HOMBRE EN LA BIBLIA


 

ANTROPOLOGIA BIBLICA
      1. HOMBRE EN LA BIBLIA. Ni el Antiguo ni el Nuevo Testamento dan una definición del h., del tipo que se puede encontrar, p. ej., en autores griegos. El h. (en hebreo í9, en griego de la versión Setenta ánthrópos, en latín de la Vulgata homo) es fundamentalmente una relación de dependencia y fragilidad delante de Dios, y tiene dos características constantes a lo largo de la Biblia: imagen de Dios y polvo de la tierra. Son dos maneras de considerar al h. igualmente bíblicas y universales. No se da una «definición» de lo que es el h., en un sentido técnico-filosófico, pero a lo largo de toda la Biblia ,se da una descripción viva de lo que es el h., de la unidad entre algo material y algo espiritual que se da en él.
     
      1) En el Antiguo Testamento. Por lo dicho, es difícil encontrar un término concreto que agote el concepto de ser humano. Las denominaciones principales son adam y enos. La primera (de donde procede el nombre de Adán, v.) significa suelo o tierra de cultivo (Gen 2,7), porque de ahí formó Dios el primer ser humano. La segunda probablemente proviene del verbo anas, que significa ser débil. El h. es eminentemente débil y mortal (Is 13,12).
     
      Puesto que la terminología del A. T. no separa claramente el cuerpo y el espíritu, sino que continuamente ve al h. en su totalidad y unidad, los términos utilizados son en gran parte intercambiables. Néfes, que significa aliento de vida, designa también el alma de un ser vivo; por eso el h. se llama sencillamente néfes, muerto o vivo (Num 6,6; Lev 21,11); sustituye frecuentemente al pronombre personal (Num 23,10) y también puede referirse al individuo y a la persona misma (Gen 46,18.22). El alma es lo que hace vivir al h. y constituye el principio de las pasiones (Ps 35,9).
     
      Pero si el h. es »efes o aliento de vida, es también carne. La palabra hebrea basár puede indicar carne en sentido moderno, como parte blanda del cuerpo contrapuesta a los huesos (Gen 2,21; 9,4; Ex 16,8.12), o también el cuerpo animado contrapuesto a la materia inorgánica o inerte (Num 8,7; Ex 30,32). Carne se refiere a veces a una colectividad de hombres y animales (Gen 6,12; Is 40,5), o al h. sólo, especialmente en su condición de debilidad (Ps 78,39; lob 10,4). Dada esta orientación y carácter perecedero de «toda carne», no es difícil comprender cómo S. Pablo utilizará el término griego correspondiente (sarx) para designar la naturaleza humana débil, sede de la concupiscencia (Rom cap. 7-8).
     
      Rúah, o espíritu, es el aliento o soplo de Dios a los hombres, bien en sentido metafórico (Ex 15,8; 28,3), bien en sentido ontológico refiriéndolo a su manifestación en intelecto y voluntad (Is 26,9; Prv 16,19). Pero el h., tanto carne como espíritu, «se va» y no tiene permanencia si no es por Dios (lob 34,14 ss.).
     
      Rúah, a su vez, se usa mucho en paralelismo con «corazón» (léb, lébáb), que significa el centro unitario de todo el h, (Ps 51,12.19; Ez 11,19. A veces tiene un uso más particular, cuando se identifica con el centro de la función intelectiva, o sede de los pensamientos. Los «riñones», en cambio, son centro simbólico de los efectos sensibles, y las «entrañas» designan la sede de los más tiernos afectos, como la benevolencia y la misericordia (para diversos usos de estos términos, cfr. Ex 31,6; 1 Sam 25,37; Ps 22,27). Porque el h. es un todo, se simbolizan funciones psíquicas con las entrañas (Is 16,11; Ier 4,19), los riñones (Ps 7,10; Ier 11,20), el hígado (Lam 2,11; Prv 7,23). Un mal en los ojos, lengua, manos, o corazón afecta a la totalidad de la persona (Prv 6,17-18), igual que un bien la eleva y contribuye a su salvación (Is 32, 3-4). De ahí se aprecia mejor la fuerza y alcance del mandamiento de Dios a su pueblo predilecto: «Amarás a Yahwéh tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, y con toda tu fuerza» (Dt 6,5).
     
      Desde el comienzo de la Biblia se presenta esta unidad básica del h., fundada en las dos facetas de su ser creadas por Dios: el hecho de ser imagen y semejanza de Dios (Gen 1,26-27), y el hecho de ser polvo animado y formado por Dios (Gen 2,7). Si la primera fundamenta la grandeza del h., la segunda explica su pequeñez y miseria. La frase «imagen y semejanza de Dios», tan importante para una comprensión bíblica del h., ha tenido dos interpretaciones principales: a) se refiere a la inteligencia y voluntad del h.; poseyendo las facultades superiores de carácter inmaterial, el h. tiene impreso en su propio ser el reflejo de su creador; b) se refiere a que el h. es representación de Dios sobre la tierra, y por eso ejerce dominio sobre toda ella y el mundo animal (Gen 1,28). Las dos interpretaciones, en el fondo, se refieren al mismo hecho: el favor de Dios y el poder especial otorgado al h., intrínsecamente conectado con su naturaleza y distinguiéndolo del resto del mundo material.
     
