Dogma y Definiciones Dogmáticas


    l. Noción e historia. Se entiende por dogma el enunciado de una verdad contenida en la Revelación, escrita o transmitida, que la Iglesia propone para que se crea como divinamente revelada en una formulación auténtica, ya sea por medio de un juicio solemne, ya sea, al menos, por medio del magisterio ordinario y universal de la Iglesia.
     
      Es importante advertir que el término dogma adquiere este sentido sobre todo en la época del Conc. Vaticano 1 (Denz.Sch. 3020, 3041, 3073, etc.). Tanto en la era patrística como durante la Edad Media, dogma significaba solamente doctrina, sentencia, principio, máxima; por eso en estos siglos se encuentra la expresión «falsos dogmas» y «dogmas heréticos» junto a «dogmas de la fe». El vocablo dogma proviene de la raíz griega dok que ha dado lugar tanto a la palabra doxa (opinión), como doceo (acoger una apariencia, una opinión). Partiendo de este sentido, dogma tomó dos valores: un sentido jurídico de decreto, sentencia, decisión (que por otra parte tiene poco que ver con la raíz griega dok), y el sentido de «opinión doctrinal», máxima, regla. En este segundo sentido el término dogma fue usado por los cristianos, lo mismo en los primeros siglos que luego en la Edad Media y, posteriormente, en la Edad Moderna hasta el s. xviii. Pero debido a que la teología sobre el Magisterio empieza a desarrollarse en el s. xvi y la teología sobre el magisterio papal, como «definidor» de las verdades de fe, alcanza su cumbre en el s. xix, es en este momento, coincidente con el Vaticano 1, cuando el término dogma adquiere su sentido formal: verdad revelada por Dios y propuesta como tal por el Magisterio de la Iglesia a los fieles con la obligación de creer en ella.
     
      Durante los primeros siglos, las «formulaciones de la fe» se entendían como «confesiones personales de fe» y recibían el nombre de doxologías (v.). Estas formaban parte de la liturgia del Bautismo y de la Eucaristía; hay que anotar que si bien se trataba de confesiones personales (invocación y alabanza a Dios y a sus obras salvíficas), esas confesiones se hacían sobre la base de los «Símbolos de la fe» (v. li), que podemos definir como exposiciones o resúmenes de las principales verdades de la fe, de lo que hoy llamamos también dogmas.
     
      Durante la Edad Media los teólogos usan como término equivalente al dogma la expresión articulas f idei. Y si en los Concilios de Nicea y Constantinopla prevalecieron las confesiones litúrgicas de la fe, a partir del Calcedonia (451) empieza a hablarse más de una recta formulación de la fe (regula f idei, regula veritatis, canon veritatis) distinguiéndose entre ortodoxia y heterodoxia. Por consiguiente, el valor de los dogmas en sus fórmulas canónicas ha sido sostenido durante todos los siglos.
     
      Por último, es conveniente notar que cada definición dogmática es una realidad «histórica» y se puede hacer la historia de cada una de ellas. Tanto mejor se conocerá su sentido y alcance cuanto mejor informado se esté de la coyuntura histórica, de los errores que consideran, de las discusiones a que el texto ha dado lugar (v. II).
     
      2. Dogma y Revelación. Dado que los dogmas «son enunciados de verdades reveladas, sobrenaturales, objetivamente contenidas en la Revelación confiada como un depósito a la Iglesia, que las propone a nuestra fe» (Denz.Sch. 3011), es obvio que el concepto de Revelación constituye el punto de partida de todos los problemas concernientes a las formulaciones dogmáticas.
     
      La Revelación no es una comunicación impersonal de un determinado número de proposiciones, sino un diálogo histórico entre Dios que se revela y el hombre que es llamado por medio de Cristo a tener acceso al Padre en el Espíritu Santo para hacerse consortes de la naturaleza divina (cfr. Dei Verbum, 2). Concibiéndola como un diálogo entre Dios y los hombres, se pueden distinguir tres momentos íntimamente ligados con el concepto de Revelación: 1) El misterio tal como es en Dios, es decir, idéntico a Dios mismo, al que ningún concepto creado puede expresar adecuadamente. 2) El misterio objetivamente revelado por Dios en términos humanos -palabras y hechos- y convertido así en objeto para el entendimiento humano, mediante la fe. El conjunto de todos estos misterios revelados es lo que constituye el depósito entregado (traditum) a la Iglesia «de una vez para siempre» (Ids 3; v. rIl, A). 3) La formulación que la Iglesia da progresivamente de este depósito (V. REVELACIÓN III, 1).
     
