HUELGA


I. Sociología y política. II. Derecho penal. III. Doctrina social cristiana.
     
      I. SOCIOLOGIA Y POLÍTICA. l. Estudio general. Concepto. La etimología aquí ilustra relativamente bien sobre el significado de la palabra. En castellano huelga procede de fuelgo, aliento, respiración, respiro y se corresponde con holgorio, que es tanto como diversión bulliciosa, regocijo (¿juerga?). Más cerca de su significado actual está etimológicamente la palabra inglesa strike (en alemán Streik), que probablemente no deriva de to strike=golpear, sino del latín stringere, que quiere decir apremiar, constreñir, coaccionar. Y en italiano el vocablo tiene una intención semántica clarísima: sciopero, de sci y operari=salir del trabajo. La palabra francesa gréve deriva de la plaza del mismo nombre, donde se reunían los trabajadores parisinos desocupados. Todo ello alude a la esencia del fenómeno de la h., que específicamente puede definirse con J. Messner como «el abandono del trabajo por los obreros organizados para la consecución de fines económicos, sociales o políticos».
      Obsérvense las características que destacan en la definición y que van a servir de fundamento a las diversas clasificaciones de la h.: 1) Es cese del trabajo. 2) Por determinación voluntaria de los trabajadores (no por despido, por lock-out o por cese de la empresa). 3) Se refiere sólo a los asalariados (no es h. en sentido estricto el cese de actividad de los agricultores o comerciantes autónomos, como protesta por algo). 4) Tiene carácter colectivo (propiamente un solo trabajador no hace huelga). 5) Es un cese organizado o concertado, siquiera sea en forma elemental y espontánea. 6) Se trata de una coacción o presión sobre el patrono o empresario. 7) Y busca ciertos fines de variada índole.
     
      Las h. modernas nacen dentro del marco de la economía liberal capitalista y representan un instrumento de la lucha de clases en el sentido amplio de este concepto. Tal amplitud es lo que permite muy diversas matizaciones dentro de la doctrina social de la Iglesia (v. 11I), según los tipos y clases de huelga de que se trate.
     
      Clases. Si recordamos las características expuestas más arriba, encontraremos pie en cada una de ellas para diferentes clasificaciones: 1) El cese puede consistir en dejar de entrar en el centro de trabajo; en no trabajar, pero dentro del centro de trabajo (brazos caídos, para evitar el cierre o el lock-out), y puede incluso producirse mediante la ocupación de fábricas (con fines de expropiación o simplemente para aumentar la presión antipatronal). 2) Hay h. pacíficas y violentas, consistiendo muchas veces la violencia eh la coacción sobre los disconformes. Incluso se puede impedir físicamente la entrada al trabajo (piquetes). 3) Dentro de los asalariados, de hecho han sido distintas frecuentemente la posición de los obreros y la de los empleados. Muchas veces estos últimos no se han solidarizado con los primeros. También pueden distinguirse las h. del sector privado de las del sector público. 4) La organización suele correr a cargo de los sindicatos; pero hay, junto a las organizadas, que generalmente suponen además un plazo de aviso, las h. espontáneas informales. 5) Por su extensión las h. pueden ser de la empresa (o parte de ella); de determinadas rama de la producción (metalúrgicos, p. ej.); y generales (que alcanzan a todos los asalariados, incluso en el ámbito total del país). 6) Las clasificaciones más importantes de las h., singularmente en lo que atañe a su enjuiciamiento ético, son las que tienen en cuenta las dos últimas características: coacción sobre el patrono y finalidad de la h. Por la forma de coacción pueden ser pacíficas, o sea, presionando nada más por el cese de la producción, y violentas, ya con violencia sobre las cosas (sabotaje), ya sobre las personas (atentados). En conexión con esto cabe distinguir las h. con perturbación de orden público o sin él. 7) Por los fines, hay h. profesionales (para mejorar las condiciones de trabajo), de solidaridad (con espíritu de clase), políticas (protestas contra actos gubernamentales o incluso contra la actuación de gobiernos extranjeros), y revolucionarias (que no se conforman con la simple protesta, sino que persiguen una subvención de las instituciones).
     
