1. Introducción. Los términos filiación y paternidad pueden tomarse en
diversos sentidos. Estrictamente, expresan las relaciones que se derivan
de la generación: padre es quien comunica al hijo su propia naturaleza;
paternidad y filiación son, pues, relaciones de origen y de semejanza
(igualdad de naturaleza), que implican además ciertas relaciones morales
(obligaciones de piedad, afecto, cte.) y también jurídicas (derecho a un
nombre, a una herencia, etc.). Por analogía con estas relaciones,
derivadas de la generación natural, esos términos se aplican con
frecuencia para designar otras relaciones de origen y semejanza, cuando
ésta no es la de igualdad de naturaleza: así, se puede hablar de
paternidad para expresar la relación del artista a su obra, etcétera. En
este contexto hay que situar la figura jurídica de la adopción (v.), que
Santo Tomás define como personae extraneae in filium el haeredem gratuita
assumptio (Sum. Th. 3 q23 al).
Estos términos se aplican también para designar las relaciones de
los hombres con Dios, surgiendo así el término f. d., que puede entenderse
también en diversos sentidos. Es un aspecto relativamente frecuente en
todas las religiones, el invocar a Dios como Padre; sin embargo, la
Revelación cristiana dio a esa expresión un contenido profundamente
original, una significación correspondiente a una nueva realidad, hasta el
punto que puede decirse que «Jesucristo se ha encarnado... para que
aprendamos a vivir la vida de los hijos de Dios» (J. Escrivá de Balaguer,
Homilía, 24 dic. 1963).
En un sentido amplísimo, toda criatura es hija de Dios, en cuanto de
Él procede como primer principio y a Él de algún modo se asemeja (v.
CREACIóN). En un sentido más restringido, debe decirse que, por la mayor
semejanza a Dios que suponen la inteligencia y la voluntad, la f. d.
compete principalmente, entre todo lo creado, al ángel y al hombre. Sin
embargo, por la gracia santificante (V. GRACIA SOBRENATURAL), esas
criaturas espirituales reciben una nueva relación con Dios: la f. d.
sobrenatural (cfr. S. Tomás, Sum. Th. 1 q33 a3). En adelante, con el
término f. d. nos referiremos a esta f. d. sobrenatural.
2. La filiación divina en el Antiguo Testamento. El nombre de Padre,
en el A. T., es aplicado a Dios relativamente poco, y casi siempre en
relación, no a las personas singulares, sino al Pueblo de Israel como
colectividad, para expresar la idea de que Dios ha escogido un pueblo para
sí: Dios es Padre de Israel viene a significar que Israel es el Pueblo de
Dios (v.). En este sentido se explican comúnmente textos como Ex 4,22-23;
Os 1,1; etc. Esta paternidad de Dios respecto al pueblo se sitúa en un
orden preferentemente extrínseco, de relaciones jurídicas y morales
(Alianza, Ley), con el acento puesto en la idea de dominio (por parte de
Dios) y de servicio y temor (por parte del pueblo). Las relaciones
veterotestamentarias entre los hombres y Dios no excluían el amor, que era
el primero y principal mandamiento: «amarás al Señor tu Dios, con todo tu
corazón...» (Dt 4,5; Lev 19,18), pero amor y paternidad de Dios no son
ideas que en el A. T. tengan particular relación entre sí.
Sin embargo, en ocasiones también aparece Dios como Padre de las
almas singulares (cfr. Mal 2,10; Eccli 23,1.4; Sap 2,16.18). Ahora bien,
si los justos del A. T. eran hijos de Dios (V. ELECCIóN DIVINA)
considerados individualmente, no era en virtud de la Ley mosaica, sino por
la influencia anticipada del N. T., al que de algún modo pertenecían por
la fe, la caridad y la esperanza en el Mesías. Eran -según la expresión de
S. Pablocomo los hijos que no se distinguen de los siervos mientras se
encuentran bajo el dominio de sus tutores (cfr. Gal 4,1-2).
La interpretación del espíritu del A. T. que se encuentra en los
escritos rabínicos (V. MIDRÁS; TALMUD Y TALMUDISMO) anteriores y
contemporáneos a Cristo, nos muestra que el término Padre aplicado a Dios
no tenía un sentido propio: era tino más entre los utilizados para
sustituir al nombre de Yahwéh, que los judíos, por respeto, no se atrevían
a pronunciar.
