1. La Iglesia de las Galias del siglo II al VI. El paganismo galo conservó
durante largos siglos un fuerte carácter agreste y rústico, centrado en
ritos colectivos celebrados en altos lugares naturales, el culto de los
muertos (v. DIFUNTOS I), la adoración de divinidades terrenales y
astrales, bajo la influencia de una casta sacerdotal de druidas cuya
influencia acabaron por eliminar los emperadores romanos (v. CELTAS III;
GALIA II). La penetración cristiana, que numerosas «tradiciones»
posteriores (como la de María Magdalena, de Sainte Beaume de Marsella) han
pretendido vincular directamente con los apóstoles, comenzó sin duda en
las ciudades mercantiles grecorromanas del sur: Marsella, Nimes, Arlés,
Lyon. Mas, según la justa expresión de un historiador galo del s. Iv,
Sulpicio Severo, «la religión del verdadero Dios fue recibida bastante
tarde al otro lado de los Alpes».
No se conoce bien el progreso de la evangelización, excepto por lo
que se refiere a una preciosa carta de los cristianos de Lyon (v.) a sus
hermanos de Frigia (177) sobre una persecución que hizo 50 mártires en su
comunidad. En las listas de asistentes al conc. de Arlés (314), hay 20
obispos llegados de la Narbonense, Aquitania, el Lyonesado, Bélgica y
Germania. El movimiento misionero que describe tres siglos más tarde
Gregorio de Tours (v.), fue animado principalmente por el clero rpmano en
las provincias del sur y del noroeste, donde se hablaba el griego; Ireneo
(v.), sacerdote de Asia Menor establecido en Lyon, explica en griego,
hacia el año 200, por qué todas las Iglesias deben estar unidas en Roma,
«pues allá es donde se conserva la tradición de los apóstoles».
País de difíciles comunicaciones, alejado de los centros políticos e
intelectuales romanos, la Galia permanece apartada de las turbulencias que
provoca la extensión del cristianismo en el Imperio. Las dificultades
dependen más de la reacción de las poblaciones paganas que de las
autoridades; los edictos imperiales de persecución general no dejan, en el
s. III, más que huellas aisladas (Saturnino, martirizado en Toulouse en
250, Dionisio en París en 258), salvo por lo que respecta a los cristianos
que, pertenecientes al ejército o a la administración se niegan a rendir
culto oficial al Emperador, como S. Mauricio en el Valais. Las terribles
sacudidas de la crisis arriana (v. ARRIO Y ARRIANISMO) llegan con poca
fuerza, ya que las poblaciones rurales permanecen insensibles a la
complejidad de los grandes debates teológicos. En los concilios de Arlés
(353) y Béziers (356) los obispos ceden a las presiones del emperador
arriano Constancio; pero se alza entonces valientemente Hilario de
Poitiers (v.), el primer teólogo galo desde Ireneo, formado como él en la
teología trinitaria en Asia Menor. Pocos años después el español
Prisciliano (v.) es ejecutado en Tréveris (386) y Martín de Tours (v.)
reprocha vigorosamente este severo acto al emperador Máximo. Siguiendo el
ejemplo de Martín, los obispos multiplican las giras rurales, destruyendo
los santuarios paganos y catequizando a las poblaciones.
Hacia 430, los obispos, establecidos en las principales ciudades,
son ya un centenar; para uso de las comunidádes rurales se elevan poco a
poco capillas atendidas permanentemente por un sacerdote. Todavía no hay
una organización provincial, pero ya se reúnen concilios periódicamente.
Las provincias más grandes son divididas; en la primera mitad del s. v,
Arlés, convertida en prefectura de las Galias cuando el abandono de
Tréveris (392), aspira a la primacía de las mismas bajo la protección
jInperial, cuando Zósimo le confiere ciertos privilegios canónicos, pero
interviene la Sede Apostólica e Inocencio I restablece el papel de Vienne
(450).
Diversos testimonios del Bajo Imperio (poemas de Paulino de Pella,
cartas de Apolinar Sidonio (v.), biografías seguras de obispos y monjes)
permiten conocer esta Iglesia naciente. El obispo, elegido por un clero
muchos de cuyos miembros no pasan durante toda SU vida de las órdenes
menores, sale a menudo de un monasterio o de la nobleza senatorial. El
pueblo, aun bautizado adulto, sometido a una rigurosa disciplina
penitencial, se reúne en catedrales adosadas a las murallas de las
ciudades. Las peregrinaciones a los santuarios locales, a Roma, e incluso
a Jerusalén, son, sobre todo, las que denotan una práctica activa, aunque
pobre. A partir de 407 los bárbaros invasores introducen el arrianismo,
pero sin imponerlo. En tres cuartos de siglo, las poblaciones galas se
acostumbran a una coexistencia de la que muchos, corno Paulino de Pella y
el fraile Salviano de Marsella, sacan una lección positiva para volver a
la pureza de la fe en medio de los desórdenes de una época brutal.
2. La Iglesia merovingia. La Iglesia ajustada a las divisiones
administrativas del Imperio, desaparecido en 476, es despojada ante las
nuevas etnias francas paganas al norte, burgundias y visigodas al este y
al sur. Pero Clodoveo (v.) sabe cuidar del clero y de las poblaciones
católicas; encuentra además, al frente de este clero, a un obispo benévolo
y leal, S. Remigio de Reims (v.). El rey franco, casado con una princesa
burgundia católica (v. CLOTILOE, SANTA), brutal hasta el salvajismo, pero
sinceramente religioso, arrastra, a bautizarse, a la élite franca (506) y
da a sus conquistas territoriales la aureola de una cruzada por la
verdadera fe. Los cánones del conc. de Orleáns (511), que reúne a 32
obispos de todas las provincias de la Galia para reconciliarse con los
arrianos y regular las ordenaciones y las donaciones reales reciben la
aprobación formal del rey. Hombres de acción todavía nutridos de cultura
clásica, Avito de Viena, Cesáreo de Arlés (v.), reorganizan la vida de la
Iglesia, la disciplina monástica y clerical, las relaciones con Roma, la
lucha contra las herejías; en el conc. de Orange (529), Cesáreo hace
condenar el semipelagianismo (v.) de Fausto de Riez.
El rey merovingio, sin embargo, sigue siendo más un guerrero rodeado
de una banda de salteadores que un administrador. Es cierto que los
sucesores de Clodoveo se rodean de clérigos cultos: Dagoberto, de Eloy;
Bathilde, de Ouen; Childerico Il, de Leodegario. La realeza se forja una
concepción casi sacerdotal de sus funciones; pero la decadencia moral de
los príncipes quita todo prestigio a los obispos, elegidos por el rey
entre los francos y no ya entre las grandes familias galo-romanas. La
degradación de las costumbres se generaliza en el s. vil, la vitalidad
intelectual se apaga, la vida espiritual se refugia en los monasterios. S.
