FE. SAGRADA ESCRITURA.


En su sentido bíblico la fe puede describirse como la plena -adhesión del intelecto y de la voluntad a la palabra de Dios. Es una adhesión o respuesta que va realizándose en diversos contextos históricos y llega a su culminación con la fe en Jesucristo, Verbo encarnado de Dios (lo 1,14), el cual resucita y trae la eterna felicidad al hombre.
     
      En el A. T. los términos más frecuentes para representar esta actitud del creyente son aman (mantenerse fiel a...) y batúh (esperar confiadamente en ... ). En el N. T. la raíz batah corresponde principalmente a élpis, elpizo (en la Vulgata latina: spes, sperare), mientras que aman corresponde a pístis, pistéuo (Vulgata: lides, credere). Ambos expresan las dos facetas del verdadero creyente: confianza en la persona que revela, y adhesión del intelecto a sus signos o palabras.
     
      Los primeros capítulos del Génesis hacen referencia a la fe en la vida de Adán y Eva. A pesar de la caída y pecado de ambos, Dios les promete un Salvador que aplastará la serpiente (Gen 3,15). A partir de entonces la vida «en exilio», arrojados de la presencia de Yahwéh, empieza a ser, a la vez, vida de fe para el hombre. En el desastre del diluvio (Gen 6-9) Noé (v.) confía en Dios, y al final Dios hace un pacto con él y «toda carne que está sobre la tierra» (Gen 9,16). Esta Alianza (v.) se concretará más en la vida de Abraham (v.), al cual Dios promete la tierra en herencia (Gen 12,1) con una descendencia de su propia carne, que será numerosa como las estrellas (Gen 15,5); sin pedir ninguna señal Abraham creyó en Dios y le fue considerado como justicia (Gen 15,6). Esta misma confianza del Patriarca llegará al máximo cuando no se niega a sacrificar a su único hijo Isaac por obedecer a Dios (Gen 22,10).
     
      1. La fe del pueblo escogido. La historia de las misericordias de Dios continúa en los descendientes de Abraham. Los libros del Éxodo, Números, Levítico y Deuteronomio (v. voces respectivas) narran la constitución del pueblo con los favores que Yahwéh le concede, especialmente la salida de Egipto. La fe del pueblo se concreta en los Mandamientos (v. LEY IX; DECÁLOGO) dados a Moisés en el Sinaí. La tradición deuteronómica insiste especialmente sobre su carácter obligatorio y en las disposiciones internas del hombre para cumplirlos; en el plano individual la fe exige una entrega de todo el corazón (Dt 4,29).
     
      Las experiencias del pueblo elegido (v. PUEBLO DE DIOS) en la tierra prometida varían según su fidelidad a la Alianza con Yahwéh (V. ELECCIÓN DIVINA). En la época de Josué (v.) hubo manifestaciones divinas como la caída de Jericó (los 6), pero también castigos al pueblo por sus continuas faltas de confianza y por su idolatría (Idc 6,1; 10,6; 13,1). El juez Samuel (v.) muestra la delicadeza de la fe en su docilidad a la palabra de Yahwéh desde pequeño (1 Sam 3,10); es el que unge a David (v.) como rey de Israel, en el que se va a centrar la esperanza mesiánica (V. MESíAS). David siguió a Yahwéh sinceramente a pesar de sus fallos personales, y un poco antes de morir comunica a su hijo Salomón (v.) la sustancia de una vida de fe: «Sé fiel (wesamarta) a Yahwéh, tu Dios, marchando por sus caminos, guardando sus mandamientos, sus leyes y sus preceptos como están escritos en la Ley de Moisés...» (1 Reg 2,3). Después de Salomón, en los reinos de Israel (v.) y Judá (v.), habrá reyes que hagan lo recto y otros que obren el mal, siendo juzgados -individualmente por Yahwéh. La fe de los reyes se traduce sobre todo en confianza; p. ej., el buen rey Ezequías pone su confianza en Yahwéh a pesar de la potente fuerza asiria que rodea a Jerusalén (2 Reg 18,5). El verbo aquí es batáh, que apunta más a un movimiento de la voluntad que del intelecto. Esta misma confianza en Dios se reflejará en tiempos posteriores, en la lucha de los Macabeos (v.) contra los gentiles; aquéllos antes de entrar en batalla ponen su confianza en Dios (pepoithamen; 2 Mach 8,18).
     