      El segundo capítulo del Génesis proporciona la visión complementaria del h., e igualmente inspirada. Afirma que el h. es polvo y recibió el aliento de vida (nismat hayyim) de Dios. Dios como un alfarero lo forma del polvo e insufla en sus narices (Gen 2,7); así el h. llega a ser un ser viviente (néfes hayyáh). Dios no tiene ninguna intervención tan singular con los animales y otros seres vivientes. De hecho, una de las dotes del h. desde el comienzo, en el paraíso (v.), es su capacidad de hablar y nombrar las bestias, las béhémah, que en hebreo significa los mudos (cfr. Gen 3,14 ss.). La cuestión biológica acerca de la evolución (v.) o no-evolución del h. es ajena al planteamiento bíblico, que se atiene a cuestiones más altas: la creación (v.) directa del h. por Dios, sus especiales componentes de materia y espíritu, y, por tanto, su específica distinción y elevación sobre el mundo material y sobre el mundo animal.
     
      El Génesis revela que al comienzo el h. estaba en estado de amistad con Dios, establecido en un jardín para que lo labrase y trabajase (Gen 2,15). Viendo que no era bueno que el h. estuviera solo, Dios creó a la mujer como compañera del h.: ella es carne de su carne (Gen 2,23), y Adán (v.) la llama Eva (v.), madre de todos los vivientes (Gen 3,20). En esta sola pareja de quienes procederá el resto de la humanidad (v. 111; cfr. ene. Humani generis), se ve que la mujer no fue creada después del h. en sentido temporal, sino que fue creada como ayuda para el hombre, y que, según los planes divinos, esa primera pareja formaran una sola carne. Pero Adán y Eva pierden el favor original de Dios por desobedecerle (Gen 3,1 ss.), siendo engañados por la serpiente (v. DEMONIO), y Dios los castiga con la fatiga y la muerte (Gen 3,16 ss.), herencia que se trasmitirá a todos sus hijos. Arrojado por su propia culpa de la presencia de Dios, tiene que sufrir los efectos de una naturaleza caída en un mundo hostil (v. PECADO II). Estará sujeto a la enfermedad y al dolor, y pronto tendrá lugar el primer asesinato, causado por la envidia (V. CAÍN; cfr. Gen 4,1 ss.). Pero antes de expulsarlos de su presencia les da una esperanza: la semilla de Eva (bien toda la humanidad, bien una persona) aplastará la cabeza de la serpiente. La traducción de los Setenta concretó más la terminología de esta esperanza, indicando que un h. particular (autós) aplastaría la cabeza del demonio (v. PROTOEVANGELIO; MESÍAS).
     
      Después de la expulsión del paraíso, se produce el crecimiento y extensión progresiva del mal (v.) entre la especie humana: el asesinato de Abel por Caín (Gen 4); la iniquidad innata del corazón humano que ocasiona el diluvio (Gen 6; v.); el orgullo colectivo que causa la dispersión de las razas y la confusión de lenguas (Gen 11; v. BABEL), etc. En sí la Biblia es la historia de la perversidad y desobediencia del ser tan favorecido en un principio por su Creador, y su hostilidad para con los demás h., concretada en guerras y odios. El mismo Pueblo elegido no es fiel a Yahwéh. Pero junto con el pecado también se trasmitía la imagen y semejanza (Gen 5,3), y la promesa de un redentor. Al final, en los profetas se anuncia la llegada del Mesías (v.) príncipe poderoso, príncipe de la paz, que reinará y restaurará al h. (cfr. Is 9,5 SS.).
     
      Si el h. es enemigo del h., el universo también le será hostil. La tierra fue maldecida por causa del pecado de Adán (Gen 3,17 ss.). Posteriormente S. Pablo verá cómo toda la creación estaba sujeta a la corrupción, pero se liberará en la liberación del h. mismo (Rom 8,20). Cuando venga el rey justo, habrá una paz que se extiende a los mismos animales después del juicio (Is 11,6). A lo largo del A. T. se indica cómo el h. puede acercarse a Dios, y empezar a sanar su herida interioridad con la Ley o con el conocimiento de las últimas cosas, pero la división interna entre «Ley de Dios» y «carne de pecado» permanece (V. LEY vtl, 3). El h. veterotestamentario queda en la esclavitud interior.
     
      Pero a pesar del pecado y del apartamiento del h. con respecto a Dios, Éste sigue mirándolo como un padre a su hijo. Primero, en cuanto a su pueblo Israel, Dios le llama hijo primogénito (Ex 4,22). Las atenciones que proporciona Yahwéh a Israel en la época del desierto son las de un padre a su niño (Os 11,1), e incluso en la tierra prometida el pueblo sigue recibiendo la heredad de su padre Dios (ler 3,19). Los egipcios terminaron reconociendo que todo el pueblo era hijo de Dios, ante la muerte de sus propios primogénitos (Sap 18,13). También es el mismo pueblo el que será llamado hijo de Dios en la gloria (Is 63,8). Israel considera a Dios su Protector y Redentor: «Tú, Yahwéh, eres nuestro Padre, tu nombre es `El que nos rescata' desde siempre» (Is 63,16).
     
      Dios, que es Padre del h., es además alfarero del h., porque todos son hechura de sus manos (Gen 2,7; Is 64,7). Por eso, no solamente Israel es hijo, sino que todos los h. tienen a Dios como Padre por su mismo origen. La manera de ver a Dios como Redentor de toda la humanidad (no ya solamente Creador) se verá en toda su plenitud con la venida de Cristo y la nueva condición de filiación divina realizada en el cristiano (v. infra).
     
