesiásticos en las causas referentes a la nulidad del matrimonio canónico y a la separación de los cónyuges, en la dispensa del matrimonio rato y no consumado y en el procedimiento relativo al privilegio paulino», correspondiendo al tribunal civil «las normas y medidas precautorias que regulen los efectos civiles relacionados con el procedimiento» (art. 24). De conformidad con tal precepto el ordenamiento estatal «reconoce dos formas de matrimonio: el canónico que deben contraer todos los que profesen la religión católica, y el civil que se celebrará del modo que determine este Código» (art. 42 CC), correspondiendo al Estado las facultades señaladas con relación al primero -por cuanto que «los requisitos, formas y solemnidades para la celebración del matrimonio canónico se rigen por las disposiciones de la Iglesia católica y del Santo Concilio de Trento, admitidos como leyes del Reino» (art. 75 CC)- y plena competencia en relación al segundo.
     
      b. Enseñanza. Al igual que en el caso anterior también en este tema tienen la I. y el Estado intereses paralelos por referirse su acción a sujetos situados en ambos ordenamientos y ofrecer la materia una doble vertiente al abarcar tanto la formación cívica y profesional como la religiosa. Sin necesidad ahora de exponer toda la abundante doctrina magisterial al respecto, diremos que los principios manejados por los iuspublicistas eclesiásticos intentan coordinar las facultades que en sus respectivos ámbitos competen a la familia, al Estado y a la 1. Conforme a lo establecido en el can. 1013 -«el fin primario del matrimonio es la procreación y educación de la prole»- se reconoce el derecho y el deber que a todos los padres afecta de procurar la debida educación de sus hijos, sin por ello excluir la colaboración supletoria del Estado y la I., cada uno de ellos dentro del ámbito que delimitan sus fines propios.
     
      El problema surge por lo que hace al modo de realizar tal cometido (fundación de centros y forma y contenido de la enseñanza). A este respecto, la I., depositaria de las verdades reveladas (can. 1322), defiende su «derecho a fundar escuelas de cualquier disciplina, no sólo elementales, sino también medias y superiores» (can. 1375), ya sean para la estricta enseñanza religiosa, ya sean para enseñanzas técnicas o profesionales. Por su parte, el Estado (por sí o por medio de la iniciativa privada) tiene un título similar por lo que a la formación profesional se refiere, ya que es el encargado de tutelar y promover la prosperidad pública y el bien común, siempre que tales enseñanzas no supongan un ataque o menosprecio de la religión y se cumpla la obligación de «proteger en sus leyes el derecho de la familia en la educación cristiana de la prole y, por consiguiente, de respetar el derecho sobrenatural de la Iglesia sobre tal educación» (enc. Divini illius Magistri). La razón viene a ser que, constituyendo la enseñanza una cuestión de por sí temporal, tiene un integrante espiritual y una proyección en este sentido que reclama la prioridad de la 1. sobre el Estado. En consecuencia, a éste pertenece «promover de muchas maneras la misma educación o instrucción de la juventud, ante todo y directamente favoreciendo y ayudando a la iniciativa y acción de la Iglesia y de las familias... y completando esta obra donde ella no alcanza o no basta, aun por medio de escuelas o instituciones propias» (enc. Divini illius Magistri).
     
      Este carácter subsidiario y cooperador de la acción estatal no es tan rotundo por vía de concordato donde, como en el español, se establece que «el Estado español garantiza la enseñanza de la Religión católica como materia ordinaria y obligatoria de todos los centros docentes, sean estatales o no estatales» (art. 27), y, por tanto, dicha enseñanza se ajustará «a los principios del dogma y de la moral de la Iglesia Católica» (art. 26), al mismo tiempo que se reconoce a ésta la libertad «de organizar y dirigir escuelas públicas de cualquier orden y grado» (art. 31).
     