      Evolución histórica. Según los diferentes momentos históricos han predominado unos u otros tipos de h. Siguiendo a J. Villain podemos distinguir varias etapas en la evolución histórica: a) Las primeras h., típicas del s. xix y primeros años del actual, eran, en general, de ámbito reducido -de una sola empresa o de un conjunto de algunas similares-, que no afectaban a la economía general del país y poco o nada al orden público. Tenían carácter exclusivamente profesional y el Estado se desentendía de ellas, aunque hayan estado legalmente prohibidas la mayor parte del s. xix. Son las que Villain llama h. clásicas. b) Inspirándose sobre todo en el sindicalismo francés, surgirán en el s. xx, hasta 1920, las h. revolucionarias, mucho más amplias y con otras finalidades que las clásicas. Pueden citarse la huelga general española de 1917 y la francesa de 1920. c) Un tercer periodo abarca de 1920 a la 11 Guerra mundial. El mito revolucionario puro se ha esfumado, pero el sindicalismo tiene creciente fuerza. Surgen movimientos reformistas, mucho más profesionales que los de antes de 1920, pero con cariz muy distinto del de las h. clásicas. Ahora son movimientos de masas, que afectan a la economía del país y a los intereses del público (dan lugar a carestía, hacen subir los precios, producen molestias al público) y tienen a menudo finalidades políticas o de solidaridad. Aunque cede el carácter violento, es de señalar en este periodo la táctica de ocupación de fábricas (Italia hasta 1922, Francia en 1936). d) Desde 1945 se extiende el fenómeno del dirigismo estatal y aun el de las nacionalizaciones, con lo que el Estado no puede ya desentenderse de las h. ni como legislador social ni como patrono (aparte de su deber de defender el interés público). El final de la II Guerra mundial marcó un aumento grande de las h.; luego han remitido, caracterizándose por su breve duración, carácter más bien pacífico, tendencia a los fines profesionales, sin que falten las h. políticas no revolucionarias (recordemos las breves h. para protestar contra la NATO, la guerra del Vietnam, etc., promovidas por los extremistas de izquierda).
     
      2. La huelga como hecho sociológico. Se considera aquí la h. no como materia de enjuiciamiento ético o jurídico-positivo (v. II y III), sino como hecho real y efectivo, o sea, en su dimensión sociológica, por la que queda descrita y explicada en términos de pura realidad fáctica. En su sentido estricto, nace con el sistema de producción industrial moderno, como expresión de un conflicto colectivo permanente en potencia entre dos categorías socioeconómicas bien definidas: patronos y obreros. La sociedad capitalista se define como economía antagónica, de choque de intereses; y para hacer prevalecer los propios de cada grupo existen dos armas: la h., que utilizan los trabajadores, y el lock-out que es su equivalente patronal (del inglés lock=cerrar y out=fuera: lock-out es cerrar dejando fuera, como despido o suspensión colectiva del trabajo promovida por los empresarios).
     
      La huelga como conflicto. En la sociología más reciente va adquiriendo cada vez más, relieve la categoría de conflicto; y a ella hemos de acudir para encuadrar y comprender de primera intención la h. Con ello, ésta recibe una conceptuación muy distinta de la que le venía atribuyendo la tradicional sociología conservadora. Para esta última, no podía ser otra cosa que una perturbación del orden, como un hecho de «patología social»; pero desde el instante en que el conflicto, en general, es pensado como «núcleo creador de toda sociedad y la oportunidad de la libertad», a la vez que como «reto para resolver racionalmente y controlar los problemas sociales» (R. Dahrendorf, Sociedad y Libertad, Madrid 1966, 208), como categoría esencial para explicar el cambio y el progreso (L. A. Coser, Las funciones del conflicto social, México 1961, 14), entonces la h. puede ser apreciada (no necesariamente apreciada) como un factor positivo de la convivencia humana. Dada la tensión antagónica de la sociedad industrial, si las estructuras se mantienen rígidas (como en la época del «delito de coalición»), la amenaza estará, no en el conflicto como tal, sino en esa rigidez, haciendo falta la h. autorizada como institución tipo «válvula de seguridad» (que diría Coser). Es lo que expresa certeramente un prestigioso autor: «... la presencia de un conflicto industrial en la Sociedad revela que existe un sistema institucional inadecuado o, lo que es casi lo mismo, una aceptación inadecuada del sistema instítucional vigente» (W. E. Moore). Y yendo todavía más lejos, como es lógico, la Enciclopedia soviética generaliza y totaliza el antagonismo de intereses económicos, diciendo que la h. es pura y simple expresión de las contradicciones capitalistas, debiendo desaparecer con la sociedad sin clases del socialismo. Como se ve, todas estas ideas chocan con otras muy extendidas; pero la circunstancia de que sean nuevas y originales no las califica por sí como verdaderas o falsas. Es preciso penetrar en el análisis de los hechos para ver si, efectivamente, el conflicto laboral tiene, valor funcional O disfuncional (v. FUNCIÓN Y DISFUNCIÓN SOCIAL).
     