      Ese sentido de filiación divina (v.) no era un vago conocimiento, sino una realidad vivida, llorada, y cantada por el pueblo en los Salmos (v.). Además, fue una filiación no limitada solamente al pueblo como colectividad, sino también compartida por individuos. Yahwéh promete su eterno favor a David y su linaje. Su hijo construirá una casa para el nombre de Dios, y Dios mismo será Padre para él, y él será hijo para Dios (cfr. 2 Sam 7,14). Así un individuo, en este caso el Rey, recibe la promesa de adopción y favor; Yahwéh es Dios, Padre, y Roca de salvación para David (Ps 89,27). El salmo 2 habla del Rey engendrado por Dios, y de su último triunfo sobre sus enemigos. No estamos lejos de aquella oración de Cristo que llama «Padre» directamente a Dios, pidiéndole el pan de cada día (Mt 6,9-13). Ya en el A. T. había el convencimiento de que el ser humano, aunque pobre y desvalido, no quedaba huérfano totalmente: primero, por la promesa divina de un Redentor (cfr. Gen 3,15), y segundo por la realidad del pueblo escogido como hijo de Dios, destinado a ser asumido en la Persona del Rey Mesías.
     
      Los profetas y el autor de Job penetraron de modo especial en el misterio del h., cogido entre el bien y el mal. El comienzo de la vida es un misterio de la omnipotencia divina (Ps 139,13; lob 10,8-12; 31,15); la vida de toda carne depende absolutamente de su voluntad (lob 34,14 ss.; Is 42,5). Pero a pesar de su propia nada el h. recibe una promesa a través de un pueblo (v. ALIANZA; REDENCIóN 1); Dios le castiga, le enseña, le perdona, y por fin, le redime en la Persona de su Hijo. Dios ejerce su continuo favor hacia el h., aparte de crearle, le sostiene y le alegra el corazón, dando así al h. justo muchos motivos de acción de gracias (cfr. Ps 116,118,124, cte.).
     
      No obstante su seguridad en Dios, el problema de la muerte (v.) preocupaba a los escritores del A. T. Si el h. es un todo, cuando muere, ¿no morirá todo él también? Viendo que alma, cuerpo y carne formaban una totalidad, ¿cómo se podría decir que una parte del h. sobreviviría? El salmista líricamente alude a este estado de duda que inquietaba especialmente a los autores de época tardía. A punto de morir el enfermo clama a Dios: «Vuélvete, Yahwéh, recobra mi alma, sálvame, por tu amor. Porque, en la muerte, nadie de ti se acuerda; en el seol, ¿quién te puede alabar?» (Ps 6,5-6). Con la omnipotencia y misericordia de Dios, sin embargo, el justo nada tiene que temer, ni en esta vida ni en la otra (en el seol), aunque la salvación definitiva está ligada al futuro Mesías; mientras tanto la vida inmortal, la vida después de la muerte en esta tierra, es oscura.
     
      Cuando ya se aproxima la Revelación de Cristo, el A. T. muestra aún más claramente la comprensión de la inmortalidad del hombre. El libro de la Sabiduría, al referirse al razonamiento de los impíos que se ríen del justo porque cree en Dios (Sap 2,13 ss.), afirma que éstos se equivocan, precisamente porque no creen en el premio y la recompensa por la santidad de vida (Sap 2,22). Su gran error es no reconocer que Dios creó el h. incorruptible, haciéndole como imagen de su misma naturaleza (Sap 2,23). Así el h. por ser imagen y semejanza de Dios no sólo tiene las facultades superiores de intelecto y voluntad, no sólo goza de dominio sobre los animales y la tierra, sino que es inmortal. En Sap 3,3-4 se describe la situación de los justos después de la muerte: sus almas están en paz y en las manos de Dios, porque su esperanza está llena de inmortalidad; es un término del lenguaje filosófico que precisa ese carácter del h. que supera la condición de la carne perecedera, pero a la vez no cae en una radical dicotomía alma-cuerpo, propia de ciertas escuelas platónicas. Finalmente, en 2 Mach 7,9, en la narración de la madre judía y sus heroicos hijos, se afirma claramente la resurrección de los cuerpos a la vida eterna. Este pasaje, junto con Dan 12,2 ss., marca el paso definitivo a la revelación de la esperanza del h. en Cristo.
     
      2) En el Nuevo Testamento. La terminología para describir al h. y su vida está adaptada de la traducción griega del A. T. de los Setenta, pero se conforma perfectamente con los antiguos conceptos veterotestamentarios. El h. sigue considerándose como un todo, una unidad de materia y espíritu, con la esencial verdad de su inmortalidad y esperanza en Cristo.
     
      El hebreo bdsár (carne) responde a sarx o a sóma en el N. T. En el caso del hombre como soma se puede hacer una división de significados a base de los escritos de S. Pablo y de los demás libros. Aparece un total de 51 veces fuera y 91 veces dentro del Corpus paulinum. Fuera de S. Pablo sóma puede significar cadáver, refiriéndose al cuerpo de Jesús (Me 15,43 y par.; lo 19,31. 38.40), o al cuerpo de Moisés (Ids 9), o al cuerpo de un animal (Le 17,37). Pero un cuerpo muerto puede ser resucitado, y así S. Pedro con el poder de Cristo restaura la vida al cadáver de Tabita (Act 9,40). Jesús mismo había hablado del santuario de su cuerpo (sóma) y cómo iba a resucitar (lo 2,21). San Mateo (5,29 y 6,22 ss.) habla del soma como del todo frente a los miembros (todo el cuerpo frente a los ojos, manos, etc.), rehabilitando el bdsár del A. T. que significaba la propia vida de cada h. o su «yo» particular; también sóma se complementa con psyjé en el sentido de la vida natural del h. (Mt 6,25 y par.); aunque el h. es uno, se distinguen el cuerpo y el alma: el discípulo de Cristo no debe temer a los que matan el cuerpo (soma) sino a los que matan el alma (psyjé) (Mt 10,28). La vida definitiva del h. no consiste en la vida presente, sino en la venidera. Por fin, soma tomará su dimensión más profunda cuando se refiere al cuerpo de Cristo que lleva los pecados de los h. (1 Pet 2,24).
     
