IGLESIA, COMUNIDAD PASTORAL


1) El «munus regale». 2) El «munus regale» y la igualdad radical de los fieles. 3) La realeza del cristiano y el orden temporal. 4) El «munus regendi» de la jerarquía.
     
      Introducción. Al exponer el contenido de este artículo, nos atenemos a la división de los tres munera de Jesucristo -profético, sacerdotal y real-, puesto que ha constituido la base metodológica sobre la que se han elaborado bastantes documentos del Conc. Vaticano 11, a la que se han ajustado los artículos precedentes (cfr. Introducción metodológica).
     
      Resulta, sin embargo, difícil en muchos casos precisar qué munus concreto se está ejercitando al realizar una determinada actividad: sería, en efecto, una simplificación excesiva pretender separar categóricamente en la actuación de Jesucristo -que vino a la tierra para traernos abundancia de vida (lo 10,10)- los momentos en los que obraba como maestro y profeta, distinguiéndolos de aquellos otros en los que desempeñaba su sacerdocio eterno o manifestaba su realeza. De modo semejante, la función de dirigir a la comunidad cristiana -que, como veremos, puede encuadrarse genéricamente dentro del ejercicio del munus regendi, o participación propia y específica de la Jerarquía en el munus regale de Jesucristo- se lleva a cabo no sólo mediante disposiciones de gobierno entendidas en su sentido estricto, sino también a través de la enseñanza e incluso del mismo culto. Por esta razón, se advierte una inevitable ambivalencia terminológica en los escritos teológicos e incluso en los mismos documentos del Conc. Vaticano II. Así, p. ej., en el título del Decr. Christus Dominus sobre la función pastoral de los obispos, a la palabra pastoral se atribuye un contenido genérico, que comprende tanto la misión de gobernar como las de enseñar y santificar, mientras que en el articulado del mismo documento esa palabra designa, según los casos, tanto la función de gobernar, distinta de las otras dos (cfr. n. 8,9 y 38), como las tres funciones entendidas en su conjunto (cfr. n. 3,21,25, 29,30,35 y 44). Igualmente, la función propia y peculiar de los laicos de buscar el reino de Dios tratando y ordenando las cosas temporales según el querer divino (cfr. Const. Lumen gentium, 31), es irreductible al munus regale, puesto que la actuación libre y responsable del cristiano para llevar a Dios lo temporal no puede separarse del testimonio que se da a los demás hombres a través de esa misma actividad (munus propheticum; v. 111, 5), y carecería de sentido si no encontrase su culminación en la Eucaristía (participación por excelencia en el munus sacerdotale; v. 111, 4). Vemos así cómo, tanto en la vida de Cristo como en la del cristiano, el ejercicio de cada uno de los munera es inseparable de los otros dos, y sólo podrá hacerse la distinción para clasificarlos de algún modo dentro de un esquema preestablecido, teniendo presente esa mutua implicación.
     
      1) El «munus regale». Teniendo en cuenta las precisiones anteriores, la participación en la realeza de Cristo puede describirse no como la instauración de un reinado propio por parte del hombre, sino como reconocimiento de la soberanía de Jesucristo por parte del cristiano (cfr. Pío XI, Enc. Quas primas, 11 dic. 1925: AAS 17,1925, 593 ss.). El miembro de la I. realiza su función real al aceptar sobre sí mismo el reinado de Jesucristo -puesto que servirle es reinar, quedando libre de las ataduras del mal- y al promoverlo entre los demás hombres y en toda la creación, hasta que llegue el momento de la consumación final, en el que Cristo hará entrega de su reino a Dios Padre (cfr. 1 Cor 15,24). La aceptación del reinado de Jesucristo supone, por tanto, que el cristiano debe esforzarse:
     
      a) Por vencer en sí mismo al pecado (cfr. Rom 6,12). Así, escribe S. Hilario de Poitiers: «Son reyes, sobre los que el pecado no tiene ya ningún poder; por el contrario, son dueños de su propia persona, dominan esta carne, que les obedece y les está sometida. Son reyes, y Dios mismo es su Señor. Son señores y no ya esclavos del pecado» (In Ps. 67,30: PL 9,465). Y S. Ambrosio: «Quien somete su propio cuerpo y gobierna su alma, sin dejarse dominar por las pasiones, ése es dueño de sí mismo: puede muy bien ser llamado rey, puesto que es capaz de regirse a sí mismo» (In Ps. 118, Serm. 14,30: PL 15,1403; cfr. Orígenes, In Mt. hom. 14,7: PG 13,1197; S. Jerónimo, In Is. 60,1: PL 24,588 ss.; S. León Magno, Serm. 4,1: PL 54,149).
     