      La fuerza de los Profetas del A. T. viene de su visión de fe, y su interpretación de las situaciones personales e históricas como procedentes de Dios. Su mensaje puede ser dirigido a los judíos o a las naciones, y normalmente comunica una señal o un conocimiento (v. PROFECíA Y PROFETAS). Este conocimiento (Os 2,11; Is 19,21), que es conversión (v.) a la vez, llega a una gran intimidad en el profeta jeremías: «Les daré un corazón para conocerme» (Ier 24,7). Pero es un conocimiento dirigido a la vida y a las obras; Hab 2,4 trae la famosa frase «el justo vivirá por la fe», expresión que se abrirá después a mucha polémica (v. LUTERO Y LUTERANISMO). Parece que el significado más acertado del texto es el de una confirmación en la fe a los deportados en Babilonia (cfr. P. Antoine, Foi en DB (Suppl.), 287-289). Así la expresión hebrea apuntaría más bien a la fidelidad que a la fe, o sea, significaría la perseverancia del justo en la fe; esta idea está confirmada en la traducción latina de la Vulgata: «Justus autem in fide sua vivet».
     
      Los temas de conocimiento interior y exterior a raíz de la fe continúan en otros profetas y en el salterio (V. SALMOS). El libro de Daniel habla de un Dios-que conoce y revela secretos (Dan 2,27). La fe en Yahwéh también da el poder de interpretar lo difícil y lo misterioso. En toda actividad profética se aprecia el afán de confirmar y desarrollar la fe del pueblo, tan azotado por circunstancias históricas, pero que debe permanecer fiel al principio de su vida: Yahwéh es Dios y el único Dios. Los salmos también presentan esta inconmovible verdad con variedad de expresiones en una multitud de situaciones: el hombre que sufre y llama a Yahwéh para salvarle (Ps 6.7.31), el hombre que pide el castigo de su enemigo (Ps 68.69.108), el hombre que confía simplemente en Dios su Pastor con fe de abandono (Ps 23). También hay ceremonias en que todo el pueblo reunido da gracias y gloria a Dios por las maravillas que le ha hecho, especialmente en los salmos hallel (Ps 113-118).
     
      En la literatura sapiencial (V. SAPIENCIALES, LIBROS) la fe aparece necesaria e indispensable; la verdadera sabiduría incluye la fe. Las facultades intelectuales del hombre (zaman=meditar; byn=juzgar) están encauzadas en una búsqueda de Dios. Por eso la sabiduría misma (hokmáh) empieza con el temor de Yahwéh: «El temor de Yahwéh es el comienzo de la sabiduría, y la inteligencia es el conocimiento del Santo» (Prv 9,10). De igual modo «toda sabiduría viene de Dios» (Eccli 1,1) y además puede ser comunicada a los hombres (Prv 2,6). Por tanto, aunque se trata del ejercicio de la facultad superior del hombre, existe una verdadera dependencia e incluso pobreza en cualquier sabiduría humana. La fe es el mensaje del libro de Job, sobre todo cuando interviene Dios mismo, en los cap. 38,42.
     
