1. La filiación divina como estado. La filiación es una relación real que
constituye a un ser vivo en hijo de otro ser vivo, de quien ha recibido la
vida y con quien tiene, en consecuencia, identidad de naturaleza. Esta
filiación divina natural se da en un grado eminente en Dios Hijo:
«Jesucristo, Hijo unigénito de Dios, y nacido del Padre antes de todos los
siglos... engendrado, no hecho; consustancial al Padre» (Conc. de Nicea,
a. 325, Denz.Sch. 125). Pero Dios quiso comunicar esta paternidad, quiso
que también los hombres fueran hijos suyos; después de haber manifestado
el amor divino en la obra de la creación (v.), de nuevo expresó su amor en
una nueva creación (v. REDENCIÓN) por la que Dios hacía a los hombres
hijos suyos, hijos en torno al Hijo, adoptivos en torno al Unigénito: «Ved
qué amor nos ha mostrado el Padre, que seamos llamados hijos de Dios y lo
seamos» (1 lo 3,1), «Al llegar la plenitud de los tiempos envió Dios a su
Hijo nacido de una mujer... para que recibiésemos la adopción de hijos» (Gal
4,4). La f. d. del cristiano no es, evidentemente, una f. d. natural -que
sólo corresponde a Dios Hijo- sino adoptiva. Pero la adopción divina tiene
unas características particulares: el cristiano ha recibido de su Padre
Dios la vida divina con la gracia (v.), de modo que goza de una
participación de la naturaleza de Dios, con una relación real -y
constitutiva de su ser cristiano- de filiación. La distinción entre
filiación natural humana y la divina adoptiva estriba en que, en la
primera, lo que después de la generación es vida de los hijos ya no lo es
de los padres, y los hijos viven con independencia de los padres. Por el
contrario, en la f. d. es la misma vida de Dios la que da vida
sobrenatural a los hombres, lo que la mantiene y la desarrolla.
La f. d. del hombre se realiza por un doble camino ascendente y
descendente; además de hacerlo partícipe de la naturaleza divina por la
gracia, Dios mismo se hizo partícipe de la naturaleza humana: se hizo
hombre el Hijo Eterno del Padre, «por manera que sea el mismo Hijo el
Primogénito entre muchos hermanos» (Rom 8,29). Por consiguiente, el hombre
se ha familiarizado con Dios, ha sido incluido en la vida íntima de Dios,
ha adquirido unas profundas relaciones con las tres Personas Divinas,
porque «la adopción, aunque sea común a toda la Trinidad, se apropia, sin
embargo, al Padre como su autor, al Hijo como modelo, al Espíritu Santo
como al que imprime en nosotros la semejanza a ese modelo» (S. Tomás, Sum.
Th. 3 q23 a2).
La f. d. es la raíz de la nueva plenitud de vida que le es dada al
hombre en el plano sobrenatural y es por esa vía por donde su ser se abre
más plenamente al Ser de Dios, donde alcanza para su existencia un sentido
del todo consistente, donde remonta de modo inusitado las limitaciones
propias de la criatura, donde sana todas las quiebras y los conflictos de
sus tendencias y los vacíos que el pecado le dejó. De aquí que alcanzar y
vivir la f. d. sea la decisión más alta posible de la existencia del
hombre, la respuesta a su vocación de cristiano, y realizar esta decisión
es lo que el hombre debe conseguir en todas las alternativas de su
existencia.
Por consiguiente, en un plano ontológico la f. d. es el fundamento
de la libertad, seguridad y alegría de los hijos de Dios y, en un plano
psicológico, el fundamento de estas prerrogativas filiales está en la
conciencia de esa f. d.: conciencia de plenitud sobrehumana -ahora en
desarrollo-, y en donde el ser precario e indigente que es el hombre
encuentra la protección que necesita, el calor paternal y la seguridad del
futuro que le permite un sencillo abandono ante las incógnitas del mañana,
que le confiere la seguridad -cierta por la fe, efectiva por la caridad y
consoladora por la esperanza- de que detrás de todos los azares de la vida
hay siempre una última razón de bien: «Todas las cosas contribuyen al bien
de los que aman a Dios» (Rom 8,28).
Por otra parte, a partir de la f. d. el hombre tiene acceso a la
contemplación (v.) de la intimidad divina, de la vida intratrinitaria: ésa
es la verdad más alta que es posible imaginar, y de ahí aquel gaudium de
veritate de S. Agustín, que revierte sobre el alma entera: el gozo de la
verdad, la alegría de contemplar la Verdad que suscita amor, que es la
contemplación propia del Hijo, en quien el hombre vive mediante la f. d.
recibida. La gracia, la participación en la naturaleza divina, la f. d.
dispone al hombre a través de la fe para el conocimiento de Dios, y ese
conocimiento engendra en el alma el amor filial que se traduce en la
conducta esencialmente cristiana: docilidad, abandono, sencillez,
confianza, vida de infancia espiritual, responsabilidad, etc.; conducta
que, en último término, se reduce a la práctica de las virtudes teologales
(fe, esperanza, caridad), fundamentos divinos que configuran la existencia
del cristiano.
