Etimología y acepciones. El vocablo f. deriva del latín f ortis, fuerte,
que abarca tanto el concepto de fuerza física como. el de fuerza o energía
de ánimo. La fuerza, que no ha de confundirse con la violencia (v.), es la
potencialidad activa de un ser e implica para éste una perfección, y así
como por la primera el hombre supera y rechaza los ataques corporales, por
la segunda soporta y repele las más grandes dificultades que se oponen a
la realización moral del bien según el orden de la razón.
Desde el punto de vista de la filosofía moral, deben distinguirse
dos acepciones del término f.: a) Como una condición o modo general de
toda virtud que debe, por ende, acompañar siempre a todos los hábitos
morales para que sean auténticamente tales. Ello resulta de que uno de los
requisitos de la virtud en general reside en que se obre de modo «firme y
estable», como indica ya Aristóteles en el libro II de la Ética a Nicómaco.
El otro requisito de un acto virtuoso es que sea voluntario; pero habida
cuenta de que este carácter puede estar presente en simples actos aislados
que no están enraizados en una auténtica virtud, resulta que la firmeza y
estabilidad de ánimo representa lo que más estrictamente especifica a toda
virtud en lo que esencialmente es: hábito o disposición moral estable que
capacita para obrar bien. En esta acepción, pues, f. equivale a firmeza de
ánimo en general, presente en todas las virtudes, independientemente de la
materia o sujeto propio de cada una de ellas. b) Como virtud especial, con
una materia propia y determinada. En esta acepción la f. se cuenta como
una de las cuatro clásicas virtudes cardinales y se distingue
específicamente de las otras tres, prudencia (v.), justicia (v.) y
templanza (v.). De la f. en este sentido estricto corresponde tratar aquí,
y no de su sentido lato expuesto en la primera acepción.
Definición. La f. es la virtud (v.) cardinal que tiene por sujeto al
apetito (v.) irascible en cuanto subordinado a la razón, y por fin remover
los impedimentos provenientes de las pasiones (v.) de temor o de
temeridad, para que la voluntad no deje de seguir los dictados de la recta
razón frente a peligros graves o grandes males corporales. Que la f. es
una virtud cardinal ya se, ha explicado más arriba, pero es muy importante
determinar el lugar que ocupa en el conjunto de las cuatro virtudes
cardinales. Es función esencial de toda virtud ordenar al bien, de donde
resulta que tanto más principal y mejor será una virtud cuanto más, y más
directamente, ordene al hombre al bien. En el orden moral natural hay dos
virtudes que son constitutivas del bien, la prudencia y la justicia, y,
por ende, más importantes que las otras dos, la f. y la templanza, que son
sólo conservativas de ese bien en cuanto liberan al hombre de todo aquello
que pueda apartarlo de él. Además, las dos primeras tienen como sujeto, al
que perfeccionan, a las dos facultades más nobles y específicamente
humanas, la razón práctica y la voluntad, respectivamente, en tanto las
dos segundas se refieren a las pasiones que radican en los apetitos
sensibles. De estas dos, la f. ocupa el primer lugar, porque el temor a
los peligros graves es mucho más fuerte y eficaz para apartar al hombre
del bien que la atracción de la concupiscencia. Es más difícil y arduo
vencer el temor intenso que apartarse de un placer sensible. De aquí que
la f. ocupe el tercer lugar.
El sujeto o materia de la f. no es el apetito irascible en sí mismo,
de orden corporal y sensible, porque en este ámbito no se da la virtud que
es algo propio de la razón; es el mencionado apetito en cuanto subordinado
a la razón, porque, en el hombre, las tendencias sensibles son racionales
por participación en tanto ordenadas a obedecer a aquélla. Pero como el
apetito sensible tiene tendencias que no siempre se conforman naturalmente
a la razón, se requiere en él una cierta disposición estable que le haga
obedecer fácil y prontamente a los dictámenes de aquélla. Sólo en este
sentido se da propiamente virtud en el apetito irascible.
El objeto sobre que recae la f. es doble: a) el temor, que provoca
un retraimiento frente al mal que amenaza; b) la audacia, que inclina a
atacar ese mal. Ambas reacciones afectivas se producen frente a peligros
graves o a grandes males corporales. La función de la f. consiste en no
ceder al temor, superando su efecto inhibitorio y en moderar la
agresividad propia de la audacia.