Columbano (v.) y sus discípulos celtas, expulsados por los anglosajones,
dan reglas rigurosas a Luxeuil, Fleury sur Loire, Marmoutiers; otras
fundaciones de benedictinos (v.) educan a las poblaciones rurales dejadas
en el abandono de un bajo clero caído de nuevo en la relajación;
misioneros aislados como S. Eloy en Flandes y S. Amando en Bélgica tratan
de conquistar las franjas nórdicas.
Entre el s. VI y el VIII el cristianismo se implanta sólidamente
alrededor de las villa de los nobles merovingios y de los vici, raros
burgos de comerciantes, dotados de una iglesia y tierras por el noble, que
es quien elige al párroco; éste, a quien distinguen un hábito especial, la
tonsura y la continencia, debe, pobremente, formar él mismo las posibles
vocaciones, dirigir la vida sacramental y el culto al santo protector
familiar del lugar. La generosidad popular se ejerce más en favor de la
catedral, que alberga a un clero abundante y desigual y que mantiene
escuelas y casas de socorro para toda una clientela de siervos y de
penitentes pobres, en busca de un refugio contra los rigores del tiempo.
3. Desde el advenimiento de Carlomagno al hundimiento de su Imperio.
La idea del Estado (perdida desde cuatro siglos atrás), donde el rey
legisla no en su provecho exclusivo, sino por el bien común, renace con
los mayordomos de palacio, que encuentran en el Papado, amenazado por la
invasión lombarda y la expansión musulmana, un apoyo decisivo para
eliminar a la decadente dinastía merovingia y asegurarse sobre todo la
ayuda de un clero fiel y afín al pueblo.
En la Galia, entregada a la anarquía, es un monje anglosajón, S.
Bonifacio (v.), quien toma la iniciativa de la reforma de la Iglesia
franca con la ayuda de Gregorio II y de Carlos Martel, a quien niega
enérgicamente toda secularización de las temporalidades de la Iglesia; su
discípulo Carlomagno (v.), convencido por Alcuino de York (v.) de que el
rey debe ser un verdadero intérprete de la fe, legisla sin cesar:
uniformiza el ritual del bautismo, difunde el sacramentario gregoriano (v.
LIBROS LITúRGICOS), impone la residencia al clero, nombra buenos obispos y
depone a los indignos y da a sus conquistas el carácter de operaciones
misionales respecto a los sajones y lombardos. La brutalidad de las
costumbres hace que no se preocupe de la convicción de las adhesiones
forzosas, resultantes de la lealtad a los jefes y de la simplicidad de las
creencias populares. Carlomagno interviene asimismo en la protección de
los Santos Lugares, en la querella de los iconoclastas (v.) y del
adopcionismo (v.), a propósito de la cual inviste de autoridad al filioque
en el Credo; restablece la autoridad de León III, en lucha con la
turbulenta nobleza romana; la coronación imperial del 25 die. 800 no hace
más que sancionar un momento de equilibrio excepcional para la Iglesia,
que descansa en una personalidad cuyas decisiones están dictadas por una
vida piadosa y una gran dignidad política, más que en una institución
unánimemente admitida de nobles, de minorías anexionadas al Imperio, de
laicos o de clérigos, frenados en sus ambiciones por la autoridad
imperial.
Bajo Ludovico Pío (v.) y sus hijos, la idea del Imperium unitario,
fundado en el bien común, a ejemplo del Imperio romano, pero enriquecida
por la noción agustiniana de «gobierno sacerdotal», desaparece con el
juramento de Estrasburgo (842). A la republica christiana fundada en una
creencia y una autoridad comunes, sucede la confraternitas, una
civilización donde pueblos distintos reivindican su independencia al
tiempo que defienden los mismos intereses espirituales (una mutua
legislación religiosa; _la concordia para la salvación del pueblo
cristiano; la lucha común contra el infiel). A falta de una verdadera
autoridad pública, son los obispos quienes empuñan las riendas de la
sociedad, como el poderoso Hincmaro de Reims (806-882), que exalta la
realeza sagrada asociada al episcopado. Pero el desmoronamiento de la
autoridad hasta la extinción de la dinastía carolingia (987), bajo los
golpes de las invasiones normandas y sarracenas, y del feudalismo (v.),
afecta a todas las instituciones, incluida la de la Iglesia. Las
colecciones seudoisidorianas, falsas decretales de origen incierto en la
diócesis de Mans hacia el año 850, tratan, no obstante, de defender a la
Iglesia contra las crecientes amenazas de secularización.
En la raíz del movimiento cultural de reparación de las ruinas
acumuladas en los tres últimos siglos, hay una generación de maestros,
frecuentemente no francos, como Alcuino, Pedro de Pisa, Pablo Diácono, ni
enciclopédicos ni originales, sino interesados en difundir los manuales
clásicos (sobre todo, de Agustín y de Cipriano). Carlomagno, que
personalmente sigue siendo un inculto, a pesar de la seudocultura de la
corte de Aquisgrán, manda difundir las colecciones canónicas romanas,
organizar los estudios humanistas sobre la base de la vieja gramática de
Prisciano y de las Artes liberales de Marciano Capella; en 850 se inicia
una investigación teológica con ocasión de las controversias sobre la
Eucaristía (v.) de Pascasio Radberto de Corbie. En 865 el irlandés Juan
Escoto Eriúgena (v.) publica su obra De divisione naturae. Pero el siglo
produce pocas obras capaces de alimentar la fe y la piedad. La liturgia
prefiere la pompa exterior al culto íntimo a Dios; la salvación individual
se atribuye más a la penitencia comunitaria que a la conversión interior.
Cada individuo, en la sociedad del s. IX, tiene su officium, fijado por la
Providencia, que nada trata de modificar. El rey, aureolado de un carácter
mesiánico, posee una potestas absoluta, tanto sobre la Iglesia, a la que
protege, como sobre los laicos. Por debajo de los poderosos, turbulentos y
relajados, el pueblo recibe, al ritmo de la liturgia, verdadera educación
religiosa. Se esboza una nueva noción del «fiel» en la que ser cristiano y
súbdito ya no se distinguen; donde no reina más que una sola vocación,
como en la vida social presidida por el Emperador, cabeza consagrada del
reino y de su Iglesia.