      6) Actualidad y futuro de las cuestiones mixtas. Como queda dicho, la temática relativa a las cuestiones mixtas ha sido tradicionalmente encuadrada en el seno del Derecho público eclesiástico y en aquella parte que trata de las relaciones entre la 1. y el Estado. Queda también señalado que la base fundamental sobre la que se asienta es el concepto de sociedad jurídica perfecta, dentro del cual se insertan ambos poderes y en cuya virtud, a través del reconocimiento de sus correspondientes prerrogativas soberanas, se posibilita la mutua relación y la delimitación de una zona mixta de interés común que da lugar a la doctrina aquí anotada. Tal construcción, que ha permitido enfocar y resolver muchos problemas se encuentra sujeta en nuestros días a un proceso de revisión cuyo origen se halla en la crisis que afecta a la misma disciplina del Derecho público eclesiástico y que ha sido causada a su vez por la inadecuación entre unos instrumentos técnicos y unas realidades profundamente modificadas que, conjuntamente con unos nuevos criterios ordenadores, han sido puestas de relieve por el Conc. Vaticano II. Ello ha dado lugar a una puesta en cuestión de la perspectiva con la que esta disciplina ha enfocado tradicionalmente los temas que constituyen su objeto propio, sacando a la luz la insuficiencia del concepto de societas juridice perfecta y afectando, por tanto, al planteamiento de las cuestiones mixtas tal y como aquí ha sido expresado. En tal fenómeno no han sido ajenos los mencionados nuevos criterios de ordenación jurídica interna de la I. En este sentido se ha llegado a afirmar que las consecuencias de tales criterios en orden a la temática 1. Estado «son tan profundas que toda la problemática -en su viejo contenido- de las relaciones entre la Santa Sede y los Gobiernos de los Estados soberanos ha pasado a ser de un interés secundario»; consecuentemente ya «no se puede establecer mediante una lista de asuntos mixtos, hecha a priori, cuáles son las cuestiones que eventualmente deban ser reguladas, sino que esto depende de las circunstancias concretas» (Hiuzing).
     
      Sin entrar ahora en un terreno revisionista que excede el contenido de este artículo (v. DERECHO PÚBLICO ECLESIÁSTICO; IGLESIA iv, 5; CONCORDATO), hagamos simplemente una observación final relacionada con nuestro tema. El Derecho público eclesiástico externo, preocupado por la refutación de la tesis liberal separacionista y por la defensa del principio de primacía de la 1. sobre el Estado en razón de la mayor excelencia de sus fines, planteó el tema de las mutuas relaciones en torno a la temática del Poder y no de la Sociedad, entendida ésta como conjunto de fieles o súbditos unidos por unos peculiares lazos. Como consecuencia de ello, las cuestiones mixtas han recibido similar tratamiento. Así, pues, los criterios ordenadores utilizados hacen relación, ante todo, al ejercicio de las facultades soberanas inherentes a la noción misma de Poder y a un posible engarce de las correspondientes al Estado y a la I., sobre la base de una distinción que viene dada por la naturaleza propia de cada una de las materias sobre las cuales tales facultades son ejercidas y de conformidad con una subordinación in genere de la esfera temporal a la espiritual, latiendo siempre en el fondo el problema de la buena armonía y concordia entre ambos entes soberanos. De este modo, las cuestiones susceptibles de doble regulación lo son y exigen solución por causa de tranquilidad pública (Cavagnis), entendida como tranquilidad pública intersoberana. Esta simplificación temática plantea un interrogante a propósito de la coherencia interna de tal concepción y en torno a la utilidad pública de los instrumentos técnicos construidos.
     
      El primero de estos puntos ha sido ya certeramente analizado (cfr. P. Lombardía, o. c. en bibl.). En la medida en que la doctrina se ha esforzado en elaborar una explicación de la 1. como organización jerárquica que se aproxima a los esquemas técnicos del concepto de Estado, permitiendo hablar de derechos de la 1. frente a éste y viceversa; y en la medida en que tal doctrina no contempla la dimensión personal del fiel, la necesidad de un replanteamiento a la luz de los principios conciliares sobre la igualdad en la I., el derecho de libertad religiosa, la misión de los laicos en el orden temporal o la propia estructuración de las relaciones 1.-Estado, se hace evidente; replanteamiento que ha de tener una indudable repercusión sobre el tema de las cuestiones mixtas.
     