3. En el Nuevo Testamento, la f. d. ocupa un lugar central
(principalmente en los escritos de S. Juan y de S. Pablo), con una
significación característica de la novedad de la Revelación cristiana.
Algunos pasajes del N. T. pueden interpretarse como referidos, no a la f.
d., sino a esa relación más amplia de toda criatura a Dios (p. ej., Mt
5,9.45). Sin embargo, otros muchos textos indican -incluso por su
solemnidad y energía- que esa f. d. se refiere a una realidad nueva y más
profunda: «Mirad qué amor nos ha manifestado el Padre, pues ha querido que
nos llamemos hijos de Dios, y lo seamos» (1 lo 3,1; cfr. Rom 8,14-17; Gal
3,26; 4,4-6; lo 1,12). Además del tono especial con que se afirma, hay
elementos más importantes para ver la novedad de esa f. d. revelada en el
N. T. Quizá el elemento más característico lo constituye el que la f. d.
viene ligada a una regeneración, a un nuevo nacimiento: «... les ha dado
la potestad de llegar a ser hijos de Dios, a aquellos que creen en su
nombre: los cuales no han nacido de la sangre, ni de la voluntad de la
carne, ni de voluntad de varón, sino que han nacido de Dios» (lo 1,12; cfr.
lo 3,5; 1 lo 3,9; 5,9; Tit 3,5; 1 Pet 1,3; Iac 1,18).
San Pablo es el único escritor neotestamentario que emplea el
término adopción para referirse a la f. d.: «habéis recibido el espíritu
de adopción, por el que clamamos: Abba, Pater» (Rom 8,15; cfr. 8,23; Gal
4,5; Eph 1,5). Esta adopción de la que habla S. Pablo no puede
considerarse como la simple adopción jurídica, ya que establece entre-los
hombres y Dios unas relaciones caracterizadas por unas notas peculiares,
que la sitúan muy por encima de esa adopción jurídica y extrínseca.
A nuestra condición de hijos adoptivos, corresponde en Dios la
condición de Padre. En el N. T. este término es aplicado más de 15 veces a
Dios en el sentido preciso de paternidad sobrenatural respecto al hombre
nuevo, a la nueva criatura; paternidad de Dios por la que ya no nos
considera como extraños, sino como domestici Dei, como familiares de Dios
(cfr. Eph 2,19). Ahora bien, este Dios que es nuestro Padre, es el Dios y
Padre de Nuestro Señor Jesucristo: «Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi
Dios y vuestro Dios» (lo 20,17; cfr. 2 Cor 1,3; Eph 1,3.17). De ahí se
desprende una idea que se repetirá luego varias veces: los cristianos son
hermanos de Cristo: «Porque a aquellos que de antemano conoció, los
predestinó también a ser conformes a la imagen de su Hijo, para que él sea
primogénito entre muchos hermanos» (Rom 8,29). La fraternidad con Cristo
se inicia por una transformación íntima, por una asimilación a Él
realizada en el Bautismo: «Todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo;
pues cuantos en Cristo habéis sido bautizados, os habéis vestido de
Cristo. Ya no hay judío o griego, siervo o libre, varón o hembra: todos
sois uno en Cristo Jesús» (Gal 3,26-28). La fórmula in Christo Iesu es muy
frecuente en S. Pablo, y no parece referirse directamente al Cristo total
(la Iglesia), sino que más bien designa una íntima unión personal con
Cristo. Y, en la medida en que somos uno con Cristo, somos hijos de Dios.
La identificación de los creyentes con Cristo, Hijo de Dios por
naturaleza, por la que son constituidos en hijos de Dios por adopción, se
realiza por la fuerza santificadora del Espíritu Santo (v.), que es el
Espíritu del Hijo (cfr. Rom 8,9.14-18; Gal 4,4-7.19; Eph 1,3-5).
Así, la f. d. se nos revela como estrechamente relacionada con el
misterio de la Santísima Trinidad: la f. d. es participación en la vida
íntima de Dios: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Y bajo esta luz, y junto a
la idea de regeneración o nuevo nacimiento, debe considerarse la siguiente
expresión de S. Pedro: «Se nos han dado las preciosas y más grandes
promesas, a fin de que vengáis así a ser partícipes de la naturaleza
divina» (2 Pet 1,4). Por último, la f. d. hace que el cristiano sea
heredero de las riquezas de Dios: «Si hijos, también herederos: herederos
de Dios, coherederos con Cristo» (Rom 8,17). La relación entre f. d. y
herencia eterna es tan estrecha que la consecución de ésta será
precisamente la plenitud de aquélla (cfr. Rom 8,23). La posesión de la
herencia constituye la etapa final, el estado perfecto de los hijos
adoptivos; la f. d. tiene, por tanto, una dimensión escatológica, pues
-como todo el misterio cristiano- es ya una realidad en el tiempo
presente, pero prenda de una realidad futura más plena (V. ESCATOLOGÍA III).