Por último, el fin de la f. consiste en remover los impedimentos que
se han señalado anteriormente para permitir a la voluntad seguir fielmente
los dictados de la recta razón, que es el criterio, norma y medida del
bien obrar. El fin de la f. no consiste principalmente en el mero superar
el temor y moderar la audacia, sino en realizar esas funciones en razón de
y para obrar el bien, en dejar expedito el camino para que el hombre pueda
obrar según la recta razón. La esencia de la virtud no está en vencer
dificultades, sino en obrar el bien, en hacer que el hombre obre según la
razón, fácil y espontáneamente en cada acto concreto. Por eso S. Tomás
llama a la f. fortitudo mentis, que consiste fundamentalmente en una
actividad fortísima del alma en su adhesión firme y constante al bien (Sum.
Th. 2-2 g123 al y a6 ad2). De aquí que se den, muchas veces, actos
exteriores de f. que, sin embargo, no provienen de una auténtica virtud de
f. Esto puede ocurrir: a) cuando alguien ignora la magnitud de un peligro
o, conociéndola, confía en que lo vencerá porque ya lo ha vencido otras
veces o porque posee conocimientos o instrumentos especiales que le
permiten superar el peligro cómoda y seguramente. En tales supuestos falta
la razón de f. porque se afronta una situación difícil como si no lo
fuera; b) cuando alguien obra incontroladamente bajo el impulso de una
pasión, como la ira, en cuyo caso está ausente la dirección racional del
juicio prudencial; c) cuando alguien realiza un acto por elección
consciente, pero guiado no por un fin legítimo y valioso, sino sólo para
lograr bienes puramente temporales o evitar incomodidades, p. ej.,
adquirir fama o dinero, o alejar aflicciones o daños. En este supuesto
falta la necesaria ordenación y firme adhesión al bien, en tanto que tal,
y en última instancia al Sumo Bien.
Los actos propios de la fortaleza. El objeto de las reacciones
sensitivo-afectivas del temor y la audacia es el peligro. Frente a éste,
la función de la f. consiste en reprimir el temor, superando su efecto
inhibidor de la realización del bien indicado por la razón, y moderar la
audacia, haciendo que el ataque al mal que amenaza guarde proporción con
las circunstancias. De aquí que los actos propios de la f. sean el
resistir y el atacar. Pareciera que el principal de ambos fuera el atacar
porque guarda mayor similitud con el concepto de fuerza y potencialidad
activa que surge de las acepciones y etimología del vocablo f. No es así,
sin embargo, porque es mucho más difícil reprimir el temor que moderar la
audacia, en razón de que el peligro, objeto de ambos, lleva, por sí mismo,
a aumentar el temor y a reprimir la audacia. De aquí que el acto principal
de la f. sea el resistir. S. Tomás (Sum. Th. 2-2 g123 a6 adl) expone tres
razones al respecto: 1) el que resiste aparece agredido por algo que, en
principio, puede reputarse más fuerte que él, mientras que el que ataca
obra él a manera de más fuerte, y es más difícil luchar con el más fuerte
que con el más débil; 2) el que resiste experimenta actualmente la
presencia del peligro, en tanto que el que ataca lo hace bajo la razón de
peligro futuro, y es más difícil permanecer inmutable frente al peligro
presente que ante el futuro; 3) el resistir implica tiempo prolongado,
mientras que el ataque puede ocurrir con movimiento súbito, y es más arduo
permanecer firme mucho tiempo ante un mal que agredirlo en forma
repentina.
Para las virtudes anexas y vicios opuestos, v. II. V. t.: VIRTUDES;
VICIO.
BIBL.: Fuentes: ARISTÓTELES,
Ética a Nicómaco, 2 ed. México 1961, 73; S. TOMÁS DE AQUINO, Sum. Th. 1-2
q61; 2-2 gl23-140; ÍD, De Virtutibus in communi, ql a4; ÍD, De Virtutibus
Cardinalibus, ql.-Estudios: J. PIEPER, justicia y Fortaleza, Madrid 1968;
D. M. PRÜMMER, Manualis Theologiae Moralis, 10 ed. Barcelona 1945; R. P.
SERTILLANGEs, La philosophie morale de St. Thomas D'Aquin, París 1946; R.
SIMON, Moral, en Curso de Filosofía tomista, Barcelona 1968,
363-366,377-382; y los tratados generales de Ética (v.).
ABELARDO F. ROSSI.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp,
1991
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