Significado. El significado de la palabra f. (ciencia o saber popular),
usada en 1846 por W. 1. Thoms para designar la sabiduría tradicional de
las clases populares, y que luego ha adquirido uso casi universal, no es
fácil de precisar (v. I). Es el saber del pueblo, como contradistinto -no
necesariamente contrapuesto- al saber culto u oficial. Sus manifestaciones
pueden ser múltiples: refranes, narraciones, cuentos, leyendas, creencias,
ritos, costumbres, gestos, arte, canciones: todo cuanto puede manifestar
de algún modo el pensar y el sentir de un pueblo. Y no menos vario puede
ser el origen de cualquiera de esos elementos: una persona, una familia,
un suceso, etc.; decantación del saber de generaciones o de genios
individuales, o de civilizaciones extinguidas; pueden haber sido
paulatinamente inducidos -de modo consciente o inconsciente- por el mismo
saber oficial; pueden, en fin, coincidir con el pensamiento culto oficial,
oponerse, o diferir; así como pueden ser aprobados, tolerados, fomentados
o condenados por la autoridad o dirigentes de cada momento. Se trata de
elementos, cualquiera que sean, que han arraigado masivamente de tal modo
que parecen connaturales con un pueblo o sociedad; son como su creación, y
diríamos propiedad, de forma que resulta imposible, o al menos muy
difícil, investigar el origen que un día pudieron tener.
Aplicando esto al f. religioso, podrán decirse elementos folklóricos
religiosos de un pueblo dado todos aquellos -creencias, ritos, costumbres
o prácticas religiosas- que la religión oficial por ese pueblo profesada
no expresamente comparta o imponga, aunque tal vez los tolere, o incluso
favorezca. Tales elementos no pertenecen a la esencia de la religión
oficial; son patrimonio del pueblo que dentro de esa religión sigue
conservándolos, como los podría haber conservado en otra diferente. Mas
para que ese f. sea verdaderamente religioso, se requiere que la autoridad
religiosa, cuando la hay, no repruebe algo expresamente. Si esa
reprobación expresa se diere, no se tratará ya de f. -saber popular-
religioso, sino de desviación y corruptela religiosa si procede de
debilidad humana en parte infiel al mensaje religioso, o de superstición
(v.) si entraña vestigios de religiones superadas o falsas. En este caso
no se trataría de f. religioso, sino de f. supersticioso o incluso
antirreligioso.
Delimitación, origen y valoración. La distinción entre el f.
religioso popular y el saber de la religión oficial ha hecho pensar a
algunos que sólo podrá hablarse de f. religioso en aquellas religiones que
precisen estrictamente su dogma y su moral. Así F. Berge cree que sólo se
puede hablar de f. religioso en los países de religión católica -cuyo
dogma y moral son precisos- y, en un grado menor, en el cristianismo y en
los monoteísmos, especialmente en el musulmán. De hecho, sólo trata del f.
religioso en la religión católica (cfr. Historia de las religiones de
Quillet, vol. IV), aunque luego también incluya en el f. universal
-creemos que sin acierto- las tradiciones diluviales. Respecto a los
primitivos, dice que o todo es f., o nada es f., sino todo religión
oficial, según como se mire. Sin embargo, en casi todas las religiones se
puede distinguir lo que la religión oficial enseña e impone, y la
concretización práctica que el pueblo hace de esa religión aceptada por
él; aunque la autoridad religiosa la acepte, e incluso después fomente. La
distinción global es fácil, aunque no pocas veces pueda ser difícil en un
detalle concreto. Más adelante veremos ejemplos.
Respecto a los pueblos primitivos (v.), hay ciertamente una religión
oficial: la enseñada y transmitida en las iniciaciones; pero hay también
un elemento popular, no propiamente iniciático (v. FIESTAS I).
Prescindiendo de detalles escénicos introducidos en las varias
iniciaciones (v.), que se deben más a la necesidad de expresión popular
que a la transmisión de la misma enseñanza iniciática, recordemos tan sólo
los refranes de carácter religioso, que son los que con frecuencia dan a
conocer mejor y más claramente las creencias de esos pueblos primitivos;
son los refranes uno de los elementos folklóricos más importantes, y de
los que mejor manifiestan el saber popular. Pues bien: no hay pueblo
primitivo que no abunde en refranes de carácter religioso, con la
característica de que suelen ser monoteístas incluso en los ambientes
politeístas, y a veces reflejan una moral más pura que la de la misma
religión oficial, muchas veces decaída.