4. La tradición patrística nos proporciona una gran riqueza de
testimonios sobre la f. d. Los Padres griegos desarrollaron ampliamente el
tema en conexión con el misterio de la Encarnación (v.) y con el de la
divinización del hombre por la gracia. Es S. Ireneo quien escribe: «Si el
Verbo se ha hecho carne, y si el Hijo de Dios se hizo hijo del hombre, ha
sido para que el hombre, entrando en comunión con el Verbo y recibiendo el
privilegio de la adopción, llegase a ser hijo de Dios» (Adv. haeres., PG
7,939). Y S. Cirilo de Alejandría distingue en los cristianos una
filiación derivada de su condición de criaturas de Dios, y la f. d.
sobrenatural, en virtud de la fuerza del Espíritu santificador (cfr. De
Inc. Unig., PG 75,1229a). Igualmente distingue nuestra f. d., que es por
gracia, de la Filiación de Cristo, que es Hijo de Dios por naturaleza (cfr.
In lo., PG 73,152).
Los Padres latinos, si bien con un enfoque algo diverso, tratan del
tema con frecuencia. Su pensamiento puede, de algún modo, resumirse en el
siguiente texto de S. Agustín: «Por una admirable condescendencia, el Hijo
de Dios, su Único según la naturaleza, se ha hecho hijo del hombre, para
que nosotros, que somos hijos del hombre por naturaleza, nos hagamos hijos
de Dios por gracia» (De Civit., PL 41,729).
5. El Magisterio de la Iglesia ha recogido con frecuencia la
doctrina de la f. d. Dice, p. ej., el Conc. Vaticano II: «Los seguidores
de Cristo, llamados por Dios no en razón de sus obras, sino en virtud del
designio y gracia divinos y justificados en el Señor Jesús, han sido
hechos por el bautismo, sacramento de la fe, verdaderos hijos de Dios y
partícipes de la divina naturaleza, y por lo mismo realmente santos»
(Const. Lumen gentium, 40). Cfr., también Conc. de Trento: Denz.Sch.
1515,1522, 1524; Conc. Vaticano I: Denz.Sch. 3012; Pío XI, enc. Divini
Redemptoris: Denz.Sch. 3771; etc.
Limitándose a recoger las expresiones bíblicas y patrísticas, el
Magisterio no ha definido explícitamente cuál sea la exacta naturaleza de
esta f. d., si bien suele considerarse siempre como la relación con Dios
que el hombre adquiere al recibir la gracia santificante. Indirectamente,
sin embargo, la Iglesia ha marcado unos límites dentro de los cuales debe
mantenerse una investigación teológica sobre la f. d., al definir directa
y explícitamente numerosas cuestiones sobre la Trinidad, sobre la
Encarnación, sobre la gracia, etc.
Por todo lo expuesto hasta aquí, hay que afirmar que el hecho de la
f. d. es de fe. Que su elemento ontológico constitutivo sea la gracia
puede considerarse teológicamente cierto. Pero más allá de estas
afirmaciones generales, los intentos de una mayor profundización
especulativa en este misterio han sido -a lo largo de la historia- muy
diversos, y no siempre conciliables.
6. Consideración teológica. a) En primer lugar, es importante
considerar la f. d., no como algo aislado, sino en el contexto unitario
del misterio de lo sobrenatural (V. HOMBRE 111; ORGANISMO SOBRENATURAL).