4. La Iglesia y la sociedad feudal. A falta de instituciones
reguladoras del orden social y de la piedad popular, en el s. X el
instinto colectivo da curso libre a su potencia creadora para satisfacer a
sus necesidades espirituales. La instrucción de los misterios cristianos
pasa progresivamente a los dramas litúrgicos, a las paraliturgias
pascuales que los frailes organizan para el bajo pueblo. En la Iglesia,
considerada como el único refugio contra el mal y los demonios, la
angustia de la salvación aumenta las peregrinaciones: a falta de Roma,
donde reina la inseguridad, a Santiago de Compostela (v.) o a Jerusalén,
ciudad ésta que los turcos arrebatan a los árabes en 1009. Una literatura
popular de cantares de gesta (v. Ix) hace circular las leyendas de los
santuarios, propias para exaltar el deseo de perdón de los pecados por la
expiación heroica. Esto da lugar con frecuencia al surgimiento de formas
incontroladas; los eremitas laicos, iletrados, pobres, practican un
apostolado nómada cerca del pueblo; la riqueza y el relajamiento moral de
una parte del clero suscita la reacción violenta de grupos indistintamente
calificados de «maniqueos» (V. CÁTAROS; ALBIGENSES; VALDENSES; etc.); el
sueño de una sociedad ideal y la lucha contra las injusticias sociales,
llegan hasta la intransigencia de rechazar la doctrina de la Iglesia. Pero
la protección de los débiles preocupa a los raros sínodos que logran
celebrarse. El azote social de la guerra privada hace decretar por la
Asamblea del Puy (990) la «tregua de Dios», que bajo juramento obliga a
los barones a suspender toda acción belicosa durante cuatro días de la
semana. Los concilios recuerdan a los señores feudales la moral de la
Iglesia, hasta que un tal Fulberto de Chartres (960-1028) elabora una
verdadera teoría del derecho feudal, teoría que el cantar de gesta elevará
al estado místico del ideal del hombre de pro.
En el momento en que el feudalismo (v.) invade la sociedad
eclesiástica (el rey elige obispos y abades para beneficiarse de los
recursos de la Iglesia, y los laicos se apoderan de los monasterios y sus
dominios, pues a menudo se entra en religión para hacer carrera), la
reforma de la vida religiosa surge tímidamente de la vida monástica. Se
apoya en la protección de los Papas y en el principio fundamental de la
libertas romana, la libertad de elección de los obispos y de los jefes de
las familias religiosas, único medio eficaz de luchar contra la simonía y
el nicolaísmo. Nace entonces Cluny (v.), en el a. 909, centro de
renovación espiritual, moral y social del s. xI, por su liturgia, sus
estudios teológicos, su género de vida austera y sobria, familiar al mundo
de los humildes. En sus intentos para sacudir el peso de la institución
feudal «real» y «personal» sobre la Iglesia, los Papas del s. xI (entre
los que se cuentan algunos franceses, como Silvestre II, 999-1003; Urbano
11, 1082-99, y Calixto 11, 1119-24) buscan la ayuda de F. contra la
influencia imperial germánica.
Los papas Nicolás II y Gregorio VII (v.) se apoyan primero en las
misiones de legados pontificios, que a veces carecen de prudencia y
flexibilidad, para hacer aplicar los decretos sinodales de 1059 y 1075
sobre la interdicción del nicolaísmo, de la simonía, de la enfeudación de
los bienes de Iglesia (v. INVESTIDURAS, CUESTIÓN DE LAS). El Papado, que
en 1079 instaura las visitas ad limina de los obispos a Roma, asume la
jurisdicción sobre un número creciente de asuntos eclesiásticos, confiere
a los legados pontificios la vigilancia de las elecciones episcopales y la
presidencia de los concilios nacionales y entabla negociaciones con la
monarquía de los Capeto (v.) para arreglar amistosamente la distribución
de los dos poderes, como Pascual II y Felipe I en Saint-Denis (1107). Bajo
Luis V1, los obispos son elegidos por los cabildos, devueltas al clero
numerosas iglesias y grandes señores renuncian a la investidura episcopal.
Las órdenes monásticas y las nuevas congregaciones canónicas, como
San Víctor (v.) de París, los premonstratenses (v.), sostienen
vigorosamente el esfuerzo de Roma para reactivar la idea de liberar los
Santos Lugares cuando la amenaza turca se deja sentir sobre Bizancio.
Trece arzobispos y 200 obispos acuden a la I1°amada de Urbano 11 al Conc.
de Clermont-Ferrand (1095). Una idea soberana y simple suscita
impulsivamente el entusiasmo popular: « ¡Dios lo quiere! ». El cruzado es
un pecador que va a hacer penitencia a Jerusalén; sabe que muere frente al
infiel y que gana su salvación; a la exaltación aventurada de los
valientes, unidos a las filas del ejército francés, de los normandos de
Italia o de los loreneses, que se apoderan de Jerusalén el 15 jul. 1099,
responde la generosidad primitiva de los humildes, acaudillados por Pedro
de Amiens, el Ermitaño (v.), quienes carentes de precaución y experiencia
mueren en su mayor parte en los desiertos de Asia Menor o bajo las armas
turcas (V. CRUZADAS, LAS).
Bajo Luis VI y Luis VII la reforma de la Iglesia está íntimamente
asociada a los esfuerzos de los religiosos: S. Bruno (v.) en la Chartreuse
(v.), Esteban Muret en Grandmont, S. Roberto en Molesmes (v.) y sobre todo
la impresionante personalidad de S. Bernardo de Claraval (v.), quien, como
moralista, truena contra el lujo de los ricos frente a la miseria de los
pobres, contra las herejías maniqueas y contra cuanto le parece destruir
el orden social y político cuyo arquetipo encuentra en la Biblia, como los
movimientos comunales; dire ti. or espiritual, canta la ternura por la
sagrada Humanidad de Cristo, en reacción contra los desbordamientos del
amor profano tal como se describe en el romance de Tristán e Isolda;
místico, dirige la contemplación hacia la unión con Cristo sobre la Cruz;
hombre de acción, predica la segunda cruzada, da a los Templarios su
regla, resiste a los nuevos métodos críticos en Teología, imprudentemente
aplicados por Abelardo (Conc. de Sens, 1144; v.).
Felipe II Augusto (v.), realista sin nobleza, atrae el interdicto
sobre su reino por haber hecho caso omiso a la negativa de anulación de su
matrimonio por Inocencio III (v.). Pero la realeza encuentra un nuevo
punto de equilibrio en su nieto Luis IX, culto, reformador político y jefe
militar, en quien una serena piedad, que sabe que la perfección cristiana
reside en primer lugar en la fidelidad al deber de estado, va acompañada
de una total sumisión a las enseñanzas de la Iglesia. Ayudado de clérigos
irreprochables, restablece la justicia y la ayuda a los menesterosos,
prosigue la reforma gregoriana, nombra obispos de valía, como Mauricio de
Sully en París y Eudes Rigaud en Ruan, protege las corporaciones-cofradías
en las que la organización se inspira estrictamente en la moral cristiana.