      Con relación a los misterios objetivamente revelados por Dios, habrá que tener en cuenta que Dios se revela «mediante acciones y palabras intrínsecamente conexas entre sí» (Dei Verbum, 2). El hecho de la Resurrección, por ej., no es ninguna declaración verbal por parte de Dios; es un hecho y, sin embargo, ha sido siempre considerado como el dato más expresivo de cuantos Dios nos ha comunicado. Del mismo modo «la actitud» de Cristo para con su Madre, a pesar de no expresarse a través de ninguna palabra, nos «revela» el puesto de María en orden a la salvación. Pero junto a hechos y actitudes, Dios se nos revela también con palabras. Así, p. ej., la consustancialidad del Padre con el Hijo queda expresamente manifestada en el Evangelio (lo 14,10; 10,30; 17,11; 17,21). Son las palabras las que dan a conocer el sentido de los hechos y, por tanto, el elemento formal de la Revelación.
     
      La necesidad de las fórmulas dogmáticas aparece clara cuando alguna verdad revelada es negada, puesta en duda o es interpretada erróneamente. Por ej., hasta que apareció Arrio, la consustancialidad del Padre y del Hijo afirmada por el N. T. se expresaba usando las mismas palabras de la S. E. Desencadenada la crisis por Arrio (v.), fue necesario formular con nueva precisión los conceptos y los juicios comprendidos en la Revelación. Mediante esa nueva formulación se guardaba el sentido de las afirmaciones reveladas aun cuando se usarán más palabras y conceptos.
     
      Entre una fórmula dogmática y lo que ha sido transmitido por los Apóstoles a la Iglesia, existe identidad de afirmación, identidad de sentido, aun cuando se empleen palabras diferentes o diversos conceptos; pero tanto las palabras como los conceptos mediante los cuales se formula la verdad son homogéneos al pensamiento expresado por los testigos de la Revelación (Denz.Sch. 3020, 3040).
     
      3. Progreso del dogma. La Revelación iniciada por Dios, «que en otros tiempos habló muchas veces y de muchas maneras por los Profetas», se completó en Jesucristo, quien manifestó todo cuanto Dios quería revelar y lo hizo «de una vez y para siempre». Así que ya no cabe esperar ninguna otra revelación si no es la final, en los últimos tiempos (v. PARUSíA; cfr. Dei Verbum, 4).
     
      Pero el hecho de que Dios no vaya a revelar nuevas verdades es perfectamente compatible con que la Iglesia, asistida por el Espíritu Santo, procure adquirir un conocimiento cada vez más profundo de estas mismas verdades que constituyen el depósito de la fe (Vaticano I, Denz.Sch. 3020; Dei Verbum, 8). Este crecimiento progresivo en la inteligencia de la fe, que se opera con fuerza para toda la Iglesia a través de los siglos manteniendo la identidad de sentido de las verdades reveladas, es lo que se conoce como progreso dogmático.
     
      S. Agustín esboza el fundamento de este progreso al referirse a los milagros obrados por Cristo y a su poder revelador: los milagros «no basta comprobarlos, hay que interrogarlos. En efecto, si sabemos comprender su lenguaje veremos que ellos también hablan a su modo: después de admirar la grandeza de tal o cual milagro, nos queda por sondear su profundidad; no debemos contentarnos con admirar su fachada; hemos de penetrar en su interior, en su sentido más íntimo» (Tract. in Ev. Io., Corpus Christianorum, Series Latina, Tournai 1953 ss., vol. 36, 245). La misma doctrina, más explicitada, se encuentra en S. Vicente de Lérins (a. 450), uno de cuyos textos, el Commonitorium, ha llegado a ser algo así como la Carta Magna de la doctrina sobre el progreso de los dogmas.
     
