Hombre. Estudio Teológico
 

8. El hombre como unidad somático-espiritual. Por más que el espíritu sea la parte más definitiva del h., de suyo incorruptible, no puede desconocerse que el cuerpo es también parte esencial de su ser. Desde un punto de vista ontológico, esto se ve en que si el alma racional es sustancia completa por razón de la subsistencia, no lo es por razón de la especie. El alma del h. es un alma del cuerpo. Ya hemos visto cómo la Biblia hace hincapié en ello. El h. ha sido puesto sobre la tierra, en un mundo espacio-temporal, ut operaretur, para trabajar (Gen 2,15).

Lo humano se inscribe en la historia (v.) a través de la viabilidad que le presta el cuerpo. Mediante el cuerpo exterioriza lo que concibe en el cuerpo y en el alma. La invitación que recibe a completar el valor del mundo no llega a efecto en tanto no es capaz de materializarla, de alguna manera, siquiera sea en la palabra. Esto no sucede así solamente cuando está frente a los seres corpóreos; también delante de Dios el h. está con su cuerpo; el cuerpo es templo del Espíritu Santo y glorifica a Dios (1 Cor 6,19-20). Toda la existencia del h. es una existencia en el cuerpo. También la gracia sobrenatural alcanza al cuerpo, de un modo manifiesto, p. ej., en las virtudes de la templanza, en la castidad, en la fortaleza. «El auténtico sentido cristiano -que profesa la resurrección de toda carne- se enfrentó siempre, como es lógico, con la desencarnación, sin temor a ser juzgado de materialismo. Es lícito, por tanto, hablar de un materialismo cristiano, que se opone audazmente a los materialismos cerrados al espíritu» (1. Escrivá de Balaguer, Conversaciones, 7 ed. Madrid 1970, n° 115).

La Encarnación (v.) del Verbo de Dios es un rotundo sí al cuerpo. Dios ha querido ser reconocido en una figura corporal (Philp 2,7). El Verbo quiso vivir en Cristo todas las situaciones humanas, desde su nacimiento de una mujer (Gal 4,4; Mt 1,20), pasando por su vida de trabajo, conocido como hijo del artesano (Mt 13,55). Quiso recrearse en la belleza de los campos cuajados de espigas, tachonó sus enseñanzas del latido de la vida que contempló con sus sentidos, en la tierra y mar adentro. Es el Señor que se cansa y se duerme, el que llora en la desgracia del amigo muerto. Es el Señor que deja en la Iglesia, sacramental en su estructura, siete sacramentos (v.), donde la gracia transcurre por los cauces de la materia, de los cuerpos. Por eso a la Iglesia ha parecido siempre sospechosa la denigración o el desprecio del cuerpo, cuando no abiertamente hostil al ser y al destino del h. (Símbolo Quicumque Denz.Sch. 76; Conc. de Calcedonia, Denz.Sch. 301-303; Conc. IV de Letrán, Denz.Sch. 801). Todo esto está bien lejos del dualismo (v.) y del gnosticismo (v.).

No es necesario insistir en la importancia que la enfermedad o el cansancio tienen en la vida humana. Pero donde se manifiesta más negativamente el peso del cuerpo es en la concupiscencia (v.) y en la in f irmitas, secuelas imborradas del pecado original, con el que todo ser humano viene al mundo. Pero si el h. está pronus ad peccatum, inclinado al pecado (v.), no es tanto por el cuerpo, como por las tentaciones que sufre en el espíritu. Es en la soberbia (v.) del espíritu donde se consuma el alejamiento de Dios, que todo pecado comienza y causa: «El principio de la soberbia es apartarse de Dios y alejar de su Hacedor su corazón» (Eccli 10,14).