      Evolución sociológica de la huelga. Aunque este fenómeno, estrictamente entendido, es muy reciente, la rápida mutabilidad de la sociedad industrial hace que haya tenido ya muy diversas manifestaciones. Aquí trataremos de contemplar ese hecho social desde el ángulo de las transformaciones que se han producido en la infraestructura socioeconómica del industrialismo. Por otra parte, en la sección de Doctrina social se ven las distintas formas de h.; y el examen sociológico ha de centrarse ahora sobre una de las clasificaciones dadas, la que nos habla de las causas y motivos impulsores y de los efectos perseguidos y logrados. Hay h. profesionales, de solidaridad, revolucionarias y políticas, que precisamente se alinean en buena parte de una manera temporal, correspondiendo el predominio de cada tipo a otras tantas fases del desarrollo industrial. Las demás divisiones (de brazos caídos, pacíficas, violentas, etc.) atienden más bien a aspectos en cierto modo anecdóticos o de mera táctica; aquellas cuatro formas tienen alcance estratégico en el movimiento de las estructuras sociales. Las primeras h. modernas (a destacar la célebre de los tejedores de Lyon en 1831, contemporánea de la de los del mismo oficio en Barcelona) fderon casi exclusivamente de origen y de intenciones profesionales; continuadoras, en cierto modo, de los movimientos de protesta análogos que los compagnons de la época gremial emprendían contra los maestros. Es más, las h. que aparecen en el orto de la producción industrial no brotan puramente por la miseria del proletariado y el afán de mejorar sus ínfimas condiciones de trabajo, sino que son más bien reacciones de los «oficiales» u obreros calificados contra su «proletarización» o descalificación. Son h. de las minorías obreras más elevadas. Además, no van contra el capitalismo en sí, sino contra sus consecuencias degradadoras de las profesiones tradicionales. Ni tampoco van contra el Estado (burgués o no burgués). No son h. ni de clase ni políticas. Claro que a lo largo del s. xtx, perdidas, de un lado, las esperanzas de recuperar las calificaciones de los viejos oficios, generalizada, de otro lado, la explotación de toda la población obrera, y en crecimiento, por último, la influencia de las organizaciones sindicales y de los partidos, las h. toman otro cariz.
     
      Desde fines de siglo y hasta la 1 Guerra mundial, observamos: a) Dejan de ser protestas de élites profesionales obreras y se convierten en movimientos de masas, en paralelo con el tránsito del sindicalismo de oficio al de industria. b) Aceptado el conflicto por las clases burguesas y suprimida su represión penal (al debilitarse su vigor y crecer el poder del adversario), aumentan en número y en intensidad. c) Ya no se trata sólo de defender los oficios y su prestigio, aniquilados por el maquinismo, sino de reivindicaciones profesionales de contenido es pecíficamente económico y humano (salarios, jornada, seguridad, buen trato). d) Toman aspecto de movimientos de clase, no sólo de oficio o de rama industrial, generalizándose las de solidaridad y tendiéndose a la h. general. e) Se hacen políticas en dos sentidos: en cuanto instrumento de lucha de ciertos sectores (socialistas, sindicalistas) y en cuanto que al intervenir el Estado con la Sozialpolitik, no se dirigen sólo contra los patronos, sino también contra los Gobiernos. J) Y en este sentido, adquieren a menudo carácter revolucionario: ya no se trata de mejoras profesionales o económicas, sino de reformar y aun subvertir el sistema vigente en su totalidad. g) Con este último carácter, aparecen como disfuncionales dentro de la estructura capitalista; pero como reivindicaciones justas y convenientes, que obligan a reajustes parciales, son funcionales.
     
      El mito de la «huelga general». Sin embargo, al dejar de ser instrumento de reivindicaciones profesionales y convertirse en arma de lucha de clases (con plena solidaridad) o en medio de presión política, surge algo nuevo: la idea de la h. general, o paro voluntario en toda clase de actividades y empresas. Ya durante el s. xix (primera-mente en Inglaterra en 1839) hubo intentos frustrados de la misma; pero ella adquiere consistencia y sistema con el sindicalismo francés. Manifestada en forma abstracta en el 1 Congreso de Federaciones Nacionales del sindicalismo francés en 1888, se recoge por la Confederación General del Trabajo (CGT) en la famosa Carta de Amiens, de 1906. Su teórico fue G. Sorel (Reflexions sur la violence, 8 ed. París 1936), el cual la presenta como «batalla napoleónica», de aniquilamiento definitivo, pues la paralización total del trabajo acarrearía el hundimiento del Estado burgués. Es «heroica» en cuanto no persigue conquistas ni utiliza victorias, sino sólo aniquilar el Estado. En ese sentido es un mito, tal como lo entiende Sorel, o sea, algo distinto de una utopía; carece de plan racional y sirve singularmente como idea impulsora que evoca sentimientos bélicos. La verdad es que los intentos realizados en España, Francia o Inglaterra, durante la 1 Guerra mundial o después de ella, fueron un fracaso absoluto. Con ello, con la notable mejora de condiciones de trabajo que se iniciaron entonces y con la decadencia del sindicalismo puro, la h. general en el sentido soreliano pasó a la historia (v. SOREL, 6).
     