      b) Por conducir a los demás hombres hacia ese mismo reino y por ordenar toda la creación según el querer de Dios, para que se cumpla el mandato dado a los discípulos del Señor: «todo es vuestro; pero vosotros sois de Cristo, y Cristo es de Dios Padre» (1 Cor 3,23; cfr. Lum. gent. 36).
     
      c) Además de las dos funciones señaladas, comunes a todos los miembros del Pueblo de Dios, quienes pertenecen a la sagrada jerarquía participan de un modo específico con autoridad que es servicio, en el munus regendi de Jesucristo, para dirigir a los fieles cristianos hacia la consecución de su fin, mediante el ejercicio legítimo de la potestad sagrada. No parece necesario insistir más en el primero de los aspectos a que nos venimos refiriendo, es decir, a la lucha contra el pecado. Pasamos, pues, a continuación, a exponer el ejercicio del munus regale en la tarea de llevar a Dios toda la creación, y a considerar el contenido del munus regendi de la Jerarquía. Será necesario, sin embargo, que previamente afrontemos, con la mayor brevedad posible, la cuestión metodológica que plantea la común condición de todos los fieles en el Pueblo de Dios.
     
      2) El «munus regale» y la igualdad radical de los fieles. Al pueblo de Dios están incorporados de diversos modos todos los que creen en Jesucristo, tanto dentro como fuera de la I. Católica (cfr. Lum. gent. 13): es más, a este Pueblo, que peregrina sobre la tierra, están llamados todos los hombres. Sin embargo, en este artículo la expresión Pueblo de Dios se utiliza en su sentido más estricto, para designar al conjunto de los bautizados que viven en comunión dentro de la I. Católica.
     
      El Conc. Vaticano II ha puesto de relieve la radical igualdad que vige entre los miembros del Pueblo de Dios (v.), igualdad que es condición previa sobre la que se edifica la distinción de funciones -que, por lo que se refiere a quienes forman parte de la Jerarquía, tiene su causa en el sacramento del Orden- entre ministros sagrados, laicos y religiosos; anteriormente a cualquier diferenciación, todos son christi f fdeles, como pone de relieve incisivamente S. Agustín: «A la vez que me llena de temor lo que soy para vosotros, me consuela lo que soy juntamente con vosotros; pues para vosotros soy obispo, pero con vosotros cristiano; éste es el nomen gratiae; aquél, el nomen officii» (Serm. 340,1: PL 38, 1483). Por esta razón, los estudios teológicos y canónicos posteriores al Vaticano II subrayan cómo en realidad el Concilio, más que corroborar la importancia de uno de los tres estados tradicionales -el laical-, ha centrado la reflexión en un hecho de mayor trascendencia: la condición del fiel (v.), o miembro del Pueblo de Dios en cuanto tal, como sustrato común a la Jerarquía, a los laicos y a los religiosos. A todos los fieles corresponde, según la situación propia de cada uno, trabajar por la consecución del fin de la l., que ha sido instituida para que «extendiendo por todas partes el reino de Cristo, para gloria de Dios Padre, haga partícipes a todos los hombres de la redención salvadora (santificación de las almas), y a través de ellos el mundo entero se ordene realmente a Dios (llevar a Dios la creación). Toda la actividad del Cuerpo Místico dirigida a ese fin se llama apostolado (v.), que la Iglesia desarrolla a través de todos sus miembros, aunque ciertamente de maneras diversas» (Vaticano II, Decr. Apostolicam actuositatem, 2). No hay, pues, en la misión de la I. compartimientos estancos, sino que esa misión única compete por igual -con igual responsabilidad- a todos los miembros del Pueblo de Dios, que gozan de una común dignidad en virtud de su regeneración por Jesucristo (cfr. Lum. gent. 9 y 32). Por esta razón, podría parecer lógico que, al estudiar el munus regale participado por el Pueblo de Dios, nos detuviésemos en primer lugar en aquello que es común a todos los fieles, para pasar seguidamente a describir los matices que esta participación adquiere en virtud de las distintas funciones que existen dentro de la l.: podría así tratarse del munus regale y de su ejercicio por todos los fieles, para considerar sucesivamente las características peculiares de este munus tanto en la Jerarquía (munus regendi) como en los laicos y en los religiosos.
     
