La e. en sentido estricto es gravemente inmoral, porque lleva implícito un
homicidio (v.), y ninguna razón puede legitimar un acto intrínsecamente
malo: ni conmiseración, ni humanitarismo, ni aparente piedad. Mucho menos
si se trata de una e. aplicada por discutibles o equivocados principios
políticos, racistas, etcétera, y sea cual sea la autoridad con que se
pretenda realizar. Esta doctrina ha sido sostenida constantemente por el
Magisterio de la Iglesia: «matar directamente, por mandato de la autoridad
pública, a los que, no habiendo cometido ningún delito digno de muerte, no
sean útiles a la nación por sus defectos psíquicos o físicos, y se
consideren una carga para el Estado y como contrarios a su vigor y
fortaleza» es «contrario al derecho natural y al derecho divino positivo»
(Decr. S. Oficio, 2 dic. 1940: AAS 32, 1940, 553). Al año siguiente, el S.
Oficio vuelve a insistir en la misma doctrina, al incluir en el índice de
libros prohibidos la obra de W. Stroothenke, Erbpflege und Christentum (El
cuidado de la herencia y el cristianismo), donde se propugnaba el derecho
a la esterilización y a la e. voluntarias o impuestas por el Estado, con
el fin de preservar la pureza de la raza (Decr. 22 feb. 1941: AAS 33,
1941, 69). Pío XII dedicó numerosos discursos y alocuciones a recordar los
mismos principios morales, denunciando entre otras cosas la «falsa piedad,
que pretende justificar la eutanasia y sustraer al hombre al sufrimiento
purificador y meritorio, no mediante un alivio caritativo y laudable, sino
con la misma muerte que se da a un animal sin inteligencia y sin
inmortalidad» (Aloe. 11 sept. 1947: AAS 29, 1947, 483; Aloc. 19 oct. 1953:
AAS 45, 1953, 748; Aloc. 11 sept. 1956: AAS 48, 1956, 681-682; Aloc. 9
sept. 1958: AAS 50, 1958, 687-696).
Idéntica enseñanza ha proclamado el Conc. Vaticano II: «Todo lo que
va contra la vida misma, como toda clase de homicidio, el genocidio, el
aborto, la eutanasia (...), todas estas cosas y otras semejantes son
ciertamente infamias y, al mismo tiempo que afean la civilización humana,
denigran más a quienes las practican que a quienes las sufren, y suponen
una grave injuria al honor del Creador» (Gaudium et spes, 27). Las
excepciones que algunos pretenden legitimar no pueden ser nunca lícitas.
No solamente porque la ley natural estrictamente no admite derogaciones,
sino porque las excepciones inducirían en seguida otras muchas, anulando
el sentido de seguridad social y de moralidad, además de despertar los
peores instintos y de sofocar cualquier manifestación de verdadera
humanidad, de fortaleza cristiana, de paciencia y de delicadeza de alma.
No es lícito, pues, matar a los enfermos graves, con el pretexto de
aliviarles los sufrimientos o librar a otros (parientes, hospitales, etc.)
de su cuidado; ni es lícito practicar la punción cardiaca, cuando parece
que la persona ya está muerta, para evitar que, si en realidad todavía
vive, sea enterrada viva. Esta última práctica, que se extendió algo a
principios de siglo, actualmente es casi un triste recuerdo: las normas de
policía sanitaria vigentes en todos los países civilizados la hacen
superflua, en cuanto hay garantías más que suficientes para certificar la
defunción.
De todos modos no son estas razones de conveniencia las que hacen
ilícita la e.; la deontología médica ha de fundarse sólidamente en la
moral natural y en la moral cristiana, si no quiere dejar de existir. En
el caso de la e., una sola excepción, basada en el criterio de uno o más
médicos, llevaría al poco tiempo a terribles presiones por razón de
intereses públicos más o menos fundados. No se tardaría en hacer
comprender que todo médico tiene el deber de predisponer a los ancianos, a
los inválidos y a los incurables para que «espontánea y voluntariamente»
solicitaran la e. Hay que notar a este propósito que la inmoralidad de la
e. no cambia aunque sea ejecutada a petición o con el consentimiento de
quien ha de sufrirla, de la misma manera que es ilícito el suicidio (v.).
Dígase lo mismo de otras consecuencias sociales que se seguirían de la
aprobación de la e.: la pérdida de confianza en los médicos que serían
vistos por los enfermos como sus propios futuros asesinos; los homicidios
por e. que fácilmente se cometerían para acelerar el momento de entrar en
posesión de una herencia deseada. Añádase el riesgo de errores en el
diagnóstico, que llevarían a la e. a personas consideradas incurables,
aunque pudieran recuperarse físicamente. Todo el esfuerzo científico y
humanitario para atender a los dementes se vería destruido de un golpe.
Perderían su fisonomía no sólo los hospitales, sino los institutos de
beneficencia, los asilos para ancianos, etc., que quedarían transformados
en siniestros establecimientos dedicados al asesinato profesional y
científicamente organizado. Desde un punto de vista sobrenatural, es
criminal además privar a un hombre directamente de un tiempo de vida que
podría ser decisivo para su salvación eterna.
Téngase en cuenta, por último, que no hay vida humana sin valor.
Afirmar lo contrario sólo puede provenir de una visión materialista y
utilitaria, pues aun la vida aparentemente más miserable posee a los ojos
de la fe un alto sentido. A veces no se comprenderá su significado, pero
la oscuridad de este misterio no equivale a la negación de lo que una vida
representa en los designios de Dios. La e., como el aborto (v.), la
esterilización (v.), la selección criminal de la raza (v. EUGENESIA),
etcétera, no son más que consecuencias de una mentalidad contraria al
carácter sagrado de la vida humana. Tal mentalidad tiene como base un
claro materialismo, aunque con frecuencia no aparezca como tal; representa
una actitud de ilimitada autonomía del hombre, en relación a Dios, y
significa la negación de la ley moral natural y sobrenatural. Comenzando
por detalles razonables y rectos -como es el deseo de evitar el dolor a
los enfermos incurables-, se va luego hacia metas criminales: desde
«abreviar» los sufrimientos de los moribundos, hasta decidir la supresión
de los dementes, que son considerados como restos humanos sin significado.