      Evolución posterior. Los trastornos huelguísticos continuaron después de 1918, con estas características: 1) La presencia de ministros socialistas en los Gobiernos vino a darles un tono nuevo, pasando a ser otra vez puramente profesionales o bien netamente políticas (organizadas por los comunistas). 2) El advenimiento de regímenes totalitarios (Rusia, Italia, Alemania y otros países) trajo de nuevo la proclamación de su ilegalidad. 3) Si al acabar la 11 Guerra mundial hubo un aumento inmediato, pronto disminuyeron en todas partes (v. Los conflictos de trabajo de 1937 a 1954, «Rev. Int. del trabajo» VII, 1955). 4) La paz social de los años cincuenta se hizo sentir, singularmente en la disminución de su número, duración y extensión. Estadísticas oficiales francesas afirman que, si bien aumentaron a partir de 1961, todavía en 1965 el 78% de ellas duraron menos de una semana o una semana y el 54% un día lo más. Por su parte, J. F. Goodman (Las huelgas en el Reino Unido. Estadísticas y tendencias recientes, «Rev. Int. del Trabajo», mayo 1967, 519-539) dice que en los últimos diez años del 70 al 80% de los paros ingleses no duraron más de tres días. 5) Por su motivación, casi todas son profesionales. 6) Confirmando observaciones de tiempos anteriores, parece observarse la aparente paradoja de que los movimientos huelguísticos aumentan en las épocas de abundancia y no de escasez. 7) Finalmente, parecía ser cierto el fenómeno de la llamada «institucionalización» de la h., en virtud del cual había ingresado como mecanismo normal de las estructuras capitalistas, regulada por la ley, localizada en el mundo del trabajo industrial o en parte de él, sin afectar a la sociedad global, y habiendo perdido todo carácter violento o de lucha de clases. Esto se explica sociológicamente: cesó la combatividad de la clase obrera, las centrales sindicales y los partidos políticos, incluido el comunista, se aburguesaron, los obreros se sienten bien pagados, piensan en el consumo y no en la revolución, etc.
     
      La situación actual. Sustancialmente no han cambiado mucho las cosas; pero hay un hecho nuevo que quizá puede prefigurar una nueva transformación de la h. Si hasta ahora la iniciación y cese dependían de las grandes centrales sindicales y se sometían a reglas institucionalizadas, poco a poco han ido tomando incremento las llamadas h. salvajes, no por su violencia física, sino por su carácter agómico, o sea, fuera del control sindical y organizadas por dirigentes a nivel de empresa (delegados de taller, shop steivards, Vertrauenleuten). Surgen casi inesperadamente en empresas concretas, pudiendo contagiarse o no, y en ellas empiezan a tener primeros papeles, no los obreros, sino los técnicos e ingenieros. Sin duda corresponde esto a una tercera fase del sindicalismo, el de empresa (que sucede al de oficio y al de industria). El célebre movimiento de mayo francés (1968), cuando dejó de ser rebelión estudiantil y pasó a las fábricas, oficinas y talleres, confirmó esas dos circunstancias: presencia de los técnicos e impotencia de los sindicatos (sobre todo de la CGT) y de los partidos (sobre todo del comunista). Y surge una reivindicación nueva: ya no se trata de subvertir el orden político, implantando el colectivismo, ni de obtener mejoras profesionales, sino de participar, de promover reformas de estructura de la empresa que lleven a la cogestión o a la autogestión. ¿Estará ahí el futuro de la h.? ¿O bien, su destino es desaparecer? En la publicación colectiva La huelga (Santa Fe 1951) E. J. Couture y A. Pla, refiriéndose al Uruguay, y J. Rivero, aludiendo a Francia, estiman que la h. es un fenómeno transitorio, que desaparecerá cuando el Estado deje de estar dominado por la burguesía y pueda actuar como pacificador y justiciero. Entonces la misma quedará como una «reminiscencia bárbara del siglo xix» (según expresión de Keynes). Sin desconocer por eso que ha cumplido una función histórica como remedio de los males del capitalismo... y aún podría cumplirla en los países comunistas.
     
      BIBL. 1. M. MARAVALL, Trabajo y conflicto social, Madrid 1968; K. G. C. KOWLES, Strikes, Oxford 1952; E. T. HILLER, The Strike, Nueva York 1933; W. E. MOORE, Las relaciones industriales y el orden social, México 1954, cap. XIX y XX; G. FRIEDDIANN y P. NAVILLE, sociología del trabajo, II, México 1963, cap. 18; F. SELLIER, Estrategia de la lucha social, Barcelona 1966; «Sociologíe du Travailn, París, julio-septienibre 1970 (no dedicado a Le mouvement ouvrier en mai 1968); G. LEFRANC, La huelga: historia y presente, Barcelona 1972.
     
      A. PERPINÁ RODRIGUEZ.
     
      II. DERECHO PENAL. Como hecho jurídico, la h. aparece en conexión con el Derecho penal y con el Derecho de trabajo, pudiendo ser triple su significación jurídica: como delito, en cuanto constituye un tipo criminal que se sanciona con penas específicas; como derecho, si las leyes reconocen a los trabajadores la facultad de desencadenarlas; y como mera libertad o tolerancia, cuando se ignoran por todo el ordenamiento jurídico, de suerte que, sin estar sancionadas penalmente, pueden originar consecuencias de tipo laboral por incumplimiento de contrato (fundamentalmente, el despido justificado). Los juristas suelen decir que cuando se reconoce como derecho, no hace más que suspender el contrato de trabajo, pero no lo rompe; y el incumplimiento del deber de prestar el servicio, no autoriza al despido, sino únicamente a la suspensión del salario.
     