Citemos tan sólo tres ejemplos de autores. Koppers usa
abundantemente refranes de los primitivos para dar a conocer sus
respectivas creencias y convicciones morales. Parrinder hace lo mismo con
relación a los pueblos africanos. Y Lufuluabo usa de los refranes de los
bantúes como uno de los mejores sillares para estructurar lo que podríamos
llamar su teodicea bantú. Si algo es del pueblo son los refranes; si algo
es folklórico son esos mismos refranes; y ese elemento se da en los
pueblos primitivos como magnífico ejemplo de f. religioso. Y entre los
primitivos no todos son iguales, hay también en ellos pensadores y
dirigentes (basta recordar la obra de Radín, El hombre primitivo como
filósofo). Naturalmente, esos refranes no se oponen a la religión oficial
-aunque no pocas veces la superan-; son su concretización popular en
fórmulas breves y asequibles, salidas de la piedad del pueblo.
Camino inverso a F. Berge han seguido otros, dando como f. todas las
tradiciones de los primitivos -asimilándolas a los cuentos de hadas-,
especialmente cuando han alcanzado tal difusión que sus vestigios se
encuentran prácticamente en todos los pueblos. Es el camino seguido por
Frazer en su Rama de Oro, y aún más, en su El Folklore en el Antiguo
Testamento, a quien ha seguido recientemente T. H. Gaster en su Mito,
Leyenda y Costumbre en el Antiguo Testamento. Desacertadamente usan el
término f. en sentido peyorativo, como si careciera de verdad objetiva. En
parte los sigue F. Berge, cuando incluye en el apartado Folklore de la
Historia de las Religiones de Quillet las leyendas del diluvio, aunque
cuida bien de precisar que no quiere pronunciarse ni en pro ni en contra
de su realidad objetiva como hecho histórico.
Sin embargo, en primer lugar, si hay un mito o tradición
verdaderamente universal, tiene todas las garantías de ser objetivo, mucho
más que las especulaciones de los sabios, o que las mismas explicaciones
de la mayor parte de las religiones oficiales. Debe, pues, distinguirse
bien lo que es verdaderamente universal, dándolo como objetivo -pues no
puede errar la humanidad entera en algo que informa toda su vida-, de lo
que son variantes accidentales en ese depósito común, o bien
manifestaciones de concepciones más o menos extendidas, pero no
universales: sólo en este último caso podría discutirse la validez
objetiva, y hablarse de folklores de pueblos particulares y concretos. En
segundo lugar, cuando Frazer -y lo mismo Gaster- habla del f. en el A. T.,
comenzando ese f. con las tradiciones de los orígenes, que ocupan casi la
mitad del Génesis (v.) -creación, pecado, muerte, diluvio, torre de Babel,
etc-, falsea totalmente el término f., pues no se trata de creencias
populares, sino de enseñanzas de la religión oficial, en este caso
reveladas o inspiradas por Dios, que el pueblo comparte. Sólo puede
hablarse de f. en el sentido de que esas creencias son comunes a muchos
pueblos -prácticamente a todos-; pero en tal caso, el monoteísmo de una
religión sería f., por ser común a muchas religiones y pueblos; y lo mismo
cualquier creencia o precepto religioso -hay una serie de preceptos
morales prácticamente comunes a todos los pueblos-. Mas no es eso lo que
se entiende por folklore.
El f. religioso no es lo impuesto por la religión oficial, que podrá
tolerarlo o incluso fomentarlo, pero no imponerlo. Si la religión oficial
lo impone, ya no es f. religioso, sino religión oficial y organizada, del
todo precisada por la autoridad. Y las tradiciones de los orígenes (Gen
cap. 1-11) no son una creencia popular israelita: son enseñanza de la
misma religión oficial; son la base del monoteísmo patriarcal, de la
religión de los patriarcas; y la base de la religión mosaica, y por eso
Moisés las consigna en el Pentateuco (v.). Su verdad podrá o no admitirse,
tomarse en parte o en todo, como podrá hacerse con la misma religión
israelita; pero lo que no puede hacerse es tenerlas como f., pues son
elemento constitutivo principal de la religión israelita.