      2. El Reino de Dios y su revelación en el Nuevo Testamento. En los Evangelios, la fe se desenvuelve con la revelación del Reino de Dios (v.), cuyo fundamento es Jesús mismo. Este revela la doctrina de su Reino como quien tiene autoridad (Mt 7,7; Me 1,22; Le 4,32), y sus milagros la confirman. Sin embargo, Cristo deja claro que hace falta la gracia del Padre para tener esta fe en Él (Mt 11,25.27 par.). Esa gracia y correspondencia de la fe en Jesús como Mesías se refleja perfectamente en la confesión de S. Pedro (Mt 16,16-18). La fe del centurión está considerada por el mismo Jesús como maravillosa (Mt 8,10; Le 7,1-10), precisamente porque el centurión sabía lo que era la autoridad del que revela, y sólo tuvo que oír la palabra de autoridad para creer firmemente en su resultado: «Pero di sólo una palabra y mi siervo será sano» (Le 7,7). El modelo de la fe se refleja en la Virgen María, en relación directa con la fe de Abraham en Dios; ella cree en seguida y deja obrar a Dios según su palabra; Isabel le dirá: «Dichosa la que ha creído en la palabra de su Señor» (Le 1,45). Si la Encarnación (v.) fue el comienzo, el hecho central y raíz de la fe evangélica es la Resurrección de Cristo (v.), hecho divino confirmado por testimonios humanos, que inspirará toda la presentación de Jesús en otros escritos neotestamentarios (Hechos, Epístolas, Apocalipsis).
     
      El libro de los Hechos proclama aquella realidad de Cristo resucitado, tanto con obras como con palabras; es un contenido doctrinal que está pregonado (v. RERICMA). En el discurso de S. Pedro se manifiesta ese valor testimonial de la fe: «Nosotros somos testigos de estas cosas, con el Espíritu Santo que Dios ha dado a los que son dóciles» (Act 5,32). En repetidas ocasiones los Apóstoles (v.) aparecen como martyres, testigos apoyados en la verdad de Cristo y su Espíritu (A.ct 10,39,42; 13,31; 22,15; 23,11). La fe que proponen a judíos y gentiles se confirma con signos y milagros (Act 2,22; 5,12; 14,3), entre los cuales se nota en primer plano la curación de un cojo por Pedro «en nombre de Jesucristo Nazareno» (Act 3,6). La consecuencia sacramental de la fe es el Bautismo (v.). En el caso del eunuco etíope se une al entendimiento de la Escritura, pero la exigencia central se mantiene: fe en Jesús: «Felipe dijo: Si crees de todo corazón, bien puedes (bautizarte). Y respondiendo dijo: Creo que Jesucristo es el Hijo de Dios» (Act 8,37). La fe en Jesús lleva a una transformación de la vida y una comunión entre los creyentes, viviendo juntos y compartiendo todo (Act 2,44). Su fidelidad se manifiesta en su perseverancia en la enseñanza de los Apóstoles, en la unión, en la fractio panis (v. EUCARISTÍA), y en las oraciones (Act 2,42).
     
      La unidad en Cristo es el factor esencial en las Epístolas paulinas. El comienzo de la fe de S. Pablo ocurre en la poderosa experiencia de Cristo contada en Act 9; tiene rasgo de auténtica vocación que él mismo reconoce ('Rom 1,4). La iniciativa de la fe parte de Dios (Gal 1,15), y la voluntad de Dios es que todos los hombres se salven conociendo la verdad (1 Tim 2,4). Pero esta fe también depende del hombre como correspondencia a la gracia y puede admitir un progreso (2 Cor 10,15) o una disminución (2 Cor 13,5). Es una fe que se debe traducir en obras, recomendación que hace el Apóstol en varios textos (1 Thes 1,3; Tit 3,1; 2,7). Pero aunque tiene gran importancia en esta vida, la fe, junto con la esperanza (v.), está destinada a desaparecer en la plenitud de la vida futura, donde sólo quedará la caridad (1 Cor 13,15; v.). Como modelo de la fe perfecta S. Pablo pone el ejemplo de Abraham, que supo confiar en la sola palabra de Dios y le fue acreditada como «justicia» (eis dikaiosynen) (Rom 4,3). De ahí deduce Pablo que el verdadero israelita es hijo de Abraham en la fe, teniendo también los gentiles la oportunidad de compartir su herencia (v. ROMANOS, EPÍSTOLA A LOS).
     