Por el cuerpo el h. está abierto al mundo. Los sentidos (v.) son como las ventanas por donde se le cuela la realidad exterior, sin la que no puede vivir. Por el cuerpo es éste que los demás reconocen como una persona distinta de todas las demás; la cara es el espejo del alma. Aristóteles compara la inteligencia a la mano, que todo lo penetra, que a todo se acomoda. En el pudor (v.) se manifiesta corporalmente la mismidad de la persona que no quiere perderse en el ser de la materia anónima y sin rostro. En el apretón de manos va el corazón del h., en la instantánea de su entrega afectuosa, en la simpatía. En la unión sexual, íntima, de hombre y mujer, cuando tiene lugar en conformidad con el orden establecido por Dios (v. MATRIMONIO), están llamadas a adquirir rostro de amor las anónimas fuerzas de la vida. En las operaciones del cuerpo, como el comer y el beber, renueva sus fuerzas y se rehace, para una nueva vida. En la palabra, hablada o escrita, se encuentra con el tú más íntimo en lo corpóreo, aunque no tanto como desearía muchas veces. La comida y la bebida cotidianas son actos que interesan a la consecución del fin más profundo: «Ya comáis, ya bebáis... hacedlo todo para gloria de Dios» (1 Cor 10,31). Mediante el comer y el beber se alimenta de la fuente de la, Vida, en la comunión de la Eucaristía (v.). Por la sangre se pertenece a una determinada familia y a un determinado pueblo. Mediante los gestos y las actitudes corporales se manifiesta la íntima disposición cara al prójimo, y a veces también cara a Dios. Por aquí se advierte el valor de las formas exteriores y la importancia que tienen las virtudes de la convivencia.

Cuando S. Tomás se pregunta si se requiere para la perfecta felicidad del h. la perfección del cuerpo, no duda un instante en afirmarlo (Sum. Th., 1-2 q4 a5). En efecto, vistas las cosas desde la perspectiva de lo absolutamente deseable, la cuestión no ofrece duda. Aunque en una consideración puramente natural del tema, hubiera que decir que la felicidad natural última excluye al cuerpo, en cuanto que el más perfecto conocimiento natural de Dios lo posee el alma separada. Por la Revelación sabemos que en la vida eterna, a partir de la resurrección de la carne, se salvarán, se plenificarán sobrenaturalmente, los valores del cuerpo. En este sentido escribe M. Schmaus: «La vida corporal terrena y todos los esfuerzos consagrados a embellecer y cuidar el cuerpo son una referencia a la futura forma corporal».

El alma, forma el cuerpo. Es de sumo interés entender que el alma es forma (v.) del cuerpo. Así ha sido definido por el Conc. de Vienne (1311; v.), donde se reprueba como herética y contraria a la fe católica la doctrina opuesta atribuida a Pedro Juan Olivi (Denz.Sch. 902). No quiere decir esto que tal doctrina haya de interpretarse forzosamente según los moldes del hilemorfismo (v.) aristotélico o tomista. En Aristóteles y en S. Tomás, que el alma sea forma del cuerpo significa que el alma es el principio de la vida del h.: de la vida vegetativa, sensitiva o animal y de la intelectiva. Además, puesto que la forma es raíz de las determinaciones no accidentales de la sustancia, con ello se entendería que la forma organiza y estructura la materia hasta el punto de que nada hay en ésta dotado de alguna inteligibilidad, de positivo, que no sea resultado de la causalización formal de la forma, valga la redundancia, sobre aquélla. La tesis, explícitamente tomista, de inspiración aristotélica, de la unicidad de la forma aporta una extraordinaria unidad en la consideración de la sustancia material.

Se funda esta tesis en la unidad de la sustancia. Si el h. es un ser, es decir, un unum, única ha de ser la raíz de todas sus determinaciones, a saber, la forma. La misma alma espiritual es la que extiende su poder de información y de actuación sobre todos los estratos vitales.