      En S. Pablo, la palabra cuerpo tiene usos que enlazan naturalmente con la doctrina sobre el h., y más especialmente sobre el h. en Cristo-Cabeza del Cuerpo místico (v.). 1 Thes 5,23 expresa el deseo de que todo el ser de los cristianos, espíritu, cuerpo y alma, se conserve para la venida de Cristo. La vida futura será una vida «corporal», aunque su forma será distinta de la, del cuerpo natural (1 Cor 15,35-44). En 2 Cor 5,1-10 el cuerpo mortal es comparado a una tienda en la cual gemimos por Dios, porque el h. en sí mismo está alejado de Dios (Gen 3,15). Es Cristo quien en su Cuerpo glorioso asume el nuestro mortal y constituye la unidad definitiva del h., desgarrado en sí. Cristo transfigurará el cuerpo miserable del h. en un cuerpo glorioso como el suyo (Philp 3,21). Este cuerpo mortal de los hombres será elevado por el Espíritu que habita en los cristianos (Rom 8,11). Si los cuerpos de los cristianos son ya miembros de Cristo (1 Cor 6,15), tienen que huir de la fornicación, porque, con la gracia, el h. ya forma un espíritu con el Señor (1 Cor 6,17) y su cuerpo es santuario del Espíritu Santo (1 Cor 6,19). La consecuencia real de llevar un nuevo cuerpo en el Espíritu es que los cristianos llevan en sus cuerpos el morir de Cristo, para que también se manifieste el vivir de Cristo (2 Cor 4,10). La concepción del h. como barro e imagen está plenamente representada y conservada en la terminología paulina; lo nuevo es que el cuerpo del h., todo el h. en su sentido veterotestamentario, no es ya dominado por la carne perecedera (Col 2,11), ni por la muerte (Rom 7,24), sino que podrá ser glorioso y transformado en la gloria de Cristo.
     
      Si sóma (sarx) corresponden al hebreo básár, la palabra griega psyjé (alma) se encuentra muy dentro del sentido del hebreo néfes. En primer lugar, significa la vida física, al estilo del hálito de vida que el hombre y los animales poseen. Herodes busca «la vida» del niño recién nacido (Mt 2,20); Jesús advierte a las gentes que no deben andar siempre afanados por los bienes de la vida (Mt 6,25; Le 12,22 ss.), precisamente porque Dios les quiere y les ha dado el Reino (v.; cfr. Le 12,32); el buen pastor da su vida por su rebaño (lo 10,11), pero aquí se aprecia la vida no sólo en un sentido físico, sino en sentido de entrega personal. Ese significado de una vida que supera la vida meramente física encuentra amplio desarrollo en el Evangelio: el h. es más que su vida mortal. De nada servirá al h. ganar el mundo entero si pierde el alma (Mt 16,26); de igual manera el h. ha de temer más al que puede arrojar cuerpo y alma al infierno que al que puede matar solamente el cuerpo (Mt 10,28). Igual que cuerpo, el alma en las epístolas de S. Pablo puede indiciar el h. entero y su misma persona. Por eso, se dice que sufrirá tribulación y angustia toda alma humana que obra el mal, tanto judíos como gentiles (Rom 2,9); por las almas de Corinto S. Pablo se gasta totalmente (2 Cor 12,15). El h. tanto se identifica con su alma que a veces psyjé sustituye al pronombre personal «yo mismo» (Act 2,27; 2 Cor 1,23).
     
      Pneuma o espíritu (procedente del hebreo rúah) apunta más regularmente a ese principio vital del h. que vivirá después de su muerte, y que además es objeto de la acción especial del Espíritu Santo. Cuando Jesús cura a la hija de Jairo, el Evangelio significadamente afirma que el espíritu retornó a ella y se levantó (Le 8,55). Cuando Cristo está a punto de morir en la cruz da un fuerte grito y clama a Dios: «Padre, en tus manos pongo mi espíritu (pneuma) » (Le 23,46), lo cual, aparte de manifestar la verdadera alma humana de Cristo, indica el principio de la vida después de la muerte. Los espíritus de los justos llegarán delante de Dios, Juez universal (Heb 12,23). Espíritu, como alma, puede significar el centro del «yo» humano (1 Cor 16,18; 2 Cor 2,13), y recibe directamente la gracia de Jesucristo (Gal 6,18; Philp 4,23). El pneuma es la sede de los más nobles afectos, en comparación con las debilidades de la carne. Por eso, Jesús dice a los discípulos antes de su pasión, comprendiendo que tenían buenos deseos, pero que a la vez no eran más que carne: «Velad y orad, para que no caigáis en la tentación; que el espíritu está pronto, pero la carne es débil» (Mi 26,41 y par.). S. Pablo dice de sí mismo que está ausente corporalmente, pero presente en espíritu (1 Cor 5,3).
     