La cruzada es para el «rey-caballero» en primer lugar una peregrinación, y
después una conquista en pro de la evangelización; así, pues, envía una
misión a los kanes mongoles (1248), antes de ser vencido ante las murallas
de El Cairo. Otra de sus ambiciones (recuperar la tierra de África para el
cristianismo) fracasa ante la desastrosa campaña de Túnez, donde encuentra
la muerte (1270). Con su nieto, Felipe IV el Hermoso (v.), la monarquía,
cada vez más segura de sí misma, ambiciona la hegemonía de Europa, para lo
cual trata de someter la fuerza espiritual, moral y material que
representa la Iglesia.
Frente a un bajo clero de desigual valía, los dominicos constituyen
en el país una verdadera élite de sacerdotes dedicados a los estudios, a
la predicación popular y a la lucha contra las desviaciones doctrinales
que pululan: cátaros, valdenses, etc. Los franciscanos (v.), reorganizados
por las Constituciones de Narbona que les da S. Buenaventura (v.),
practican un ministerio eficaz cerca de los humildes, caracterizado por su
autoridad moral, su fidelidad a Roma, el rigor y el desinterés de su vida,
no sin suscitar, a veces, duras animosidades contra el clero secular, cuya
misión invaden. A los dominicos (v.) confía el Papa la dirección de las
Universidades y de las corporaciones de maestros y estudiantes, que el
legado pontificio Roberto de Courcon reconoce en 1215, y a las que
Gregorio IX (v.) pone bajo la jurisdicción apostólica (v. IV, 5; XII, 2).
Venidas mucho después de la decadencia de las escuelas monásticas y
episcopales (replegadas en su cultura de textos antiguos, puras
instituciones de Iglesia), las Universidades inauguran un nuevo método
fundado en el raciocinio al que el aristotelismo de S. Tomás de Aquino
(v.) da un instrumento. En adelante, la teología se constituye en ciencia
(V. VII; ESCOLÁSTICA).
Felipe IV el Hermoso empieza por poner la Universidad, así como
todas las fuerzas vivas del reino, al servicio exclusivo de reforzar el
poder real. Para este hombre austero y devoto, 'la razón de Estado se
antepone a toda consideración moral. Hábilmente sostenido por una
burguesía refractaria al espíritu feudal, por las Asambleas del clero y de
la nobleza, Felipe el Hermoso encarna un nuevo tipo: el rey que no depende
más que de Dios, jefe de su Iglesia y no colaborador suyo en la
edificación del bien público. Propaganda cerca de la opinión, métodos
policiacos, medidas extremas, se convierten en armas al servicio de la
unidad nacional absoluta. Pero Bonifacio VIII (v.), imbuido de la idea de
la soberanía pontificia sobre lo temporal, se niega a dejar comparecer
ante la justicia real al obispo Bertrand Saisset de Pamiers, culpable de
palabras tendenciosas contra el rey; a la amenaza de convocar en Roma a
los obispos franceses para retirar al rey el tributo del diezmo, Felipe el
Hermoso responde con una asamblea de los tres estados, cuya solidaridad a
la corona obtiene fácilmente. Excomulgado el rey, su consejero Nogaret
ataca violentamente, para salvarle, la legitimidad de la elección
pontificia y se traslada a Agnani para presentar un recurso al concilio
ecuménico; pero Bonifacio, agotado y humillado, muere ante lo irremediable
(1302). Tras un breve pontificado de Benedicto XI, es elegido un francés,
Bertrand de Got, arzobispo de Burdeos, quien queda bajo la influencia, en
adelante tiránica, del rey de Francia. Clemente V (v.) no sólo puebla de
franceses la curia romana y el Sacro Colegio Cardenalicio, sino que cede a
la voluntad real de suprimir la Orden de los Templarios (1312), cuyos
2.000 miembros se consagraban, desde la caída de San Juan de Acre (1291),
a la explotación de sus ricas posesiones, influyentes y, no obstante,
leales a la corona. Incautados sus bienes y ejecutados los jefes, todo el
capital de confianza y prestigio de que gozaba F. en Europa es dilapidado
por un rey que siempre vence por la astucia; el rey se hace con la
docilidad consentidora o temerosa del clero, pero a su muerte deja una
situación gravemente desequilibrada.
5. La indecisión del Papado y el surgimiento del galicanismo. Frente
al Oriente separado y a Italia, asolada por la anarquía, es en el noroeste
de Europa donde se manifiesta una mayor vitalidad cristiana.
La leal y apacible ciudad de Aviñón (v.), nudo de comunicaciones
fácil de defender, se enriquece con el aparato, cada vez más complejo, de
la administración pontificia (v. Iv, 5). El peso de la monarquía vecina
desaparece: muertos los débiles hijos de Felipe el Hermoso, la nueva
dinastía de los Valois (V. VALOIS, CASA DE) choca con Eduardo 111 de
Inglaterra, casado con una hija de Felipe el Hermoso, reanudándose una
guerra que ni Felipe VI ni Juan li el Bueno, ni Carlos V, consiguen
dominar (V. CIEN AÑOS, GUERRA DE LOS).
Mientras el reino se agota bajo los aplastantes impuestos, la
indisciplina de los barones, las derrotas y las epidemias, los Papas
instauran en Aviñón una brillante corte que eclipsa relativamente a la de
Francia. Clemente V, Juan XXII, Benedicto XII, Clemente VI y sus sucesores
Inocencio V1, Urbano V y Gregorio XI, son personajes concienzudos, de
costumbres irreprochables; pero el nepotismo (v.) y la colación de los
beneficios mayores hacen de la corte pontificia más un centro de intrigas
que de difusión espiritual: mientras el Sacro Colegio Cardenalicio pierde
su universalidad, la ciudad se convierte en capital de una solemne
liturgia, de una escuela de canonistas y de un despertar del humanismo
artístico clásico anunciador del Renacimiento. La muerte prematura de
Gregorio XI, que ha vuelto a Roma (1378) en medio de un ambiente inflamado
por las rivalidades entre franceses e italianos, pone fin a un periodo que
fue, en definitiva, poco provechoso para la Iglesia.