En cambio, Nietzsche (v.) afirma que el «cuerpo es más sabio que el espíritu». Klages habla del espíritu como del órgano del ser, mientras que la vida es lo que se vive, lo vivo, lo que realmente acontece; llega a decir «que la esencia del proceso histórico de la humanidad (también denominado «progreso») es la lucha victoriosa incesante del espíritu contra la vida con el previsible fin (bien que sólo lógicamente) del aniquilamiento de la última» (Der Geist als Widersacher der Seele, 1,68). Spengler (v.) cifra la inevitable decadencia de Occidente en un declinar de la vida, mientras el espíritu triunfa. Tirando del hilo podríamos recorrer el camino de la interna escisión del ser del h. hasta un Schopenhauer (v.) -voluntad-representación-, un Schelling (v.), etc. Bien pudiéramos encontrar en el origen de todo esto un espíritu encerrado en el principio de inmanencia (v.), que se ha perdido, y que después de los primeros juegos consigo mismo se aburre de estar solo y se marcha a recorrer el mundo. Más recientemente, encontraríamos a un Ortega y Gasset (v.) y a un Freud (v.), entre otros. Evidentemente hay una contradicción. Pero ésta no se sitúa en el interior del h., cuando el h. se entiende bien a sí mismo; la contradicción está o en el espíritu de estos pensadores, o en los equívocos y ambigüedades de su terminología.

El espíritu es vida. Digámoslo sencillamente. Que el alma sea la forma del cuerpo significa precisamente eso. Que todo lo vivo, que todo lo nuevo, que todo lo que colorea incesantemente al mundo y lo baña de nueva luz, todo eso procede del espíritu que vive del Espíritu. Haecker lo ha dicho con mucha energía (o. c. en bibl.). Desde una perspectiva meramente antropológica, lo ilustra bellamente una página de Martín Buber (v.). «Podemos observar a un campesino de esos que existen todavía... Lo sorprendemos, ocioso, en un día de descanso, con la mirada perdida en las nubes, y si se le pregunta '¿qué haces?' responde, después de una pausa, que estaba pensando en el tiempo, pero nos damos cuenta de que no nos dice la verdad. De cuando en cuando, abre la boca para pronunciar una sentencia. Ya otras veces pronunció sentencias, pero eran casi siempre cosas sabidas, tradicionales, observaciones, entre amargas e irónicas, sobre 'la marcha de las cosas', y algo parecido sigue diciendo ahora, sobre todo cuando las cosas le salen mal, cuando ha experimentado la resistencia de las cosas -lo que Scheler considera como lo esencial en la experiencia del mundo-, es decir, cuando vuelve a probar de nuevo la contradicción que reina en el mundo. Pero, entre palabra y palabra, dice también otras que antes no se le oían, no conocidas por la tradición, y las dice con la mirada fija, a menudo como entre dientes, como si hablara para sí, y apenas si se las podemos pescar; está expresando sus ideas propias. No hace esto cuando experimenta la resistencia de las cosas sino, p. ej., cuando el arado se hunde en la tierra con tanta blandura y tan hondo que parece que aquélla se le abre entrañablemente, o cuando la vaca ha parido con tanta facilidad que parece haber actuado como partera alguna potencia invisible. Es decir, que emite opiniones propias cuando ha experimentado la gracia de las cosas, cuando, a pesar de todas las resistencias, vuelve a experimentar que existe una participación del hombre en el ser del mundo. Es verdad que la experiencia de la gracia ha sido hecha posible por la experiencia de la resistencia y en contraste con ella; pero también ocurre en este caso que el espíritu surge de acuerdo con las cosas y de acuerdo con los impulsos» (¿Qué es el hombre?, México 19411, 132,133).