      Sin embargo, este modo de proceder llevaría consigo inconvenientes difícilmente superables, puesto que la condición de fiel nunca se da en su estado puro, sino que en la realidad queda siempre matizada por la vocación y tarea peculiar que corresponde a cada miembro del Pueblo de Dios dentro de la misión única de la I.: así, por no citar sino un ejemplo, a todos los fieles compete por igual llevar a Dios la creación, pero -como veremosel modo de realizar esta función es distinto, según se trate de ministros sagrados, de laicos o de religiosos.
     
      Parece preferible, por tanto, que -sin olvidar lo anterior- sigamos otro orden en la exposición del munus regale: trataremos la cuestión no desde el punto de vista de los fieles, sino centrándonos en el contenido mismo del munus o tarea que se debe realizar, para ver también, dentro de ese esquema, cuál es la parte que corresponde a los distintos fieles. Pasamos, pues, a considerar los dos aspectos que habíamos señalado anteriormente: la tarea de llevar a Dios toda la creación y el munus regendi de la Jerarquía.
     
      3) La realeza del cristiano y el orden temporal. A partir de un discurso de Pío XII a los asistentes al II Congreso mundial de apostolado de los laicos, en octubre de 1957 (cfr. AAS 49,1957,927), la cristianización del orden temporal se ha venido designando en bastantes ocasiones con el nombre de consecratio mundi. Esta expresión -que a veces ha sido acogida con poco favor por algunos teólogos- puede utilizarse, y de hecho ha sido empleada, aunque sólo una vez, por el Conc. Vaticano II (cfr. Lum. gent. 34), siempre que se tenga presente que, en este caso, la palabra consagración no puede en ningún momento significar un menoscabo del carácter profano de las realidades temporales: no se trata de sacralizar la creación, a la manera que un cáliz consagrado queda destinado exclusivamente al culto. El cristiano, cuando trata de llevar el mundo hacia Dios, debe respetar el orden de la creación; pretender sacralizar lo profano sería un desorden, como lo sería también el intento de profanar o, valga la expresión, profanizar lo sagrado: es preciso reconocer con todas sus consecuencias que «la ciudad terrena, ocupada legítimamente en las cosas seculares, se rige por sus propios principios» (Lum. gent. 36), que necesariamente habrán de ser tenidos en cuenta, de manera que puede hablarse con razón de una justa autonomía de lo temporal (cfr. Gaudium et spes, 36; Apost. actuos. 5 y 7). Es éste el punto donde convergen las categorías de naturaleza y gracia y, en último término, las de creación y redención.
     
      a) La tarea de los laicos. El Conc. Vaticano II ha afirmado que la acción directa de santificar o consagrar el mundo es específica de los laicos (v.), puesto que a ellos, por su vocación propia, corresponde «buscar el Reino de Dios tratando y ordenando las cosas temporales según el querer divino» (Lum. gent. 31; cfr. Gaudium et spes, 38 y 43). Hay que prestar la debida atención a estas palabras, para que no pierdan la riqueza de su contenido: efectivamente, el texto citado no se limita a describir una relación entre el hombre y el mundo, sino que se está refiriendo a la relación cristiana que media entre el miembro del Pueblo de Dios y la obra divina de la creación (v. TRABAJO HUMANO VII). De otra manera, si no contribuyera al establecimiento del Reino de Dios, el trabajo del laico en el mundo quedaría reducido a una mera condición sociológica impuesta por las circunstancias, apta para satisfacer sus necesidades vitales, pero sin ninguna relevancia por lo que se refiere a su misión dentro de la I.: así entendidas las cosas, llegaría incluso a producirse una escisión en la existencia cristiana, dividida entre su situación en el mundo y su pertenencia al Pueblo de Dios. Nos parece que' aquí reside el error de base en que se ha incurrido cuantas veces se ha propuesto a los laicos una ascética calcada sobre el modelo de los religiosos, lo cual les llevaba a plantearse su trabajo en el mundo como algo que, en último término, constituía un obstáculo para la santidad, basada exclusivamente en unas prácticas que sólo en medida muy limitada podían compaginarse con una vida inmersa en el quehacer temporal.
     