      De hecho en todos los tiempos ha habido un verdadero progreso en este sentido. Sin embargo, la reflexión en torno a la naturaleza, a los límites y a los factores de dicho progreso alcanza su máximo grado en el s. xlx. Esto obedece a dos factores: primero, debido al progreso experimentado por el concepto de evolución (v.) en la filosofía y en la ciencia, y por el concepto de historia (v.), con el nacimiento de la historia de los dogmas como disciplina teológica; segundo, por la aparición del modernismo y las definiciones dogmáticas de la Inmaculada Concepción y la Asunción Corporal de María, las cuales exigieron una explicación de este fenómeno. En esta época aparecen las ideas de la escuela católica de Tubinga (v.), así como la monumental obra de 1. H. Newman (v.) sobre el tema, titulada Essay on the development of christian doctrine (1845); tampoco se pueden olvidar las aportaciones de la escolástica (v.) y en especial el esclarecimiento sobre los conceptos de implícito y explícito que tanto han ayudado en la estructuración de la doctrina sobre el progreso dogmático; entre los escolásticos modernos, y ocupando uno de los primeros puestos, se debe citar al teólogo español Marín Sola (v.) con su obra La evolución homogénea del dogma católico. De gran importancia fueron también los estudios de Blondel (v.) sobre el concepto de Tradición. Las teorías modernistas (v. MODERNISMO TEOLÓGICO) equiparaban el dogma a una expresión simbólica del sentimiento religioso en perenne desarrollo, o a una norma práctica de la conciencia religiosa y admitieron una evolución intrínseca del dogma que debía responder a las fases indefinidas de aquel sentimiento y conciencia; estos errores fueron condenados por S. Pío X (enc. Pascendi y decr. Lamentabili) y por Pío XII (enc. Humani generis).
     
      El mantenimiento de la identidad de sentido es el objetivo principal del Magisterio (v.) de la Iglesia, la cual sostiene que si bien el contenido de la fe en cuanto viene de Dios es inmutable, puesto que «las obras de Dios son perfectas» (Dt 32,4), cabe un progreso en cuanto a la inteligencia o conocimiento de estas mismas verdades reveladas, progreso que se ha dado y seguirá dándose sin que por ello deje de «mantenerse perpetuamente aquel sentido de los sagrados dogmas que una vez declaró la Santa Madre Iglesia, y jamás habrá que apartarse de ese sentido con el pretexto de una mayor inteligencia» (Vaticano 1, Const. De fide cath. cap. 4; Denz.Sch. 3020).
     
      Este empeño de la Iglesia por mantener el sentido de la Revelación en el desarrollo de los dogmas se encuentra a lo largo de toda la tradición eclesiástica. Recuérdese a S. Vicente de Lérins, quien después de llamar «piedras preciosas en bruto» a las verdades reveladas, comparaba el desarrollo de la doctrina y de los dogmas a la función de tallarlas y sacarles brillo, en los términos siguientes: «Oh Timoteo, sacerdote, intérprete de las Escrituras, doctor, ya que la gracia de Dios te ha concedido talento, experiencia y doctrina... Talla las piedras preciosas del dogma divino, agrúpalas fielmente, adórnalas con sabiduría; añádeles esplendor, gracia y belleza. Por medio de tus explicaciones haz más claro lo que se creía oscuro. Gracias a ti las generaciones futuras se alegrarán de comprender lo que sus padres veneraban sin entenderlo. Pero, ¡cuidado! Enseña solamente lo que has aprendido; hazlo de un modo nuevo, pero guárdate bien de introducir novedades» (ditas nove, non ditas nova!). Más adelante compara el desarrollo del dogma y de la doctrina al crecimiento de las personas, las cuales en la madurez siguen siendo las mismas que cuando eran niños a pesar de haber crecido e incluso haber cambiado de aspecto (Commonitorium, 22 y 23; PL 50,667-668). S. Jerónimo, con idéntica finalidad, usaba otra imagen diciendo que los dogmas son como ramas que nacen y crecen en el único tronco vigoroso que es el de las verdades de nuestra fe (cfr. ¡Error!Marcador no definido. Ev. Mt 2,13; PL 26-90 c). En definitiva, se ve claro que el crecimiento es signo de vida y que la vitalidad no sólo debe darse en la fe personal de cada cristiano, sino que se da también en la doctrina que dimana del Magisterio para guiar la fe de los cristianos.
     