9. Camino y fin del hombre. Dado que el h., además de cuerpo material, tiene un alma espiritual, es espíritu objetivamente abierto a la infinitud del ser, y de la bondad, su fin no puede ser otro que el conocimiento y el amor de Dios, único ser que realiza plenamente la razón de ser y de bondad y el único capaz de, saciar las aspiraciones ilimitadas del corazón humano. Éste es el fin adecuado a su naturaleza; su consecución comporta, o es, la felicidad (v.) del hombre, es decir, el estado en que encuentra la plenitud de sus posibilidades. Este «fin natural» ha sido asumido por la Revelación divina y elevado a un orden sobrenatural (v.). Así lo confirma el Conc. Vaticano I: Denz.Sch. 3005; cfr. ib. 3028. Esta última felicidad sobrenatural se consigue en la vida eterna, que consiste en la visión inmediata de Dios: «seremos semejantes a Él, porque lo veremos tal cual es» (1 lo 3,2). El alma viene a ser incluida en la vida eterna de Dios, es decir, recogida e interpelada por el diálogo de amor de las tres personas de la Trinidad (v.). En esta conversación o diálogo en la que se revela el último fondo y significado de la realidad como constituido por un diálogo personal de amor, el bienaventurado contemplará también todas las criaturas en cuanto que están presentes en el conocer y el amar de Dios (Denz.Sch. 1304-1306). Esta bienaventuranza redundará en la glorificación del cuerpo resucitado. Así lo afirma la Escritura: «Él (Jesucristo) reformará el cuerpo de nuestra vileza, conformes a su cuerpo glorioso, en virtud del poder que tiene para someter a sí todas las cosas» (Philp 3,21; cfr. 1 Cor 15,42-44; 1 Cor 15,53; Apc 21,4; Le 20,36; Mt 13,43; etc.; v. CIELO 111). La no consecución de este fin sobrenatural, cuando no se vence al pecado, es el infierno (v.).

El supuesto de toda esta doctrina cristiana acerca del último destino del h. es la elevación al orden sobrenatural. En realidad, los h. no han existido nunca en estado de mera «naturaleza pura». Así consta en el A. T. por las relaciones de filial amistad de nuestros primeros padres con Dios, como se advierte en el Génesis. S. Pablo se refiere a Cristo como nuevo Adán, venido a restaurar lo que el antiguo había perdido: el estado de santidad y de justicia; es decir, Adán poseyó ese estado y lo perdió (cfr. Rom 5,12 ss.; Eph 1,10; 4,23 ss.; Cor 6,11; 2 Cor 5,17; Gal 6,15; etc.), como afirma el Conc. de Trento, siguiendo las definiciones de los sínodos de Cartago y Orange (Denz.Sch. 1510-1516).

Según esta doctrina de Trento y de otros documentos del Magisterio de la Iglesia, la fe cristiana profesa, entre otras verdades, que: a) nuestros primeros padres, después o al ser creados, fueron dotados de gracia santificante antes del pecado original, y de los llamados dones preternaturales; b) que esa gracia santificante recibida había de ser trasmitida a sus descendientes; c) que nuestros primeros padres pecaron gravemente en el Paraíso al transgredir el precepto de Dios, perdiendo en consecuencia la gracia santificanté y atrayendo sobre sí la «cólera» de Dios; d) que a consecuencia de aquel pecado original Adán y Eva quedaron sujetos a los dolores de la muerte y a la tentación del diablo; e) que el pecado de Adán se propaga a todos sus descendientes por generación, y, por tanto, es pecado con el que nacen todos los humanos, excepción hecha de Cristo y de Santa María; f) en el estado de pecado original, el h. se halla privado de la gracia santificante y de todas sus secuelas, así como también de los dones preternaturales y de integridad; g) este pecado se borra por el Bautismo (v. PECADO II-IV; GRACIA SOBRENATURAL; PARAÍSO TERRENAL; JUSTIFICACIÓN).

Este estado de enemistad y de alejamiento de Dios de la criatura humana, efecto del pecado original y de los pecados personales de los h., es lo que ha venido a sanar Cristo, y lo que ha conseguido con la obra redentora de toda su vida, especialmente por su Pasión y su Cruz. Con la Redención (v.), el h. entra en un nuevo orden, en el orden sobrenatural establecido por Cristo; toda la vida del h., su camino, se va a entender como un acercamiento al Padre, en seguimiento de Cristo en el Espíritu Santo (V. JESUCRISTO V; SANTIDAD IV).