Mal informado sin duda por sus prelados de Roma, Carlos V pone a la
iglesia de Francia, al producirse el Cisma de Occidente (v. CISMA Iii),
bajo la obediencia de Clemente VII, antipapa elegido por una parte del
Sacro Colegio Cardenalicio, refugiado en Fondi, frente a Urbano VI,
elegido en Roma bajo las presiones del pueblo y de los nobles italianos.
Pero el antipapa pierde su prestigio por los favores que consiente a su
protector, como el de dar al hermano de Carlos V el derecho de conquista
de los Estados Pontificios; rechazados sus ejércitos por los de Urbano VI,
el camino de Roma se cierra definitivamente para él. A su muerte (1394),
París trata, en vano, de suspender la elección de su sucesor para resolver
el cisma. Bajo Benedicto XIII (v.) París toma la iniciativa para arreglar
el conflicto: la Asamblea del clero, reunida en verdadero concilio
nacional, se pronuncia por la vía de cesión. Cuando Benedicto XIII se
niega a ello, una ordenanza real (1398) suspende todas las relaciones con
el papado de Aviñón, para volver a las antiguas «franquías» y «libertades»
del reino. En el Conc. de Pisa (1409'), el canciller de la Sorbona, Pedro
d'Ailly, y Juan Gerson, debaten la superioridad de los concilios sobre los
papas, teoría que conduce lógicamente a la definición del poder inmediato
conferido por Cristo a la Iglesia universal (Conc. de Constanza; v.).
La monarquía se aprovecha de la desautorización pontificia para
llevar a cabo por su cuenta la reforma del clero, pero con la secreta
intención de asegurarse el control de sus bienes, de su disciplina y hasta
de su doctrina. Tal es la Pragmática sanción (v.) de Bourges (1436),
impuesta por Carlos VII a los obispos y a la Univ. de París: si se
reconoce el poder del Papa como administrador y juez supremo de la
Cristiandad, se tiene al Concilio como superior al Papa, y sobre todo, se
restablece la libertad de las elecciones para los beneficios mayores
promulgados ya en 1418; todo litigio religioso, antes de ser llevado a los
tribunales pontificios, debe agotar todos los recursos de la justicia real
(v. CONCILIARISMO; GALICANIsmo). Este instrumento, demasiado exorbitante
para ser utilizable, sirve más bien a la monarquía para negociar con la
Santa Sede, que no carece de apoyo entre el clero nacional. Sin embargo,
el nombramiento,de los obispos pasa en lo sucesivo bajo control real,
teniéndose más en cuenta la lealtad de dichos obispos que su idoneidad
para las funciones espirituales. Su autoridad tropieza con los múltiples
privilegios de los cabildos, de los monasterios, de las Universidades.
Numerosas diócesis se quedan sin pastores cuando la percepción por el rey
de las rentas de un beneficio, en casos de vacante, impulsa al soberano a
prolongar indefinidamente esta situación. También el Parlamento interviene
cada vez más en las causas canónicas. El único órgano de gobierno de la
Iglesia es la Asamblea del Clero, pero es el rey quien la convoca. Cierto
que los Estados Generales de Tours (1484), reunidos por Carlos VIII (v.),
tratan de frenar ciertos abusos, como el cúmulo de beneficios, usufructo,
reserva real o expectativa pontificia. Pero, al final del s. xv, Carlos
VIII y Luis XII (v.) no ceden un punto en sus prerrogativas. Después del
intento de concilio que Luis XII opone a julio 11 (Pisa, 1509), hay que
esperar a 1513 para que se inicien por fin negociaciones serias para fijar
la competencia romana y la intervención real en materia eclesiástica. El
rey propondrá, pero el Papa proveerá, teniendo en cuenta la madurez, la
formación teológica y las condiciones personales (Concordato de 1516). El
Papa obtiene la supresión de la peligrosa «Pragmática sanción» y el
abandono de la teoría de la superioridad conciliar; el rey, en cambio,
conserva el dominio de los bienes eclesiásticos, pues ya no hay más
elecciones para los cargos religiosos. Disposiciones importantísimas, en
vigor hasta la Revolución de 1789, ya que, si bien dejan al clero en
estricta dependencia de la Corona, eliminan toda tentación para el rey de
aprovecharse de la Reforma para secularizar los bienes de la Iglesia y
abandonar así la unidad con la Iglesia romana.
Durante este gran periodo (s. xiv y xv) la influencia de lo
sobrenatural se hace más presente; a la corrupción de los grandes, a la
indiferencia de la burguesía, al desconcierto de los universitarios, a la
superstición, en fin, de los fieles, se contrapone la fe razonable y
vigorosa-de una minoría. Tal es el caso de Juan Gerson (1363-1429; v.),
descendiente de una familia campesina de la Champaña, universitario y
diplomático, pero también sacerdote preocupado de la educación popular,
teólogo madurado por la vida interior, teórico audaz contra el absolutismo
real, al que él añade, por otra parte, el conciliarismo. Gerson se
pronunció por la autenticidad de las revelaciones hechas a Juana de Arco
(v.); si ésta reanima la fe y la dignidad moral de gran parte del pueblo,
es que su Dieu premier servi encuentra en ella un eco profundo. Es muy
grande la diferencia entre el mundo político y eclesiástico que rodea a
Carlos VII, y la sana población rural formada en una devoción al Rey del
Cielo que aboca en la lealtad al rey. El fin del s. xv (cuando Luis XI se
dedica a reparar los efectos de la guerra en el reino) tiene un aire más
optimista en la piedad popular. Nueva devoción por la vida de la Virgen,
por el Rosario, por la intimidad con Cristo. Las órdenes religiosas
vuelven a una estricta observancia, como los franciscanos y los
benedictinos; la devotio inoderna (v.), introducida desde Holanda por Juan
Standonck al colegio de Montaigu de París, da a la vida interior el paso
seguro de la liturgia, ejercita a los laicos en una piedad metódica en la
que el apostolado (v.) enriquece la ascesis y la contemplación (v.). Este
movimiento es más lento en el pueblo, de costumbres primitivas, y en el
que un clero desigual influye de diversas formas, más o menos tolerante
respecto a la multiplicación de las colectas, de las falsas reliquias, de
la rutina de las cofradías.
6. Frente a la Reforma protestante. Cuando la cuestión religiosa
pasa al primer plano de las preocupaciones de Francisco I (v.), liberado
en 1526 del cautiverio iniciado en Pavía, nuevas tendencias
individualistas se han abierto ya paso en el nuevo movimiento humanístico
(v. HUMANISMO) de Lefebvre d'Etaples (v.), Erasmo (v.) y Rabelais (v.).