Con esto quieren decirse dos cosas: por una parte que la f. d. es un
misterio, y, por tanto, nuestra inteligencia nunca podrá comprenderlo en
toda su plenitud; y por otra que es un aspecto, una consecuencia directa,
de la elevación del hombre al orden sobrenatural: es la nueva relación del
hombre con Dios, al ser hecho -por la graciapartícipe de la naturaleza
divina (cfr. 2 Pet 1,4).
b) La f. d. no puede considerarse como algo metafórico, o como algo
moral: no es simplemente que Dios nos trate como un Padre y quiera que le
trat-mos como hijos, sino que realmente el cristiano es, por la fuerza
santificadora del mismo Dios, presente en su ser, hijo de Dios. La
realidad ontológica de la f. d. le viene de la correspondiente realidad de
su fundamento: la gracia, participación real de la divinidad. Esta
realidad es tan profunda, que afecta al mismo ser del hombre, hasta el
punto que S. Tomás afirma que por ella el hombre es constituido en un
nuevo ser (Sum. Th. 1-2 gll0 a2 ad3); idea perfectamente concorde con la
noción bíblica de regeneración.
c) El hecho de la realidad ontológica de la f. d. debe matizarse
siempre por la consideración de que -por grande que sea la dignidad de los
hijos de Dios- el hombre no deja por la gracia filial de ser hombre,
criatura infinitamente inferior a Dios. En consecuencia si, como decíamos,
la f. d. no es algo metafórico, no quiere decir que esa expresión sea
equivalente a la filiación en sentido estricto, que respecto a Dios
implicaría tener idéntica naturaleza que Él, y, por tanto, ser el mismo
Dios, lo cual sólo compete a la Segunda Persona de la Santísima Trinidad.
Por esto se dice -tomando la expresión de S. Pablo- que la f. d. es
adoptiva. Sin embargo, tampoco corresponde a la noción estricta de
adopción. En efecto, la adopción humana no supone un cambio en el ser del
adoptado, sino que se adopta a quien ya es semejante en naturaleza con el
adoptante. La adopción sobrenatural supone, en cambio, que el adoptado es
modificado en su mismo ser, de modo que -sin dejar de ser lo que era en el
orden de la naturaleza- es constituido semejante por gracia con un
adoptante de naturaleza infinitamente superior, Dios (cfr. S. Tomás, Sum.
Th. 3 q23 al). En ese sentido puede considerarse que la adopción
sobrenatural es como un intermedio entre la filiación natural y la
adoptiva.
d) La f. d., como todo el misterio de lo sobrenatural, está
estrechamente vinculada al misterio de la Santísima Trinidad. Se ha
hablado antes de participación de la naturaleza divina. Ahora bien, no
puede olvidarse que todas las criaturas participan, en diversos grados, de
esa naturaleza, ya que son en la medida en que participan del Ser Supremo
(Dios) (v. CREACIóN). Sin embargo, la gracia, y, por tanto, la f. d., es
una nueva y más profunda participación de la divinidad, no sólo en cuanto
Ser, sino en su misma Vida. Pero la vida divina es la vida trinitaria, por
lo que la f. d. es el modo en que, por la gracia, el hombre participa
sobrenaturalmente en esa vida divina. El. hombre entra así, de un modo
misterioso e inefable, en la misma dinámica de la vida intratrinitaria,
sin que deje de ser hombre, y -misterio luminoso, que por su excesiva luz
los ojos humanos no pueden ver con claridad- sin que Dios cambie, sin que
deje de ser por eso lo absolutamente trascendente (v. DIOS tv, 3).
De todo esto surge una pregunta que la Teología ha intentado muchas
veces responder: ¿somos hijos de Dios (Padre, Hijo y Espíritu Santo) o
hijos del Padre (sólo de la Primera Persona divina)? Los textos del N. T.
y muchos testimonios patrísticos parecen indicar que somos hijos del
Padre, hermanos del Hijo, por la fuerza santificadora del Espíritu Santo.
Sin embargo, la pregunta no queda contestada, pues no se puede pretender
que la Sagrada Escritura y la Tradición nos den respuesta exacta a una
cuestión que surgió posteriormente por exigencias teológico-científicas, y
que era, por tanto, ajena a la temática que se plantearon los diversos
autores (bajo directa inspiración divina en el caso de los hagiógrafos del
N. T.). Es comprensible, por eso, que la teología no sea unánime sobre
este punto. No es posible aquí exponer las diversas teorías, pero conviene
precisar una idea importante: en cualquier caso, debe mantenerse que todas
las actuaciones de Dios respecto al mundo creado (operaciones ad extra)
competen conjuntamente a las tres Personas divinás, por su unidad de
naturaleza. Por tanto, la nueva generación, la adopción sobrenatural es
obra de Dios (de la Trinidad) y no sólo de Dios-Padre. En consecuencia, la
f. d., en cuanto relación de origen, es relación, no al Padre sólo, sino
al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, en cuanto único Dios y único
principio de nuestra regeneración sobrenatural. Sin embargo, eso no
excluye que pueda mantenerse la opinión de que la f. d. es también -y bajo
otro aspecto- relación especial al Padre, en cuanto es también relación de
semejanza, y la gracia de la adopción filial nos hace semejantes al Hijo
(a Cristo). Por este motivo la teología suele considerar la f. d. como una
cierta participación de la Filiación del Verbo (así, p. ej., S. Tomás; cfr.
