ESPÍRITU SANTO. DONES
4. Reflexión teológica. a)
Virtudes infusas y dones del Espíritu Santo. Se ha visto ya que los
dones son ciertos hábitos sobrenaturales infundidos por Dios en las
potencias del alma para recibir y secundar con facilidad las mociones
del propio E. S. al modo divino o sobrehumano. Veamos su diferencia con
las virtudes infusas que son también hábitos sobrenaturales infundidos
por Dios para obrar sobrenaturalmente. Entre ellas y los dones del E. S.
hay una distinción fundamental. Las virtudes (v.) se ponen en movimiento
o actúan bajo la influencia de una simple gracia actual al modo humano,
o sea sin superar el mecanismo psicológico del hombre elevado por la
gracia al orden sobrenatural. Los dones del E. S., en cambio, obedecen a
una moción especialísima del divino E., que los mueve y actúa al modo
divino o sobrehumano. Bajo la gracia actual que mueve el hábito de las
virtudes, el hombre actúa como causa principal del acto virtuoso
correspondiente. Bajo la moción especial de los dones, el hombre pasa a
ser causa instrumental del mismo acto, correspondiendo la causalidad
principal al propio E. S. Por eso los actos virtuosos procedentes de los
dones son de suyo perfectísimos, ya que no solamente son sobrenaturales
en cuanto a su ser sustancial (como las virtudes infusas) sino también
en cuanto a su misma modalidad, que ya no es humana sino divina.
b) Número. La tradición cristiana ha interpretado el texto de
Isaías (11,2-3) a base de la versión latina de la Vulgata, según la cual
el número de los dones sería septenario, pero en el texto original
hebreo no son más que seis: sabiduría, ciencia, consejo, fortaleza,
entendimiento, temor; falta el don de piedad. Sin embargo, el don de
piedad aparece claramente en Rom 8,14-16. En todo caso, es muy probable
que según la terminología bíblica el número septenario signifique una
plenitud indeterminada, por lo que no puede insistirse demasiado en el
número concreto de los dones. Cualquier moción del E. S. al modo divino
o sobrehumano realiza la noción y es en realidad un verdadero don del
mismo divino E.
c) La finalidad de los dones del E. S. es doble. Por un lado, se
dan como ayuda para salir airosos en los casos repentinos e imprevistos
en los que el pecado o el heroísmo es cuestión de un instante (p. ej.,
ante una tentación repentina y violentísima en la que la victoria o la
derrota es cuestión de un segundo). En estos casos, el alma no puede
echar mano del discurso lento de las virtudes infusas en su modalidad
ordinaria o humana, sino que necesita la moción divina de los dones que
actúa de una manera intuitiva e instantánea.
Por otro lado, los dones se otorgan para perfeccionar el acto de
las virtudes infusas, dándole la modalidad divina propia y haciéndole
salir de la atmósfera puramente humana en que se encuentra. De suyo las
virtudes teologales son más perfectas que los dones, como enseña S.
Tomás (cfr. Sum. Th. 1-2 q68 a2); pero manejadas por el propio hombre a
su modo connatural o humano no pueden desarrollar toda su enorme
virtualidad divina, necesitando para ello la modalidad sobrehumana de
los dones, que les facilitará la atmósfera divina en la que se
desarrollará toda su potencialidad sobrenatural en grado perfectísimo.
En el primer aspecto (casos repentinos o imprevistos) los dones
son necesarios incluso para la salvación del alma. En el segundo, son
absolutamente indispensables para la perfección cristiana. Sin la moción
divina de los dones las virtudes infusas no pueden desarrollar todas sus
energías ni, por lo mismo, elevar al alma a la santidad, que consiste
fundamentalmente en el heroísmo en la práctica de las virtudes.
Las virtudes infusas, en efecto, se mueven y gobiernan por el
dictamen de la razón iluminada por la fe, aunque siempre, desde luego,
bajo el influjo de una gracia (v.) actual. Por eso mismo, en su
mecanismo y funcionamiento se mezcla inevitablemente un elemento humano:
la propia razón natural, aunque sea iluminada por la fe. Ahora bien: esa
atmósfera o modalidad humana procedente de la razón natural es un
elemento extraño y enormemente desproporcionado a la naturaleza divina
de las virtudes infusas, sobre todo de las teologales. Éstas reclaman,
por su misma naturaleza, una modalidad divina para desplegar en todo su
esplendor sus maravillosas virtualidades. Por eso, mientras estén
sometidas al régimen de la razón natural, que les proporciona
forzosamente modalidad humana, las virtudes infusas no alcanzan su pleno
y perfecto desarrollo. Podrán desarrollarse hasta cierto punto, pero
siempre de una manera precaria, incompleta e imperfecta. Solamente
cuando reciban la modalidad divina de los dones del E. S. empezarán a
crecer y desarrollarse con la energía y rapidez que les corresponde como
virtudes divinas, produciendo los actos heroicos de virtud perfecta
propios de los verdaderos santos. Entonces es cuando el cristiano
comienza a vivir en toda su plenitud su filiación divina adoptiva:
«Porque los que son movidos por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de
Dios» (Rom 8,14).
