Fortaleza. Teologia Moral.
Para lograr un conocimiento exacto del contenido genuino y cristianó de la
virtud de la f., es imprescindible un examen detenido de la palabra de Dios en
la S. E. Seguirá después la reflexión teológica, que ayudará igualmente a la
comprensión de dicha virtud.
Sagrada Escritura. Los vocablos bíblicos para expresar directa o indirectamente
la f. son múltiples; en hebreo: háyil, géburcih, kóáh, `oz, 'omes, húzáq, zérba`,
mú`Sz, 'etún, etc.; en griego: dynamis, isfis, krátos; en latín: fortitudo,
virtus, vis. Las matizaciones particulares de estos términos sólo pueden
lograrse mediante un análisis contextual, ya que no están sujetos a esquemas
preconcebidos.
La f. en la S. E. tiene un matiz eminentemente religioso y teocéntrico, en
contraposición a las concepciones filosóficas, antiguas y modernas, que o bien
tienden a exaltar y situar al hombre en un plano de autosuficiencia tanto físico
como espiritual o, por el contrario, «pretenden verse libres de la f. en su
incondicional optimismo por esta vida y su aburguesamiento metafísico» como
sucede con el liberalismo ilustrado (cfr. J. Pieper, o. c. en bibl., 193-194).
Esta diferencia obedece fundamentalmente a concepciones del mundo radicalmente
opuestas y a una interpretación naturalista de la historia.
El A. T. habla de la f. como perfección característica o atributo de Dios (Ex
15,6; 15,12; Ps 21,2; 21,14; 93,1; 118,14; 147,5; Is 51,9; Dan 2,20-21); alaba
la f. de la sabiduría e inteligencia (Prv 16,32; 24,3 ss.; 31,10 ss.) cuyo
prototipo es Yahwéh; y de esta misma f. participan tanto el pueblo de Israel
como sus miembros en la lucha por alcanzar los bienes materiales (tierra
prometida) y los bienes espirituales (cumplimiento de la Ley de Dios) (cfr. 2
Sam 22,2 ss.; Ps 94,22; 62,3). Todas estas manifestaciones de f. en el hombre,
físicas y morales, son para el israelita un don de Dios e interpretadas en una
línea salvífico-político-religiosa.
La f. en el N. T. se interioriza y cobra un tenor cristocéntrico: la raíz y
origen de esta realidad espiritual y salvífica es Cristo y a través de Él se
comunica esta virtud a los cristianos. La lucha y el combate que Cristo viene a
librar, y en los que el cristiano debe comprometerse por exigencias
evangélico-morales, se reducen y sintetizan en el esfuerzo por permanecer firmes
en la verdad afrontando con paciencia y valentía todos los peligros que proceden
del enemigo. Pero, además, la f. que nos brinda gratuitamente Cristo supone el
reconocimiento personal de la debilidad humana, ya que «la carne es flaca»: «La
carne, dice Guillet, define el mundo de la tierra y del hombre, su impotencia y
esterilidad en oposición al 'todopoderoso' fecundo de Dios».
Cristo asume toda la debilidad humana (Is 53,3-4; Heb 2,14; 5,2; 4,15), la
experimenta y reconoce (Mt 26,38-39), pero al mismo tiempo demuestra
progresivamente en su vida histórica la fuerza (dynamis) del Espíritu de Dios,
manteniéndose inconmovible en la voluntad de su Padre celestial e
identificándose con ella. Vence al Maligno cuando es tentado por él en el
desierto (Mt 4,1-10); a través de su vida demuestra ser el «fuerte» ante las co
tinuas asechanzas de Satán (Mt 3,11-12; Lc 11,21); confunde repetidas veces la
mentira de este mundo determinado por el pecado (lo 1,29; 3,19; 9,41; 16,8;
17,9), sometido al imperio de Satanás (lo 12,31; 14,30; 16,11), agresivo contra
Cristo y dispuesto a enfrentarse con arrogancia contra Dios (lo 17,7; 15,18;
16,20.33; 17,14; 1 lo 3,13). Finalmente, Cristo demuestra el grado supremo de f.
en el martirio y sacrificio de la cruz «borrando el acta de los decretos que nos
era contraria, que era contra nosotros, quitándola de en medio y clavándola en
la cruz; y despojando a los principados y a las potestades, los exhibió
públicamente, triunfando de ellos en la cruz» (Col 2,14-15); con esta victoria
final sobre el pecado y la muerte confirmó en su propia carne lo que había
aconsejado a sus discípulos: «No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, que al
alma no pueden matarla; temed más bien a aquel que puede perder el alma» (Mt
10,28).