      Lo más singular de S. Pablo es que emplea la voz pneuma no sólo para significar un principio superior en el h., sino el mismo ser del h. en comunión con el Espíritu Santo. Así el espíritu del cristiano ora y canta salmos a Dios (1 Cor 14,15-16); el h. ya puede llegar a tal unión con Dios que forma un espíritu con El (1 Cor 6,17). En contraposición a pneuma, S. Pablo utiliza el término noús, de una extensa tradición en la filosofía griega, para designar la mente humana que vive según sus principios naturales (Rom 1,28). El cambio interior realizado en el cristiano llevará a la renovación del «espíritu» de su mente (Eph 4,23). Esta elevación en el espíritu, con la consiguiente elevación de todo el h. sobre el pecado y la carne, es la Vida por excelencia... y esto a través de la justicia de Cristo (Rom 8,10) que está en el h. renovado (V. JUSTIFICACIÓN).
     
      El término veterotestamentario para designar corazón (en hebreo, lebcib) se traduce por el griego kardía, que simboliza o designa la sede de las actividades superiores de la voluntad e inteligencia. Como centro del ser humano, allí reside la vida interior, en contraste con la exterior. En los Evangelios, Jesús afirma que el corazón de los Apóstoles volverá a alegrarse y ellos saldrán de su tristeza al verlo de nuevo (lo 16,22); antes, su corazón estaba turbado porque Jesús anunciaba su partida (lo 14,1; 16,6). Si el corazón es fuente de la vida intelectual, saldrán de él pensamientos y consideraciones. Al intuir lo que algunos escribas rumiaban para sí y le acusaban de blasfemia, Jesús pregunta: «¿Por qué pensáis mal en vuestros corazones?» (Mt 9,4). También las dudas sobre Jesús y su presencia después de su muerte proceden del corazón de los Apóstoles (Le 24,38). De igual modo, se dice que el hombre bueno saca cosas buenas del tesoro de su corazón, y el malo... lo malo de su mal tesoro (Le 6,45). Ese mismo sentido de un fondo íntimo se refleja en 1 Thes 2,17, cuando S. Pablo escribe que está separado de los tesalonicenses físicamente, pero no con su corazón. Los verdaderos cristianos, los que viven para Cristo, saben responder a los que se glorían en lo externo, y no en lo que está en el corazón (2 Cor 5,12). Y después de revelar la experiencia cristiana de muerte y simultáneamente vida, de pobreza y al mismo tiempo riqueza, afirma que todo aquel contenido de fe ha fluido del corazón (2 Cor 6,11). Precisamente porque el corazón es la persona y la persona su corazón, se dice que el Espíritu escrudiña los corazones, y sabe más de lo que necesita el h. que el h. mismo (Rom 8,26-27).
     
      3) El hombre como hijo de Dios. Jesús, siendo h. y Dios, vio al h. desde estas mismas perspectivas, lo cual está confirmado en su predicación evangélica. Jesús ve al h. desde Dios, como una criatura que depende radicalmente de su Creador. Si Dios alimenta y cuida a las aves del cielo, «¿no alimentará también al h. que vale más que ellas?» (Mt 6,26). Dios quiere tanto al h. individual que «los cabellos de su cabeza están todos contados» (Mt 10,30); Él envía al h. todos los bienes, llenando su corazón de sustento y alegría (Act 14,17). Pero a la vez es cierto que el pecado domina al h., que no quiere reconocer la soberanía de Dios, ni cumplir su voluntad (Mt 21,28-32). El h., que fue creado con amor por su Padre Dios, se apartó de Él voluntariamente y vivió de espaldas a su Creador (cfr. parábola del hijo pródigo: Le 15, I1-32). Jesús advierte tal respuesta de los h. en general, pero señala con más dolor al mismo pueblo escogido. Dios ha querido reunir a sus hijos, como una gallina a sus polluelos, pero los hombres no han querido (Mt 23,37).
     
      Para liberar al h. del pecado Jesús proclama la necesidad de la conversión (Me 1,15), y enseña a los#lr. a llamar a Dios su Padre (Mt 6,9). Las bienaventuranzas (v.) ofrecen las condiciones para que los h. consigan la felicidad (v.) que anhelan profundamente, y revelan cómo podrán ser llamados hijos de Dios (Mt 5,1-10). El camino para llegar a ser tales hijos es la cruz, que incluye el amor a los enemigos (Mt 5,44). La condición de hijo de Dios tendrá su plenitud y cumplimiento glorioso en la resurrección de los muertos (v.), cuando los h. serán como ángeles (Le 20,36). Entre todos los evangelistas tal vez sea S. Juan el que más se aproxima a una definición de este nuevo estado del h., el ser hijo de Dios: para los que reciben el Verbo de Dios venido al mundo y creen en su nombre, existe el poder de ser hijos de Dios (lo 1,12), pero es una condición que no procede de la sangre, ni de la carne, ni de la voluntad dél h., sino de Dios (lo 1,13).
     