d) Así, pues, los dones del E. S. son hábitos sobrenaturales,
realmente distintos de las virtudes, con los cuales el hombre se dispone
convenientemente para seguir de una manera pronta, directa e inmediata
la inspiración del E. S. de un modo superior a su modo connatural humano
y en orden a un objeto o fin que las virtudes no pueden por sí solas
alcanzar; por lo cual son a veces necesarios para la misma salvación y
siempre para la santidad de la vida cristiana. Están conectados entre sí
y con la caridad, de tal manera que el que está en gracia los posee
todos y sin ella no posee ninguno. Perdurarán en el cielo en grado
perfectísimo. Los dones de sabiduría y de entendimiento son los más
perfectos y afectan de lleno a la vida contemplativa; los demás pueden
catalogarse de distintos modos según se atienda a sus actos propios o a
la materia sobre la que versan.
5. Función específica de cada don. La teología católica, siguiendo
las huellas de S. Tomás, ha precisado la función específica que
corresponde a cada uno de los dones a base del número septenario. Cada
uno de ellos tiene por misión directa e inmediata la perfección de
alguna de las virtudes fundamentales (teologales y cardinales), aunque
indirecta y mediatamente repercute sobre todas las virtudes derivadas de
la teologal o cardinal correspondiente y sobre todo el conjunto de la
vida cristiana.
Siguiendo el orden de menor a mayor perfección, he aquí la misión
especial y características fundamentales de cada uno de los dones:
a) El don de temor perfecciona dos virtudes: primariamente la
virtud de la esperanza (v.), en cuanto que arranca de raíz el pecado de
presunción, que se opone directamente a ella por exceso, y hace apoyarse
únicamente en el auxilio omnipotente de Dios, que es el motivo formal de
la esperanza. Secundariamente perfecciona también la virtud de la
templanza (v.), ya que no hay nada tan eficaz para frenar el apetito
desordenado de placeres como el temor de los castigos divinos. Los
santos temblaban ante la posibilidad del menor pecado, porque el don de
temor les hacía ver con claridad la grandeza y majestad de Dios, por un
lado, y la vileza y degradación del pecado, por otro.
b) El don de fortaleza refuerza la virtud del mismo nombre,
haciéndola llegar al heroísmo más perfecto en sus dos aspectos
fundamentales: resistencia y aguante frente a toda clase de ataques y
peligros y acometida viril del cumplimiento del deber, a pesar de todas
las dificultades y obstáculos (v. FORTALEZA). El don de fortaleza
brilla, sobre todo, en la vida de los mártires (el martirio es, como es
sabido, el acto principal de la virtud de la fortaleza), pero también en
los grandes héroes cristianos y en la práctica callada y heroica de las
virtudes de la vida cristiana ordinaria, que constituyen el «heroísmo de
lo pequeño» y una especie de «martirio a alfilerazos», con frecuencia
más difíciles y penosos que el heroísmo de lo grande y el martirio entre
los dientes de las fieras (cfr. J. Escrivá de Balaguer, Camino, 23 ed.
Madrid 1965, n° 204).
c) El don de piedad perfecciona la virtud de la justicia (v.) una
de cuyas virtudes derivadas es precisamente la piedad (v.). Tiene por
objeto excitar en la voluntad, por instinto del E. S., un afecto filial
hacia Dios considerado como Padre y un sentimiento de fraternidad
universal para con todos los hombres en cuanto hermanos nuestros e hijos
del mismo Padre, que está en los cielos. Las almas dominadas por el don
de piedad experimentan una ternura inmensa al sentirse hijas de Dios, y
su plegaria favorita es el «Padre nuestro que estás en los cielos».
Viven enteramente abandonadas a su amor y sienten también una ternura
especial hacia la Virgen María, su dulce Madre; hacia el Papa, el «dulce
Cristo en la tierra» (S. Catalina de Siena), y hacia cualquier persona
en la que brille un destello de la paternidad divina: el superior, el
sacerdote, etc. Es también el don de piedad quien eleva y perfecciona el
verdadero patriotismo, en cuanto que la Patria es también objeto de la
virtud de la piedad.
d) El don de consejo presta magníficos servicios a la virtud de la
prudencia (v.), no sólo en las grandes determinaciones que marcan la
orientación de toda una vida (vocación), sino hasta en los más pequeños
detalles de una vida en apariencia monótona y sin trascendencia alguna.
Son corazonadas, golpes de vista intuitivos, cuyo acierto y oportunidad
se encargan más tarde de descubrir los acontecimientos. Para el gobierno
de nuestros propios actos y el recto desempeño de cargos directivos y de
responsabilidad, el don de consejo es de un precio y valor inestimables.