La f. cristiana es, por tanto, una realidad espiritual basada en la aceptación
de la Palabra de Dios (v. FE) y en la seguridad de la consecución de los bienes
arduos e imperecederos del Reino de los cielos (v. ESPERANZA); es una realidad
moral con la que el cristiano, reconocida su debilidad radical, se mantiene
firme en la Verdad de Dios y se enfrenta con los peligros de las tinieblas de
este mundo, con los poderes del pecado y de la muerte (cfr. Eph 6,10-18). Es la
misma debilidad humana que, con la ayuda de Cristo, lleva a la victoria del
espíritu sobre la carne; así se explica que Cristo dijera a S. Pablo: «te basta
mi gracia, que en la flaqueza llega al colmo el poder. Muy gustosamente, pues,
dice el Apóstol, continuaré gloriándome en mis debilidades para que habite en mí
la fuerza de Cristo...; pues cuando parezco débil, entonces es cuando soy
fuerte» (2 Cor 12,9-10).
Esta virtud sobrenatural de la f. viene al cristiano exclusivamente de Dios (Philp
4,13; 2 Cor 4,7-12; 1 Cor 2,1-5; 1 Tim 1,12; 2 Tim 4,17) que actúa sobre la
incapacidad del hombre caído en orden a las cosas del Espíritu; pero la
concesión de este don está condicionado a un reconocimiento humilde y consciente
de nuestra debilidad y de la existencia de un enemigo insidioso y dominador (Eph
6,10-18). Para la f. como don del Espíritu Santo, V. ESPÍRITU SANTO in, 5b.
Reflexión teológica. Algunas actitudes que con frecuencia son atribuidas a la f.
y que exteriormente tienen los mismos efectos, sin embargo no son virtuosas
porque les faltan las condiciones generales de la virtud. Lanzarse a una empresa
difícil por ignorancia, optimismo natural o habilidad no es virtud de f.;
afrontar las dificultades y los peligros arrastrado por la sola pasión o para
conseguir un fin distinto de la verdad y la justicia no puede atribuirse a la
virtud de la f. cristiana.
a) Naturaleza. En un sentido amplio, la f. es una disposición firme del alma en
el cumplimiento del deber. Así entendida, coincide con una condición
indispensable de toda virtud que, por definición, implica siempre un esfuerzo
para superar los obstáculos exteriores e interiores.
La razón de ser más honda de la f. se encuentra en la vulnerabilidad esencial
del hombre, en la existencia del mal y, de manera especial, en la vulnerabilidad
de la existencia humana referida a la muerte. Es decir, todos aquellos peligros
que despiertan el temor o excitan la audacia temeraria, haciendo claudicar al
hombre en su deber o arrastrándole a una temeridad desmedida constituyen el
objeto remoto de la virtud de la f. Su objetivo próximo se reduce, pues, a un
control y victoria sobre el temor engendrado por las más duras pruebas y a la
moderación o dominio razonables de la audacia, cuando el hombre se encuentra
lanzado en la lucha a cuerpo descubierto. Formalmente queda especificada esta
virtud por la bondad característica reconocida en el deber cumplido cuando las
dificultades, peligros y sobre todo sacrificios la acompañan.
El ejemplo típico de la f. en la tradición cristiana es el sufrimiento del
martirio (v.) para dar testimonio de la fe. El martirio es, ante todo,
testificación de la verdad; por esto, toda confesión de la verdad, cuando
resulta peligrosa o difícil de decir, participa de la virtud de la f. Concebir
el martirio como una victoria y buscar la libertad a través de la verdad son
paradojas evangélicas incomprensibles para una lógica vulgar y, sin embargo,
Tertuliano afirmaba: «allí donde somos pasados a cuchillo, triunfamos; y cuando
se nos lleva ante el juez, quedamos en libertad» (Apologeticum, 50), lo cual
viene avalado por la palabra de Cristo: «la verdad os hará libres» (lo 8,32) y
«bienaventurados los que padecen persecución por la justicia» (Mt 5,10). Este
acto de f. no busca precisamente la exaltación del hombre, sino que queda
definido y encuentra su bondad misma en el hecho de afrontar la muerte con la
intención de permanecer en el bien, en la verdad y en la justicia que se
identifican con Cristo; la medida objetiva de este acto está tomada de una luz
superior a la razón y su energía es absolutamente sobrenatural e infusa (v.