      El Vaticano II, por el contrario, después de afirmar repetidamente que la esperanza de la vida futura no puede llevar a un abandono de lo temporal por parte del cristiano (cfr. Gaudium et spes, 20,21,34,39,43 y 57), y de rechazar como uno de los más graves errores de nuestro tiempo la separación entre la fe -que se hace consistir únicamente en los actos de culto y en unos cuantos deberes morales- y la vida ordinaria (cfr. ib. 43), exhorta a todos a que «siguiendo el ejemplo de Cristo, que quiso ejercer el trabajo de artesano, se alegren porque pueden desempeñar todas sus actividades terrenas realizando una síntesis vital de los esfuerzos humanos, familiares, profesionales, científicos o técnicos con los bienes de carácter religioso, bajo cuya suprema ordenación todo se dirige para la gloria de Dios» (ib.; cfr. Apost. actuos. 4). Por eso, la actuación del laico en el mundo, lejos de ser un obstáculo para la propia santidad (v. SANTIDAD IV), cobra un sentido plenamente vocacional, puesto que «la vocación humana -la vocación profesional, familiar y social- no se opone a la vocación sobrenatural: antes, al contrario, forma parte integrante de ella» (J. Escrivá de Balaguer, Conversaciones, Madrid 1968, p. 91).
     
      La gracia no es un don que permanece inoperante en el fondo del alma, tesoro escondido tan precioso como inútil: el espíritu del hombre está unido a la materia, y la gracia ilumina todo el ser del hombre, reflejándose incluso en su misma actividad. Por otra parte, el cristiano debe tener la mirada puesta en el fin último. De esta manera, todas sus acciones, aun las que pueden parecer más insignificantes, cobran un valor nuevo, que les hace materia apta para ser ofrecida a Dios Padre en la Eucaristía, en unión con el sacrificio de Jesucristo. Estas reflexiones, que aquí hemos de limitarnos necesariamente a dejar apuntadas, plantean la exigencia de una profundización teológica en la noción de culto (v.) cristiano, fruto de una fe viva, que lleva a ofrecer a Dios la propia existencia como sacrificio espiritual.
     
      b) Realización de esta tarea. El cristiano conduce el mundo a Dios a través de su actuación en lo temporal. Mediante este trabajo se promueve el orden querido por el Señor y se crean a la vez las condiciones para una vida más justa en la tierra. Cualquier tarea, desde la más alta hasta la que puede parecer más humilde, puede y debe contribuir a esta finalidad: la I., inserta en el mundo durante la fase histórica de su peregrinación terrena, vivifica las estructuras temporales, confiriéndoles un valor que mira a la eternidad.
     
      Se comprende que esta misión corresponde a los laicos, puesto que se trata de santificar y dirigir la creación hacia Dios desde dentro de sus mismas estructuras. Y es lógico también que haya católicos que, deseosos de realizar esta tarea, lo hagan a través del ejercicio de cargos públicos, en todos los grados de la organización social o estatal (cfr. León XIII, Enc. Inmortale Dei, 1 nov. 1884).
     
      El Vaticano II parte de la base de que los fieles cumplirán esta función como ciudadanos, enteramente iguales a los demás (cfr. Apost. actuos. 7): el laico ejerce su sacerdocio común -y, por consiguiente, el munus regale- no en virtud de una delegación de la Jerarquía, con lo que vendría a ser ante los demás ciudadanos un ser extraño, instrumento de un poder ajeno, sino por un mandato recibido del mismo Jesucristo, a través de los sacramentos del Bautismo y de la Confirmación (cfr. Lum. gent. 33; Apost. actuos. 3). Se basará, por tanto, el laico en su capacidad profesional (Gaudium et spes, 43; Apost. actuos. 4), y realizará su trabajo con personal libertad, a la que va inseparablemente unida la responsabilidad, también personal, sin enarbolar nunca banderas confesionales, que en más de una ocasión serían sólo un artificio para encubrir la falta de competencia profesional, y servirse de su condición de católico para tratar de imponer a otros fieles las propias convicciones en materias opinables, o para adosar a la Jerarquía responsabilidades que, en realidad, cada uno debe asumir personalmente.
     