3. La muerte sin dolor. Distintas de la e. son las medidas que se
tomen, no con el fin directo de provocar la muerte, sino con objeto de
mitigar o suprimir los sufrimientos físicos de la agonía (la que se ha
llamado e. lenitiva). Si los medios usados llevan aneja la pérdida o la
obnubilación de conciencia (narcóticos, anestésicos, etc.), los moralistas
concuerdan en que no es lícito emplearlos sin el consentimiento del
sujeto. Se peca gravísimamente si se priva de la conciencia a un moribundo
que no está espiritualmente preparado para la muerte, o que no ha tenido
ocasión de manifestar su última voluntad. Con esta salvedad, es
aconsejable, y a veces es un deber estricto, mitigar los sufrimientos del
enfermo: no sólo no es contrario al espíritu cristiano, sino que la serena
aceptación de la voluntad divina, el fomento del amor de Dios y el
abandono en sus brazos, el ofrecimiento generoso de los últimos momentos
de vida terrena, etc., se ven facilitados si se atenúan los dolores y se
consigue una distención orgánica y psíquica mediante la dosis adecuada de
analgésicos. Añádase que las palabras de la recomendación del alma y las
exhortaciones que ayudan a una buena muerte, aun cuando conserven su
sentido si el moribundo está inconsciente, o parece estarlo, dan luz,
consuelo y fuerza a quien puede participar conscientemente en ellas.
En caso de enfermos no operables, o incurables, el uso continuo de
analgésicos, además de calmar el dolor, puede producir unos efectos
secundarios de abreviación de la vida. Ante este hecho, hay que distinguir
dos posibilidades: si se busca la e. directamente, quedan en vigor los
principios ya expuestos sobre su gravísima ilicitud; si lo que se busca
directamente es aliviar el dolor, pueden usarse aunque se siga una
disminución de la duración de la vida, «si no existen otros medios y si,
en esas circunstancias, no se impide el cumplimiento de otros deberes
religiosos y morales» (Pío XII, Disc. al Symposium Internacional de
Anestesiología, 24 feb. 1957: AAS 49, 1957, 129-147).
4. Aceleración de la muerte. Aunque bajo algún aspecto es semejante
a la e., la aceleración de la muerte puede estudiarse también con otros
puntos de vista. En la práctica sería e. toda medida que directamente
tuviera por objeto abreviar la duración de la vida humana y, por tanto, se
le aplicaría todo lo dicho sobre la inmoralidad de la e. Como figura moral
específica, se entiende con el nombre de aceleración de la muerte
cualquier acto o modo de actuar que por sí mismo no causa la muerte,
aunque ejercita un influjo nocivo sobre la salud, de manera que, en tales
condiciones, es previsible que se vivirá menos de lo que se viviría
evitando la causa en cuestión. Implica, p. ej., una aceleración de la
muerte el hecho de trabajar continuamente en un ambiente malsano, o la
costumbre de fumar o de tomar bebidas alcohólicas en exceso (v. DROGAS).
Si tales cosas se hicieran con la intención de acelerar la muerte, serían
ilícitas. Cuando no hay esta intención, ha de haber razones
proporcionadamente graves, para que sea lícito someterse al influjo de los
factores que aceleran la muerte. A mayor riesgo de abreviar la vida, ha de
corresponder una mayor necesidad o conveniencia de llevar a cabo las
acciones perjudiciales para la salud, que hemos de procurar conservar con
una grave obligación. No solamente porque la vida es un don de Dios, sino
porque es parte de los talentos que hemos recibido (cfr. Mt 25,15 ss.)
para hacerlos fructificar y cooperar a la Redención. Sin ignorar el valor
sobrenatural escondido en la enfermedad y en la debilidad física, y sin
olvidar que la muerte es el paso a la Vida, desear la muerte no es lícito
al hombre. El deseo sobrenatural de unión con Dios en la eternidad no es
pecaminoso, si no lleva a acciones contrarias a la salud, pues es
inseparable del abandono en la voluntad de Dios, que lleva a aceptar
gozosamente el tiempo de vida que el Señor dé: «Para mí el vivir es
Cristo, y el morir ganancia. Por otro lado, si hay que vivir en carne,
será para rendir fruto con mi trabajo, y todavía no sé qué escoger. Me
siento estrechado de ambos lados: pues tengo el deseo de ser desatado y
estar con Cristo (cosa en verdad mucho más preferible), mas el quedarme en
la carne es más necesario en atención a vosotros» (Philp 1,21-24).
V. t.: VIDA III-V; HOMICIDIO.
BIBL.: Además de los documentos
del Magisterio citados en el texto y de los tratados de Teología Moral,
cfr. J. PAQUIN, Morale e medicina, Roma 1962; W. SCHÓLGEN, Problemas
morales de nuestro tiempo, Barcelona 1962; L. BENDER, Eutanasia, en
«Diccionario de Teología Moral», Barcelona 1960; P. PALAZZINI, Morale
dell'attualitá, Roma 1963; M. IGLESIAS, Aborto, eutanasia y fecundación
artificial, Barcelona 1954; M. FABREGAs, De euthanasiae illicitate, «Periodica
de re morali, canonica et liturgica» 43 (1954) 252-275.
J. L. SORIA SAIZ.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp,
1991
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