Y tampoco son f. esas tradiciones en los demás pueblos, al menos no
en la mayoría de ellos. No en los primitivos, en los que esas tradiciones
forman la base de las enseñanzas y dramatizaciones iniciáticas, como
constata Gordon, y en los que esas creencias influyen en la vida religiosa
y en los ritos cultuales. Tampoco en las religiones más evolucionadas, que
ordinariamente incorporan esas tradiciones como verdad las mismas. Sólo
podría hablarse de verdadero f. en aquellos casos, más bien raros, en que
las religiones nuevamente surgidas se hayan liberado de esas tradiciones y
dejen de enseñarlas, aunque toleren que el pueblo siga con ellas en su
espíritu conservador. Puede discutirse si esas mismas tradiciones de los
orígenes, no siendo ellas folklóricas, puedan contener, sin embargo,
elementos folklóricos. Personalmente creemos que sí: muchos elementos
meramente representativos y expresivos se debieron al pueblo, que
plastificó la tradición que contenía un fondo doctrinal propuesto por la
religión oficial, para, así acomodado, mejor entender ese mismo contenido.
Elkin ha consignado que en las iniciaciones australianas se añaden a la
dramatización no pocos elementos de éstos, simplemente para hacer reír,
distender los ánimos de los iniciandos y hacerles vencer el sueño. Esos
elementos son precisamente los que suelen variar en las tradiciones -los
recursos expresivos varían de pueblo a pueblo, y aun de individuo a
individuo-, dentro del mismo contenido de fondo y de verdad común. Por
ello, cuando algún elemento representativo -p. ej. el modelaje en arcilla-
es verdaderamente universal, tiene casi garantía absoluta de pertenecer a
la religión oficial, a lo oficialmente impuesto, y, por su imposición
universal, también tiene garantías de verdadero.
Elementos de folklore religioso. Se deben distinguir dos clases
principales: los que son sobrevivencia de religiones pasadas y extinguidas
oficialmente, pero conservados en el pueblo; y los que son creación del
mismo pueblo en un intento de hacer asequible la religión que actualmente
profesa, dándole su modo peculiar. Cualquier estudio del f. religioso de
una religión determinada debe en lo posible clasificar y separar esas dos
clases de elementos. Pero adviértase que lo sobreviviente de religiones
desaparecidas puede a su vez ser ya folklórico en su origen, es decir,
creación o acomodación hecha por el pueblo de la antigua religión oficial.
Más aún, eso es lo más ordinario; pues no suelen ser los elementos
oficiales, sino los populares, los que sobreviven al extinguirse una
religión o ser sustituida por otra. Por ello, para entender la génesis del
f. religioso ha de atenderse fundamentalmente a los elementos de la
segunda clase. No se puede hacer aquí un estudio detallado. Indicaremos
brevemente, y aclararemos con algunos ejemplos, ambas clases de elementos
folklóricos (aunque en el fondo, remontándonos en el tiempo, se trataría
de una clase única).
Elementos folklóricos herencia de religiones extinguidas. Se dan en
todas las religiones. Ninguna -ni siquiera el cristianismo- puede
sustituir y desplazar una religión sin incorporar elementos que el pueblo
no quiere o no tiene por qué dejar. Esos elementos no suelen pertenecer a
la religión oficial extinguida, sino a la religión popular, a lo que
podría llamarse religión natural o base natural de toda religión (v.).
Ejemplo clásico es el paganismo (v.) romano: los grandes dioses del
Panteón (v.) grecorromano fueron totalmente olvidados; sin dificultad,
nada quedó de la religión oficial al llegar el cristianismo. Pero no se
extinguieron elementos populares religiosos no olímpicos: p. ej., detalles
del culto familiar -en el que el Estado romano no entraba-; del culto de
los lares y penates, especialmente de los lares del campo y de
encrucijadas -que la religión oficial, a partir de Augusto, intentó
regular-; del culto a los difuntos (v.). El catolicismo asumió esos
elementos, que ya se encontraban en el pueblo y que no tenía por qué
renunciar a ellos, y los cristianizó, con impulso del mismo pueblo: cruces
o cruceros en los desvíos de los caminos, imágenes en las casas, etc. Algo
semejante sucedió con el culto en determinados lugares, comunes a todas
las religiones, y en Occidente especialmente en el ámbito celta (v.):
desaparecieron los dioses, ninfas, etc., pero siguió el culto en esos
lugares, ahora al Dios de la Revelación, a los ángeles o a los santos; la
Iglesia, en muchos casos, no hizo más que contribuir a darles signo
cristiano, colocando en montes, fuentes o bosques, la imagen de la Virgen,
o de un ángel o de un santo; y, a veces, en las peregrinaciones que a esos
lugares siguieron hay mucho costumbrismo, o puede haberlo, de
supervivencia pagana.