      Es éste un punto en el que parece necesario insistir, sobre todo por lo que se refiere a la acción social y política de los cristianos. El Vaticano II ha afirmado tajantemente esta exigencia de libertad personal -informada desde luego por la doctrina de Jesucristo, que el Magisterio declara y enseña con autoridad-: los laicos podrán esperar de los ministros sagrados únicamente los auxilios espirituales, para formar su propia conciencia y tomar las decisiones que en cada caso estimen más oportunas, respetando además la legítima libertad de los otros fieles, que podrán tener un parecer distinto e incluso opuesto en todas las cuestiones opinables, sin que nadie pueda arrogarse la autoridad de la 1. en favor de la propia postura (cfr. Gaudium et spes, 43; v. LIBERTAD; PLURALISMO).
     
      En una palabra, la actuación de los laicos en lo temporal ha de estar informada por una mentalidad verdaderamente laical, que les llevará «a ser lo suficientemente honrados, para pechar con la propia responsabilidad personal; a ser lo suficientemente cristianos, para respetar a los hermanos en la fe, que proponen -en materias opinables- soluciones diversas a las que cada uno de nosotros sostiene; y a ser lo suficientemente católicos, para no servirse de nuestra Madre la Iglesia, mezclándola en banderías humanas» (J. Escrivá de Balaguer, o. c. p. 176).
     
      A través de esta misma acción de los laicos, puede también resolverse, por lo menos en gran parte de los casos, la delicada problemática de lo que hasta hace poco tiempo venía designándose con el nombre de «relaciones Iglesia-Estado» (v. 1v, 5). Efectivamente -y aquí no podemos sino dejar insinuado el tema- el Vaticano II contempla en primer lugar las relaciones entre la l., comunidad de los fieles, y la sociedad civil, de la que los mismos fieles son ciudadanos con plenitud de derechos y de deberes. Los laicos, con su libre actuación ciudadana en lo social y en lo político, deberán esforzarse porque en el ordenamiento jurídico estatal se respeten los derechos fundamentales de la persona -entre ellos, el derecho civil a la libertad religiosa-, creando así las condiciones para que, sin ningún estatuto privilegiado, que cada vez aparece menos necesario, la l. pueda libremente desenvolverse en el seno de la comunidad civil. Esto no excluye, desde luego, que puedan e incluso deban existir relaciones subsidiarias entre la jerarquía eclesiástica -generalmente la Santa Sede- y las autoridades estatales.
     
      Para concluir este tema, pensamos que el derecho natural de asociación que compete a todos los fieles en la 1. difícilmente podrá aplicarse en referencia a la tarea cristiana de santificar el orden temporal. Nos parece, en efecto, que una asociación con fines temporales -aun con el deseo de llevar a Dios esas realidades- deberá constituirse en todo caso según las leyes civiles, sin matiz confesional y, con mayor razón, sin atribuirse nunca el título de «católica», que sólo le podría ser conferido por la jerarquía, originándose así una innecesaria situación de dependencia con menoscabo de la libertad de acción (cfr. Apost. actuos. 24).
     
      Antes de cerrar estas líneas, es preciso decir de pasada que la función del laico en la I. no se agota en su tarea de santificar las realidades temporales: los laicos, como todos los demás fieles, participan también, según su condición, en el munus propheticum (v. 111, 5) y en el munus sacerdotale de Jesucristo (v. 111, 4).
     
      c) Función de los ministros sagrados y de los religiosos con respecto a las tareas analizadas hasta ahora. «Compete a toda la I. trabajar para que los hombres sean capaces de edificar rectamente el orden temporal y de dirigirlo a Dios por medio de Cristo» (Apost. actuos. 7). Ya hemos dicho que el trabajo directo en esta tarea corresponde de ordinario a los laicos: en los ministros sagrados, la función de dirigir a todos los fieles tiene un contenido prevalente con respecto a las demás actividades, de manera que sólo en algún caso extraordinario un clérigo deberá tomar parte activa en la acción propiamente temporal (cfr. Lum. gent. 31; Decr. Presbyterorum ordinis, 8).
     
      Los ministros sagrados cooperan, pues, en esta tarea de toda la I. dando a los fieles los auxilios espirituales que necesitan -y a los que tienen derecho (cfr. Lum. gent. 37)-, para que sean capaces de formar rectamente su conciencia y de asumir con libertad y responsabilidad las decisiones más pertinentes en cada caso. Por eso, el Vaticano 11 dice que, en este campo, «corresponde a los Pastores enunciar con claridad los principios acerca del fin de la creación y el uso del mundo y dar auxilios morales y espirituales, para que se instaure en Cristo el orden temporal» (Apost. actuos. 7).
     
