La caridad (v.), virtud central del cristiano, lleva a sentir como propios
los problemas y males de los demás y a procurar resolverlos. En su base la
justicia (v.), virtud humana que el cristianismo asume, lleva a advertir
que el hombre debe respetar y promover los derechos de los que depende el
bienestar ajeno, sin lo que toda declaración humanitaria sería mera
hipocresía. Por todo ello es exigencia ética propia del cristianismo
acudir al remedio de quien padece h. Así la Const. Gaudium et spes del
Conc. Vaticano 11 recuerda que «los padres de la Iglesia enseñaron que los
hombres están obligados a ayudar a los pobres y, por cierto, no sólo con
los bienes superfluos» (n. 69; al tratar de este tema, la Constitución
remite, entre otros, a S. Agustín, S. Basilio y S. Gregorio Magno).
El tratamiento actual de este problema histórico ha de centrarse en
torno a dos premisas fundamentales: la primera, que el h. no ha
desaparecido a pesar del alto nivel de desarrollo alcanzado por una buena
parte de la población mundial; la segunda, que no puede remediarse
simplemente con limosna; al h. de millones de personas sólo puede ponerse
fin atajando las causas que la provocan. Así es precisamente como han
enfocado el problema los Pontífices contemporáneos.
La existencia del hambre contrasta con otros hechos contemporáneos.
Las palabras que pronunciara Pío XII en 1946 ante la situación que sigue
al final de la II Guerra mundial, y en las que llamaba a un hondo
sentimiento de solidaridad (Radiomensaje de Navidad de 1946), siguen
siendo válidas aunque hayan variado las circunstancias, ya que la
situación de h. que algunos estratos de la población humana padecen
contrasta con el desarrollo espectacular de la economía, la ciencia y la
técnica en el mundo. Es Juan XXIII quien con más claridad ha puesto de
relieve esta paradoja que preocupa a toda la Iglesia (cfr. Gaudium et spes,
9,69): «Observamos con profunda tristeza cómo en nuestros días se dan dos
hechos contradictorios: por una parte, la escasez de subsistencias aparece
a nuestros ojos tan amenazadora, que se diría que la vida humana casi está
a punto de extinguirse por el hambre y la miseria, mientras por otra
parte, los descubrimientos científicos recientes, los avances técnicos y
los abundantes recursos económicos se utilizan para la creación de
instrumentos capaces de llevar a la humanidad a la mortandad más horrorosa
y a la total destrucción» (Mater et Magistra, 198).
Gravedad especial del problema. El problema del h. es tanto más
grave, cuanto que recae primordialmente sobre los pueblos y personas más
débiles. Pero nunca tal azote ha sido ni puede ser obra de la Providencia,
sino de una injusta distribución de bienes, originada por actitudes
egoístas a nivel de personas y pueblos: «Dios, Padre Providente, ha
entregado a los hombres abundancia de bienes suficientes para hacer frente
con dignidad a las responsabilidades que lleva consigo la procreación de
los hijos; pero esto resultaría totalmente imposible, o al menos no podría
conseguirse sin gran dificultad, si los hombres, apartándose del verdadero
camino a impulsos de una mala voluntad, subvierten aquellos instrumentos
de que antes hablamos, utilizándolos en contra de la razón humana o de su
naturaleza social y, por tanto, en contra de los planes del mismo Dios» (Mater
et Magistra, 199).
El hambre existe a pesar de que toda persona tiene el derecho a
disfrutar de los bienes materiales, derecho fundamentalísimo entre los
inherentes a la persona (v. DERECHOS DEL HOMBRE 11), proclamado
incesantemente por la doctrina de la Iglesia: «Todo hombre, por ser
viviente dotado de razón, tiene efectivamente el derecho natural y funda
mental de usar de los bienes materiales de la tierra...» (Pío XII,
Radiomensaje «La solemnitá», 15); «Dios ha destinado la tierra y cuanto
ella contiene para el uso de todos los hombres y pueblos». «El derecho a
poseer una parte de bienes suficiente para sí mismos y para sus familias
es un derecho que a todos corresponde» (Gaudium el spes, 69).
Y de tal hecho es responsable toda la humanidad: «Todos nosotros
somos solidariamente culpables de que los pueblos padezcan por escasez de
alimentos» (Mater et Magistra, 158); «Toda la humanidad tiene el deber de
tomar conciencia más viva de la imperiosa necesidad de asegurar a todos
los hombres la primordial y esencial exigencia, -calmar el hambre, para
permitir que ese don de Dios, la vida, se desarrolle con plenitud» (Paulo
VI, Discurso de 15 octubre 1965).