      Por lo que se refiere al segundo interrogante planteado -la utilidad de los actuales instrumentos técnicos- la respuesta viene en gran parte prejuzgada por lo que acabamos de decir. Añadamos además que el punto de partida conceptual en tema de cuestiones mixtas resulta algo complejo. La delimitación de competencias sobre la base de una tajante distinción de naturalezas y efectos no parece clarificadora si se tiene en cuenta su complejidad real en el orden práctico. La vaguedad del concepto utilizado no permite sino reducir la problemática a un terreno previamente acotado y calificado de mixto. El análisis de los factores manejados en la práctica muestra como más útil realzar el elemento de interés mutuo que late en el fondo de la cuestión. No parece arriesgado afirmar que es este interés el que lleva a ambas potestades a coordinar su acción. O si se prefiere, las diferentes cuestiones mixtas pueden surgir en razón de su propia naturaleza (donde tal vez podría incluirse el matrimonio), de los efectos producidos en ambos ordenamientos (p. ej., el reconocimiento de sentencias), de una colaboración entre la I. y el Estado (p. ej., la enseñanza), de un ajuste de sus respectivas formas de acción (p. ej., la erección de episcopados o parroquias) o de una particular cooperación y ayuda (p. ej., la exacción de impuestos eclesiásticos por funcionarios estatales). En cualquier caso el denominador común que lleva a un pacto o acuerdo es siempre el interés que los dos ordenamientos tienen en reglamentar una determinada situación o actividad, dada la utilidad que para ambos ofrece.
     
      Queda así ampliado el campo de las cuestiones mixtas a todo aquello que las peculiares circunstancias de tiempo, lugar y personas vayan aconsejando, sin prejuzgar de antemano el posible contenido. No se trata de suprimir reglas generales, sino de flexibilizarlas; en la solución de tales conflictos de intereses -se ha afirmado-- «bien están los principios objetivos; sin embargo, está más implicada una positivización de derecho de cada Ordenamiento jurídico, que tal vez nunca salvarán un estado de tensión, lógica consecuencia de la dinámica social que va cambiando con las circunstancias del vivir humano» (Calvo). Positivización -llevada a cabo por cada uno de ellos o conjuntamente- que exige una atenta contemplación de los datos de hecho y una adaptación a los mismos de los instrumentos creados o por crear. La profunda modificación a que queda sujeta la propia estructura social de la I., las funciones y actividades que en su seno deben desarrollarse y su proyección externa frente a entes soberanos, matiza fuertemente el tema que aquí tratamos. Las formas concretas de solución pueden ser varias y pueden ir desde la deliberación de la jerarquía local con cada uno de los poderes estatales en concreto hasta la institucionalización de las tareas eclesiales que competen al fiel en su doble calificación fiel-súbdito. En cualquier caso no es cuestión que dependa de manera aislada de las propias cuestiones mixtas, sino del desenvolvimiento de los principios conciliares antes esbozados y, por tanto, de la estructuración de la disciplina que suele designar como Derecho público eclesiástico. Los interrogantes abiertos en torno a la viabilidad futura de los concordatos -que por nuestra parte no vemos en peligro- son interrogantes que afectan a este género de cuestiones y las soluciones que se adopten serán ambivalentes en razón de la identidad de contenido entre ambas temáticas.
     
      V. t.: DERECHO ECLESIÁSTICO; AUTONOMÍA 111.
     
     

BIBL.: F. CAVACNIS, Institutiones Iuris Publici Ecclesiastici, I, Roma 1882; A. OTTAVIANI, Institutiones Iuris Publici Ecclesiastici, II, Vaticano 1960; E. MONTERO, Derecho Público Eclesiástico, Madrid 1943; J. M. SETIÉN, Relación dialéctica entre la Iglesia y el Estado, «Revista Española de Derecho Canónico« 19 (1964) 801-813; V. DE REINA, Poder y sociedad en la Iglesia, ib., 629662; J. CALVo, Teoria general del Derecho Público Eclesiástico, Santiago 1968; P. LOMBARDÍA, Le Droit Public Ecclésiastique selon Vatican 11, «Apollinaris), 40 (1967) 59-112.

 

PEDRO A. PERLADO.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991