      En la epístola a los Hebreos (cap. 11) se da lo que podemos llamar una definición o descripción de la fe, junto con una exégesis de cómo la vivían los protagonistas del A. T. «La fe (pistis) es la garantía (hypostasis) de lo que se espera, la prueba de las cosas que no se ven» (11,1). Literalmente la palabra griega hypostasis se traduce mejor por el término latino substancia. En este sentido la fe es lo que está debajo de (o subyace a) toda nuestra esperanza; se refiere fundamentalmente a lo que no se posee, pero que se espera. Siendo el principio de nuestra esperanza nos capacita para saber que el mundo ha sido creado por la Palabra de Dios (11,3), y que Dios remunera a cada uno que le busque (11,6). También se repite un tema implícito en todo el A. T., el cual fundamenta la misma justificación del hombre: sin la fe es imposible agradar a Dios (11,6).
     
      Pero la fe en Jesús está unida a la fe en su Palabra (v. KERIGMA) y la Palabra de Dios no dice solamente su identidad sino que desarrolla un mensaje, un contenido; por ello la fe debe ser guardada como un depósito (1 Tim 6,20; cfr. 1 Cor 15,2), y transmitida por la Iglesia (1 Cor 11,23, 2 Thes 2,15; v. ni, 1).
     
      3. Justificación y vida eterna. La justificación (v.) del hombre viene de Dios y alcanza a todos los que creen en su Hijo: «la justicia de Dios por la fe en Jesucristo, para todos los que creen, sin distinción» (Rom 3,22). Dios ofrece su Hijo como sacrificio, «mediante la fe en su sangre» (Rom 3,25), para justificar (perdonar y santificar) a todo el que cree en Él. La fe es para S. Pablo el fundamento de la justificación, doctrina que confirma en numerosos pasajes (cfr. 1 Thes 4,14; Rom 1,7; 10,9). El hombre se justifica por la fe y no por las obras de la Ley (Rom 3,28; Gal 2,16). La fe en Cristo es entonces el único medio de redención para el hombre, por la cual recibe el perdón de sus pecados (1 Cor 15,17) y por la cual viene la justicia, no la propia, sino la de Dios: «Todo lo sacrifiqué y lo tengo por basura, con tal de ganar a Cristo y ser hallado en Él no en posesión de mi justicia, la de la Ley, sino de la justicia que nos viene por la fe de Cristo» (Philp 3,8-9). La justicia (dikaiosyne) está centrada en la cruz de Cristo (Gal 3,10-14), en la cual las gentes están salvadas. Por eso la justificación y la justicia no son cosas del futuro sólo, sino un principio dinámico que opera en los fieles ahora (Rom 3,21). La fe lleva a Dios mismo, quien es justicia y justificación a la vez, y que opera amorosamente con los hombres (Rom 1,17; 3,25). Este amor de Dios trae al recuerdo aquella frase de Habacuc, de la cual Pablo hace la siguiente exégesis: «Porque en El (Cristo y su Evangelio) se revela la justicia de Dios, pasando de una fe a otra fe, según está escrito: El justo vive de la fe» (Rom 1,17). La justicia se reflejará en una vida de piedad y de trabajo, que el Apóstol llama «la obra de vuestra fe» (1 Thes 1,3). Santiago el Menor (v.) en su epístola plantea esta verdad en un lenguaje inequívoco, recordando que una sola fe teórica o especulativa no es suficiente... «Pues como el cuerpo sin el espíritu es muerto, así también es muerta la fe sin las obras» (Iac 2,26).
     
      En S. Juan la fe en Cristo da al hombre la vida eterna, en cuanto lleva consigo el reconocimiento del Padre en su Enviado: «En verdad, en verdad os digo que el que escucha mi palabra y cree en el que me envió, tiene la vida eterna y no es juzgado, porque pasó de la muerte a la vida» (lo 5,24). Esa misma confianza en Cristo Redentor se expresa en otras palabras en el capítulo sobre la Eucaristía; Jesús se hace objeto del anhelo y necesidad más íntimos del hombre, exigiendo a la vez una gran fe: «Yo soy el pan de vida: el que viene a mí, ya no tendrá más hambre, y el que cree en mí, jamás tendrá sed» (lo 6,35). El anhelo del hombre será plenamente satisfecho en la gloria eterna, el premio culminante de la fe, donde Cristo será el alfa y omega (v.) de toda la creación (Apc 21,6). La fe significa creer en el mensaje que trae Jesús, no de modo meramente racional, sino aceptando todo lo que significa personalmente para el hombre. Debe ser total y lleva consigo un compromiso personal con Cristo (cfr. lo 20,21). Por eso, la fe auténtica va unida con el amor a Jesús (lo 16,27), el cual obliga al cumplimiento de sus preceptos (lo 14,15.21; 15,10).
     