La fidelidad (correspondencia a la gracia) a la condición de hijos
adoptivos de Dios confiere al cristiano la libertad (v.) con que Dios
mismo ha gratificado a sus hijos (Gal 4,31), la alegría (v.) misma dé
Cristo (lo 15, 11) y la herencia que corresponde, por la gracia, a los
hijos adoptivos de Dios: «Que no habéis recibido el espíritu de siervos
para recaer en el temor, antes habéis recibido el espíritu de adopción por
el que clamamos: Abba, Padre! El Espíritu mismo da testimonio a nuestro
espíritu de que somos hijos de Dios. Y si hijos también herederos;
herederos de Dios, coherederos de Cristo» (Rom 8,15-17). Si las virtudes
teologales, actualizadas en la conducta humana con una disposición de
docilidad, abandono, sencillez, vida de infancia, etc., son el modo de
vivir la f. d., la libertad y la alegría sobrenaturales son consecuencia
de vivirla con fidelidad.
2. La filiación divina como conducta y actitud. Como del ser se
sigue el actuar, del estado de filiación se sigue la actitud filial; el
ser hijo obliga a portarse como hijo, a estar dispuesto a serlo, a
sentirse hijo. La f. d. impone un modo propio en el actuar del cristiano,
que, en cada situación concreta, se sabe y se siente hijo de Dios: «Los
hijos... ¡cómo procuran comportarse dignamente cuando están delante de sus
padres! Y los hijos de Reyes, delante de su padre el Rey, ¡cómo procuran
guardar la dignidad de la realeza! Y tú... ¿no sabes que estás siempre
delante del gran Rey, tu Padre Dios?» (1. Escrivá de Balaguer, Camino, 25
ed. Madrid 1966, n° 265). La consideración de la f. d. hace adquirir al
cristiano, en todas las circunstancias de su vida, un modo de
ser-en-el-mundo esencialmente amoroso que es una de las manifestaciones
esenciales de la virtud de la fe; una fe que no es mera formulación
abstracta sino viva consciencia de la presencia (v.) de Dios: «Es preciso
convencerse de que Dios está junto a nosotros de continuo. Vivimos como si
el Señor estuviera allá lejos, donde brillan las estrellas, y no
consideramos que también está siempre a nuestro lado. Y está como un Padre
amoroso -a cada uno de nosotros nos quiere más que todas las madres del
mundo pueden querer a sus hijos-, ayudándonos, inspirándonos,
bendiciendo... y perdonando... Preciso es que nos empapemos, que nos
saturemos de que Padre y muy Padre nuestro es el Señor que está junto a
nosotros y en los cielos». (íd., o. c., n° 267; este autor ha hecho de la
f. d., punto central de la doctrina cristiana, una de sus más constantes
enseñanzas: cfr. Consideraciones espirituales, Cuenca 1934, 81 ss.,
después, en Camino, cap. Infancia espiritual y Vida de infancia; también
en Santo Rosario -cuya 11 ed. data de 1934- se advierte el tono de una
oración saturada de las ideas de la f. d. y de la infancia espiritual).
También la virtud de la esperanza desempeña un papel esencial y
permanente en el cristiano que se siente y vive como hijo de Dios, porque
es capaz de despertar en el hombre las energías morales más intensas; tan
intensas y poderosas que alcanzan a donde no llega el simple poder humano,
en cuanto que se trata de una virtud sobrenatural, de una fuerza divina y
superior y de una cualidad fundamental que Dios no otorga sino a quienes
se hacen hijos suyos. Por eso, la actualización de la fe y de la esperanza
dispone al cristiano a vivir la f. d. que, como se dijo antes, supone un
modo de ser-en-el-mundo concretado en una actitud de abandono, docilidad,
sencillez y confianza que son las virtudes más expresivas de la vida de
infancia espiritual propia de los hijos de Dios. De esa actitud habla
Cristo cuando dice a los Apóstoles: «Si no os volviereis e hiciereis como
niños, no entraréis en el reino de los cielos» (Mt 18,3). Con estas
palabras exige el Señor una conducta y disposición de ánimo que se
encuentran realizadas en el niño en forma de ausencia, de orgullo y
vanidad, ausencia de desconfianza y de espíritu calculador; el niño vive
confiado y entregado a sus padres. El camino de infancia, el abandono, la
niñez espiritual implica una fuerte y sólida vida cristiana porque exige
la sumisión del entendimiento, más difícil que la sumisión de la voluntad.