Esta llamada a toda la humanidad concierne principalmente a las
naciones más prósperas; puesto que, además, su prosperidad contrasta
escandalosamente con la existencia del h.: «es necesario suscitar la
conciencia de este deber (de ayudar) en todos y cada uno en particular,
pero especialmente en los más ricos» (Mater et Magistra, 158). «Quizá el
mayor problema de nuestro tiempo es el de determinar qué relaciones deben
existir entre las naciones ya desarrolladas, que disfrutan de un elevado
nivel de vida, y aquellas otras cuyo desarrollo está tan sólo iniciado y
padecen insoportable escasez. Del mismo modo que los hombre de todo el
mundo se sienten hoy mutuamente solidarios, hasta el punto de considerarse
miembros de una misma familia, así las naciones que disponen de bienes
abundantes, y aun sobrantes, no pueden permanecer indiferentes ante la
situación de aquellas otras cuyos ciudadanos viven en medio de tan grandes
dificultades internas, que poco menos que perecen de miseria y de hambre y
no pueden gozar como es debido de los derechos fundamentales de la persona
humana, tanto más cuanto que, dada la mayor interdependencia que cada día
se experimenta entre los pueblos, no es posible que se conserve mucho
tiempo una paz fecunda entre ellos, si sus condiciones económicas y
sociales son excesivamente discrepantes» (ib. 157).
Es precisamente esta petición de ayuda por parte de los países más
ricos otras de las constantes que mueve la palabra de los Papas, quienes
se expresan al respecto en los más distintos tonos de firmeza, serenidad y
súplica: «Nos repetimos a todos los que puedan alargar una mano para
socorrer. ¡Que no se enfríe vuestro celo y vuestra ayuda sea cada vez más
pronta y generosa! ¡Calle todo estrecho egoísmo, toda vacilación mezquina,
toda amargura, todo rencor! Que nuestros ojos miren solamente a la miseria
y, sobre todo, a la necesidad de millones de niños y de jóvenes, entre los
cuales el hambre hace estragos...» (Pío XII, Radiornensaje de Navidad de
1946, 11).
Las ayudas coyunturales no son suficientes. Como decíamos al
principio, la solución al problema del h. consiste en el remedio de sus
causas. Mientras no se consiga esto, las ayudas, momentáneas o
permanentes, son insuficientes. De ahí que «para remediar aquellos males
(del subdesarrollo y, concretamente, el h.) es necesario poner en juego
todos los recursos posibles con el fin de lograr, por un lado, que los
ciudadanos adquieran una perfecta formación técnica y profesional, y, por
tanto, que dispongan de capital suficiente para promover por sí mismos el
desarrollo económico con métodos y criterios modernos» (Mater et Magistra,
163).
El problema no puede resolverse con la aplicación demedios
inmorales. «El hombre no debe afrontar y resolver estos problemas por
caminos y medios contrarios a su dignidad, tales como los que se atreven a
aconsejar quienes profesan una concepción materialista del hombre y de la
vida» (Mater et Magistra, 191). Esta doctrina ha sido reafirmada por Paulo
VI haciendo referencia expresa a los Estados que intentan resolver el
problema del h. mediante planes de control de la natalidad (cfr. Populorum
progressio, 37 y 45 ss.).
Tampoco puede resolverse el problema de modo simplemente material.
El incremento, aun incesante, de la producción de bienes puede ser
condición necesaria para atajar el mal, pero nunca será suficiente, ya que
debe estar acompañado de una actitud de respeto y amor a la justicia (v.),
que es la que llevará a una adecuada distribución de los mismos tanto
entre individuos y familias (cfr. León XIII, Rerum novarum, 33; Pío XI,
Quadragesimo anno, 58,61; Mater et Magistra, 73,74) como entre sectores y
naciones (cfr. Mater et Magistra, 153-160), única realidad que podrá
garantizar para todos la satisfacción de las mínimas necesidades y, en
definitiva, la paz (cfr. Quadragesimo anno, 62,74,112; Mater el Magistra,
157; Populorum progressio, 47).
V. t.: DESARROLLO ECONÓMICO Y SOCIOPOLÍTICO II.
BIBL.: J. L. GUTIÉRREZ GARCíA,
Conceptos fundamentales en la doctrina social de la Iglesia, II, Madrid
1971, 242-250; VARIOS, Curso de doctrina social católica, Madrid 1966;
COMISIóN EPISCOPAL DE APOSTOLADO SOCIAL, Doctrina social de la Iglesia,
Madrid 1963; R. COSTE, Moral internacional, Barcelona 1967, 703-741.
FRANCISCO RAFAEL ORTIZ.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp,
1991
|