MÁRTIR).
b) Actos fundamentales. Dos grandes actitudes o vertientes pueden considerarse
en la f.: soportar (sustinere) y emprender (aggredi); estos aspectos responden
correlativamente al temor y a la audacia. «Sólo el que realiza el bien, haciendo
frente al daño y a lo espantoso, es verdaderamente valiente. Pero este `hacer
frente' a lo espantoso presenta dos modalidades que sirven, por su parte, de
base a los dos actos capitales de la fortaleza: la resistencia y el ataque» (J.
Pieper, o. c., 228). S. Tomás da la primacía al acto de soportar, subrayando de
antemano que no es una pura resignación pasiva (cfr. Sum. Th. 2-2 8123 a6; v.
i).
Parecería a primera vista que la primacía que S. Tomás da al acto de resistir
responde a una concepción «pasivista» de la vida, sin embargo sólo en un sentido
externo este acto es algo pasivo; además, S. Tomás «no piensa en modo alguno que
el acto de la resistencia posea en su entera generalidad un valor más alto que
el del ataque, ni afirma tampoco que el resistir sea en cualquier caso más
valiente que el atacar...; significa que el `lugar' propio de la fortaleza es
ese caso ya descrito de extrema gravedad en el que la resistencia es,
objetivamente, la única posibilidad que resta de oponerse; y que sólo y
definitivamente en una tal situación es donde muestra la fortaleza su verdadera
esencia» (J. Pieper, o. c., 229).
c) Pecados contrarios a la fortaleza. Son aquellos actos que constituyen, por
exceso o defecto, un desorden del temor y de la audacia (v.), como los de
cobardía o timidez, impavidez y temeridad.
La f. no elimina el temor, sino que lo ordena conforme a las exigencias de la
razón. Actitudes viciosas son tanto un temor excesivo ante los peligros y la
muerte, como la ausencia de aquél en circunstancias en que la razón lo aconseja.
Es evidente que lo más opuesto a la f., en este caso, es el vicio por exceso, el
cual no tiene un calificativo bien determinado; suele tomar el mismo nombre de
la pasión, temor, en su sentido peyorativo, teniendo en cuenta que la pasión, en
sí misma, no es mala mientras que no se oponga a las exigencias de la razón
(baste recordar que existe el temor (v.) de Dios como don sobrenatural); se
llama también timidez (v.) o cobardía. El vicio por defecto es menos frecuente
en la práctica, sin embargo no debe identificarse la f. con la ausencia del
temor o impavidez (S. Tomás lo califica como intimiditas o afobia); la f. no
adultera la realidad, sino que la acepta tal como es, por esta razón el hombre
auténticamente fuerte, en su dimensión virtuosa, ni ama la muerte ni desprecia
la vida. La f., finalmente, supone un temor racional ante el mal real, cuya
ausencia puede obedecer a la desesperación (v. ESPERANZA) originada por un
hastío de la vida, o a la temeridad cuya raíz se encuentra en un optimismo
instintivo o en la inconsciencia de la magnitud del peligro. Ambas actitudes
corresponden a los desórdenes de la audacia en sus dos modalidades, por defecto
y por exceso.
d) Partes integrantes y potenciales de la fortaleza. Las partes integrantes de
la virtud de la f. no son hábitos distintos, sino disposiciones internas que
perfeccionan la virtud cardinal y constituyen la riqueza psicológica de la
misma. A la actitud emprendedora, pujante y entusiasta (aggredi) de la f.,
corresponden las disposiciones internas de magnanimidad y magnificencia, es
decir, la tendencia victoriosa del alma que nace de la esperanza y se alimenta
de la audacia; a la actitud de permanecer (sustinere) intrépido ante el peligro,
corresponden la paciencia (v.), que conduce a la superación de las dificultades,
y la perseverancia (v.), cuando se requieren largos esfuerzos o constancia en el
trabajo emprendido. Los nombres que califican a estas disposiciones internas son
los mismos que reciben las virtudes dispositivas o partes potenciales de la f.