      S. Pablo desarrolla el concepto de la filiación divina hasta tal punto que no vacila en llamar santos a los que dirige sus cartas, deseando que reciban la gracia y la paz de parte de Dios Padre (cfr. Rom 1,7; Eph 1,2; Philp 1,2). Por su vocación cristiana son hijos de Dios; y S. Pablo afirma además que todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios (Rom 8,14). No es un espíritu de temor, sino un espíritu de confianza que nos hace clamar Abba, que en arameo significa padre. Era la misma exclamación de Cristo en Getsemaní (Me 14,36). Así el h. en su espíritu (pneuma) recibe el Espíritu mismo que da testimonio de que es hijo de Dios (Rom 8,16).
     
      ¿Pero cómo puede transformarse el h. en hijo de Dios? Si el Espíritu de Dios entra en él, y le lleva a una nueva vida, ¿de qué manera está posibilitado el h. para recibir tal Espíritu? Usando la terminología del cap. 1 del Génesis, S. Pablo afirma que Dios conoció de antemano a los que iba a elegir para reproducir en ellos la imagen de su Hijo (Rom 8,29). Esta imagen es a su vez invisible; todo fue creado por Él y para Él, y todas las cosas serán reconciliadas en Él (Col 1,15-20), lo cual quiere decir que el h., no sólo in genere, sino individualmente, fue enriquecido desde siempre en la imagen de Cristo, y que sólo por el amor de Dios y el poder de su Espíritu podría ser elevado de su condición de carne (básár-sóma-sarx), de muerte y de pecado, según la visión del A. T. Y afinando más acerca de cómo la elevación del h. se realiza a través de la imagen, S. Pablo señala que en la resurrección de los cuerpos revestiremos la imagen del h. celeste, como hemos revestido la imagen del h. terreno (1 Cor 15,49). Conforme a la acción del Espíritu, el h. va transformándose en esa misma imagen, contemplando la Gloria de Dios (2 Cor 3,18). De esta forma el h. no sólo encuentra la salida de su mortalidad innata y su condición de carne que se marchita como la flor del heno (ls 40,5), sino que llega a la misma Gloria de Dios (v.), donde se transforma en su hijo (v. CIELO iir), con la debida distinción del Verbo, que es Hijo del Padre por naturaleza, mientras que el h. lo es sólo por adopción (v. FILIACróN DIVINA).
     
      La realidad de esta transformación está descrita por el Apóstol no de una manera discursiva sino a través de una comparación: el h. «viejo» y el h. «nuevo» (v. 11, 3). Aquél es el que no conoce a Cristo ni vive en Él; es hijo de Adán que todavía se encuentra arrojado de Dios, encerrado en su pecado y en el temor de la muerte, sufriendo en su condición de carne perecedera. El h. nuevo es el que ha vuelto a encontrar a su Creador, el que se ha abierto a Cristo y ha abrazado la nueva vida, gozando de su condición de hijo de Dios. Pero se entrevé en las epístolas de S. Pablo que el h. cristiano no se encuentra plenamente en este último estado, sino que tiene que luchar con todas sus fuerzas contra sí mismo para llegar a ser lo que está llamado a ser (cfr. Rom 7,14 ss.). Por eso, en toda la comparación que sigue, no se trata de una definición de este h. en lucha entre lo que es y lo que debe ser (tanto el Apóstol como el cristiano individual), sino más bien una descripción viva de la miseria y gloria del hombre. En cierta manera, la descripción refleja esa experiencia del h. cogido entre el bien y el mal, narrada y detallada a lo largo del A. T.
     
      En Rom 7, S. Pablo describe la lucha que siente en su propio interior: por una parte, la ley del pecado que está en su carne y que le impulsa al mal, y por otra, la ley de la razón que le lleva al bien; es tal la oposición, que S. Pablo no hace el bien que quiere, sino el mal que no quiere (Rom 7,19). Sin embargo, sabemos por otros textos que el cristiano ha crucificado con Cristo al h. viejo (Rom 6,6; Eph 4,24; Col 3,4), vistiéndose del h. nuevo, que fue creado por Dios en verdadera justicia y santidad (Eph 4,24; Col 3,10). Esta transformación de la persona humana es tan profunda que equivale a una verdadera creación (Eph 4,24; cfr. Ps 51,12) y llevará, entre otras cosas, a hablar la verdad cada cual con su prójimo, porque todos son miembros de los demás (Eph 4,27). El h. ya no queda encerrado en sí mismo y víctima de un mundo hostil, sino que se proyecta y se abre radicalmente a Dios y los demás hombres. La forma concreta de conseguir la renovación es por el Bautismo y el Espíritu Santo; al bautizarse en Cristo, el h. crucifica su propio pecado, porque es bautizado en la muerte de Cristo (Rom 6,3). Así el valor del sacramento de la iniciación cristiana, el Bautismo (v.), queda como esencial en esta transformación del ser humano; es el «nacer de nuevo» a que se refiere Jesús en lo 3,5; el hombre que no nazca del agua y del Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios.
     
      Sin embargo, el ser renovado sacramentalmente no elimina la lucha intrínseca que padece la persona. Como hemos indicado anteriormente, existe el conflicto entre el h. interior y la ley del pecado en su carne (Rom 7,1424), y en este sentido se habla de cuerpo (sóma) como cuerpo de pecado (Rom 6,6) y cuerpo de muerte (Rom 7,24). Al final de esta descripción interior, antes de hablar de la vida en el Espíritu, S. Pablo exclamará con un grito que resume una gran parte de la experiencia humana: « ¡Pobre de mí! ¿Quién me liberará de este cuerpo que me lleva a la muerte?» (Rom 7,24). Aquí no se trata de un dualismo (v.), sino de la misma unidad del h. que se siente desgarrado por el pecado. Se encuentra en la misma triste situación que el h. carnal (basár) del A. T., pero ahora tiene una más clara esperanza en la renovación completa en Jesús. Esta renovación llevará al cristiano a despojarse de sus vicios y concupiscencias (Eph 4,22; Col 3,5 ss.), y «vestirse» del hombre nuevo; está muerto al pecado, pero vivo para Dios (Rom 6,11).
     