Las consideraciones políticas son las que dictan las alianzas reales
(Turquía, principados alemanes) en su lucha con la casa de Austria. Pero
en el reino, la unidad social y religiosa es un artículo fundamental. -A
partir de 1519 la influencia luterana se manifiesta desde el bajo pueblo
hasta la corte y las Universidades, si bien no afecta aún ni a la
burguesía ni al campesinado. Parlamento y Sorbona, más firmes que el
episcopado, condenaron el luteranismo en 1521. Pese a los intentos de
represión que el canciller-legado Duprat arranca a Francisco I, los
neófitos protestantes se muestran cada vez más audaces; la negación de la
presencia real en la Eucaristía, del culto a la Virgen, y de la autoridad
del Papa, son difundidos por una propaganda audaz que llega hasta a clavar
un panfleto en la puerta de la cámara del rey (1535). Desde entonces, al
igual que Paulo III, Francisco I se decide a actuar: si el protestantismo
francés carecía de jefe, un joven burgués de Noyon, Juan Calvino (v.),
humanista y jurista, al principio fiel a la Iglesia, toma bruscamente
partido en 1533 bajo el efecto de las agitaciones estudiantiles. Su libro
Instituciones cristianas, escrito en latín y traducido al francés en 1541,
que admite como única regla de fe la Sagrada Escritura, en detrimento de
la Tradición y del Espíritu Santo que inspiran el Cuerpo Místico (v. LIBRE
EXAMEN), declara la Iglesia «irreformable». La cabeza de la Iglesia
calvinista está en Ginebra, pero 72 comunidades francesas están ya
presentes en el primer sínodo nacional (1559). La persecución emprendida
en 1542, y hecha sistemática por la «Cámara ardiente» que Enrique II añade
al Parlamento de París (1547), no impide en modo alguno su multiplicación.
No es que la vida espiritual se haya enfriado; la imprenta difunde
multitud de obras religiosas (el editor parisiense Godart tiene 170.000 en
depósito); los edificios religiosos que se construyen atestiguan la
práctica general; en esa época es cuando S. Ignacio de Loyola (v.) toma la
resolución, con seis compañeros estudiantes de París, de consagrar su vida
a Cristo, no para luchar en particular contra la herejía, sino por
presentimiento de los peligros que corren la unidad y la autoridad de la
Iglesia.
A pesar de la obra tridentina (v. TRENTO, CONCILIO DE), el
catolicismo francés, minado por los abusos, no ve otra forma de luchar más
qu- recurriendo al brazo secular. La paz firmada con España (1559) deja a
Enrique II libre para exterminar la herejía; el edicto de Écouen prevé en
lo sucesivo para ella la pena del fuego. En el a. 1550 existen unas 2.000
comunidades calvinistas, organizadas en consistorios, que eligen a los
pastores, y en sínodos nacionales. El culto, de secreto, ha llegado a ser
público, frecuentemente protegido por las armas, en todas las provincias;
no hay separaciones geográficas ni oposiciones sociales aparentes, como lo
demuestra el hecho de ser el sudeste, pobre y abandonado, el sudoeste
mediano, y la rica Normandía, los más afectados; a las categorías medias
(artesanado, profesiones liberales) se une parte de la nobleza, amargada
por la inacción y el empobrecimiento, o llevada del idealismo religioso y
las solidaridades familiares. Bajo los débiles sucesores de Enrique II
(v.), prematuramente muerto en 1559, las grandes familias, como
Montmorency, Guisa, Borbón, utilizan el conflicto para sus apetencias de
poder; la guerra civil se aprovecha de la indecisa regencia de la piadosa
y severa reina madre, Catalina de Médicis (v.), mientras España e Italia
están entregadas por completo a la lucha y el ejemplo de Inglaterra y
Alemania se halla peligrosamente presente en todos los espíritus.
Las guerras de religión, de 1559 a 1598 (v. v, 4), se caracterizan
por la irregularidad de las operaciones militares, demasiado costosas, la
incoherencia de los intentos de transacción, la creciente importancia de
las intervenciones extranjeras y el asombroso salvajismo de los
antagonistas. Hasta 1572 Catalina de Médicis y su canciller, el prudente y
liberal Miguel de I'Hópital, se esfuerzan para conseguir limitar el poder
de la familia Guisa (v.), apoyada por España (Coloquio de Poissy, 1561).
Dos guerras salvajes (1562-63, 1567-68) acaban por permitir a los
hugonotes (v.) la libertad de culto en una ciudad de cada bailía; una
tercera (1569-70) les da la ventaja de disponer de plazas fuertes. La
monarquía, agotada, inicia un acercamiento a la nobleza protestante,
acercamiento que la reina madre, Catalina, celosa de la influencia de la
nobleza, rompe, arrancando a Carlos IX la autorización para la matanza de
la Noche de San Bartolomé (v.) en París (1572). Desde entonces, el partido
católico y el partido hugonote, que se organizan en ligas armadas, se
enfrentan directamente, hasta que el incapaz Enrique 111 muere asesinado y
sin herederos (1589). Los mismos católicos se dividen; unos apelan al papa
Gregorio XIV y a Felipe 11 de España, a costa de la soberanía nacional;
otros reconocen a Enrique de Borbón, cuñado de los tres últimos reyes,
pero es hereje y está excomulgado.
El cansancio popular y el deseo de evitar lo irremediable, coinciden
con el sentido político de Enrique IV, dispuesto a acomodarse a la
voluntad del pueblo; abjurando del protestantismo en 1593 (« ¡París bien
vale una Misa! ») y coronado un año más tarde, trata con Felipe II (v.)
para poder promulgar el edicto de Nantes (1598). Por voluntad nacional, el
catolicismo se mantiene como religión del Estado y del príncipe; los
protestantes reciben la libertad de conciencia, la del culto público,
aunque limitado, la restitución de los bienes de los rebeldes y la
posesión, prevista en cláusulas secretas, de plazas fuertes de seguridad
durante ocho años. La Iglesia ha sufrido grandemente con la crisis:
defecciones de una parte del clero, aumento del libertinaje y de la
irreligiosidad de creencias y costumbres, pérdidas del patrimonio
artístico, desaparición de los diezmos. La tarea de reconstrucción
cristaliza en torno a los jesuitas (v.), que ponen pie en el reino en
vísperas de las guerras de religión, pese a la oposición del Parlamento
galicano parisino; vuelta la paz, la renovación de las fuerzas religiosas
se manifiesta en forma, escribe Henri Brémond, de «invasión mística».