Las virtudes teologales. Comienza la incorporación a Cristo por la fe (v.). En la fe el creyente acoge la donación que Dios hace de sí mismo, y por ella entra en la órbita de irradiación vital que dimana de Cristo; por la fe no se asiente solamente a un conjunto de verdades, sino que se entra en comunicación personal con Cristo. En la caridad (v,) el justo es levantado y apropiado vivamente para el Amor de Dios, aparecido en Cristo; sin la caridad, el h. no podría amar a Dios como debe ser amado. Es un amor propiamente divino que capacita para dar una respuesta de amor a la llamada que Dios hace en la Revelación. S. Juan dice que Dios es Amor: «Dios es Caridad» (1 lo 4,8); el ser más íntimo de la divinidad, pues, se nos revela como amor. Asimismo es el amor de Dios la razón última que explica el interés de Dios por los hombres; «tanto amó Dios al mundo, que le dio su unigénito Hijo, para que todo el que crea en El no perezca, sino que tenga la vida eterna» (lo 3,16). Es también razón de amor la que en el decir de Cristo justifica su entrega en la Pasión y en la Cruz: «Nadie tiene mayor amor que este de dar uno la vida por sus amigos» (lo 15,13). En la caridad el hombre es invadido por el amor de Dios, transformando su corazón a la medida de Dios: «el amor de Dios se ha derramado en nuestros corazones» (Rom 5,5). El fuego de caridad que transforma la persona impele a la entrega a Dios en sí mismo, en primer lugar, y al prójimo, en el que ve a otro Cristo. El precepto de la caridad, del amor a Dios y a los h., es el primero y la recapitulación de todos los preceptos (Mc 12,28-31).

Por la esperanza (v.) se imprime en el corazón una nueva configuración de carácter sobrenatural, por la que el creyente deposita en Dios su más íntima y profunda confianza sobre el futuro de su vida. Por la esperanza el h. puede responder con paz a la pregunta, ¿qué será de nosotros?; viene a ser deificada la mirada hacia el futuro del h. cristiano, anclándose sobre el querer de Dios, que «fiel es el que os llama, y también lo cumplirá» (1 Thes 5,24). La esperanza mantiene la aspiración de alcanzar la vida eterna (Col. 1,15; Tit 3,7; Act 23,6; 1 Cor 15,19); hace superar el desfallecimiento que pueda sobrevenir del dolor y del cansancio de la vida. Por ella el h. se muestra optimista, porque cuenta con la protección de Dios en su vida terrena, pero no se hace ilusiones y sabe que tiene que padecer. Por encima de todo abatimiento, su corazón en tanto que está dominado por la esperanza se mantiene firme en medio de la más fragorosa tormenta.

Por la fe, la esperanza y la caridad, el h. comparte en esta tierra la misma vida trinitaria. Sabe y siente, aunque sea- oscuramente, quién es delante de Dios, su hijo (v. FILIACIÓN DIVINA), y lo que Dios le pide en cada una de las tesituras de su vida. Toca el fondo último de su propia realidad y de la realidad del mundo. Sabe que lo que se juega con la historia del mundo es un asunto de salvación, de plenitud sobrenatural en Dios, o de condenación. A decir verdad, esas fuerzas teologales son como el último sentido de la actuación del h. cristiano. Pero éste no está eximido de la tarea de llevar a plenitud su modo de ser natural, en lo que tiene de . tal. Esto que es obvio visto desde una perspectiva meramente natural, lo es con mayor razón cuando se tiene en cuenta que para el cristiano su vivir es Cristo, perfecto Dios y perfecto hombre (Símbolo Quicumque). La vocación (v.) sobrenatural del cristiano supone la vocación humana.