Para sujetar el entendimiento se precisa, además de la gracia de Dios, un
continuo ejercicio de la voluntad, dándose como consecuencia la paradoja
de que quien sigue el camino de infancia, necesita robustecer y virilizar
su voluntad (cfr. J. Escrivá de Balaguer, o. c., n° 856-901). Vivir la f.
d., ser niños ante Dios, supone madurez humana: «Este vivir en mayoría de
edad no está en oposición al ser niño, sino al no estar maduro, a la
irresponsabilidad e inexperiencia; estaría en contradicción con él la
conducta de quien se cerrara ante el Padre celestial en orgullo y
terquedad, en insinceridad y desconfianza» (M. Schmaus, Teología
Dogmática, V, 2 ed. Madrid 1962, 162).
El alma que ha contemplado la imagen de Cristo y vive la f. d., se
siente arrastrada por un fuerte y espontáneo deseo de imitar a Jesucristo
para llegar «al estado de un varón perfecto, a la medida de la edad
perfecta que corresponde a la plenitud de Cristo, para que ya no seamos
niños, que fluctúan y se dejan llevar de todos los vientos de las
opiniones humanas por la malicia de los hombres, que engañan con astucia
para inducir al error, sino que, al contrario, siguiendo la verdad con
caridad, en todo vayamos creciendo en Cristo, que es nuestra cabeza, de
quien todo el cuerpo, trabado y unido por todos los vínculos que lo unen y
nutren según la operación de cada miembro, recibe el aumento propio del
cuerpo para su perfección mediante la caridad» (Eph 4,13-16).
Todo crecimiento en la virtud de la esperanza lleva consigo un
crecimiento en la caridad: «El que alguien nos ame hace que nosotros
esperemos en él; pero el amor a él es causado por la esperanza que en él
tenemos» (S. Tomás, Sum. Th. 1-2 q40 a7), «las virtudes teologales, en un
santo movimiento circular, refluyen en sí mismas; el que es llevado por la
esperanza al amor, tiene desde entonces una esperanza más perfecta y cree
al mismo tiempo más firmemente que antes» (Id., Quaestio disp. De Spe, 3
adl). En consecuencia, la vida del hombre que se sabe y se siente hijo de
Dios queda configurada por las tres virtudes teologales: «La fe muestra el
fin, la esperanza va a su consecución, la caridad une con él» (íd., In 1
Tim 1,2). Pero como sólo la caridad es la forma perfecta de la fe y de la
esperanza, en cuanto que sin aquéllas éstas son virtudes imperfectas,
informes, se puede decir que la caridad es la forma de todas las virtudes,
el «vínculo de la perfección» (Col 3,12). Por esto, la caridad es la
virtud esencial del hijo de Dios, la que confiere unidad a su vida, de tal
forma que se hace consciente de que en todas las circunstancias de su vida
(en el trabajo, en la familia, en las relaciones sociales, etc.) se
encuentra la voluntad amorosa de su Padre Dios, que se le da a conocer a
través de personas y SUCESOS (V. VOLUNTAD DE DIOS).
La f. d. impone al cristiano una gran responsabilidad, porque
implica, en cierto modo, un «endiosamiento», que no es manifestación de
soberbia sino de humildad: un modo de hacer patente su unión con Dios; es
su indigencia (como hombre) la que le mueve a refugiarse en Dios (como
hijo), a «endiosarse» con «un endiosamiento que, al acercarle a su Padre
Dios, le hace más hermano de sus hemanos los hombres» (J. Escrivá de
Balaguer, Consideraciones espirituales, n° 32). Ésta es la responsabilidad
y el modo de vivir la f. d.: orientar toda la vida y todas las
ocupaciones, con espíritu de servicio, hacia la consecución de la unidad y
del amor entre los hombres, haciendo que se sientan verdaderos hermanos en
la gran familia de los hijos de Dios.
3. Consecuencias de la filiación divina. Envió Dios a su Hijo para
redimir a los que estaban bajo la Ley a fin de que recibiesen la adopción
de hijos; y así ninguno es ya siervo, sino hijo; y siendo hijo, es también
heredero de Dios (cfr. Gal 4,4-7). La adopción divina supone, para el
cristiano, un renacimiento (2 Cor 5,17) y el renacido por la acción de la
gracia divina recibe, con la condición de hijo, la libertad de los hijos
de Dios (Rom 8,21). Ahora está bajo la ley de la libertad y de la gracia,
que desde su interior le enseña a descubrir en el precepto exterior la voz
del Padre, el llamamiento de amor. La condición filial es ahora la
verdadera ley del cristiano.