      Los religiosos (v.) se apartan del mundo y de la dinámica de lo secular, para hacer de alguna manera presentes ya en esta tierra los bienes celestes, dar testimonio de la nueva vida y anunciar así la resurrección y la gloria del Reino, para que la edificación de la ciudad terrestre se fundamente en Cristo y a Él se dirija (cfr. Lum. gent. 44 y 46; Gaudium et spes, 38).
     
      4) El «munus regendi» de la jerarquía. Para completar la exposición del munus regale de Jesucristo, participado en la I. de distintos modos por todos los fieles, nos limitaremos a unas breves reflexiones sobre este tema, para el que remitimos a 1ERARQUíA ECLESIÁSTICA.
     
      El sacerdocio ministerial -que presupone el sacerdocio común de los fieles, aunque difiere de él en esencia y no sólo en grado (cfr. Lum. gent. 10)- confiere a quien lo recibe una configuración con Jesucristo, Cabeza de la I., en virtud de la cual se hace ministro suyo, y desempeña con autoridad y potestad sagrada la tarea de enseñar, santificar y regir al Pueblo de Dios (v. ORDEN, SACRAMENTO DEL).
     
      El Conc. Vaticano II ha enseñado que en la consagración episcopal se confiere una participación ontológica no sólo en la tarea (munus) de enseñar y santificar, sino también en la de regir: queda así felizmente superada una concepción que veía en la jurisdicción eclesiástica algo sobreañadido a la llamada potestad de orden, sin ninguna raíz en el sacramento. Para que este munus se haga operativo, se requiere la misión canónica o determinación jurídica por parte de la autoridad jerárquica (cfr. Lum. gent. 22 y Nota explicativa previa).
     
      El munus regendi es, pues, la participación específica de la Jerarquía en la realeza de Jesucristo, y difiere del munus regale de todos los fieles por ejercerse con autoridad y potestad.
     
      De la plenitud participada de este munus regendi, con respecto a la I. universal, goza el Papa (v.) y el Colegio episcopal (v.), que nunca puede entenderse sin su Cabeza, el Romano Pontífice. En la diócesis respectiva, esta potesad compete al obispo (v.), que cuenta con la cooperación del presbiterio (v.).
     
      La potestad se ha entendido siempre en la I. como un servicio a Jesucristo y a los fieles. Este servicio no debe considerarse como una disposición ascética sobreañadida artificiosamente al ejercicio de la autoridad; al contrario, exigiendo desde luego esa disposición personal, se manifiesta precisamente a través de la función misma de dirigir a los fieles, y constituye asimismo el contenido y el límite de esa potestad: contra ese carácter de servicio atentaría tanto el abuso de poder como la dejadez por parte de quien ostenta la autoridad y debe ejercerla en bien de los fieles.
     
      V. t.: BUEN PASTOR; JERARQUÍA ECLESIÁSTICA; PAPA; OBISPO; PASTORAL, PRAXIS; LAICOS.
     
     

BIBL.: L. CERFAux, Regale sacerdotium, en Recueil L. Cerfaux, II, Gembloux 1954, 283-315; P. DABIN, Le sacerdoce royal des fidéles dans la tradition ancienne et moderne, París 1950; A. DEL PORTILLO, Fieles y laicos en la Iglesia, Pamplona 1969; L. HOEDL, Die Lehre von den drei Amtern Jesu Christi in der dogmatischen Konstitution des 11. Vatikanischen Konzils «Vber die Kirche», en Festchrift für Michael Schmaus, II, Paderborn 1967, 1784-1806; G. PHILips, El laicado en la época del Concilio, San Sebastián 1966; íD, La Iglesia y su misterio, 2 vol., Barcelona 1968-69; J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Conversaciones, Madrid 1968; P. RoDRíGUEZ, Sobre la espiritualidad del trabajo, «Nuestro Tiempo» (1971) 359-388; M. SCHMAUS, 9mtern Christi, en LTK 1,457 ss.; G. BARAÚNA (dir.), La Iglesia del Vaticano 11, 3 ed. Barcelona 1968 (v., sobre todo, las colaboraciones de Ch. Móeller, O. Semmelroth, E. J De Smedt, G. Martelet, M. Lóhrer, J. Lécuyer, E. Schillebeeekx y M. D. Chenu).

 

J. L. GUTIÉRREZ GÓMEZ.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991