Las virtudes cardinales condensan desde antiguo en apretada síntesis el tema de la plenitud moral de la persona humana. Por la prudencia (v.) se conoce, aquí y ahora, la realidad en cuyo contexto ha de obrar. Aristóteles, y tras él S. Tomás, han asignado la primacía entre las virtudes humanas a la prudencia; pues es como el órgano en el cual la realidad se patentiza, se abre en la verdad. El prudente, en la acepción auténtica del término, es el que comunica con la realidad en la manifestación de su verdad. Si la verdad es, como querían los griegos, la realidad en cuanto que se patentiza, en la prudencia se obtiene la luminosa inserción en ella. La prudencia traduce aquí y ahora la llamada concreta que lo real me dirige, y por tanto, el sentido exacto de ella. Por ella sé qué tengo que hacer y hacia dónde y cómo he de ir, con todo mi ser, en un momento dado.

Pero la prudencia no me da más que la regla de actuación concreta. Luego comienza la actuación formalmente moral del sujeto. Con el término templanza (v.) se alude a la fuerza que pone orden en el interior del hombre. Queda así presupuesto que no es fácil ni espontáneo el equilibrio de las fuerzas vitales que anidan dentro de él; e incluso que precisamente esas fuerzas puestas por la vida para su conservación y expansión pueden conjurarse contra la totalidad y unicidad de la persona. Es lo que expresa S. Tomás cuando dice que «son las que más discordias siembran en el espíritu; y esto se debe a que tales fuerzas forman parte de la esencia del hombre» (Sum. Th., 2-2 g141 a2 ad2). «La templanza -escribe J. Pieper- se opone a toda perversión del orden interior, gracias al cual subsiste y obra la persona moral» (Prudencia y templanza, Madrid 1969, 126).

La fortaleza (v.) es la virtud moral que inclina al individuo a hacer frente al peligro si es preciso para salvaguardar la realización del bien. La fortaleza y la templanza preparan a la persona moral para que llegado el momento sea capaz de realizar el bien, siendo esta realización el contenido mismo de la justicia. Se entiende que este bien de que se habla es el bien dirigido ad alterum: lustitia est humanum bonum, «la justicia es el bien humano» (S. Tomás, In Eth. 5,15, n. 1077).

A la justicia (v.) están orientadas las demás virtudes cardinales. Una síntesis de esa doctrina es la que hace S. Tomás con estas palabras: «E1 bien del hombre es el bien de la razón... Este bien lo tiene esencialmente la prudencia, que es la perfección de la razón. La justicia, en cambio, es la ejecutora de este bien: en cuanto a ella pertenece poner en todos los asuntos humanos el orden de la razón. Las otras virtudes sirven para la preservación de este bien, por cuanto se ocupan de moderar las pasiones, a fin de que el hombre no decaiga por ellas del bien de la razón» (Sum. Th. 2-2 g123 al2 in c.).

Estas cuatro virtudes, que como todas las naturales se adquieren por repetición de los actos de que son objeto, en el cristiano en gracia están además sobrenaturalizadas, o «infundidas», por ésta (Conc. de Vienne: Denz.Sch. 904) (V. VIRTUDES).

Cuenta además el justo con los dones del Espíritu Santo, «ciertos hábitos que hacen capaz al hombre de seguir con prontitud el instinto del Espíritu Santo» (Sum. Th. 1-2 q68 a4; V. ESPÍRITU SANTO III). Y sobre todo, él mismo, en todo su ser, es templo del Espíritu Santo. «¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?» (1 Cor 13,16). «E1 Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios, y si hijos, también herederos de Dios, coherederos de Cristo, supuesto que padezcamos con Él para ser con Él glorificados» (Rom 8,16-17). En la entrega al Espíritu Santo se consuma la libertad, lo que en esta tierra no se verifica sin sombras ni desmayos. «Porque el continuo anhelar de las criaturas ansía la manifestación de los hijos de Dios, pues las criaturas están sujetas a la vanidad, no de grado sino por razón de quien las sujeta, con la esperanza de que también ellas serán libertadas de la servidumbre de la corrupción para participar en la libertad de la gloria de los hijos de Dios» (Rom 8,19-21).