      Evolución histórica. A las transformaciones experimentadas por la sociedad industrial corresponden otras tantas regulaciones. Al nacer el capitalismo liberal quedan prohibidas las coaliciones y las h.; más todavía, se conceptúan como hechos delictivós. Las leyes revolucionarias francesas, desde la famosa de Le Chapelier de 1791 hasta el CP de 1810 (art. 415 y 416), establecen el delito de coalición, que se mantiene tras caer Napoleón, en Francia, Bélgica, Italia, Holanda y Luxemburgo, e influye en otros Estados durante el s. xix. En la segunda mitad de esa centuria se inicia otra etapa: Ley francesa de 1864 que deroga las puniciones anteriores (en Toscana esto había tenido lugar 11 años antes) y en Inglaterra ya en 1824, seguida de la Ley de la Confederación de Alemania del Norte, Ley francesa de libertad sindical de 1884, Ley italiana de 1890, etc. Estamos en los comienzos de la Política social, que perfila una nueva figura jurídica de la h. Ya no es delito, sino un acto lícito, afectado por las mismas consecuencias contractuales que otros similares, como el abandono individual del trabajo. Únicamente las acciones antijurídicas ajenas a la h. misma (coacciones, sabotaje, perturbaciones del orden) eran castigadas dentro de la tipicidad correspondiente. Su reconocimiento como derecho ha de venir, sobre todo, después de la I Guerra mundial. Tras la II ese derecho llega incluso a merecer aceptación constitucional en Francia e Italia y se acoge en la Carta Social Europea.
     
      Limitaciones y supresión del derecho. Nunca se ha tratado, empero, de un derecho ilimitado. Como dicen esos textos constitucionales, ha de ejercerse según lo que las leyes determinen; y éstas han sido siempre más bien severas en la regulación, considerando ilegales las h. revolucionarias o meramente políticas, a veces las de solidaridad, y exigiendo ciertos requisitos formales para su licitud o agravando las penas de los delitos cometidos durante ellas. El proceso restrictivo del derecho tuvo ya en 1935 una manifestación muy significativa y muy conocida: la Ley Taft-Hartley de los EE. UU.; proceso que ha culminado últimamente de modo aparatoso en la Ley de Relaciones Industriales, aprobada en Inglaterra en 1971 tras gran oposición de los sindicatos. En Hispanoamérica el proceso ha sido paralelo al europeo. La Carta Int. Americana de Garantías Sociales, aprobada en la IX Conferencia Interamericana (Bogotá 1948), reconoció en su art. 27 el derecho a la h., según las condiciones reguladas por la ley. Las vicisitudes políticas han llevado incluso en varios países a la supresión total del derecho de h., que vuelve a ser delito (Rusia, Italia fascista, Alemania hitleriana, la Francia de Vichy, Portugal, España). No cabe duda de que en el s. xx se están produciendo transformaciones políticas y socioeconómicas que llevan aparejado un cambio en la conceptuación jurídica de la h.: o se suprime o se restringe su ejercicio legítimo, al haber cambiado las condiciones y circunstancias de la masa asalariada. Más aún, la segunda mitad de la centuria está acusando el importantísimo fenómeno de la sustitución del sindicato y de la h. de profesiones u oficios por los de empresa (h. «salvajes», etc.), en que el impulso y el control de los movimientos se halla en manos distintas de las centrales sindicales. Y es muy posible que estas nuevas circunstancias estén reclamando ya una nueva regulación.
     
      En España. El CP de 1848 -influido por el francés de 1810- y sus reformas de 1850 y 1870 prohibió las coligaciones de patronos u obreros. En 1887 se autorizan las asociaciones profesionales y la Ley de 27 abr. 1909 reconoce el derecho de h., así como el cierre empresarial. La Ley de 21 oct. 1931, llamada de Defensa de la República, declaró que constituían «actos de agresión a la República»: «Las h. no anunciadas con ocho días de anticipación, si no tienen otro plazo marcado en la ley especial, las declaradas por motivos que no se relacionen con las condiciones de trabajo y las que no se sometan a un procedimiento de arbitraje o conciliación.» El Bando declaratorio del estado de guerra de 28 jul. 1936 declaró rebeldes, a efectos del Código de Justicia Militar, a quienes coartaren «la libertad de contratación o de trabajo» o abandonaren éste, ya fueran «empleados, patronos u obreros» y el art. XI, 2 del Fuero del Trabajo estimó la perturbación de la normalidad del proceso productivo como «delito de lesa patria». El CP de 1944 se inspiró en la Ley de Seguridad del Estado de 1941 (arts. 43 y 46), que tipificaba el delito de h. Lentamente, pero sin interrupción, se regula el derecho de h.: en el Decreto de 20 sept. 1962 se prevén ciertas formas de solución de conflictos colectivos; la Ley Orgánica del Estado de 10 en. 1967 modificó el art. XI, 1 del Fuero del Trabajo; el Decreto-Ley de 22 may. 1975 reconoció la legitimidad de la h., siempre que se observaran los requisitos que establecía; y el Real Decreto-Ley de 4 mar. 1977 reconoce el derecho de h. dando nueva redacción al art. 222 del CP. La Constitución de 1978, art. 28, reconoce a la par la libertad sindical y el «derecho a la h. de los trabajadores para la defensa de sus intereses».
     