La magnanimidad, grandeza del alma, es decir, ser y juzgarse digno de grandes
empresas, y la magnificencia radican en una actitud general de grandeza
espiritual que tiene después diversas proyecciones.
La magnanimidad se basa en el reconocimiento y justa estima de lo que es y puede
el hombre, no sólo en una perspectiva natural sino también, y sobre todo, a
partir de la economía de la gracia que eleva y perfecciona sobrenaturalmente al
hombre y le otorga la dignidad de hijo de Dios. El objetivo de la magnanimidad
cristiana no se halla en los juicios humanos sino en la Palabra de Dios; se
cifra en la manifestación de la gloria de Dios y en la consecución de la
felicidad eterna donde aquélla aparecerá con toda su fuerza. Psicológicamente el
motor fundamental de la magnanimidad es la esperanza que tiene por objeto un
bien futuro, arduo y posible; al mismo tiempo, la virtud, como tal, constituye
la promoción más genuina del valor humano que solamente puede tener como
auténtica recompensa el honor; por fin, la magnanimidad conduce al hombre hacia
aquel objeto que realmente merece el honor: la excelencia (v. FAMA). De esta
forma la virtud abarca y une estos tres elementos: el honor, como materia
exterior propia; la pasión de la esperanza, como materia próxima; y la grandeza,
que informa propiamente a la virtud de la magnanimidad.
La grandeza interior de esta virtud exige una irradiación exterior, consistente
en el honor (v.) y, en cuanto espera conseguir las tareas emprendidas, regula la
pasión de la esperanza. Desde el ángulo de una moral puramente natural, el honor
es la única recompensa de la virtud; sin embargo, en una perspectiva cristiana
el honor, como recompensa de la virtud es de naturaleza muy distinta: los
honores humanos quedan relegados a un segundo término y condicionados siempre
por la manifestación de la gloria y honor de Dios.
Con esta virtud se encuentra también íntimamente relacionada la confianza, que
puede apoyarse en las posibilidades personales o en la fuerza de los demás; la
confianza cristiana, sin embargo, se apoya exclusivamente en el poder
omnipotente de Dios y está inspirada en la virtud teologal de la fe (v.).
Magnanimidad, esperanza y confianza son una sola virtud teologal cuyo punto de
apoyo es Dios.
La magnificencia, en fin, viene a tener casi la misma estructura objetiva de la
magnanimidad. Esta última hace referencia a la acción (agere), mientras que
aquélla consiste propiamente en hacer (facere) grandes cosas, lo cual supone
unos medios adecuados al servicio de la grandeza de los planes y la regulación
de aquéllos por la misma magnificencia.
Los vicios opuestos a la magnanimidad son la pusilanimidad (por defecto) que
consiste en la incapacidad voluntaria para concebir o desear cosas grandes, y
queda plasmada en un espíritu raquítico o ramplón. Los pecados por exceso son:
la presunción, entendida en su sentido moral, es decir, una confianza desmedida
en las propias fuerzas, una falsa autosuficiencia, consecuencia de una
apreciación subjetiva y equivocada de las verdaderas posibilidades; la ambición
(v.); y la vanagloria (v. SOBERBIA), que busca el honor en la frivolidad, en la
falsa estima de las gentes o en los honores por sí mismos. Son vicios opuestos a
la magnificencia la parvificencia, la suntuosidad y la profusión. Son dos las
virtudes anejas al acto de permanecer (sustinere) firme ante el peligro: la
paciencia, que evitará la tristeza y el descorazonamiento ante la multiplicidad
de los peligros; y la perseverancia que superará el cansancio provocado por el
esfuerzo continuo y prolongado.
V. t.: VIRTUDES 3; AUDACIA; FIDELIDAD; PACIENCIA; PERSEVERANCIA.
F. CASADO BARROSO.
BIBL.: S. TOMÁS DE AQUINO, Sum. Th. 1-2 q61; 2-2 gl23-140 ; P. LUMBRERAS,
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Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia
Rialp, 1991