10. Resumen. A pesar de los riesgos y limitaciones que entraña todo resumen, puede ser útil recopilar en forma de síntesis los rasgos esenciales de una recta y cabal antropología (cfr. Conc. Vaticano 11, Gaudium et spes, 12-18; R. Guelluy, o. c. 15; P. Parente, Diccionario de Teología dogmática, 2 ed. Barcelona 1963, 192): a) El h. es un ser viviente, compuesto de materia y espíritu, de cuerpo y alma espiritual; b) El alma, superior al cuerpo por su inteligencia y libre voluntad, se une a él como su forma, verdaderamente, por sí y esencialmente; de manera que alma y cuerpo constituyen un solo ser, individuo o persona; c) El h., criatura corporal y espiritual, es racional y libre; d) El alma humana, propia de cada uno, es inmortal y creada inmediatamente por Dios de la nada; e) Todo lo que hay en la Tierra se ordena al hombre como centro y cuna, que ha sido puesto por Dios como señor de todas las criaturas de la Tierra; f) El h. es un ser social y sin las relaciones con los demás no puede ni vivir ni desarrollar perfectamente sus cualidades; g) El h. es criatura de Dios, creado a su imagen y semejanza; por el pecado original cayó de su primitiva grandeza. Así se explica el dolor y la angustia de la vida presente, en la que, sin embargo, el h. está llamado a cooperar con Dios para su salvación; h) La personalidad del h. es sagrada: de ahí nacen los derechos y deberes humanos y por ella se comprende la igualdad y fraternidad por encima de toda razón de sexo, raza, grado social, cultural, etc.; i) El h., redimido por Jesucristo, está destinado a un fin supremo: la posesión eterna de Dios en la otra vida.

V. t.: ANTROPOLOGÍA;ALMA; CUERPO; PERSONA; HUMANISMO IV; y los demás artículos indicados al comienzo de la voz HOMBRE.

FRANCISCO BELTRÁN.

BIBL.: Estudios generales y de conjunto: A. BASAVE FERNÁNDEZ DEL VALLE, Filosofía del hombre, México 1963; F. BOASSO, El misterio del hombre, Buenos Aires 1965; M. BuBER, ¿Qué es el hombre?, México 1950; E. CASSIRER, Antropología filosófica, México 1945; M. FLICK y Z. ALSZEGEHY, La humanidad en el mundo, en Los comienzos de la salvación, Salamanca 1965, 205-550; R. GUELLUY, La creación, Barcelona 1969, 109-156; T. HAECKER, Qué es el hombre, Madrid 1961; M. LANDMANN, De homine, Friburgo Br. 1962; R. LE TROCQUER, Hombre ¿qué eres?, Andorra 1959; R. LINTON, Estudio del hombre, 6 ed. México 1963; J. MOUROUX, Sens Chrétien de l'homme, París 1947; P. PARENTE, Anthropologia supernaturalis, 3 ed. Roma 1950; íD, De creatione universal¡ (De angelorum hominisque elevatione et lapsu), 3 ed. Turín 1956; F. ROMERO, Teoría del hombre, Buenos Aires 1952; M. SCHMAus, Teología Dogmática, II, VII y V, 2 ed. Madrid 1961-62; J. SIMóN, El hombre, Barcelona 1944; A. STOLTZ, Anthropologia theologica, Friburgo Br. 1940; R. VERNEAUx, Filosofia del hombre, 2 ed. Barcelona 1970; A. ZACCHi, L'uomo, 2 vol., Roma 1944.
 

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991