      BIBL. M. ALONso GARCÍA, Curso de Derecho del Trabajo, 7 ed. Barcelona 1981; G. CABANELLAS, Derecho de los conflictos laborales, Buenos Aires 1966 (excelente y completo estudio de la materia); VARIOS, La huelga, Santa Fe 1951; G. BOLDT Y OTROS, Gréve et lock-out, Luxemburgo 1961 (sobre los países del Mercado Común); VARIOS, La huelga en las sociedades modernas, «Documentación española», 14 en. 1971; G. DIÉGUEZ, orden público y conflictos colectivos, Pamplona 1976; 1. M, RODRÍGUEZ DEVESA, Derecho Penal Español, 8 ed. Madrid 1980.
     
      A. PERPINA RODRÍGUEZ.
     
      111. DOCTRINA SOCIAL CRISTIANA. La cuestión de la h. no ha recibido un tratamiento demasiado extenso dentro de la doctrina social de la Iglesia, al menos en los documentos pontificios. Ello se debe a lo delicado del tema, que se presta a interpretaciones muy peligrosas, y a que, en general, siempre ha habido alguna discrepancia de opiniones y alguna vacilación sobre la postura que parecía más conveniente adoptar. Sólo muy recientemente se ha llegado a declaraciones explícitas y concluyentes. Sin embargo, los principios generales de la doctrina cristiana aplicados a los hechos concretos de la h., permitieron desde siempre apuntar algunos principios generales de carácter moral.
     
      Según la obra colectiva Doctrina social de la Iglesia, del Instituto Social León XIII (Madrid 1966, 264) la Const. Pastoral Gaudium et spes del Conc. Vaticano II «es el primer documento de la Iglesia que explícitamente reconoce la licitud y hasta la necesidad de la huelga». Con anterioridad, la posición de la doctrina católica podía resumirse en tres puntos: a) Reconocimiento de la licitud y necesidad de las asociaciones profesionales (desde la Rerum novarum), pero sin reconocerles expresamente el derecho a la h. b) En cualquier caso, condenación de la violencia. c) Un desarrollo doctrinal del tema por los escritores católicos, al margen de los textos pontificios, pero dentro de las líneas generales del pensamiento cristiano. De ese desarrollo doctrinal hablamos más abajo. Ahora queremos comentar la declaración, ya citada, de la Const. Gaudium et spes que literalmente dice así: «En caso de conflictos económico-sociales hay que esforziarse por encontrar una solución pacífica. Si bien es cierto que se ha de dar siempre preferencia a un sincero diálogo entre las partes, sin embargo, hoy día la huelga puede seguir siendo aún un medio necesario, aunque sea el último, para la defensa de los derechos y el logro de las aspiraciones justas de los trabajadores. Búsquense, con todo, cuanto antes, la reanudación de las negociaciones y del diálogo conciliatorio» (no 68).
     
      Lo primero que llama la atención es la prudencia y aun reservas con que se reconoce el derecho a la h., lo que dio lugar a una razonada oposición de diversos obispos centroeuropeos y de algún país dominado por el comunismo. Se continúa con ello la cautela tradicional de la Iglesia en este punto, perfectamente justificada, en primer lugar, por lo delicado y peligroso del asunto en sí mismo y, en segundo término, porque es bien sabido que toda concesión o autorización de la autoridad o jerarquía tiende a ser interpretada siempre en sentido maximalista, lo que aquí se hubiera traducido en un aumento de los riesgos inherentes a las h. Destaca, sobre todo, la reiteración en pedir la previa búsqueda de una solución pacífica, merced a la negociación y al diálogo. Unido a ello está la idea de que ese medio de combate profesional es el último o extremo. La h. sólo será lícita cuando se hayan agotado todas las demás posibilidades de arreglo. Requisito esencial para esa licitud es que se trate de aspiraciones justas de los trabajadores, lo cual parece dejar aparte no sólo las peticiones abusivas o arbitrarias, sino también las reivindicaciones extraprofesionales. Por último, es muy interesante la indicación de que la h. puede llegar a ser un medio necesario para ese fin justo. Naturalmente ello sucederá cuando, agotadas todas las demás vías, se llegue a la última y extrema solución, que es precisamente la h.
     