      4) Cristo y Adán. Si el h. fue uno por su origen en Adán, es también uno por su redetición en Cristo. Y sobre esta causalidad universal de naturaleza y de gracia se funda la doctrina del primer y segundo Adán, paralela a la comparación h. viejo-h. nuevo. Si en ésta la transición de uno a otro se consideraba más bien bajo la luz de la conducta personal, la comparación Adán-Cristo se considera por su valor universal. Por un h. ha venido el pecado y la muerte (1 Cor 15,21; cfr. Rom 5,12.18; Gen 3,1-19); y también por un h. ha venido la justicia y la vida (1 Cor 15,21; cfr. Rom 5,12.18; Gen 3,15). El primer h. fue formado de la tierra y era alma viviente (1 Cor 15,45) (psyjén zósan); éste fue el padre de la humanidad caída, la cual pecó como él y fue condenada a la muerte. Pero el segundo h. viene del cielo, es el Verbo de Dios hecho h., y que por su resurrección (v.) vino a ser espíritu vivificante (pneuma zóopoiun); el segundo h., Cristo, es cabeza de la Iglesia y de toda la humanidad redimida; por El «son vivificados» los h. que le pertenecen (1 Cor 15,22; Rom 6,4-6; Col 2,12). Evidentemente se trata de algo más que una justificación o perdón de los pecados, aunque esto es mucho; se trata de toda una nueva existencia, cuya base, como lo era la de la transformación del h. viejo en el h. nuevo, es el Bautismo (Rom 6,3-10; Col 2,12; Tit 3,5 ss.; 1 Cor 6,11), y el mismo Bautismo está posibilitado por la Encarnación del Verbo (v.). El h. puede llegar a la gloria y la felicidad eternas porque Cristo, salvador del h., preexistía como Dios en el seno del Padre (Philp 2,7; Col 1,15 ss.), y en un momento histórico tomó carne, nacido del linaje de David (Rom 1,3), de una mujer (Gal 4,4).
     
      Si el primer h. dependía de Adán, el último depende de Cristo. Es una realidad manifestada de diversas formas: la universalidad de la gracia (v.) en Cristo, como el pecado (v.) en Adán; la comunicación de la vida en Cristo, como la muerte de Adán; el hecho de que todos los h. han de resucitar; de que los cuerpos de los justos serán celestiales, o sea, gloriosos e incorruptibles. El h. entonces, en su propia condición de carne mortal (básár-sarx) será hecho inmortal. El fundamento de tal elevación reside en el carácter común de los h. y su redentor, Cristo: tanto el h. como Cristo son imagen y carne. S. Pablo difiere de Filón (v.) porque ve más que un h. ideal en el relato de Gen 1,27, que sería creado a semejanza de Dios; ve a Cristo mismo, Imagen del Padre Eterno, que ha venido en nuestra carne mortal y vendrá como el «último hombre» (eskatos Adam) al final de los tiempos. Fue de esta Imagen de donde el h. ha recibido su propia imagen (Gen 1,26), y es a través de la misma Imagen que el h. llega a su plenitud.
     
      Esa verdad profunda y vinculación íntima entre el Verbo de Dios y el género humano está abarcada en el Evangelio de S. Juan. Empieza hablando del Verbo (v. LOGOS) que existía junto a Dios en el principio, antes de que fuera hecha cosa alguna (lo 1,3). El Verbo, y aquí se nota una vez más cómo el tema del h. está continuamente asumido en el tema de Dios en la Biblia, tenía la vida, la cual era la luz de los hombres, iluminando a todo hombre (lo 1,4.9). En Cristo, el Verbo, está y ha estado siempre la verdadera vida y felicidad del h. y no sólo de unos hombres, sino de la humanidad entera. Estos h., continúa S. Juan, podrán ser hijos de Dios si creen en el nombre de Jesús; nacen no de la voluntad del h. ni de la carne, sino de Dios (lo 1,13). El resto del Evangelio manifiesta simplemente la verdad y realidad de esos principios expuestos en el prólogo. En efecto, el que decide alejarse de Cristo procede de la carne; así lo dice Jesús a Nicodemo (lo 3,6) y también a los fariseos que rehusaron creer en la realidad de la Eucaristía (lo 6,63). Pero el que se acerca a Cristo de verdad ha nacido del Espíritu (lo 3,6), de arriba (lo 3,3.7), de Dios (lo 1,13; 7,17; 8,47). Este h. participará en la plenitud de Cristo, y encontrará su propia vida, porque estará unido a la vida verdadera (lo 15,1 SS.). Permanecerá en Cristo y podrá pedir lo que quiera, y lo conseguirá (lo 15,6-7).
     
      Sin embargo, igual que S. Pablo aludió a la ley del pecado y de la carne que obstaculizaba la entrada de la gracia en el h., S. Juan refleja esta dificultad en un nivel más cósmico. El mundo y el poder de las tinieblas están en dramática lucha contra el Redentor y su luz. Desde el prólogo viene diciendo que los h. amaron más las tinieblas que la luz (lo 1,10; 3,14). Y el mundo (`o kosmos), irónica y trágicamente, no conoció su propio Creador: «En el mundo estaba, y el mundo fue hecho por Él y el mundo no lo conoció» (lo 1,10).
     