S. Catalina de Siena (v.) gozó de la influencia de este don en grado
extraordinario, siendo el brazo derecho y la mejor consejera del Papa, a
quien hizo regresar de Aviñón a Roma contra el parecer de los
cardenales. Y S. Teresita del Niño Jesús (v.) desempeñó con exquisito
acierto, en plena juventud, el difícil y delicado cargo de maestra de
novicias, que tanta madurez y experiencia requiere.
e) El don de ciencia perfecciona la virtud de la fe (v.),
enseñándola a juzgar rectamente de las cosas creadas, viendo en todas
ellas la huella o vestigio de Dios, que pregona su hermosura y su bondad
inefables. S. Francisco de Asís, p. ej., iluminado por las claridades
divinas de este don, veía en todas las criaturas a hermanos suyos en
Cristo, incluso en los seres inanimados o irracionales. El mundo tiene
por insensatez y locura lo que es sublime sabiduría ante Dios. Es la
«ciencia de los santos», que será siempre necia ante la increíble
necedad del mundo (cfr. 1 Cor 3,19).
Las almas en las que el don de ciencia actúa intensamente tienen
instintivamente el sentido de la le. Sin haber estudiado teología se dan
cuenta en el acto si una determinada doctrina, un consejo, una máxima
cualquiera está de acuerdo y sintoniza con la fe o está en oposición a
ella. No les preguntemos las razones que tienen para ello, pues no las
saben. Lo sienten así con una fuerza irresistible y una seguridad
inquebrantable. «No me harán confesar que es buena doctrina», decía S.
Teresa a propósito de la falsa opinión de algunos teólogos de su época
sobre la conveniencia de prescindir de la humanidad de Cristo en ciertos
estados elevados de oración.
f) El don de entendimiento perfecciona también, en otro aspecto,
la misma virtud de la fe, dándole una penetración profundísima de los
grandes misterios sobrenaturales. La inhabitación trinitaria en el alma
del justo, el misterio redentor del Calvario, nuestra incorporación a
Cristo como miembros de su Cuerpo místico, la santidad inefable de
María, el valor infinito de la santa Misa y otros misterios semejantes
adquieren, bajo la iluminación del don de entendimiento, una fuerza y
eficacia santificadora verdaderamente extraordinarias. Estas almas viven
absorbidas por las cosas de Dios, que sienten y viven con la máxima
intensidad que puede dar de sí un alma peregrina todavía en este mundo:
estarían dispuestas a creer lo contrario de lo que ven con sus propios
ojos antes que dudar en lo más mínimo de alguna de las verdades de la
fe.
Éste es un don utilísimo a los teólogos (S. Tomás lo poseyó en
grado eminente) para hacerles penetrar en lo más hondo de las verdades
reveladas por Dios y deducir después, por el discurso y razonamiento
teológico, las virtualidades en ellas contenidas como el fruto en la
flor.
g) El don de sabiduría perfecciona la virtud de la caridad (v.),
dándole la modalidad divina que reclama y exige por su propia condición
de virtud teologal perfectísima. A su divino influjo, las almas aman a
Dios con amor intensísimo, por cierta connaturalidad con las cosas
divinas, que las hunde, por decirlo así, en las profundidades
insondables del misterio trinitario. Todo lo ven a través de Dios y todo
lo juzgan por razones divinas, con sentido de eternidad, como si
hubieran ya traspasado las fronteras del más allá. Han perdido por
completo el instinto de lo humano y se mueven únicamente por cierto
instinto sobrenatural y divino. Nada puede perturbar la paz inefable (v.
PAZ INTERIOR) de que gozan en lo íntimo de su alma: las desgracias,
enfermedades, persecuciones y calumnias, etc., las dejan por completo
«inmóviles y tranquilas, como si estuvieran ya en la eternidad» (p. ej.,
Isabel de la Trinidad; v.). No les importa ni afecta nada de cuanto
ocurre en este mundo: han comenzado ya su vida de eternidad. Algo de
esto quería decir San Pablo cuando escribía: «Porque somos ciudadanos
del cielo...» (Philp 3,20).
A. HUERGA TERUELO.
BIBL.: S. TOMÁS, Sum. Th. 1-2 q68; O. LOTTIN, «Revue d'Ascétique et mystique» (1930) 269 ss.; BIARD, Le dons du Saint Esprit, Aviñón 1930; JUAN DE SANTO TOMÁs, Tratado de los dones del Espíritu Santo (el mejor comentario a Santo Tomás); J. G. ARINTERO, Oficio de cada uno de los dones del Espíritu Santo, «Vida sobrenatural» 27 (1935) 404-417; 29 (1935) 326-340; 404417; J. DE GUIBERT, Theologia spiritualis, Roma 1937, 119-138; I. MENÉNDEZ REIGADA, Los dones del Espíritu Santo y la perfección cristiana, Madrid 1948; A. Royo MARÍN, Teología de la perfección, 5 ed. Madrid 1968.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991