      Así, pues, el dogma no puede sufrir mutaciones intrínsecas y sustanciales; hay, por parte de los fieles, una evolución en el conocimiento y en la expresión del dogma (evolución extrínseca o subjetiva). Este último progreso se ve claro en la historia de las fórmulas dogmáticas definidas por la Iglesia a medida que se ha penetrado y esclarecido el sentido de las verdades contenidas en las fuentes de la divina Revelación. En este sentido habla el Concilio Vaticano I recordando las palabras de S. Vicente de Lérins: «Crece, pues... y progresa mucho la inteligencia, la ciencia y la sabiduría de los individuos y de toda la Iglesia..., pero sólo en su género, es decir, en el mismo dogma, en el mismo sentido y en el mismo contenido» (Denz.Sch. 3020).
     
      4. Los factores del progreso dogmático. La fórmula dogmática, aun siendo verdadera y sustancialmente inmutable, no llega a expresar todas las riquezas de la verdad revelada. Por esto es perfectible, es decir, puede ser cada vez más expresiva de aquella verdad. Se llama factores del progreso dogmático a las diversas causas que influyen en dicho progreso. Estas causas son numerosas y de valor desigual, pero ante todo habrá que recordar que el principal factor es el Espíritu Santo. Jesús dijo a sus apóstoles: «el Espíritu Santo os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho» (lo 24,26). Y así, cuando en Cesarea S. Pedro se desconcierta por el modo cómo el centurión Cornelio y los suyos reciben el Espíritu Santo antes de haber sido bautizados, el mismo Espíritu le hace mirar hacia atrás para recordar las enseñanzas de Jesús (cfr. Act 10,16). Así ocurrió en los primeros tiempos de la Iglesia y así seguirá ocurriendo siempre.
     
      Pero, aparte de la acción del Espíritu Santo, los teólogos suelen distinguir, por razones metodológicas, cinco factores, el último de los cuales -el Magisterio de la Iglesia- es el más importante. El dogma -dicen- adelanta con motivo de una herejía, pero también por la reflexión de los teólogos; por la vida de piedad de los fieles y la vida litúrgica; por los acontecimientos externos y por el Magisterio eclesiástico.
     
      a) Herejías (v.). «Oportet haereses esse», conviene que haya herejías, disensiones... (1 Cor 11,19); estas palabras de S. Pablo han sido frecuentemente citadas y muchas veces en contra de su sentido. En su contexto, quieren decir solamente que el error da ocasión a la verdad para afirmarse en su pureza. Así ocurrió ya en el s. i en plena época apostólica, cuando los docetas negaron la realidad de la Encarnación, por cuya causa el apóstol S. Juan reaccionó defendiendo la verdad y formulándola con toda firmeza (cfr. 1 lo 4,2-3; 2,7; V. DOCETISMO). Lo mismo podría decirse de la mayor parte de las declaraciones dogmáticas posteriores: en una gran parte de las mismas se advierte un motivo de desviación doctrinal o por lo menos de peligro para la fe.
     
      b) La reflexión teológica. La herejía, ciertamente, desempeña un papel en el desarrollo del dogma, ya que provoca la intervención del Magisterio y obliga a los teólogos a reflexionar y a intentar averiguar todo el contenido del dato revelado. Pero la reflexión teológica también tiene otros motivos para ponerse en marcha, pues, si el error es el compañero habitual de la verdad, también ocurre que la Verdad en sí misma suscita hipótesis de trabajo que obligan a examinar un problema en todos sus aspectos. Y ahí es donde tiene su raíz la Teología, la cual, como ciencia, tiene por objeto el depósito de la Revelación. La misma definición dogmática no representa la muerte del pensamiento, sino que, una vez dada la definición, se convierte en punto de partida para ulteriores investigaciones (V. TEOLOGÍA).
     
      c) La vida de piedad de los fieles y la liturgia. La vida de piedad y la especulación de los teólogos se necesitan mutuamente. La especulación teológica sola corre el peligro de perderse en abstracciones inútiles, pero la piedad cristiana no iluminada por la doctrina corre el peligro de extraviarse en confusiones doctrinales o de caer en la superstición. En cambio, la piedad (v.) orientada por la doctrina contribuye en gran medida al avance doctrinal. Un ejemplo se tiene en el culto a la Virgen (v.) y en las sucesivas declaraciones dogmáticas a que ha dado lugar. Examinada la historia se ve cómo la piedad y la doctrina caminaron en perfecta armonía llegando a resultados sorprendentes. Trasladándonos a la época contemporánea, piénsese en los frutos doctrinales que puede proporcionar la doctrina sobre el apostolado de los laicos al ser vivida y estudiada; y lo mismo se puede decir de la doctrina sobre la santificación del matrimonio, o de la vida litúrgica. Si doctrina y vida marchan paralelas, los frutos en todos estos campos serán doctrinalmente fecundísimos.
     