      El término «mundo» a veces puede designar el universo o la tierra, otras al género humano, otras al conjunto de h. que rechazan a Cristo y odian a sus discípulos. Odia a Cristo porque da testimonio claro de que sus obras son perversas (lo 7,7). El mundo está en las tinieblas, y tiene por príncipe a Satanás. Al anunciar su muerte inminente, Jesús afirma que el príncipe de este mundo será expulsado (lo 12,31); al entrar Jesús en el mundo, y al venir el Paráclito a su comunidad, el príncipe de este mundo está juzgado y condenado (lo 16,11). Pero a la par que el mundo se presenta tantas veces como un poder malévolo, Dios no olvida que, junto al h., lo ha creado bueno (cfr. Gen 1); Dios lo sigue queriendo. S. Juan declara que el Señor ha volcado su amor hacia el mundo, precisamente porque ha enviado a su Hijo unigénito para salvarlo (lo 3,16 y 17) (v. MUNDO II-III).
     
      Parte intrínseca de ser hijo, de Dios es reconocer que Dios es Amor (1 lo 4,8), y amar a los demás porque Dios amó primero con tanta fuerza (1 lo 4,11). Si la vida del h. está plenamente transformada en la vida de Cristo, la caridad (v.) fraterna será señal inequívoca de la luz que habita en él. La comunicación de la vida y del amor de Cristo es el tema constante de la primera epístola de S. Juan; tiene por fundamento el contacto personal con la revelación de Cristo (1 lo 1,1 ss.). Por eso, el que dice que quiere a Dios pero no ama a su hermano es un mentiroso (1 lo 4,20). También el h. que quiere a Dios cumplirá sus mandamientos; para el que es hijo de Dios los mandamientos no son pesados, su fe ha conseguido la victoria sobre el mundo (1 lo 5,1 SS.).
     
      Todos esos conceptos del amor y rechazo, tinieblas y luz, están plenamente recapitulados y proyectados cósmicamente en el Apocalipsis. Allí se revela que el h. hecho del barro, pero a la vez semejanza de Dios, encontrará su última felicidad en Cristo, que es el alfa y omega (Apc 22,13; v.). Entonces el pecado y todo lo que había atormentado al h. desde el principio será quitado; su antiguo seductor, el demonio, será arrojado al lago de fuego y azufre (v. INFIERNO), y será atormentado allí para siempre (Apc 20,10), igual que todos los h. que lo siguieron (Apc 19,20). Cada uno será juzgado según sus obras, siendo premiado o castigado según el libro de la vida (Apc 20,12). En la Jerusalén celestial el h. participará en la tierra nueva y el cielo nuevo (Apc 21,1), recibiendo el consuelo y la vida eterna en Dios. El h. justo triunfará entonces definitivamente, recobrando la plenitud de su ser, perdida por el pecado, y encontrándola en Cristo; terminará su historia dolorosa de antes y recibirá el amor de su Padre para siempre, porque Dios «enjugará toda lágrima de sus ojos, y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado» (Apc 21,4).
     
      V. t.: ADÁN; ALMA II; ESPÍRITU 111; MONOGENISMO Y POLIGENISMO II; ANTROPOMORFISMO IV; IMAGEN DE DIOS; VIDA IV; MUERTE V; JESUCRISTO.
     
     

BIBL.: A. DEISSLER, R. KocH, Hombre, en Diccionario de Teología Bíblica, Barcelona 1967, 456 ss.; P. VAN IMSCHOOT, Vesprit de Yahwéh, source de vie dans 1'Ancien Testament, «Revue Biblique» (1935) 481-501; J. OBERSTEINER, Hijo del hombre, en Diccionario de Teología Bíblica, Barcelona 1967, 449 ss.; A. GELIN, L'homme selon la Bible. Perspectiaes catéchétiques, París 1962; íD, Antropología bíblica, Madrid 1967; P. HEINISCH, Christus der Erloser mi A. T., Graz-Viena-Colonia 1955; J. R. SCHEIFLER, El Hijo del hombre en Daniel, «Estudios Ecclesiasticos» 34 (1960), 789-804; A. M. DUBARLE, La condition huniaine dans 1'A. T., «Revue Biblique» 63 (1956) 321 ss.; B. GERADON, L'homme á 1'image de Dieu. Approche á la lumiére de 1'anthropologie du sens cominun, «Nouvelle Revue Théologique» 80 (1958) 683-635; G. DUNCKER, L'immagine di Dio nell'uomo (Gen 1,26-27), «Bíblica» 40 (1959) 384-392; W. EICHRODr, Das Menschenverstündnis des A. T., Zurich 1947; S. BARTINA, Hacia los orígenes del hombre, Barcelona 1962; L. ARNALDICH, El origen del mundo y del hombre según la Biblia, 2 ed. Madrid 1958; C. SPICQ, Dieu et l'homme selon le Nouveau Testament, París 1961 ; L. SCHEFFCZYK, El hombre actual ante la imagen bíblica del hombre, Barcelona 1967; P. VAN IMSCHOOT, Teología del Antiguo Testamento, Madrid 1969, 331 ss.; M. MEINERTZ, Teología del Nuevo Testamento, 2 ed. Madrid 1966 (cfr. índices).

 

MICHAEL E. GIESLER.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991