      Se ha dicho que la Const. Gaudium et spes viene a presentar la h. como un derecho decadente, transitorio, hipotético y próximo a la caducidad. Este juicio es exagerado y no responde a la realidad de las cosas; pero sí es indudable que la declaración ha tenido a la vista la situación actual del mundo del trabajo, así como el perfil del derecho a la h. en las sociedades progresivas, donde las reivindicaciones de los asalariados van más allá y por otros rumbos que por el de las h. clásicas, revolucionarias o reformistas. Es lo que (sin citar expresamente la palabra h.) indicaba luan XXIII en la enc. Mater et Magistra cuando decía (párr. 97): «Es una realidad evidente que en nuestra época las asociaciones de trabajadores han adquirido un amplio desarrollo, y generalmente han sido reconocidas como instituciones jurídicas en distintos países e incluso en el plano internacional. Su finalidad no es ya la de movilizar al trabajador para la lucha de clases, sino la de estimular más bien la colaboración, lo cual se verifica principalmente por medio de acuerdos establecidos entre las asociaciones de trabajadores y de empresarios, etc.». Los acuerdos concertados hace años en Suiza o Suecia, el de la casa Renault francesa y otros, en que se establece la paz social, con renuncia a la h., a cambio de otras ventajas pactadas, son un buen ejemplo de que el diagnóstico del Santo Padre era certero; y justifican que la declaración de 1965 no haya sido más enérgica.
     
      La doctrina católica fuera de los textos pontificios. Los autores y sociólogos católicos no dejaron de construir una teoría moral de la h., aplicando los postulados generales de la doctrina social de la Iglesia. En esa teoría naturalmente se exponen normas concretas según las diversas clases de h. y las distintas implicaciones de la misma. Hay que señalar que desde el principio (segunda mitad del s. xix) esta cuestión de las asociaciones profesionales de trabajadores y de su derecho a la h. fue una de las que más se discutió en la escuela católica y también una -de las que dio lugar a una oposición de criterios más aguda. Sin embargo -sobre todo a partir de la publicación de la Rerum novarum, en la que se trata ampliamente de las asociaciones profesionales, el derecho natural a constituirlas, etc-, pronto se desarrolló una teoría sobre la h. que versaba sobre las condiciones de su eventual licitud.
     
      Mencionemos en primer lugar las declaraciones del llamado Código de Malinas (v.). Según él (V11,131-4), el interés general es el primer criterio que permite apreciar la legitimidad o ilegitimidad de toda suspensión concertada de trabajo. A este criterio debe añadirse el respeto a la justicia y a la caridad. En las empresas de primera necesidad es difícil concebir la legitimidad de la h. Por eso en varios países se prohiben las h. de funcionarios públicos. Pero el legislador, a cambio de prohibir la h., debe proporcionar garantías. La h. supone siempre un remedio preventivo: el arbitraje.
     
      Como se ve, el criterio del Código puede resumirse en cuatro puntos: licitud, en principio, de la h.; supeditación al interés general; respeto a la justicia y caridad; y arbitraje previo. Se trata, en él, de normas generales y abstractas. Más concreta y precisa se ha manifestado en otras ocasiones la doctrina. Se reconoce ya, sin duda, y casi sin excepciones, que hay un derecho a la h. Según Messner, entra dentro de los derechos naturales de la libertad: prestar o dejar de prestar trabajo, unido a la libertad de asociación (de coalición) para fines que no sean contrarios al bien común. Este fundamento (que ya está en los autores liberales) no parece definitivo, como dice Villain. No será licita la h. si su finalidad, aun salvado el bien común, es simplemente causar perjuicio al patrono. En realidad, el acto en sí parece indiferente y su justificación moral hay que buscarla en las intenciones, en las consecuencias previsibles y en los medios empleados.
     
      a) Por las intenciones o fines subjetivos de los autores. En las h. clásicas, puramente profesionales, esa finalidad legítima radica en la necesidad de acabar con situaciones injustas o en la justa aspiración de obtener mejoras razonables (salarios, condiciones de trabajo, promoción, etc.). Pasando a las h. revolucionarias, los autores están de acuerdo en condenarlas, salvo casos gravísimos. Para Messner la h. general de ese tipo sólo se justifica en caso de gobierno ilegítimo o del que, siendo legítimo, atenta contra el orden constitucional, los derechos fundamentales de libertad o la misma libertad de asociación sindical. Como se ve, el escritor austriaco no hace otra cosa que trasplantar a nuestro terreno la tradicional doctrina sobre el derecho de insurrección (legítima en el caso de tiranía ab origine o de tiranía a regimine). Sobre las h. no profesionales con fines políticos, pero sin carácter revolucionario, algunos pensadores se inclinan por su tolerancia. En contra se manifiesta de modo rotundo el P. Villain: «Es preciso condenar sin apelación como tales h. las puramente políticas; constituyen un verdadero abuso de poder por parte del sindicato y de la clase obrera. En un país democrático es el Parlamento el único que tiene que controlar y derribar, en caso de necesidad, al Gobierno». ¿Y en los países sin Parlamento democrático? Parece que, guardando los requisitos generales de no violencia, respeto al interés general y falta de graves consecuencias, sería difícil no aceptar su licitud. Bien entendido que entonces el sindicato no actuaría como asociación para defensa de intereses profesionales, sino como grupp de presión.
     