Sum. Th. 3 q23 al-3).
e) Una vía para esclarecer algo más este misterio del amor de Dios
hacia nosotros (cfr. 1 lo 3,1), y muy en conformidad con lo que nos dicen
las fuentes de la Revelación, es considerar la conexión entre f. d. e
identificación con Cristo (v. JESUCRISTO V). Somos hijos de Dios (del
Padre, del Hijo, del Espíritu Santo: único Dios), porque E1 nos engendra a
una nueva vida; esa nueva vida es, sin embargo, in Christo Iesu (Gal
3,28), en cuanto que por ella nos hacemos semejantes a Cristo, y en esa
medida somos en cierto modo hijos del Padre, pues participamos de la
Filiación de Cristo, que es relación al Padre. Ahora bien, esta f. d. no
es -bajo este aspecto- una relación inmediata con Dios-Padre, sino
mediata: en y a través de Cristo. Somos hijos del Padre en la medida en
que nos identificamos con Cristo: no hay, pues en Dios una nueva relación
de paternidad hacia nosotros (Dios es inmutable y eterno), sino en
nosotros hay una real relación ontológica con Dios (Padre, Hijo y Espíritu
Santo), que, al ser participación de la misma vida divina in Christo Iesu,
es también especial relación al Padre: esta idea suele expresarse muy
adecuadamente diciendo que somos filii in Filio.
f) De esto nace una consecuencia importante: la real unidad y
fraternidad entre todos los cristianos, hijos de Dios, hermanos de Cristo.
Unidad que se nos manifiesta, no como horizontalidad, sino como
convergencia en Cristo. Así, la realidad de nuestra f. d: es fundamento de
la fraternidad cristiana, y, por tanto, de la unidad mística de la Iglesia
(v. CUERPO MÍSTICO): «Nuestro Señor ha venido a traer la paz, la buena
nueva, la vida, a todos los hombres (...). A todos. A los hermanos, que
hermanos somos, pues somos hijos de un mismo Padre Dios. No hay, pues, más
que una raza: la raza de los hijos de Dios. No hay más que un color: el
color de los hijos de Dios. Y no hay más que una lengua: esa que habla al
corazón y a la cabeza, sin ruido de palabras, pero dándonos a conocer a
Dios y haciendo que nos amemos los unos a los otros» (J. Escrivá de
Balaguer, Homilía, 26 marzo 1967).
V. t.: BAUTISMO III, 2; CIELO III, 2; JESUCRISTO; DIOSPADRE;
TRINIDAD, SANTÍSIMA; GRACIA SOBRENATURAL; HOMBRE II-III.
BIBL.: J. B. TERRIEN, La grdce et
la gloire ou la filiation adoptive des enfants de Dieu, París 1897; J.
BELLAMY, Adoption surnaturelle, DTC 1,425-437; J. ESCRIVÁ DE BALAGUER,
Camino, 23 ed. Madrid 1965 (cfr. índice); M. SCHMAUS, Teología Dogmática,
V, 2 ed. Madrid 1962; M. J. SCHEEBEN, Naturaleza y Gracia, Barcelona 1969;
H. RONDET, La gracia de Cristo, Barcelona 1966; A. PIOLANTI, Aspetti della
Grazia, Roma 1958, cap. II y III; CH. BAUMGARTNER, La Gracia de Cristo,
Barcelona 1969; C. SPIcQ, Teología moral del Nuevo Testamento, Pamplona
1970, 76-94; 439-458; A. GARCIA SUÁREZ, La primera persona trinitaria y la
filiación adoptiva, en XVIII Semana Española de Teología, Madrid 1961;
DOCKX, Fils de Dieu par gráce, París 1948; E. MERSCH, Filü in Filio, «Nouvelle
Revue Théologique» (1938) 551-582, 680-702, 809-830; F. OCÁRIZ, Hijos de
Dios en Cristo. Introducción a una Teología de la participación
sobrenatural, Pamplona 1972.
F. OCÁRIZ BRAÑA.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp,
1991
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