      4. La incredulidad en la Biblia. En la S. E. la incredulidad brota del deseo de autosuficiencia del hombre; es la negación de la fe y del abandono, fuentes de la verdadera justificación y felicidad. Un ejemplo claro en el A. T. es la fabricación del becerro de oro por los hebreos (Ex 32), porque Moisés tardaba en bajar del Sinaí. Hubo también continuas faltas de fidelidad a Yahwéh, tanto individuales como colectivas, registradas durante su historia. Su incredulidad venía de una visión terrena y cómoda de las cosas, la cual llegó a ser indiferencia muchas veces. Los profetas denunciaban tales actitudes, porque en vez de tener a Yahwéh como su protector le tenían como piedra de tropiezo (Is 8,14). En definitiva, el desastre nacional vino como resultado de esa misma incredulidad colectiva.
     
      En el N. T. la falta de fe llegará a ser un rechazo del mismo Dios en la persona de su Hijo. Los Apóstoles son débiles en la fe (Lc 24,16,25) con respecto a la misma Resurrección de Cristo. Jesús alaba especialmente la fe de quien no ha visto y ha creído (lo 20,29). Pero de una incredulidad de obstinación, y por eso más grave que la de los Apóstoles, son los judíos y especialmente los fariseos, «raza incrédula» (Mt 17,16; Me 9,19). S. Juan expone muy gráficamente este hecho al escribir: «Vino a los suyos, pero los suyos no le recibieron» (lo 1,11). Un poco antes, hablando de la luz del hombre, describe al mismo Verbo (v.) como luciendo en las tinieblas, pero las tinieblas no lo acogieron (lo 1,5). Así da a entender que en el fondo el problema de la fe o de la incredulidad transciende a los judíos y puede aplicarse a todo hombre.
     
      V. t.: CONOCIMIENTO III; RESURRECCIÓN DE CRISTO;CRISTIANISMO, 3; ABRAHAM.
     
     
     

BIBL.: P. ANTOINE, Foi, en DB (Suppl.) 3, París 1938; A. QUERALT, Fe, en Enc. Bibl. 3, Barcelona 1963; X. LÉON-DUFOUR, Vocabulario de Teología Bíblica, Barcelona 1966; C. SFIcQ, Teología Moral del Nuevo Testamento, I, Pamplona 1970; A. GONZÁLEz, Abraham, Padre de los creyentes, Madrid 1963 (excelente reflexión espiritual sobre la fe de Abraham); K. LAMMERS, Oír, Ver y Creer según el Nuevo Testamento, Salamanca 1967; A. QUERALT, Decisión personal y acto de fe, «Orbis Catholicus» 4 (1961) 13-36; 1. ALFARO, Fides in Terminología Bíblica, «Gregorianum» (1961) 463 s.; M. MEINERTZ, Teología del Nuevo Testamento, Madrid 1963 (especialmente la justificación y la fe, 374 ss.); E. WALTER, Glaube, Hoffnung und Liebe im N. T., Friburgo de B. 1940; 1. LEAL, La fe en la Redaktiongeschichte del IV Evangelio, «Estudios Bíblicos» 22 (1963) 141-177; A. CHARUE, L'incrédulité des Juifs dans le Nouveau Testament, Gembloux 1929; 1. HUBY, La Connaissance de foi dans S. Jean, en Le Discours de lésus aprés la Céne, 2 ed. París 1952, 125-158; E. D. O'CONNOR, Faith in the Synoptie Gospels, Indiana 1961; F. PRAT, La Teología de S. Pablo, III, México 1947, 271-292; R. SCHNACKENBURG, El testimonio moral del Nuevo Testamento, Madrid 1966, 26 ss.

 

MICHAEL GIESLER.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991