7. El aumento del absolutismo real. Los votos del «Estado Llano» en
los Estados Generales de 1614 pusieron de manifiesto que el buen orden de
la sociedad no se concibe sin la regularidad religiosa y moral, que en
buena parte depende del rey. Enrique IV supo nombrar buenos obispos y
tolerar que el clero pasara, motu proprio, a la aplicación de los decretos
de reforma del Conc. de Trento, decretos que el Parlamento parisiense se
negaba a aceptar. Algunos obispos, pese a las rivalidades de cabildos,
abadías, patronos, prebendados y de los comendatarios, se lanzan a la
tarea; el austero y piadoso Luis XIII (v.) les apoya, pero lo que
caracteriza la primera mitad del s. xvtt es el fervor inequívoco y sobre
todo el celo absolutista de Richelieu (v.). Los incidentes que acompañan
al restablecimiento del catolicismo en ciertas regiones le convencen de
que ningún cuerpo constituido, ya sea la nobleza, el Parlamento o los
hugonotes, debe erigirse frente al poderío real. Tras el penoso sitio de
La Rochela (1623), principal plaza fuerte protestante, sostenida por los
ingleses, Richelieu hace que el rey lance un edicto moderado (Edicto de
gracia de Arlés): aunque se mantienen los derechos legítimos del edicto de
Nantes son derogados todos los privilegios (plazas fuertes, asambleas
sinodales); restablecida la paz civil y religiosa, los hugonotes
permanecerían leales a la corona; sin embargo, el protestantismo pierde su
vitalidad espiritual y material en un Estado donde triunfa la fe católica.
Por largo tiempo persiste una gran separación: la teoría, expresada por el
«Estado Llano» en los Estados Generales de 1614, de que el rey, soberano
en su reino, no puede tener superior alguno en la tierra; la Iglesia,
reunida en concilio universal, es entonces superior al Papa, al que no le
es reconocida la infalibilidad personal separada. El poder Pontificio
tendría límites; las costumbres, los cánones conciliares y, sobre todo,
los decretos de Roma no podrían ser aceptados en el reino sin la
aprobación del poder temporal. Por otra parte, se reafirma la verdad,
vigorosamente definida en De potestate sumi pontijicatus in rebus
temporalibus por el card. Belarmino (1610), quien sostiene que el Papa,
aunque no es señor de todo el universo, siempre dispone de un poder
indirecto por el cual puede expulsar a todo católico desleal a la Iglesia
(incluso a un rey). Debate cuya virulencia procura sofocar Richelieu
mediante una estrecha vigilancia, tanto de los Parlamentos como del clero.
En cuanto a la vida del clero y de los fieles, al comienzo del s.
xvii se difunden numerosos centros de vida espiritual: pequeños círculos
devotos de laicos burgueses y nobles en las ciudades; nuevas
congregaciones: el Oratorio (v.) fundado por el card. De Bérulle (v.), las
ursulinas (v.) y las carmelitas descalzas (v.), introducidas desde Italia
y España, las salesas (v.) de leanne Frémiot de Chantal (1610), los
teatinos (v.), barnabitas (v.), somascos, benedictinos de San Mauro, etc.
Los monasterios (tal vez 15.000 en 1630) también contribuyen a la
moralización de la sociedad con su predicación, su labor teológica, sus
misiones en los medios rurales. La restauración religiosa se alimenta de
nuevas escuelas de espiritualidad. Francisco de Sales (1567-1622; v.)
revitaliza la idea de que la perfección cristiana no es privilegio de una
minoría de elegidos y que el amor a Dios y al prójimo consiste, en primer
lugar, para los laicos, en la fidelidad al deber de estado y a una actitud
benévola y prudente hacia el mundo; él card. De Bérulle (15751620) trata
más bien de apartar al hombre de toda complacencia de sí mismo para
orientarle hacia la adoración de la Majestad Divina; sus sucesores
espirituales (Condren, Olier, Saint-Cyran; v.) comprenden la importancia
primordial, para la difusión de la Iglesia, de la formación del clero.
La época se despierta asimismo a la acción social y a la asistencia
espiritual de los medios populares. Vicente de Paúl (v.), hijo de un pobre
labrador de Gascuña, fatigosamente llegado al sacerdocio, revela sus dotes
de organizador y director espiritual, tras haber contemplado de cerca
tanto la miseria de los pobres como el lujo de los grandes: cofradías de
ayuda a los pobres en las ciudades, misiones de evangelización campesina,
instituciones para la formación del clero. Pues aún en 1650 los documentos
contemporáneos revelan sobre todo el triste estado de las comarcas
rurales: falta de seminarios, de autoridad episcopal, bajo nivel moral del
pueblo. Los sacerdotes sulpicianos (v.) de lean Olier (1642) y los
sacerdotes de Jesús de S. Juan Eudes (1643; v.) se consagran al mismo
apostolado de piedad y de caridad, así como la compañía del Santísimo
Sacramento (1627), asociación que se extiende entre las clases altas de
una cincuentena de ciudades. La renovación de la Iglesia se manifiesta
lentamente por el número y la calidad de las conversiones, a menudo
personas procedentes del libertinaje v del escepticismo; por el tono serio
y digno de las familias, con frecuencia teñido de desconfianza hacia el
«mundo» e incluso de respeto puramente exterior por las cosas de la
religión; por el éxito de las misiones en el interior del país, que
absorben los jesuitas y los capuchinos; por el movimiento misionero hacia
el Próximo Oriente y el Canadá, donde la evangelización de iroqueses y
hurones cuesta numerosos mártires (V. CANADÁ, MÁRTIRES DEL). Además de un
sinnúmero de empresas apostólicas que a mediados del s. xvii sostiene la
monarquía; pero su intervención se hace multiforme en los asuntos
religiosos, que a menudo tomarán las mismas proporciones apasionadas que
en el siglo anterior.
Bajo Luis XIV (v.) el catolicismo no es sólo religión oficial del
Estado, sino religión nacional, la de la mayoría. El rey viene a ser como
el representante de Dios en la tierra, cuya autoridad debe conformarse a
la ley divina y al bien del mundo, con la responsabilidad especial para el
«hijo primogénito de la Iglesia» (la fórmula nace bajo Enrique [V) de
defender a la Iglesia de las herejías. En el apogeo del galicanismo, los
legistas, a continuación De las libertades de la Iglesia galicana, de
Pierre Pithou (1594), establecen la legitimidad del control real sobre las
relaciones entre el Papa y los súbditos, sobre los nombramientos y la
atribución de los beneficios eclesiásticos y sobre la autoridad
disciplinaria y dogmática de los obispos.