En general, cuanto más universal es un elemento folklórico de éstos,
tanto es más primitivo. Lo más primitivo es lo que nunca se extingue, lo
que siempre perdura; es lo más elaborado lo que perece ante otra
civilización; lo primitivo no puede perecer más que si perece el hombre.
Por eso, también, esos elementos folklóricos reflejan lo más básico de la
religión humana: podrán depurarse, nunca suprimirse. Quien, bajo pretexto
de depuración, se empeñara en destruirlos, destruiría simultáneamente la
misma religiosidad humana, por desconocer su naturaleza. Piénsese, p. ej.,
en la antigüedad del culto familiar -imagen de la diosa Madre en el hogar
paleolítico y neolítico-; en la veneración y recuerdo de los muertos; en
la medalla que sustituye a dioses protectores o simplemente amuletos
llevados siempre por los hombres: desde la bulla romana hasta la mandíbula
del pariente difunto llevada por los Semang y Andamaneses, pasando por el
amuleto de garra de leopardo de los pigmeos -aun hoy, cuando se suprime la
medalla surge infaliblemente la mascota y el amuleto-; en la universalidad
de procesiones y peregrinaciones; en el culto de imágenes o símbolos que
hagan a Dios presente, etc. Todo eso se podrá depurar; pero jamás
suprimir, sin con ello matar la misma vida religiosa del hombre.
Elementos folklóricos para expresar la religión. La segunda clase de
elementos folklóricos religiosos son los creados por el pueblo para mejor
captar la religión que profesa. Estos elementos dan a conocer cómo el f.
se ha formado: no sólo el presente, sino también el antiguo, y el heredado
de religiones pasadas.
La religión oficial insiste siempre más fácilmente en la
trascendencia de lo divino, y vela por ella, para que el conocimiento de
lo divino no se corrompa; y la describe de modo elevado -al menos
relativamente-, más o menos abstracto y complicado. Pero el hombre, su
familia o su clan, necesita más considerar la inmanencia de lo divino.
Inmanencia necesaria para fomentar la piedad y el culto. El hombre tiende
a considerar a Dios -o a los dioses- más a la mano, pues ha de recurrir a
ellos, y es más difícil recurrir a un ser lejano. Por eso el Ser Supremo
de la religión que podríamos llamar oficial primitiva, abandonada a partir
del pecado a los simples impulsos humanos, fue, si no eliminado del todo,
prácticamente sustituido por dioses «más cercanos».
La Revelación cristiana muestra a Dios, la Virgen, los Santos en el
cielo (v.), y al mismo tiempo muy cerca de nosotros (V. ENCARNACIÓN;
EUCARISTÍA; COMUNIÓN DE LOS SANTOS). El cristiano concreto tiende a
detenerse más en lo segundo y ver a Jesucristo, la Virgen, etc., en la
imagen concreta -la viste, la enjoya, etc.-; necesita tratar a los santos
como si estuviesen todavía aquí, o plastificar de algún modo la realidad
de la comunión de los santos -pueblos en que se ofrece vino con la bota a
S. Roque, etc-. Todo esto son tipos, a veces extremos, de f. religioso;
pero que muestra bien claro que los hombres concretos necesitan acentuar
la inmanencia, la cercanía de lo divino y sobrenatural, la presencia real
y aquí de la persona honrada o del bien divino recibido o esperado (p. ej.,
V. FIESTAS; CULTO). Podría decirse que por eso el Verbo se hizo hombre, y
se quedó en la Eucaristía con los hombres, porque sabía bien esa necesidad
humana, porque es quien ha creado el corazón y modo de ser humanos. Por
eso en Jesucristo, Verbo encarnado, y en la Eucaristía, se ha verificado
una perfecta armonía de la trascendencia e inmanencia de lo divino
respecto a lo humano, «Dios con nosotros» que de diversas formas los
hombres siempre han intuido al menos.
Esa tendencia a la inmanencia, a hacer sensible, presente y aquí el
objeto religioso, o a simplificarlo cuando se trata de enunciado de
verdades, se da en todas las religiones, dando origen a su f. religioso,
vigilado, controlado, y aprobado o secundado luego por la religión
oficial, cuando ésta conoce las necesidades humanas. Así los refranes:
reducen a fórmulas simples, retenibles e inteligibles por todos, los
principios religiosos más importantes. Y cuando, como no es infrecuente,
esos refranes muestran una pureza religiosa mayor que la de la misma
religión oficial con la que coexisten, testifican la existencia de una
religión anterior más pura, que ha decaído o ha sido sustituida, pues
tales refranes no hicieron más que poner al alcance de la comprensión
popular, en formulación apta, lo más fundamental de la religión.