      b) Por las consecuencias previsibles. Habiéndose fortalecido los sindicatos y habiéndose extendido el ámbito de las h. -que ya no son las limitadas y débiles de los primeros tiempos-, el dato de sus posibles consecuencias adquiere una importancia de primer orden. Frente a las consecuencias de índole beneficiosa que pueden reportar (mejora en las condiciones de trabajo, etc.), hay que colocar las de carácter nocivo: pérdida de jornales y debilitamiento de las cajas de resistencia; pérdidas económicas de las empresas; aumento de la hostilidad entre las clases sociales; daños y perjuicios al bien común o al público, etc.; y, siempre, su mal efecto psicológico, como prueba de fuerza, ya que, en último término, su éxito o fracaso no se juzga como triunfo de la justicia o la injusticia, sino del más fuerte.
     
      Todo ello conduce a una triple conclusión: a) La h., aunque en sí no es ilícita y puede ser necesaria, no es deseable como medio normal de realización de la justicia social. b) Debe quedar como último recurso de hacer efectivas las reivindicaciones sociales (y casos muy excepcionales, políticas). c) En última instancia y supuestas las consecuencias perjudiciales a que puede llevar, la licitud de la h. se medirá, dentro de la prudencia social, por la concreta ponderación relativa de los efectos antisociales que cabe prever y de las repercusiones beneficiosas que de ella podrán obtener en cada caso. Tratándose de un enjuiciamiento moral, hay que acudir al análisis de cada caso concreto, a la apreciación de todas sus consecuencias. Ahí, y no meramente en las vagas nociones de bien común, interés general, interés de la clase trabajadora, etc., es donde se ha de buscar el criterio justificador o condenatorio. El juicio de la doctrina católica sobre las h. es muy similar al que tiene sobre las guerras (v.). La ruptura de la paz social o de la paz internacional, en principio, está prohibida; pero caben h. justas y guerra justa en ciertas y determinadas circunstancias.
     
      c) Por los medios empleados. Pero, aun supuesta la licitud de la h., la puesta en práctica de la misma exige todavía otra condición: la licitud de los medios o métodos empleados. Por lo pronto, con carácter previo se han debido utilizar medios pacíficos: negociación, conciliación, arbitraje. Este último se recomienda por la doctrina; pero la verdad es que en la práctica resulta muy difícil, ya que regularmente el árbitro imparcial sólo podrá serlo el Estado, y el Estado, según las situaciones políticas que se den, raramente es imparcial, salvo que intervengan órganos estrictamente judiciales.
     
      Hay una cuestión muy delicada, que la doctrina elude, pero que no cabe silenciar. Normalmente, son las asociaciones profesionales las que organizan el cese colectivo en el trabajo. Su responsabilidad corresponde a los dirigentes; pero ¿no es posible que ellos actúen por su propio interés y aun en contra del de los sindicados? Como esta hipótesis no es algo absurdo y la historia la confirma a menudo, parece que debería estar previsto algún medio de los trabajadores no dirigentes para controlar a los jefes. Incluso en casos de h. graves podría exigirse un referéndum, como se hace en la vida política para ciertas materias constitucionales o legales.
     
      Por lo demás, la doctrina sobre los medios legítimos es bien sencilla: en ningún caso la h. autoriza la violencia contra las personas (patronos, compañeros u otras personas) ni contra las cosas. En cuanto a la ocupación de fábricas, no con ánimo de expropiación, sino para aumentar la presión laboral, viola, en principio, el derecho de propiedad; pero quizá en algún caso podría estar justificada, ya que, en fin de cuentas, con o sin ella el efecto sobre la producción económica es el mismo.
     
      ¿Hay un deber de huelga? La doctrina social católica admite ya, con las limitaciones señaladas, el derecho a la h. Pero ¿hay un correlativo deber? Mullera Villain y otros se pronuncian por la afirmativa (en el supuesto, claro está, que se trate de una h. legítima). Y ello por solidaridad, por caridad hacia los que se arriesgan justamente, por equidad (el éxito favorecerá a todos) y por justicia social (que pueden realizar los asalariados como cualquier ciudadano).
     
     

BIBL.: J. VILLAIN, La enseñanza social de la Iglesia, Madrid 1961, parte II, tít. I, cap. V; J. MESSNER, Ética social, política y económica a la luz del Derecho natural, Madrid 1967, 699-704; G. BRIEFs, El problema del sindicato ayer y hoy, Madrid 1955, 60-68; R. GUBBELs, La gréve, phénoméne de civilisation, Bruselas 1962; H. A. RABIE, Lo sciopero, forma della storia, Milán 1957; A. BRUCCULERI, Lo sciopero secondo la morale cattolica, «La Civiltá Cattolila» 4 (1921) 409-421; 491-502; 1 (1922) 121129; M. GUITTON, Les gréves, «Vie intellectuelle» 43 (1936) 397-420.

 

A. PERPINA RODRÍGUEZ.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991