La ley de Cristo es «ley de libertad» Clac 2,12) porque es «ley de
amor» (Gal 6,2), porque es la «ley de la fe», y como tal es,
esencialmente, don del amor de Dios y energía para obrar en el amor (Gal
5,6). Y donde se da amor por amor, donde el obrar es movido por la fuerza
interior del amor, allí existe la más alta libertad interior. Lo que
produce propiamente la libertad de los hijos de Dios es la gracia del
Espíritu Santo, lo que la preserva es la docilidad y el abandono filial a
Dios Padre. Puede hablarse, con toda propiedad, de la libertad de los
hijos de Dios y de todo lo que la libertad incluye, sólo cuando se da una
determinada disposición de vivir «conforme al Espíritu» (Gal 5,15),
«porque todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, ésos son hijos
de Dios» (Rom 8,14). La libertad, consecuencia de la f. d., es al mismo
tiempo un don y un deber porque está en relación con la virtud de la
responsabilidad. La libertad hace al hombre responsable de sus actos; es
un don que se le ha conferido en virtud de su filiación y por lo mismo
entraña el ejercicio de la responsabilidad, propia de un buen hijo.
La f. d. es la raíz de la nueva plenitud de vida que le es dada al
hombre en el plano sobrenatural, y la manifestación genuina del hombre a
la plenitud de su propio vivir es la alegría, que fue la pequeña
apariencia del pagano y es, ahora, el gigantesco «secreto» del cristiano (cfr.
G. K. Chesterton, Ortodoxia, Madrid 1917, 308311). La f. d. dispone al
hombre al conocimiento de Dios, y ese conocimiento engendra una inmensa
alegría, la participación en el gozo de Dios, en sus eternas procesiones
de conocimiento y amor, la participación en la alegría de la Trinidad.
El hombre que se siente hijo de Dios no pierde la alegría como no
pierde la serenidad. La conciencia de la f. d. libera al hombre de
tensiones interiores y cuando, por su debilidad, se descamina, si
verdaderamente se siente hijo de Dios, es capaz de volver a Él seguro de
ser recibido por el Padre del cielo.
El hijo de Dios es también heredero de Dios; tiene derecho a sus
bienes. El hombre se hace heredero de Dios al convertirse en coheredero de
Cristo, hermano de Cristo y, por tanto, hijo de Dios (Rom 8,17; Gal 4,7;
Tit 3,7; 1 Pet 3,22). El derecho de herencia que tiene el justo por ser
coheredero de Cristo se refiere al cielo y a la tierra: «Tú eres mi Hijo,
yo te he engendrado hoy. Pídeme y haré de las gentes tu heredad, te daré
en posesión los confines de la tierra» (Ps 2,8). El cristiano se encuentra
en la situación de un hijo a quien su padre ha prometido en herencia toda
la tierra y que ya ha recibido prenda de ella; pero que sólo en el futuro
tomará plena posesión de esta herencia, cuando participará ya sin velos en
la vida de Dios y se convertirá en señor de todo el mundo; nadie se
cruzará en el camino de otro, porque cada uno poseerá y dominará el cielo
y la tierra de modo distinto y propio sólo de él (cfr. M. Schmaus, o. c.,
163-164).
La f. d. es el «secreto» de la libertad, de la alegría y de la vida
sobrenatural del cristiano y este «secreto» -al alcance de todos los
hombres- se resuelve con la fe, la esperanza y la caridad.
V. t.: FIDELIDAD; INFANCIA ESPIRITUAL; PIEDAD 11.
BIBL.: Además de la citada en el
artículo: CH. BAUMGARTNER, La gráce du Christ, 2 ed. París 1965; Filiation
adoptive, en Dictionnaire de Spiritualité, fasc. XLI, col 715-726; J.
BITTREMIEUX, Utrum unio cum Spiritu Sancto sit causa formalis filiationis
adoptivae justi?, en «Ephemerides Theologicae Lovaniensese 10 (1933)
427-440; E. CUTTAZ, L'Enfant de Dieu. Essai sur l'esprit filial, París
1932; P. Y. EMERY, Le Christ notre récompense. Gráce de Dieu et
responsabilité de 1'homme, Neuchátel 1962; J. LANSSENS, .Nutre filiation
divine d'aprés saint Cyrille d'Alexandrie, «Ephemerides Theologicae
Lovaniensesv (1938) 233-278; J. LUKAS, Nosotros, hijos de Dios. Madrid
1961; G. THILS. Santidad cristiana, 4 ed. Salamanca 1965, 86 ss.; F.
OCÁRIZ, Hijos de Dios en Cristo. introducción a una Teología de la
participación sobrenatural, Pamplona 1972.
J. CARDONA PESCADOR.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp,
1991
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