Las religiones ponían a los dioses en el cielo, o en el mundo
subterráneo si eran divinidades infernales. Los hombres los necesitaban en
la tierra, al alcance de la mano. Compárese el concepto divino egipcio que
refleja la teología menfita del dios Ptah, o los documentos referentes a
Amón, «el Escondido», con la toilette que se hacía a las estatuas de los
dioses en el Antiguo Egipto, con el invento de que una de las almas del
dios vivía en la estatua, o se manifestaba en el animal que le estaba
consagrado, o con la veneración a la infinidad de estatuillas domésticas
que se han encontrado (ya que en los templos no podía entrar el pueblo,
como tampoco podía entrar en el palacio del rey: y el templo era el
palacio del rey del cielo, del dios). Todo eso es f. religioso, es
acentuar la inmanencia de un Dios trascendente para poder intimar con él:
la religión oficial lo admitía, incluso lo enseñaba -aunque fuese
difícilmente conciliable con su concepción metafísica trascendente de los
dioses-, pero lo aceptaba y enseñaba porque así lo exigía la religiosidad
del pueblo. A veces ese f. exageraba un poco: tal sucedía, p. ej., con la
fiesta de la borrachera -que conmemoraba una especie de pecado original y
su castigo, junto con la liberación de ese castigo por la misericordia de
Ra-, en que durante quince días todo el mundo se emborrachaba; o con los
combates osirianos, a veces llevados más allá de lo debido: no es probable
que la religión oficial los aprobara expresamente, simplemente lo
toleraba; de modo quizá parecido a como hace la Iglesia con los que dan
vino a S. Roque por su fiesta.
Análogos fenómenos se observan en Mesopotamia: concépto alto de la
divinidad; antropomorfismo total en culto y procesiones -que nada tenían
que envidiar a las panegirias egipcias-, el dios convivía con los hombres.
Y las bacanales de Año Nuevo -en un periodo de la fiesta, que duraba
quince días-, como las saturnales romanas, tampoco es probable las
aprobara expresamente la religión o la autoridad oficial: las toleraba
como medio de expresión, adecuado al pueblo, del caos que precedió a la
creación y del beneficio que consigo trajo la ordenación que del mundo
hicieran los dioses. Igualmente, no es fácil pensar que la religión
oficial fomentara la prostitución sagrada en los templos de Ishtar (v.
ASTARTÉ), aunque la toleraba, como expresión de la fecundidad de la diosa,
e incluso la aprovechara económicamente. Hay documentos que muestran la
desaprobación de las clases altas dirigentes: Gilgamesh, rey de Uruk,
ciertamente no la aprobaba, ya que reprende a Ishtar por ello; y los
himnos religiosos a Ishtar que se nos han conservado la presentan como la
Toda Pura, que intercede por los pecadores y los purifica gracias a su
pureza: son oraciones que parecen demostrar que ni la religión oficial ni
las almas eximiamente religiosas la veían a la luz de las costumbres
populares.
La Iglesia recuerda y conmemora el nacimiento de Cristo (v.
NAVIDAD); el pueblo necesita en cambio plastificar ese acontecimiento: no
basta la conmemoración litúrgica. Y surgieron folklóricamente los Belenes
en toda la Cristiandad -sobre todo a partir de San Francisco de Asís-. En
el budismo (v.) no cabría lógicamente el culto a los difuntos; mas en
China, por presión del pueblo, no pudo menos de incorporarlo, y lo hizo de
tal modo que casi calcó los oficios nestorianos por los difuntos, con
quienes un tiempo convivió en China (v.). Piénsese igualmente en la
diferencia entre la concepción filosófica y la religión popular taoísta
(v. TAOíSMO), que embebe al pueblo chino.
Para terminar, insistiremos en que es necesaria y objetivamente
valiosa tanto la religión oficial organizada como su f. popular, un f.
vigilado, guiado por la misma autoridad religiosa, para que no se desvíe.
La masa popular, sin autoridad religiosa, fácilmente puede caer en
diversos errores o excesos; la autoridad religiosa sin contar con las
costumbres populares podría hacerse estéril, convertir la religión en
filosofía o teología sin más, dejando de ser la religión alga vivo, y
principio de vida que informa toda la vida humana.
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Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp,
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