      d) Los avances de la civilización. También los acontecimientos externos, los avances de la civilización, son punto de partida de un movimiento de pensamiento en la Iglesia. Por vía de ejemplo recuérdese cómo las transformaciones sufridas por la sociedad al convertirse de agrícola en industrial contribuyeron al desarrollo de la doctrina social (v.) de la Iglesia. Nada hay de anormal en que las nuevas condiciones sociales e históricas sean como puntos de arranque para nuevas decisiones doctrinales. La Iglesia vive en el mundo y está constituida por y para los hombres, y está asistida por el Espíritu Santo para que vaya iluminando con la luz de su doctrina los distintos problemas que el progreso va planteando.
     
      e) El Magisterio de la Iglesia. Considerar el Magisterio como un factor más de desarrollo no sería exacto. En realidad, es él el que preside y coordina todos los demás. Si bien no tiene necesariamente la iniciativa de todos los progresos, los vigila y los juzga, respondiendo de su autenticidad y confiriéndoles un valor divino que hasta aquel momento no tenían. El Magisterio guarda el depósito de la Revelación. Y lo guarda no como un tesoro de objetos inanimados, sino como una verdad que solamente puede seguir siendo la misma manifestando sus riquezas. La vida es a la vez estabilidad y dinamismo, continuidad y permanencia, pero al mismo tiempo movimiento. ¿Cómo podrían las almas vivir de la Verdad si ésta no afrontase los nuevos problemas que van surgiendo? Como el hombre bueno de la parábola evangélica, la Iglesia saca de su tesoro cosas siempre antiguas y siempre nuevas (Mt 12,35). De modo que el desarrollo dogmático o el perfeccionamiento eventual de una fórmula corresponde solamente a la Iglesia guiada por el Espíritu Santo. La conciencia de los fieles puede contribuir de una manera subordinada, en cuanto es el eco del Magisterio vivo de la Iglesia (V. MAGISTERIO ECLESIÁSTICO).
     
      V. t.: FE II y III, 1; REVELACIÓN II-III; MAGISTERIO ECLESIÁSTICO; TEOLOGÍA.
     
     

R. MONTALAT MASSOT.

 

    BIBL.: E. DUBLANCHY, Dogme, en DTC IV, 1574-1650 (con abundante bibl.); J. TiXERONT, Histoire des dogmes dans l'antiquité chrétienne, 3 vol., París 1905 ss.; R. M. SCHULTES, Introductio in historiam dogmatum, París 1922; L. GRANDMAISON, Le Dogme chrétienne. Sa nature, ses formules, son développement, París 1928; F. MARÍN-SOLA, La evolución homogénea del dogma católico, Madrid 1963; A. GARDEIL, La donnée révélée et la Théologie, 2 ed. París 1932; R. DRAGUET, Historia del Dogma católico, Buenos Aires 1949; R. GARRIGOU-LAGRANGE, Las fórmulas dogmáticas, su naturaleza y valor, Barcelona 1965; lo, El sentido común, la filosofía del ser y las fórmulas dogmáticas, Buenos Aires 1955; M. FERNÁNDEZ JIMÉNEZ, Un paso más hacia la solución del problema de la evolución del dogma, «Revista española de Teología» 64 (1956) 289-339; CH. BOYER, Desarrollo del dogma, Barcelona 1961; H. RONDET, (Los dogmas cambian?, Andorra 1961; F. GARCÍA MARTÍNEZ, Estudios teológicos en torno al objeto de la fe y a la evolución del dogma, 2 vol., Burgos 1953 y 1958; C. Pozo, La teoría del progreso dogmático en los teólogos de la Escuela de Salamanca, Madrid 1959; C. JOURNET, Le dogme, chemin de la foi, París 1963; Z. ALSZEGHY y M. FLICK, El desarrollo del Dogma Católico, Salamanca 1969; J. MORALES, Nota Histórica-Doctrinal sobre las relaciones entre Magisterio Eclesiástico, oficio teológico, y sentido popular de la fe, «Scripta Theologica» II (1970) 481-500; Y. M. CONGAR, La fe y la teología, Barcelona 1970.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991