En las 18 provincias eclesiásticas viven 250.000 miembros del clero,
de ellos 90.000 pertenecientes a órdenes religiosas. El clero secular,
exento de impuestos personales, prestaciones, servicio militar, y sometido
a condiciones de vida material extremadamente variables, goza de un claro
favor. El Estado trata de limitar sus funciones sociales; los registros
civiles, por los cuales el cura párroco controla la población desde la
época de Francisco 1, han de ser depositados en los archivos de la
justicia real; los hospitales y los hospicios viven prácticamente de la
generosidad de los ricos y de la abnegación de los religiosos; la
enseñanza sigue siendo una obra de beneficencia, ampliada desde hace poco
tiempo por las fundaciones reales de Academias y escuelas técnicas,
mientras que los obispos apoyan las escuelas populares. Se acaban los
sínodos nacionales; el único órgano de gobierno de la Iglesia es la
Asamblea del Clero, pero sus funciones no son ya más que financieras,
fijar y repartir las «donaciones gratuitas» concedidas al rey sobre las
rentas (una cuarta parte aproximadamente de la renta nacional) que percibe
el clero. La práctica religiosa de los súbditos es un asunto público: se
nace «francés y cristiano», según La Bruyére. La adhesión personal a la fe
es no obstante significativa en el desarrollo de las hermandades de
caridad, de devoción y de penitencia. En el campo, las supersticiones son
difíciles de extirpar, y los principales predicadores (Bourdoise,
Bourdaloue) se alzan contra la rutina de la práctica religiosa. Pero hay
tan grandes plumas en la literatura religiosa como Bossuet (v.), Fénelon
(v.), Pascal (v.), Bourdaloue (v.), Arnauld (v.), como en la profana; ésta
despierta a un furioso naturalismo con Corneille (v.), Racine (v.), La
Fontaine (v.), Saint-Évremond, etc.
Las fuerzas centrífugas que, políticamente, la autoridad real
contiene sin dificultad, manifiestan, desde el punto de vista religioso,
su irreductible permanencia en la segunda mitad del s. XVII. Los
jansenistas (v.) reagrupados en torno al monasterio reformado de Port-Royal
(v.), se granjean las simpatías de la población parisiense por la
austeridad de su vida y su convicción espiritual. Los jesuitas, ofendidos
por los ataques de los «Messieurs» de PortRoyal contra el molinismo (v.
MOLINA Y MOLINISMO); la Sorbona, intransigente, y la Asamblea del Clero,
indecisa, llevan ante la apasionada opinión pública el debate sobre las
tesis resumidas del Augustinus de Jansenio (v.): que el hombre no puede
resistir a la gracia, que ésta puede a veces faltar al justo, que Jesús no
murió por todos los hombres. El Papado zanja la cuestión sin
apresuramientos (1653), pero Arnauld y Pascal se niegan a ceder; cuatro
años después la Asamblea del Clero decide imponer a todo eclesiástico un
reconocimiento público de la herejía de las tesis condenadas que,
efectivamente, defienden los jansenistas. Esta conducta divide a la
opinión, y Luis XIV, extremadamente sensible a toda amenaza de desórdenes
desde la rebelión de la Fronda (v.), no vacila en apelar, pese a sus
principios, a Alejandro VII para hacer aplicar el formulario discutido;
Clemente IX, su sucesor, busca el arreglo en la interdicción, por 30 años,
de polemizar sobre las materias discutidas (1669). Hasta el fin del siglo
los jansenistas, alentados por Ouesnel, prosiguen incansablemente su
propaganda, la Cual utiliza el Parlamento en contra de los jesuitas; Luis
XIV obtiene de Clemente XI la obligación de una sumisión de hecho al
formulario eclesiástico (1705), y más tarde una condena definitiva de 101
proposiciones erróneas sobre la gracia, la caridad, el papel visible de la
Iglesia, el examen de las Sagradas Escrituras (Bula Unigenitus, de 1713:
Denz.Sch. 2400-2502). Entre tanto, el rey se apresura a mandar destruir
espectacularmente, en medio de la intensa emoción pública, el hogar del
jansenismo, la irreductible abadía de Port-Royal (1709). Harán falta más
de 25 años para que se extinga el jansenismo, revitalizado bajo la
Regencia, pero al que sus excesos tanto doctrinales (reducir la
infalibilidad a la comunidad universal de los fieles), como místicos (los
visionarios del cementerio de Saint Médard de París, 1727), han
desacreditado a los ojos del pueblo y de la burguesía.
En su lucha por la unidad moral y religiosa, Luis XIV se ha dejado
convencer por los deseos del clero, y la intransigencia, a veces somera,
de una parte de la población, de que el obstáculo de la pretendida
«Religión reformada» podía ser eliminado sin «remedios violentos». En
1665, las libertades concedidas a los hugonotes son reducidas
progresivamente; los niños están autorizados a cambiar de religión sin el
consentimiento de sus padres; las hostilidades con las potencias
protestantes (Holanda, Suecia e Inglaterra) agravan las persecuciones a
partir de 1672. La amplitud de las conversiones inducen al rey a revocar
el edicto de Nantes (1685). Cuando unos cien mil protestantes han
emigrado, entre los militares, artesanos y profesiones liberales, que son
solícitamente acogidos por los reinos vecinos, la ejecución del edicto no
se aplica más que a una población resignada. Sólo una de las regiones más
pobres, Cévennes, refractaria al absolutismo real, resiste ocho años y
consigue inmovilizar al mejor ejército del rey antes de ser reducida por
las negociaciones y la usura (guerra de los «Camisards», 1702-08).
Cuando el rey pretende extender, en 1673, el derecho de regalía a
todo su reino, encuentra un Papa recién elegido (el beato Inocencio XI;
v.) menos dispuesto a halagar a su poderoso aliado que a defender
rigurosamente las libertades de la Iglesia. Sólo dos oscuros obispos han
apelado al Papa contra la irregularidad canónica de tal medida, en tanto
que la mayoría dócil y la minoría ambiciosa de la Asamblea del Clero
suscribe sin resistencia las tesis, en adelante clásicas, del galicanismo
francés, que Bossuet resume en la «Declaración de los 4 artículos: que los
reyes son absolutamente independientes en lo temporal y que los concilios
limitan el poder de los Papas» (1681). Pese a todo, nunca habrá ruptura.
La piedad del rey y la necesidad de paz religiosa se unen a la tradicional
moderación pontificia. Pero la reconciliación es lenta, aunque sean
numerosas las sedes dejadas sin pastores. Luis XIV renuncia a imponer la
«Declaración de los 4 artículos» (1689), a cambio de lo cual el Papa se
decide a la universalización de la Regalía.
BIBL.: V.t. FRANCIA, VI. HISTORIA
DE LA IGLESIA II.
JEAN-PAUL SAVIGNAC.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp,
1991
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